Read La maldición del demonio Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Uno de los hombres bestia lanzó un grito de sorpresa.
—iHadar!¡Hadar! —gruñó mientras señalaba el cráneo, y a continuación, le soltó un largo galimatías.
Malus sonrió.
—Eso está mejor. —Se volvió a mirar a sus hombres—. Parece que tenemos un guía —dijo al mismo tiempo que señalaba a la criatura que no paraba de balbucear—. Ése vivirá. El otro nos servirá de diversión esta noche.
Los druchii sonrieron y sus ojos destellaron ante la perspectiva de una velada de flirteo con la oscuridad. Una noche de juerga sería buena para la moral; «mañana —pensó Malus— se encontrarán en la linde del bosque que rodea la montaña».
«Y luego, Kul Hadar», se dijo, sonriendo con expectación.
—¿Estás seguro? —preguntó Malus, que sentía que un puño le apretaba el corazón.
El druchii miró a Dalvar y luego a Malus, nervioso por ser objeto de la total atención del noble.
—S... sí, mi señor. Los nómadas llevaban pieles, pero estos jinetes se cubrían con capas negras y montaban caballos.
Malus avanzó hasta la ventana más cercana del cuerpo de guardia. El sol acababa de salir por el horizonte, y ya soplaban contra su rostro calientes ráfagas de viento cargado de polvo. Desde esa altura podía ver a gran distancia, más allá de las derrumbadas murallas y la desolada planicie.
—¿A qué distancia dirías que están?
El guardia se encogió de hombros con impotencia.
—¿Medio día, mi señor? Creo que a menos de ocho kilómetros. Sólo capté un atisbo cuando la luz del sol los silueteó sobre una de las lomas. Con las distancias tan deformadas de este lugar, ¿quién puede saberlo con certeza?
—Los jinetes de Urial tienen que habernos seguido a través del Santuario de los Caballeros Muertos —dijo Dalvar, cuyo rostro palideció—. ¿Supones que se abrieron paso luchando con los inquietos muertos?
—Quizá —gruñó Malus—. O tal vez ellos estén tan cerca de ser cadáveres que los caballeros muertos no notaron la diferencia. No tiene importancia. Nosotros estamos vivos; al menos, en este momento.
El noble se encaminó apresuradamente hacia la escalera.
En el patio, la partida de guerra estaba ensillando a los gélidos en preparación de la jornada de viaje. Por primera vez en varios días, los guerreros hablaban tranquilamente entre sí; el humor había mejorado debido a la diversión de la noche anterior.
El hombre bestia pendía de un potro improvisado que habían construido con barras de acero sacadas de la vieja forja. La prodigiosa resistencia de la criatura había prolongado la celebración hasta bien entradas las primeras horas de la mañana, momento en que, ebrios de tortura y con el tiempo agotado, los miembros de la partida de guerra habían adoptado tácticas más toscas para poner fin a la fiesta. Entonces, el hombre bestia no se parecía tanto a nada como a un filete mal cortado, cuya sangre manchaba la arena que rodeaba el potro. El hombre bestia superviviente no daba la impresión de sentirse muy afectado por la muerte de su compañero; había observado la celebración con cierta curiosidad, una vez convencido de que no sería la siguiente víctima.
En ese momento, se encontraba de pie entre los druchii que cargaban los animales, y se pasaba las manos por los brazos y el pecho con expresión turbada en el rostro. Se había necesitado una gran cantidad de baba de nauglir para enmascarar su olor y lograr que los gélidos lo aceptaran. Malus esperaba que no hubiesen envenenado accidentalmente al guía. Tanto Lhunara como Dalvar habían intentado atarle las manos al hombre bestia, pero Malus lo había impedido a pesar de las acaloradas objeciones de ambos. Quería que la criatura pensara que eran aliados potenciales, no sus captores.
Si el hombre bestia pensaba que tenía una posibilidad de recobrar la libertad cuando llegaran a Kul Hadar, se sentiría más inclinado a cooperar y acabar con el asunto. Además, el noble esperaba que eso le transmitiera un claro mensaje a la criatura: «No nos importa que trates de huir. No puedes escapar de nosotros por mucho que lo intentes».
Ya estaban casi listos. Malus observó al hombre bestia muerto. Sería bastante fácil bajar el cadáver y ocultarlo en uno de los edificios. Tras pensarlo un momento, se encogió de hombros con resignación. Que los jinetes encontraran el cuerpo y los rastros que indicaban que habían estado allí. Con un poco de suerte, registrarían el resto de la ciudad en busca de ellos y malgastarían un tiempo precioso mientras los druchii escapaban.
—¡Sa'an'ishar! —gritó—. ¡Montad! ¡Nos marchamos en cinco minutos!
Los miembros de la partida de guerra se pusieron de inmediato a concluir las tareas de última hora. Malus recogió la silla de montar de
Rencor
y se encaminó hacia el gélido. Lhunara lo estaba esperando con expresión preocupada.
—¿Qué ha sucedido, mi señor?
