Read La maldición del demonio Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
La caída cesó tan rápidamente como había comenzado. El conducto se había estrechado y el espectro estaba en el fondo, encajado de cabeza dentro del agujero. Sin previo aviso, el conducto se estrechó aún más, y el autarii se puso a chillar y debatirse al mismo tiempo que pateaba con desesperación las brillantes raíces. Las paredes del conducto se cerraban también en torno a Malus y separaban a los dos hombres. Los alaridos iban in crescendo entre los crujidos de la flexible madera. Se oyó un sonido como el que haría un melón al caer sobre un empedrado, y el espectro quedó inmóvil tras un espasmo.
Otros crujidos y gemidos colmaron el conducto, y las paredes continuaron estrechándose. Malus sintió que en su interior se encendía una llama de enojo, pero se apagó como una vela en un vendaval. Estaba prácticamente agotado. Con las últimas fuerzas que le quedaban, aferró la empuñadura de la espada y tiró de ella con firmeza.
Tardó unos momentos en darse cuenta de que estaba siendo impulsado hacia arriba. Miró hacia abajo y vio que las suelas de las botas del espectro desaparecían entre las enmarañadas raíces. Poco después volvía a tener la cabeza al aire libre, y logró trepar el resto del camino y salir del agujero a pesar de la debilidad.
Su destrozado cuerpo pedía descanso a gritos, pero entonces estaba prevenido contra ese canto de sirena. El noble se obligó a ponerse de pie, encarado con el viejo árbol negro. Con gesto cansado, alzó la espada para saludarlo.
—Mantienes tus juramentos mejor que los vivos, odiosa dama no muerta —dijo—. Si está en mi poder, me encargaré de que estés bien alimentada durante muchos años por venir.
Malus envainó cuidadosamente la espada manchada y se adentró en la noche con paso tambaleante. Las ramas de la Bruja Sauce susurraron con suavidad pese a no haber brisa, y luego se dispusieron a saborear el festín de carne.
En el dolor hay vida. En la oscuridad, fortaleza infinita. O como le gustaba decir al maestro de esgrima que Malus tuvo de niño: «Mientras te duela, estarás vivo».
Malus había dejado de sentir dolor hacía un rato, no sabía exactamente cuándo. Gateaba como un animal ladera arriba, por encima de las zarzas y en torno a los muchos árboles. A veces tardaba más de lo normal en ascender; en ocasiones creía que estaba trepando, y luego se daba cuenta de que no se había movido del sitio, sólo había estado contemplándose las manos manchadas de sangre.
Cuando por fin llegó a terreno plano, el cambio fue tan radical que lo dejó aturdido durante un buen rato. Fue sólo cuando cayó en la cuenta de que podía ver el tono azulado que le coloreaba las manos que comprendió que la luz previa a la aurora teñía el cielo. Malus alzó los ojos y a poca distancia vio las redondeadas formas de las tiendas y la casa comunal situada al otro lado. Inspiró profunda y temblorosamente, y se obligó a ponerse de pie. En la periferia de su visión percibía sombras de hombres; su mente exhausta suponía que eran centinelas que avanzaban tras él, pero que no estaban dispuestos a prestarle ayuda, o no lo hacían porque le tenían miedo.
Lo siguiente de lo que se dio cuenta era de que empujaba las puertas de la casa comunal para abrirlas. Dentro, los autarii estaban tumbados sobre los cojines, y el urhan había bebido hasta perder el conocimiento en la silla. Los miembros del séquito de Malus se apiñaban cerca del hogar y tenían los ojos desorbitados al contemplar el regreso de su señor. El calor de la estancia tocó la piel helada del noble, y entonces se le despertó el cuerpo con una demoledora acometida de dolor.
Malus lanzó un rugido nacido del triunfo y el sufrimiento mezclados, y los autarii se pusieron en pie de un salto, con acero en las manos, al creerse atacados. El noble rió con malicia ante el sobresalto, y luego clavó los ojos en el atónito rostro del urhan Beg.
