Read La maldición del demonio Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
—Yo tendría reparos en decir cosas semejantes, mi señor. La cabalgada de anoche conmocionó a los hombres hasta el tuétano. Si los presionas demasiado se quebrantarán, y no podemos permitirnos perder ninguno más. —Con gesto cansado, volvió la vista hacia el sur, en dirección a las montañas de las que acababan de salir—. Como has dicho, acabamos de empezar.
El noble reprimió el enojo que sentía. Una parte de él quería conocer los nombres de los que cuestionaban su autoridad, pero Lhunara tenía razón. ¿Qué podía hacer? Necesitaba todas las espadas con las que pudiese contar. Sólo podía limitarse a conducirlos y encargarse del motín cuando por fin surgiera.
—¿Dalvar y Vanhir cargaron junto con los demás cuando estábamos en el valle?
Lhunara asintió.
—Lo hicieron.
Malus gruñó. La noticia lo desconcertaba.
—No va a tener una oportunidad mejor que ésa para traicionarme —murmuró—. Es extraño.
Lhunara se encogió de hombros.
—Estás suponiendo que Dalvar conspira contra ti. ¿Por qué iba a hacerlo? Yo diría que lo más probable es que espere hasta que hayas descubierto el templo, y entonces, te clave un cuchillo entre las costillas.
—A menos que sepa que no vamos a llegar al templo y que simplemente tenga orden de asegurarse de mi muerte.
La oficial le dirigió una mirada penetrante.
—¿Por qué dices eso?
«Porque estoy empezando a pensar que mi hermana me engañó», iba a decir Malus, pero luego lo pensó mejor.
—No importa. Estoy demasiado suspicaz —replicó, en cambio.
Con esfuerzo, se puso lentamente de pie. Cada parte del cuerpo le dolía de un modo u otro, como al día siguiente a una gran batalla. Avanzó cojeando hasta
Rencor
y metió el cráneo dentro de la alforja que le quedaba, momento en que miró por encima del lomo del gélido y vio kilómetros de onduladas planicies cubiertas por un mar de pasturas pardas.
Más allá se extendía una franja de bosque verde oscuro y, al otro lado, encumbrándose a gran altura en el horizonte occidental, la oscura mole triangular de una montaña enorme, cuya cumbre estaba envuelta en nieve y nubes. Una grieta bien definida, como el tajo de una hacha descomunal, hendía la montaña en un ángulo obtuso, hasta una profundidad equivalente a dos tercios del largo, ancha en la base. El noble se reclinó contra la silla de montar mientras intentaba calcular la distancia. «Parece estar tan cerca... —pensó—. ¿Unos pocos días, tal vez? Entonces, veremos con exactitud cuánto sabía Nagaira realmente.»
Malus apoyó la frente contra la silla de cuero durante un momento para reunir fuerzas. Luego, con una profunda inspiración, subió, dolorido, a la cabalgadura.
Rencor
gruñó con disgusto, pero, obediente, se sentó.
—Des a los hombres que monten —ordenó el noble mientras estudiaba el cielo—. Ya casi ha pasado el mediodía. Quiero recorrer unos cuantos kilómetros más antes de que oscurezca.
Lhunara lo miró fijamente.
—Pero, mi señor, los hombres están cansados y heridos...
—No vamos a acampar aquí —la interrumpió Malus—. Será mejor llegar a la linde de esos bosques, donde podremos recoger un poco de leña para el fuego.
«Y darles a los hombres algo en lo que pensar, aparte de conspirar para amotinarse», pensó. La moral baja era como una infección. No podía permitirse que siguiera su curso y se enconara.
La teniente se disponía a protestar, pero no tardó en recobrar la autodisciplina.
—Sí, mi señor —replicó, y se puso a gritarles órdenes al resto de los guerreros.
Mientras los guardias comprobaban el estado de los gélidos y montaban, Malus presionó a
Rencor
con las rodillas para que girara hasta quedar de cara a la montaña. Observó con cuidado las planicies y el bosque del otro lado. «Así que éstos son los Desiertos del Caos —pensó—. No es tan radicalmente diferente de nuestro territorio. Había esperado algo mucho peor.»
Al cambiar el viento y agitar el mar de pasturas muertas, se oyó un gemido sobre las llanuras. No vio qué podía provocar un sonido tan hueco y fúnebre.
Cuando cayó la noche, no se encontraban más cerca de la distante línea de árboles. El cielo continuaba nublado, pero las auroras procedentes del horizonte norte ofrecían un espectáculo sobrenatural de luz azul, verde y amarilla sobre las espesas nubes en movimiento que proyectaban un tumulto de sombras danzantes en las pasturas agitadas por el viento y engañaban los ojos de los miembros de la partida de guerra, que permanecían alerta a posibles depredadores nocturnos. Mientras hubo luz suficiente para avanzar, Malus hizo que la columna continuara adelante. De vez en cuando, se daba cuenta de que se le inclinaba la cabeza y la barbilla le tocaba el pecho. La fatiga y el hambre comenzaban a debilitarlo.
Se oyó un sonido procedente de más adelante. Malus se tensó y se esforzó para oír por encima del incesante viento. Justo cuando ya pensaba que lo había imaginado, volvió a oír el sonido; era como un débil alarido de cólera o de dolor. El noble extendió un brazo hacia atrás y cogió la ballesta que colgaba de la silla de montar.
Momentos después, volvió a oírlo. Era, con total claridad, un alarido de cólera, como un grito de guerra druchii. Se les acercaba, pero lo único que podía ver eran las danzantes sombras y las agitadas ondas de la hierba silueteadas contra el horizonte oscuro. Alzó una mano, enfundada en el guantelete, y le hizo un gesto de avance a la partida de guerra.
