Read La maldición del demonio Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
El nauglir lanzó un furioso bramido cuando una o más armas enemigas se le clavaron profundamente en la escamosa piel. La corroída punta de una lanza golpeó de soslayo la espaldera izquierda de Malus y le dejó una línea sanguinolenta en la nuca. Había manos que toqueteaban la lisa armadura que le protegía brazos y piernas e intentaban derribarlo de la montura. Con un rugido, descargó la espada y atravesó muñecas y antebrazos; la malla oxidada estalló en brillantes nubes de eslabones partidos.
Y luego, el príncipe cayó sobre Malus. La relumbrante espada destelló al salir disparada hacia el noble como la lengua de una víbora.
El druchii giró en la silla de montar y trazó un arco con la espada en un intento desesperado de bloquear la estocada del príncipe, que le resbaló sobre el acorazado muslo. Malus descargó un tajo sobre el brazo con que el príncipe sujetaba la espada, pero el caballero muerto interceptó el golpe a una velocidad sobrenatural. La hoja encantada de ithilmar salió disparada otra vez, y Malus lanzó un grito cuando la punta le trazó una línea de gélido dolor en una mejilla. La sangre le bajó por la cara desde los helados bordes de la herida.
El ímpetu de la carga de la partida de guerra ya se había agotado y los guerreros estaban rodeados por una marea de muertos hambrientos; entonces, Malus oía otros gritos a su alrededor. Se inclinó hacia adelante y lanzó un tajo hacia los ojos del príncipe, pero el muerto ya no temía a la idea de quedarse ciego. En lugar de echarse atrás, el esquelético guerrero se agachó lo bastante como para recibir el golpe sobre el casco y lanzar un tajo a la pantorrilla del noble. La espada encantada abrió una pulcra línea a través del acero, y Malus lanzó una exclamación ahogada cuando la parte inferior de la pierna se le entumeció.
«¡Piensa! —se enfurecía mentalmente el noble—. ¡No puedes vencerlo espada contra espada! ¡Piensa algo con rapidez o estás muerto!»
El noble gritó un desafío y lanzó otro tajo contra la cara del príncipe. El caballero muerto se inclinó apenas hacia atrás, justo fuera del alcance de la espada, y luego saltó hacia adelante al mismo tiempo que trazaba con el arma un brutal arco dirigido hacia la articulación de la rodillera del noble.
Pero el ataque de Malus no era más que una finta; anticipándose a la respuesta del príncipe, sacó la bota del estribo y le asestó un taconazo a la muñeca del caballero muerto. Con un bramido que helaba la sangre, Malus descargó la espada sobre la coronilla del príncipe y partió en dos el casco de ithilmar.
El príncipe retrocedió con paso tambaleante; tenía la cabeza envuelta en agitadas llamas azules y la esquelética boca abierta de furia.
Malus le gruñó a modo de respuesta y tiró de las riendas para que
Rencor
se desplazara a la izquierda. La musculosa cola del nauglir barrió bruscamente el aire con la fuerza de un ariete y se estrelló contra el pecho del príncipe. El cuerpo del caballero muerto explotó en una nube de polvo y armadura hecha esquirlas, y la espada rúnica salió girando por el aire.
El noble dispuso de apenas un segundo para saborear su triunfo antes de que un muerto clavara la lanza profundamente en una paletilla de
Rencor
, y el gélido respingara y retrocediera a causa de la herida. El repentino cambio de movimiento pilló a Malus por sorpresa. Durante un vertiginoso segundo la entumecida pierna buscó desesperadamente el estribo, y luego unas manos como garras lo aferraron por los hombros y lo arrastraron fuera de la silla de montar. Cayó de espaldas sobre las losas de piedra del camino, con una frenética turba de muertos alrededor.
Los golpes llovieron sobre su armadura como el tamborileo de una granizada. La punta de una lanza halló una brecha en el avambrazo izquierdo y penetró profundamente haciendo que Malus siseara de dolor. El golpe de un hacha impactó contra la rodillera izquierda; la armadura resistió, pero la articulación de debajo sufrió la conmoción del impacto. La punta de una espada mellada le pasó por su frente e hizo manar una cortina de sangre que le bajó por las sienes.
Malus rugía como un poseso y estrellaba la espada contra las piernas de los enemigos. Caballeros muertos acorazados caían sobre él y le arañaban la cara y el cuello con las frías manos.
Rencor
rugió, y la multitud que lo rodeaba fue lanzada momentáneamente hacia atrás cuando el gélido la apartó con un barrido de la acorazada cabeza.
El noble se alzó convulsivamente para quitarse de encima a los enemigos e hizo pedazos el cráneo de uno de los caballeros muertos con un corto tajo de la espada. Se puso en pie de un salto, impulsado por el frenesí de la batalla mientras su mente luchaba contra una creciente ola de pánico. Sin previo aviso, la rodilla maltrecha cedió, y él cayó hacia adelante contra el ensangrentado flanco de
Rencor
. Se aferró con la mano libre a una de las alforjas, pero el gastado cuero se rajó a causa del peso.