Lentamente, dolorido, Malus se quitó el Ancri Dam que llevaba alrededor del cuello y lo arrojó a los pies del urhan.
—Un regalo de la Bruja Sauce —dijo Malus—, recogido entre el oro y las joyas que hay derramados sobre su frío pecho. Guarda el rescate de un rey entre las raíces, pero es lo único con lo que pude escapar. Que te sea de gran provecho.
En el gran salón estalló un pandemónium, pero Malus ya caía en los expectantes brazos de la inconsciencia.
El viejo cráneo desgastado por los elementos tenía el frío de la sepultura a su alrededor, incluso en la cálida tienda autarii iluminada por el fuego. El delicado alambre parecía una hebra de hielo puro bajo el delgado dedo con que Malus reseguía la intrincada trama. Cuando, presa del sufrimiento, vio por primera vez la reliquia, había creído que el alambre era para mantener unida la mandíbula inferior a la superior, pero entonces veía que no era así. Se trataba de una sola hebra continua que giraba y volvía sobre sí misma una y otra vez, encerrando el hueso en un tejido que seguía un modelo concreto y cuyo propósito resultaba enloquecedor por su complejidad.
El cráneo tenía el tacto de la fría piedra maciza; absorbía el calor de su mano y se la dejaba entumecida y dolorida, aunque el resto de su cuerpo sudaba en el humeante aire caliente de la tienda. Lo peor de todo eran las cuencas vacías del cráneo. Los negros pozos se tragaban la luz del fuego sin dejar ver sus profundidades, y a pesar de todo, Malus sentía el frío peso de la penetrante mirada del cráneo. Era como si algún resto de la maligna inteligencia del dueño aún habitara en la caja craneal vacía y lo estudiara con frío interés de serpiente.
«Maldito objeto de brujería —pensó Malus—. Estoy tentado de hacerlo pedazos con un mazo.» No sabía casi nada de brujería y no confiaba en aquello que no conocía. No por primera vez, deseó haber obligado a Nagaira a acompañarlo y hacerse cargo de la reliquia, cuyos enigmas habría desentrañado en un momento, cosa que a él le habría permitido concentrarse en llegar al templo y cosechar los tesoros ocultos.
Malus estaba sentado en el suelo y recostado en un montón de cojines, cerca del hogar, con una buena cantidad de pieles y mantas de lana sobre la parte inferior del cuerpo. Los cortes de la mano, el antebrazo y el cuero cabelludo le habían sido pulcramente cosidos, y la piel en proceso de cicatrización le picaba ferozmente, a pesar del ungüento calmante que le cubría las heridas. A un lado había una bandeja de madera cubierta de migajas y con una botella de agua vacía, junto a las espadas y la silla de montar del noble. Sobre el regazo de Malus yacía el diario de Urial el Rechazado, cuyas páginas de pergamino estaban abiertas por la última anotación.
Se oyó un susurro de cuero, y al alzar la mirada vio que Lhunara se inclinaba para atravesar la entrada de la tienda. Gruñó con sorpresa al verlo.
—¡Por fin despierto! —dijo, claramente aliviada—. Comenzábamos a temer que dormirías durante todo el invierno, mi señor.
Malus frunció el entrecejo. Por los dolores que tenía en músculos y articulaciones, sabía que había estado durmiendo durante bastante tiempo.
—¿Cuánto he dormido?
—Casi cuatro días, mi señor. —Atravesó la tienda y se puso a echar leña al fuego—. El primero fue el peor; estabas como el hielo y nada de lo que hacíamos lograba hacerte entrar en calor. Los autarii que estaban de guardia en el campamento dijeron que parecías un espíritu vengativo cuando bajaste las montañas dando traspiés. Incluso los espectros de la casa comunal pensaron que eras un fantasma que regresaba para perseguirlos. Así te llaman ahora:
An Raksha
.
El noble rió entre dientes.
