La maldición del demonio (22 page)

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: La maldición del demonio
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—¡Adelante! —ordenó el noble al mismo tiempo que cogía las riendas. Atisbo a los exploradores que se alejaban y clavó las espuelas en los flancos del nauglir.

«¡Que comience el juego!», pensó.

No pasó mucho tiempo antes de que Malus y su partida de guerra se vieran obligados a desmontar y azuzar a las recalcitrantes monturas para que ascendieran por empinadas laderas cubiertas de maleza, como había sucedido días antes. Tras la primera hora, sin embargo, Malus comenzó a reparar en que la vida salvaje de la zona era mucho más escasa, si no inexistente.

Con cada kilómetro que avanzaban hacia el norte, los sonidos del bosque eran más quedos, y menos pájaros volaban entre los árboles de negro tronco. La creciente calma transmitía una sensación de amenaza que al noble le puso los nervios de punta. Se daba cuenta de que el resto de la partida de guerra lo percibía también, por el modo en que observaban cada sombra oscura ante la que pasaban. Algunos de los hombres habían decidido llevar la ballesta preparada, como si esperaran una emboscada en cualquier momento.

Menos de dos horas después, la luz comenzó a apagarse en ti cielo occidental. Extrañamente, el avance se hizo algo más fácil; los árboles y el sotobosque se habían vuelto menos espesos y habían adquirido una tonalidad gris sedoso. Malus comenzó a percibir un helor en el aire; no era el frío seco del viento invernal, sino una especie de quietud húmeda que corría por el suelo, bajo los árboles, y calaba los huesos.

Poco después, el mundo quedó pintado en tonalidades de inconstante luz sobrenatural cuando las auroras de los Desiertos del Caos iluminaron el horizonte meridional. Contra ese inquietante espectáculo, Malus veía que las colinas que tenían delante cedían ante montañas más grandes y anchas: los viejos huesos de granito de la tierra, descarnados por milenios de viento y nieve. El noble fijó la mirada en las figuras de negro ropón que iban varios metros por delante de ellos y azuzó a
Rencor
pata, que continuara avanzando mientras se preguntaba cuánta distancia les quedaba por recorrer.

Resultó que, cuando condujo a
Rencor
hasta la cima de la colina siguiente, se encontró con que los autarii lo aguardaban en mitad de una ladera que descendía bastante suavemente hasta un ancho valle. La ladera estaba salpicada por docenas de rocas cubiertas de musgo y pequeñas matas de hierba baja. Todo estaba silueteado por una cambiante luz verde pálido que hacía que los jirones de niebla del valle pareciesen relumbrar con vida propia.

Beg y sus hombres esperaban cerca de una de las rocas. Malus montó y azuzó a
Rencor
en dirección a los autarii. Se relajó un poco, pues se sentía más cómodo en ese terreno abierto que en las colinas cubiertas de vegetación que había dejado atrás.

Cuando se aproximó, los ojos del urhan estaban ocultos en sombras, pero el noble sintió, de todos modos, el peso de la mirada del espectro.

—Hemos llegado al comienzo de la senda —dijo el jefe—. Os acompañaremos durante un rato, pero el resto del viaje tendréis que hacerlo en solitario.

—¿Dónde estamos? —preguntó Malus, acomodándose mejor en la silla de montar.

—En el Santuario de los Caballeros Muertos, según lo llaman —respondió Beg—. Es un lugar donde los muertos no descansan en paz. ¿Te asusta eso, urbanita?

Malus miró al hombre.

—Ya me he encarado con un muerto inquieto, urhan. Puedo encararme con otro.

Beg rió entre dientes.

—Ya veremos.

Los espectros dieron media vuelta y descendieron por la ladera. Malus esperó para asegurarse de que el resto de la columna había coronado la colina y había acortado la distancia que la separaba de él, y luego hizo que
Rencor
descendiera tranquilamente tras los autarii.

A medida que la columna avanzaba, Malus reparó en que las rocas y las matas de hierba dispersas se hacían más numerosas hacia el pie de la ladera. Las rocas tenían formas extrañas; presentaban una mezcla de aristas redondeadas y afiladas que resultaban enloquecedoramente familiares.

De repente, se oyó un extraño crujido metálico, y pareció que
Rencor
tropezaba ligeramente. Malus miró hacia abajo y vio que el gélido había pisado una de las matas. El brillo del metal desnudo destelló a la luz fantasmal. Con un sobresalto, Malus se dio cuenta de que estaba mirando un peto abollado y cubierto por una fina capa de tierra y hierba.

Habían llegado a la periferia de un gran campo de batalla.

Más adelante, los autarii casi habían desaparecido en la ligera niebla. Malus reprimió una creciente sensación de inquietud y continuó adelante.