Fue a parar al suelo, y un cráneo relumbrante cayó sobre él.
Una mano de Malus se cerró por reflejo sobre la reliquia envuelta en alambre, a pesar de las ardientes líneas de fuego azul que trazaban arcos y crepitaban a lo largo del hilo de plata. En las vacías cuencas oculares del cráneo, antes negros pozos de sombra, hervían entonces esferas de luz ardiente. Cuando la reliquia se posó sobre la mano del noble, lo recorrió una sacudida que bajó por el brazo e hizo que el corazón se le encogiera de dolor. Todo su cuerpo se estremeció..., y las palabras salieron a borbotones por su garganta y atravesaron sus labios.
No entendía qué estaba diciendo, ni siquiera podía oír las palabras, sino sólo un salvaje zumbido que hendía el aire. No obstante, sentía cómo las frases le salían de la boca y adoptaban formas dentadas y duras. Saboreó sangre y sintió que se le rajaba la piel de los labios a causa de la presión. Con un gemido terrible, los muertos huyeron de él y cayeron unos sobre otros al mismo tiempo que se llevaban las marchitas manos a la cabeza. Cuando los muertos retrocedieron, la ardiente energía del cráneo comenzó a disminuir, pero Malus se puso en pie de un salto y volvió a avivar ese fuego mediante su propia voluntad, concentrando su cólera en la incandescente reliquia. Las terribles palabras se le arremolinaban y retorcían dentro de la mente como un ser vivo que se resistiera a sus órdenes. «Arde intensamente, vil objeto —se enfureció Malus—. ¡Arde, o te haré pedazos!»
En ese momento, las palabras volvieron a fluir por él como un torrente que le lastimaba la garganta con afiladas aristas y calor abrasador. Los muertos retrocedieron aún más para huir del sonido de aquella voz. El estruendo de la batalla cesó, y quedó reducido a un silencio pasmado ante el colérico idioma que hablaba el noble.
Malus volvió a subir a la silla de montar. Le dolía el pecho. Era como si le hubieran reemplazado el corazón por un carbón encendido cuyo calor le resecara los pulmones. El noble alzó la reliquia en alto y pasó una mirada despiadada por la horda de condenados. Luego, se puso de pie sobre la silla de montar.
—¡Nuestra sangre no es para los que son como vosotros! —les rugió a los muertos—. ¡Si alzáis una mano contra nosotros, os arrancaré el espíritu de los indignos huesos y lo arrojaré a la Oscuridad Exterior! ¡Huid ante mi cólera, desdichados hijos de Aenarion! ¡La Madre Oscura espera, y si me hostigáis, le ofreceré a ella vuestras almas!
Los muertos bramaron de miedo y dolor, y alzaron las manos con gesto de súplica. Malus miró el camino y vio que los espectros se habían atrevido a quedarse para contemplar la muerte de los urbanitas. El noble miró al urhan Beg a los ojos y saboreó la expresión de terror del semblante del jefe.
Malus señaló con la espada a los tres autarii.
—Saciad vuestra sed con ellos, inmundos muertos, con esos que querían privaros de lo que merecéis.
Beg gritó, y las cabezas de los malevolentes muertos se volvieron al oír el sonido. Entonces el aire se estremeció con aullidos espantosos mientras los autarii se volvían para echar a correr y los esqueléticos guerreros emprendían la persecución.
El fuego volvía a disminuir. Malus intentó reavivarlo una vez más, pero descubrió que su furia era insuficiente. Se sentía como si lo hubiesen retorcido y desgarrado por dentro. Lo chorreaba sangre por una comisura de la boca y le caía sobre el muslo. La espada que tenía sujeta se le cayó.
A su alrededor, los druchii de la partida de guerra se dejaron caer cansadamente sobre la silla de montar o se recostaron contra los flancos de las monturas, que subían y bajaban con fuerza a causa de los jadeos. La sangre que les manchaba la cara y las armaduras era la suya propia. Dos de los caballeros yacían cerca de los cadáveres de sus gélidos: uno, atravesado por lanzas y con tajos de espada, y el otro, tendido en ensangrentados trozos retorcidos, con las entrañas arrugadas y ennegrecidas por la escarcha.
Rencor
se estremecía debajo de él. El nauglir tenía una veintena de heridas desde la cabeza hasta la cola. Ninguno de los supervivientes había salido deso del enfrentamiento.
Los druchii miraron a su líder con semblantes demacrados y pálidos. En torno a ellos se extendía un panorama de huesos partidos y armaduras abolladas, lanzas rotas y escudos hechos pedazos. Todos ellos, incluso Lhunara, contemplaron a su señor con expresión de profundo miedo.
Un alarido hendió la oscuridad, y luego otro. Las voces de los condenados aullaron una respuesta.
Malus envainó la espada y cogió las riendas de
Rencor
.
—Continuamos adelante —gruñó, y cada palabra le causó una intensa punzada de dolor—. Dejad a los muertos con su banquete.