—Los jinetes de Urial —respondió él con un gruñido mientras echaba la pesada silla sobre el lomo de
Rencor
—. El centinela piensa que los vio en la planicie, más o menos a medio día de aquí. Quiero poner tanta distancia como pueda entre ellos y nosotros.
La oficial masculló una maldición y contempló al hombre bestia con desconfianza.
—¿Crees que puedes fiarte de él?
—Creo que después de lo que vio anoche, sabe que él será el siguiente a menos que me dé exactamente lo que quiero.
—Fue una decisión sabia la de anoche, mi señor. Los hombres han mejorado mucho. —Lhunara lo miró de soslayo mientras Malus ajustaba la cincha de la silla—. ¿O tiene algo que ver con la conversación que mantuviste con Dalvar en el interior de la fortaleza?
Malus le dedicó una ancha sonrisa.
—Chica lista. Un poco de ambas cosas, creo. Dalvar y yo hemos llegado a una especie de entendimiento. Él y sus hombres me han jurado lealtad.
—¿A ti? ¿Y qué hay de Nagaira?
—Han visto lo suficiente para creer que mi querida hermana se ha lavado las manos con respecto a ellos. Por lo tanto, ya no se consideran a su servicio.
—Tu hermana no se sentirá complacida.
—A estas alturas, he dejado de preocuparme por lo que piense mi querida hermana. —Malus se incorporó y se inclinó hacia ella—. Cabe la posibilidad de que todo esto sea un elaborado plan destinado a castigarnos tanto a Urial como a mí. Me envió aquí con la preciosa reliquia de mi hermano, con la esperanza de que me perdiera para siempre.
Lhunara se puso ceñuda.
—Hasta ahora, yo diría que lo ha logrado. ¿Y por qué continuar con este estúpido encargo, entonces? ¿Por qué no regresamos a Hag Graef?
—Porque Urial está allí, y también mis antiguos aliados, además de sus contactos del templo —dijo Malus—. Nagaira ha pensado esto con cuidado. Si me quedo aquí, en los Desiertos del Caos, muero. Si regreso con las manos vacías, muero. La única salida que me queda pasa por el templo. Debo lograr el éxito, o estaré acabado.
—¡Estás suponiendo que existe un templo! ¡Todo lo que tienes para guiarte es lo que te dijo tu hermana!
—No —respondió Malus, y señaló al hombre bestia—. Ese ser sabe dónde está Kul Hadar. Y es allí adonde iremos.
Lhunara abrió la boca para protestar, pero conocía demasiado bien la implacable expresión que había en los ojos de Malus.
—Como desees, mi señor —dijo con un suspiro—. Sólo espero que el resto de nosotros pueda sobrevivir para celebrar tu triunfo.
La desolada expresión del rostro de Lhunara provocó una sonora carcajada de Malus.
—No temas —dijo, no sin amabilidad—. Si quisiera que murieses, te mataría yo mismo. Ahora, monta y marchémonos.
Al cabo de una hora llegaron a la periferia de la ciudad, tras pasar lentamente por encima de montones de piedras derrumbadas y móviles montones de arena. Resultó que no había puerta norte, y la partida de guerra se vio obligada a buscar una sección de muralla derrumbada que fuera lo bastante grande y trepar por encima de los escombros. La oscura montaña se encumbraba a lo lejos, amortajada con nubes de polvo arrastrado por el viento.
Malus se volvió a mirar al hombre bestia, que iba sobre el nauglir de Lhunara, detrás de la silla de montar de la oficial. El noble no sabía muy bien quién parecía más incómodo con la situación, si el gélido, Lhunara o el nuevo guía.
—¿Kul Hadar? —inquirió Malus.
El guía señaló hacia el noroeste con un dedo provisto de garra; aparentemente, indicaba un punto situado lejos del pico hendido.
—Hadar —gruñó la criatura, y añadió algo más en su gutural idioma.
Malus miró desde la montaña hacia la dirección indicada por el hombre bestia. No tenía sentido. «Pero estamos en los Desiertos del Caos —pensó—. Además, ¿de qué sirve tener un guía si no sigues sus instrucciones?»
—De acuerdo —le dijo el noble a la criatura—. Pero no olvides a tu compañero de manada, el que se quedó en la fortaleza. Eso es lo que les sucede a quienes dejan de serme útiles.
Puede que el hombre bestia no hubiese entendido las palabras pero, por la expresión de sus ojos, había captado el mensaje con total claridad.
—¡Hadar! —repitió la criatura, esa vez con mayor fuerza, señalando al noroeste.
Malus tiró de las riendas para desviar a
Rencor
de la dirección de la montaña.
—Supongo que esto tiene tanto sentido como cualquier otra cosa —murmuró, y espoleó al nauglir para que comenzara a trotar.
Llegaron al bosque cuando caía la noche.
Durante todo el día, la montaña se había alzado a la izquierda, sin alejarse ni acercarse más. La partida de guerra cabalgaba por desolados llanos de cambiante polvo y cascajo, y de vez en cuando pasaban ante algún árbol marchito o un lago seco.