La niebla se tragaba vorazmente jinete y bestia, de modo que restringía la visión y ahogaba el sonido.
Rencor
se rebeló contra el cambio atmosférico, pero Malus lo taconeó para que continuara. Surgían y desaparecían sombras en medio de la niebla. A ambos lados de Malus aparecieron dos grandes obeliscos con sinuosos sigilos de la antigua Ulthuan. El noble oía el ligero golpeteo de las zarpas de
Rencor
sobre piedra desnuda, ¿listaban en un camino?

Aparecieron más siluetas apiñadas a ambos lados de la senda. Al principio, Malus las tomó por rocas, pero al mirarlas otra vez se dio cuenta de que eran carros de guerra élficos, a los que se les habían podrido las ruedas hasta desaparecer, y que tenían los acorazados flancos abollados y rajados. Atisbo cascos, oxidadas espadas y lanzas cuyas astas hacía tiempo que se habían transformado en polvo.

El noble miró alrededor, buscando algún signo de los autarii. Tenía una vaga sensación de desolación. «Es la niebla», pensó. ¿O no?

Apenas podía distinguir la silueta de los exploradores que iban delante. Malus taconeó a
Rencor
para lanzarlo al trote con la esperanza de darles alcance en cuestión de unos instantes, pero al parecer la niebla había distorsionado su sentido de la distancia. Tuvo la impresión de que transcurrían varios minutos antes de que diera alcance a Beg y sus hombres.

—¿Qué sucedió aquí? —preguntó, y su voz sonó extraña y poco clara, incluso a sus propios oídos.

—Uno de los generales de la antigua Aenarion construyó aquí un camino durante la Primera Guerra contra el Caos —replicó Beg con una voz que parecía llegar desde una gran distancia—. Serpentea a través de estos valles a lo largo de muchas, muchas leguas; a la luz del día pueden verse las losas negras del camino que asoman de la tierra. La leyenda dice que fue construido para el asedio contra una ciudad de demonios situada muy al norte, pero nadie lo sabe con certeza. Si alguna vez existió un lugar semejante, desapareció hace ya mucho tiempo.

»El general llevó su poderoso ejército al norte y se encontró con la tragedia. Algunas historias dicen que fue traicionado; hay quienes llegan hasta el punto de acusar a vuestro gran Rey Brujo de ese hecho, mientras que otros afirman que el general era simplemente estúpido. En cualquier caso, la grandiosa marcha se convirtió en una sangrienta y amarga retirada, plagada de brujería y matanzas. Cada kilómetro de este camino está empapado en sangre, según dicen las historias. La argamasa que une las losas del camino son los huesos.

Malus sintió que un helor le acariciaba la piel. El viento gimió suavemente en la oscuridad... ¿O fue el toque de un cuerno lejano?

—Se dice que era tal el poder de la hueste de demonios que detuvieron el curso de las lunas y lucharon bajo un manto de noche perpetua. Los ecos de ese poder y los inquietos espíritus de los muertos permanecen aquí incluso ahora. Cuando llega la estación adecuada y las lunas se encuentran en la fase correcta, esa larga noche se reanuda.

La niebla parecía entonces más ligera; permanecía como un sudario en la periferia del campo visual, pero al mismo tiempo Malus podía ver mejor el entorno. Armaduras apiladas, escudos rajados, espadas melladas y destrozados carros de guerra cuyos caballos, apenas restos, yacían cubiertos por las armaduras que los habían protegido. Se veía el asta de un estandarte inclinada en medio de un enredo de petos, cascos y cotas de malla. El estandarte estaba manchado de sangre seca y pendía, laxo, en la niebla. Malus sentía el sabor del pánico que flotaba en el aire. Sabía a cobre, como la sangre derramada.

Continuaron adelante. Malus comenzó a reparar en más detalles a medida que avanzaban: las elaboradas tallas de carros y armaduras destacaban en nítido relieve. El bruñido ithilmar resplandecía con pálida luz azulada. Empezó a ver huesos en medio de los montones de armaduras. En una ocasión pasó junto a un casco volcado que aún tenía dentro el cráneo del hombre que lo había llevado. Las mandíbulas estaban muy abiertas, como en un silencioso alarido de angustia o furia.

Había luz más adelante. Una radiación azulada teñía la niebla y aumentaba de intensidad a medida que se aproximaban. Los lados del camino estaban atestados de carros de guerra y carretas, restos de un ejército en retirada, con los flancos arañados y rajados, hendidos y cortados por dientes, garras y espadas. Los cuerpos de los muertos estaban por todas partes y aún aferraban las armas con manos esqueléticas.

El aire temblaba, y Malus sentía la vibración en la piel. Se estremecía con el estruendo de la batalla, pero ni un solo sonido llegaba a sus oídos. El noble se llevó la mano a la espada y la conocida solidez de la empuñadura le proporcionó algo de consuelo. Percibía la presencia de otros en torno a él: caballos y hombres que pasaban de largo, huyendo de las pesadillas que habían encontrado en el norte lejano.

El aire se estremecía con gritos silenciosos.