Dicho eso, hizo girar al gélido y comenzó a avanzar por el camino, donde los huesos crujían bajo las patas de
Rencor
.
Malus despertó con el hueco gemido del viento. Lentamente, dolorido, abrió los ojos. Yacía de espaldas bajo un cielo gris hierro, con los brazos abiertos. El viento agitaba las altas hierbas sobre las que estaba tendido.
Algo grande se removió detrás de él. El noble se alzó y se apoyó en un codo, y sintió el cuerpo pesado y palpitante de dolor. A pocos pasos de distancia,
Rencor
cambió de postura sobre las ancas y contempló a su amo con un ojo rojo sangre.
Los flancos del gélido estaban sucios de polvo sepulcral y salpicados de icor.
Se hallaba tendido sobre una colina herbosa, de cara a unas erosionadas montañas situadas a un kilómetro y medio de distancia, más o menos. Malus veía la entrada de un valle que serpenteaba entre dos escabrosos picos. ¿Sería el final del Santuario de los Caballeros Muertos? El noble frunció el entrecejo mientras intentaba pensar. «¿Cómo hemos llegado hasta aquí?» Los recuerdos lo eludían, se deslizaban como sombras hacia los confines de su mente. Tenía la impresión de haber cabalgado durante una eternidad, siempre en la oscuridad, perseguido por las voces de los muertos. Recordaba que, cuando al fin había llegado el alba, había caído de la silla de montar y una oscuridad aún más densa había corrido a su encuentro.
Malus intentó ponerse de pie y reprimió un siseo de dolor al descargar peso sobre la rodilla lesionada. Su armadura, al igual que
Rencor
, estaba casi blanca de polvo de sepultura que se veía oscurecido en algunas zonas por salpicones de sangre. Tenía cortes en la cara, el cuello y la frente, y las mejillas acartonadas con sangre seca. La herida del brazo le palpitaba dolorosamente, una sensación que se veía agravada por un trozo de metal de la lanza del muerto, doblado por la punta, que se le había clavado en la piel. También le dolía el corte de la pantorrilla, pero agradecía sentir dolor.
Aún sujetaba el cráneo con la mano izquierda; tenía los dedos agarrotados como los de un muerto en torno a la caja craneana. Parecía que las vacías y oscuras cuencas oculares estaban evaluándolo.
Pasado un momento, el noble reparó en otros furtivos sonidos de movimiento en medio de las onduladas pasturas; eran gemidos y susurros transportados por el viento. Un gélido lanzó un grito de dolor cuando alguien le arrancó la punta de una arma enemiga y la arrojó lejos haciendo silbar el fino acero por el aire.
Lhunara apareció cojeando; el viento le retorcía mechones sueltos del pelo trenzado. Su cara era una máscara de polvo y sangre, y en las mejillas y el mentón había oscuras líneas de cortes recientes. Tenía los ojos hundidos y con expresión obsesiva, rodeados por oscuros círculos de fatiga. Llevaba un pellejo de agua en una mano y una espada desnuda en la otra, y miraba a su alrededor para inspeccionar el terreno con la experta soltura del veterano. Avanzó hasta Malus y se acuclilló;
hizo una mueca de dolor cuando las rodillas le crujieron sonoramente.
—¿Estás herido, mi señor? —preguntó la oficial, algo jadeante.
—La maldita rodilla...
Las palabras salieron como un horrendo graznido y se disolvieron en un ataque de tos convulsa. Tenía la garganta sucia y seca, y los labios, resecos y agarrotados. Lhunara le pasó el pellejo de agua, y él bebió ansiosamente, a pesar del dolor que le causaba tragar.
—La maldita rodilla —dijo con un susurro ronco—. Es lo peor, creo.
La oficial recobró el pellejo de agua y lo tapó. En los movimientos de Lhunara había un cansancio que Malus jamás había visto antes. Miró la reliquia.
—¿Aún sujetas eso?
Malus bajó la mirada hacia el cráneo y, con un esfuerzo, abrió la mano. El metal rechinó y la reliquia cayó sobre la hierba. Al instante, los nudillos empezaron a palpitarle y dolerle.
Lhunara pareció relajarse un poco.
—¿Qué te ocurrió allá, en el valle? ¿Qué palabras eran ésas que pronunciaste?
El noble negó con la cabeza.
—No lo sé. Fue..., fue el cráneo. De algún modo, me puso esas palabras dentro de la cabeza. —Inesperadamente, lo dicho por su hermana le resonó en la mente: «No es, de hecho, una fuente de poder..., no al menos en ningún sentido que tú puedas entender»—. No sé por qué.
—Bueno, nos salvó. Supongo que es lo único que importa —dijo Lhunara—. Pero hemos perdido a Hularc y Savann a manos de los caballeros muertos. Ahora sólo quedamos Vanhir y yo, de los seis que trajiste de tu casa. El resto son hombres de tu hermana. —Bajó la voz—. Y se habla de volver atrás.
Malus se sentó sin reparar en los dolores.
—¿Volver atrás? Apenas hemos empezado.
Lhunara negó con la cabeza.