Cuando el sol se hundió en el oeste, el terreno comenzó a ascender suavemente, y la vegetación se hizo más abundante. El caliente viento sulfuroso amainó, y antes de darse cuenta, los druchii cabalgaban por onduladas colinas cubiertas de sotobosque y débiles árboles de hojas negras. Animales invisibles siseaban y parloteaban a su paso, y en una ocasión, una criatura de anchas alas correosas salió volando de entre los matojos y se elevó hacia el norte, chillando de agitación ante la presencia de intrusos.
Malus comenzaba a buscar posibles lugares para acampar cuando
Rencor
coronó una alta loma y se encontró mirando la linde del esquivo bosque. Al otro lado, se alzaba la gran montaña, con la profunda herida destacada como una línea de negrura abisal contra el gris acero de las faldas. Por un momento, Malus no creyó lo que veían sus ojos. ¿Cuándo habían comenzado a desviar el rumbo para volver hacia el pico? Por mucho que lo intentaba, no podía recordarlo. «No importa —pensó—. Estamos aquí.»
Lhunara situó a su gélido junto a
Rencor
.
—¿Acampamos aquí, mi señor?
La luz diurna casi había desaparecido del todo, pero las auroras del norte ya hervían en el cielo, en el más vivido despliegue que Malus hubiese visto jamás. Rayas y grandes bucles de azul, rojo y violeta trazaban arcos sobre las nubes y proyectaban sombras temblorosas entre los altos árboles.
—Avanzaremos un poco más —decidió el noble, al fin—. Sospecho que los jinetes de Urial no necesitan dormir. Quiero cubrir tanto terreno como sea posible mientras haya luz suficiente para ver.
En algún punto de las profundidades del bosque, una criatura lanzó un largo aullido malhumorado. Los gélidos se agitaron con intranquilidad, y Malus sintió que
Rencor
inspiraba para lanzar una respuesta, así que le clavó las espuelas para contenerlo. Miró al hombre bestia.
—¿Kul Hadar?
El hombre bestia permanecía sentado y con los hombros caídos, al parecer indiferente al extraño aullido. A regañadientes, señaló en línea recta, hacia el sombrío bosque.
—Muy bien, pues —dijo Malus al mismo tiempo que alzaba una mano para que la partida de guerra avanzara. Después, cogió la ballesta que llevaba colgada en la parte trasera de la silla.
Había varios senderos muy transitados que se adentraban en el bosque; eran lo bastante anchos para que incluso los jinetes de gélidos los transitaran cómodamente en fila india. Los altos robles y cedros bloqueaban buena parte de la luz de las auroras con sus largas ramas, pero colonias de hongos verdes y azules ascendían por los troncos de muchos de ellos y radiaban una débil luminiscencia que permitía ver el sendero lo suficiente para recorrerlo. La pequeña columna avanzaba lentamente por la quietud sobrenatural. Ningún animal nocturno alteraba el silencio con gritos, observación que a Malus le puso los nervios de punta.
Habían estado cabalgando durante una hora bajo los árboles cuando volvieron a oír el aullido. Una vez más, procedía del oeste, pero parecía algo más cercano que antes. «Lo que sea que lance el largo grito hambriento tiene que ser enorme —pensó el noble—, a juzgar por la fuerza y duración del sonido. Algo tan grande como un gélido, o posiblemente más.»
Luego se oyó otro aullido; también procedía del oeste, pero esa vez había sido emitido por un ser diferente. Parecía estar un poco más lejos que su predecesor, pero aún demasiado cerca como para que se sintieran cómodos. Cuando sonó otro grito —un ladrido desde el este—, Malus se preocupó. «Una manada —pensó—. Y por los aullidos parece que están cazando.
» Rencor
se removió con intranquilidad debajo de él, y uno de los otros gélidos lanzó un gemido bajo. Malus espoleó a la montura para que trotara, mientras forzaba la vista para ver el sendero que se extendía ante él. «Tal vez si podemos escapar de su camino...»
Durante unos pocos minutos, nada rompió el silencio del bosque, salvo los pesados pasos de
Rencor
, pero luego otro aullido estalló en la quietud, y a menos de un kilómetro y medio al oeste se oyó un crujido tremendo, como un árbol partido por el paso de algo veloz y poderoso. Un nuevo aullido le respondió desde el este, y luego otro. «Son cuatro —pensó Malus—. ¡Y nos han olido!»
No podían avanzar más rápidamente en la oscuridad. Las ramas de los árboles eran muy bajas y había poca luz. Malus oyó que unos seres enormes atravesaban el bosque destrozándolo todo a ambos lados del sendero que quedaba detrás de ellos... Eran pesados pasos de dos, cuatro e incluso tres patas. Y luego..., silencio.
Malus hizo detener a la columna y forzó los sentidos para penetrar las densas sombras que los rodeaban por todas partes. No se oía nada más que la pesada respiración de los gélidos. El noble se volvió para mirar a Lhunara. La cara de la oficial estaba tensa, pero el hombre bestia que iba detrás de ella parecía casi enloquecido de miedo.