—El Caballero No Muerto, ¿eh? Si supieran... —Sin darse cuenta, se llevó la mano libre al cuello donde aún podía sentir los largos cardenales dejados por la implacable presa de la Bruja Sauce—. ¿Es de día o de noche?
—Es de noche, y tarde. Ahora vuelvo de pasar revista a los hombres que hacen guardia junto a los nauglirs. Dalvar y Vanhir están bebiendo con el urhan Beg en la casa comunal.
«Nada bueno puede salir de eso», pensó Malus.
—¿De quién es esta tienda?
Lhunara se encogió de hombros.
—Tuya, ahora, mi señor. Era la de Nuall, pero Beg ordenó que sus cosas fuesen trasladadas a la tienda que perteneció a Ruhir, puesto que ahora es el hijo mayor superviviente. Aunque nadie ha visto a Nuall en los últimos cuatro días, más o menos. —Lhunara le dirigió a Malus una mirada significativa—. El urhan quiere hablar contigo en cuanto hayas despertado.
—Sí, imagino que sí —dijo Malus sin hacer caso de las insinuaciones contenidas en el tono de voz de Lhunara—. Supongo que quiere cumplir con su parte del acuerdo y librarse de nosotros tan pronto corno le sea posible.
Lhunara removió las brasas con una rama corta, y luego señaló el cráneo con el extremo humeante.
—¿Ha revelado algún secreto, ya?
—No —replicó el noble de mala gana, y tendió una mano hacia la silla de montar—. Y en el diario de Urial hay muy poca cosa que tenga sentido. —Malus cogió una gruesa bufanda que había en la silla de montar, envolvió bien la reliquia con ella y la devolvió cuidadosamente a la alforja—. A menos que esté muy equivocado, pienso que Urial no sabía mucho más que nosotros acerca del cráneo.
—¿Por qué dices eso, mi señor?
Malus volvió a reclinarse en los cojines y disimuló un suspiro de alivio. Le asombraba profundamente lo débil que se sentía tras la dura prueba pasada en las montañas. Una pequeña parte de su mente sentía vértigo al pensar en lo cerca que había estado de morir. «No —se dijo con ferocidad—. Esto demuestra que si mi voluntad es fuerte nada puede detenerme.»
Recogió el diario y pasó hacia atrás las delicadas páginas de piel humana.
—Las notas de Urial hacen referencia a una serie de fuentes, como La saga del rojo, Los diez tomos de Khresh, y otras, pero hay muy pocas observaciones directas sobre el cráneo en sí. No hay información alguna sobre las runas o el alambre de plata. O bien ya estaba familiarizado con las runas y lo que decían, y conocía la función del alambre, o...
—O no eran relevantes para el misterio del templo y su contenido, lo cual no nos deja nada con lo que orientarnos.
Malus reprimió una sonrisa. «A veces eres casi demasiado inteligente, Lhunara —pensó—. Es bueno para mí que no tengas adonde ir.»
—Es cierto, pero —dijo al mismo tiempo que alzaba un largo dedo— en el diario aparecen algunos posibles indicios. —El noble buscó con cuidado las anotaciones—. Aquí lo tenemos. Hay una nota que dice: «Kul Hadar, en el norte.» Y describe: «Un valle boscoso, poblado de bestias, a la sombra de una grieta de montaña abierta por el hacha de un dios». Luego —pasó algunas páginas más—, aquí hay una referencia a «la llave de la Puerta del Infinito y del templo del otro lado».
Lhunara frunció el entrecejo.
—¿Y eso de Kul Hadar es el nombre del valle?
—O del templo, tal vez —replicó Malus—. No lo sé.
La guardia atizó un poco más el fuego mientras consideraba cuidadosamente las siguientes palabras que pronunciaría.
—Pensaba que Nagaira había dicho que el cráneo nos conduciría hasta el templo.
—Lo dijo.
—Y sin embargo...
—Y sin embargo, no está haciendo nada parecido —replicó Malus—. Es posible que Nagaira no supiera tanto como daba a entender.
Lhunara asintió lentamente con expresión neutral.