De repente se veían figuras ataviadas con ropones a ambos lados de la senda. Los espectros se habían detenido, y él no se había dado cuenta. Tenían la mirada fija en el camino. Cuando Malus frenó a la montura, vio el horror que estaban contemplando.

Un ejército de muertos formaba justo sobre la senda y relumbraba con el sobrenatural resplandor de la sepultura. Las esmaltadas armaduras brillaban en la pálida luz azul, colgadas de los esqueléticos armazones de infantes y jinetes. Algunos llevaban lanzas y espadas, mientras que otros alzaban manos como garras. Puntos de fría luz azul brillaban en las fosas oculares vacías, y las mandíbulas estaban abiertas en silenciosos gritos de desesperación.

En cabeza había un gran príncipe con armadura esmaltada en oro y plata. En la mano derecha, llevaba una espada de aspecto temible; en la hoja había grabadas runas de poder. Con la mano izquierda sujetaba un estandarte desgarrado de cuyo borde goteaba sangre fresca.

—¿Quién perturba nuestro descanso? —gritó el príncipe muerto con una voz que era un agudo susurro penetrante, como el sonido del viento cuando silba entre las piedras.

13. Campos de desesperación

La cabeza del fantasmal príncipe, cubierta por el casco, giró para contemplar a Malus, y los abrasadores ojos cayeron sobre el noble como el golpe de una espada. Sintió vértigo ante la funesta mirada del caballero muerto, que pareció congelarle el corazón. A su alrededor apenas podía percibir a los miembros de la partida de guerra, que se detenían con un fuerte tirón de riendas debido a la conmoción y el miedo. Uno de los hombres lanzó un gemido de terror, y las filas de fantasmas avanzaron medio paso al oírlo, como si ansiaran lanzarse contra un enemigo que sangraría y moriría bajo el filo de sus armas.

Antes de que Malus lograra mover la lengua para replicar a las aterradoras apariciones, Beg inspiró mesuradamente y habló con voz potente y tensa.

—¡No somos más que viajeros del camino, poderoso príncipe! Perdónanos por la intrusión y te honraremos con reverencia... y sacrificios.

«¡Sacrificio!» La mente de Malus funcionaba a toda velocidad. Las intenciones del urhan resultaban entonces demasiado claras.

El príncipe avanzó un paso más hacia la horrorizada partida de guerra, y se oyó un rechinar y crujir de correas y acero antiguo.

—¡Sacrificio! —susurró con voracidad el muerto—. ¿Quién subirá sobre mi frío féretro de piedra y entibiará mis huesos con una libación de sangre caliente?

Con un grito de desesperada furia, Malus apartó los ojos de la paralizante mirada del príncipe y desenvainó la espada. Antes de que Beg pudiera responder, el noble se puso de pie en la silla de montar y alzó el arma en alto.

—¡Cabalgad! —les gritó a sus hombres—. ¡Cabalgad a tumba abierta, guerreros de Hag Graef! ¡Cabalgad!

El noble golpeó con las espuelas los flancos de
Rencor
, y el nauglir cargó hacia la fantasmal horda con un rugido atronador. Un segundo después, el aire sobrenatural resonó con los bramidos de guerra de Hag Graef, cuando los jinetes de gélidos desnudaron su acero y cargaron hacia la aterradora hueste de acuerdo con la orden del señor.

El aire se estremeció con los alaridos de los condenados al cargar la hueste fantasmal para enfrentarse con el enemigo. Cuando las dos fuerzas chocaron se produjo un brutal estruendo ensordecedor, y Malus perdió de vista al príncipe que llevaba el estandarte en medio de una multitud de muertos que aullaban. Los gélidos, que acometieron al ejército élfico en formación de cuña, hicieron pedazos los cuerpos antiguos y regaron a los compañeros que iban detrás con una macabra lluvia de esquirlas de armadura y hueso.

Las espadas destellaban al abrir surcos en las frenéticas filas de los muertos, atravesando extremidades, torsos y cráneos. La piel y los cartílagos marchitos se separaban en blancas nubes de podredumbre; los descoloridos huesos eran reducidos a polvo bajo las patas de los gélidos. Una hueste de mortales se habría sentido conmocionada por la absoluta ferocidad de la partida de guerra que cargaba contra ella, pero los aullantes muertos rodeaban a los druchii como una marea. Cada condenado hecho pedazos era inmediatamente reemplazado por otro, y todos ellos atacaban a los acorazados guerreros con espadas, lanzas, hachas y garras.

—¡Avanzad! —rugió Malus en medio del estruendo, mientras le asestaba tajos a diestro y siniestro a la frenética horda.

Rencor
sacudía la cabeza y lanzaba dentelladas a los atacantes, y los restos de los putrefactos cadáveres que partía en dos con los dientes salían volando por el aire en amplios arcos. El noble espoleó a la bestia para que avanzara; el gélido cargó contra otro grupo de vociferantes muertos y, al caer sobre ellos, se oyó un sonido de madera que se partía.

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