—Quizá sea así, mi señor. En ese caso, ¿es prudente continuar a estas alturas? Con lo débil que estás...
—¿Débil? ¡¿Débil?!
Malus lanzó a un lado pieles y mantas. El enojo ardió a lo largo de los músculos y tendones de su frío cuerpo y lo impulsó a ponerse de pie. Saltó hacia Lhunara, cogiendo del fuego una rama medio quemada con una mano mientras cerraba la otra en torno a la garganta de la oficial.
—¡Debería ponerte un carbón encendido bajo la lengua por una insolencia semejante! ¿Tienes el atrevimiento de juzgar mis fuerzas, Lhunara? Encontraré ese templo y recogeré cualquier tesoro que contenga, y nada va a interponerse en mi camino, y tú menos que nada.
Lhunara se había puesto rígida al tocarla Malus. Clavó los ojos en los de su señor con una tétrica y fría mirada.
—Nadie cuestiona tu terrible voluntad, mi señor —dijo con extraordinaria calma. Miró la brasa al rojo que estaba suspendida a pocos centímetros de su cara—. ¿Queréis que apague el carbón encendido con la lengua?
Con esfuerzo, Malus dominó el enojo y dejó caer la rama en el fuego.
—¿Y cómo les darías órdenes a los hombres después de hacerlo? —El noble le dio un rudo empujón que la lanzó hacia atrás—. Ve a ver al urhan y de que ahora mismo voy —añadió—. Y no vuelvas a cuestionar mis fuerzas nunca más.
—Sí, mi señor —replicó Lhunara con expresión cuidadosamente neutral. Se puso de pie con habilidad y se deslizó fuera de la tienda.
Malus esperó hasta haber inspirado profundamente dos veces, y luego se desplomó sobre las mantas. Le temblaban los brazos y las piernas tras el repentino estallido de energía. En su mente se agitaba un tumulto de pensamientos. Ya era bastante malo que hubiese corrido un riesgo tan grande con Lhunara, ya que podría haberlo manejado como a un gatito si la hubiese ganado la ira como le había sucedido a él. Peor aún: enemistarse con su propia teniente en una expedición tan arriesgada como ésa constituía una estupidez.
Pero lo que más le disgustaba era la sospecha que entonces se enconaba en el fondo de su mente. Si Nagaira sabía menos de lo que había dado a entender sobre el cráneo, tal vez había tenido otras razones para quedarse en el Hag. ¿Acaso había utilizado a Malus?
Aunque tal idea más bien empeoraba el humor del noble, el enojo no tardó en calmar sus rebeldes músculos y devolver un poco de fuego a sus venas. Lenta y cuidadosamente, el noble se puso de pie y comenzó a vestirse.
A pesar de lo exhausto que estaba, Malus continuaba sintiéndose más cómodo con la armadura puesta y las espadas sujetas alrededor de la cintura. En efecto, ya era pasada la medianoche y una de las lunas llenas brillaba con fuerza en un cielo por el que corrían abundantes nubes altas hechas jirones. La pálida luz rielaba sobre una alfombra de nieve recién caída. Agradecido, se llenó los pulmones de aire frío, algo sorprendido por la agradable sensación que le causó. «No es tan frío como el abrazo de la Bruja Sauce», pensó con tristeza mientras se encaminaba hacia la casa comunal.
El gran salón estaba prácticamente vacío; una fina capa de ceniza de los hogares cubría las alfombras y los cojines del suelo. Dalvar, Vanhir y media docena de espectros ancianos se encontraban sentados cerca de la plataforma del urhan, donde se pasaban un pellejo de vino de uno a otro y fumaban en pipas de pálida arcilla. Ninguno de los hombres de Malus parecía borracho, aunque resultaba evidente que varios autarii habían bebido bastante más de la cuenta. También era obvio que el urhan Beg había declinado el vino y se recostaba en el respaldo de su gran silla tallada, donde meditaba mientras fumaba en pipa. No se veía a Lhunara por ninguna parte.