Los guerreros se desplegaron a su lado; los cansados semblantes se veían tensos.
—Armaos —dijo Malus—. Algo viene hacia aquí.
Lhunara si situó junto a él.
—¿Qué...?
Entonces, volvió a oírse el alarido, y esa vez se le unieron dos más. El sonido hizo que los nauglirs alzaran la cabeza.
Malus manipuló el mecanismo de la ballesta para armarla. Estaba en mitad del proceso cuando los monstruos salieron de entre las pasturas en medio de la partida de guerra.
Parecían enormes leones de Lustria, pero tenían los suaves flancos empapados de rojo y las anchas caras eran casi humanas. Los gélidos rugieron, desafiantes, y los grandes gatos respondieron con un chillido horripilante, como el de un hombre al que le pusieran un hierro candente contra la piel. Las ballestas restallaron y las flechas de negras plumas se clavaron en los flancos de los leones, pero esto sólo los puso más furiosos. Una de las bestias se agazapó para saltar hacia
Rencor
, y se estrelló contra la paletilla del nauglir, al que derribó de costado. Malus intentó saltar de la silla cuando las anchas fauces del león se cerraron en torno al cuello del gélido, pero se le atascó el pie izquierdo en el estribo, y el nauglir le atrapó la pierna al rodar de lado.
Tenía la cara del león a menos de treinta centímetros de distancia, y los extraños ojos verdes ya estudiaban a Malus mientras las mandíbulas se cerraban sobre el escamoso cuello de
Rencor
. El noble, frenético, intentaba impulsarse con la pierna libre para sacar la otra de debajo del nauglir, sin lograrlo. Sólo la armadura había impedido que el peso de la montura le aplastara la pierna; sin embargo, si el nauglir volvía a rodar sobre sí mismo, nada lo salvaría.
Malus se puso a recargar frenéticamente la ballesta mientras
Rencor
se debatía y le lanzaba mordiscos al león. Las mandíbulas del gélido se cerraron sobre las costillas del animal, y éste lo atacó con las zarpas, que abrieron profundos surcos en la paletilla del nauglir a escasos centímetros de la pierna libre del noble. Malus sentía que el gélido se contorsionaba para intentar rodar sobre el lomo. De repente, la cuerda de la ballesta encajó en su sitio con un chasquido autoritario, y una saeta salió y se colocó en la ranura. Malus se afianzó con el pie libre y disparó la flecha directamente a un ojo del león.
El monstruo saltó de encima del nauglir con un grito estrangulado mientras volvía la cabeza de un lado a otro a causa del dolor. La descomunal criatura giró sobre sí misma, aullando de dolor, y luego se le doblaron las patas y se desplomó entre contracciones.
Rencor
rodó hasta ponerse de pie mientras le siseaba de cólera al cadáver de la criatura, y Malus sacó del estribo el pie atrapado. Miró frenéticamente a su alrededor mientras volvía a cargar la ballesta, pero los otros leones habían desaparecido.
—¿Adónde han ido? —preguntó a nadie en particular, gritando.
Le respondió la voz de Dalvar.
—¡Pasaron de largo!
Malus se puso en pie de un salto, con la ballesta preparada.
—Pero ¿por qué...?
Miró hacia el norte, y de repente lo comprendió.
La oscuridad que él había creído que era el horizonte se les echó encima como una manta, y de pronto el aullido del viento ascendió hasta ser un rugido terrible. Una lluvia caliente le azotó el rostro y le corrió cuello abajo. Apenas podía ver a medio metro de distancia.
—¡Formad un círculo! —gritó por encima del viento—. ¡Los gélidos por fuera, los hombres dentro! ¡Deprisa!
Cuando cogió las riendas de
Rencor
, vio las oscuras siluetas de otros gélidos que lo rodeaban. Se trataba de una maniobra que se les enseñaba a todos los caballeros antes de que salieran de campaña, como modo de protegerse de una ventisca. Al cabo de pocos minutos, las grandes bestias estaban dispuestas en círculo y los druchii se dejaron caer contra sus flancos, bastante protegidos del viento.
Hasta que no se hubo acurrucado contra el flanco de
Rencor
, que subía y bajaba agitadamente, no se dio cuenta de que el gélido estaba cubierto de rojo. Regueros de sangre le bajaban por los costados y se encharcaban en la hierba.
El noble extendió una mano y escuchó el sonido de la lluvia al caer sobre la palma. Luego, se la llevó a los labios.
Estaba lloviendo sangre.
Malus intentó ver a través de la oscura lluvia y distinguió apenas a los hombres, envueltos en las capas, acurrucados contra los flancos de las monturas. Parecían exhaustos más allá de lo imaginable. Si se habían percatado de la extraña naturaleza de la tormenta, no daban señales de ello.
El noble se ajustó la capa en torno a los hombros y se echó la capucha sobre la cabeza. Las gotas de sangre tamboreaban sobre la tela.
«Sin duda, estamos en los Desiertos del Caos», pensó, ceñudo, y cayó en un sueño inquieto.
Parecía que las planicies malditas no tenían fin. Cabalgaron desde el alba hasta bien entrada la noche, bajo el lunático resplandor de las luces del norte, y se detuvieron sólo cuando estaban demasiado cansados para continuar. Sin embargo, al despertar a la mañana siguiente no parecía que estuvieran más cerca de la oscura montaña y los bosques que la rodeaban.
La partida de guerra cabalgaba bajo un cielo de arremolinadas nubes que velaban eternamente la luz del sol. La noche y el día eran meros grados diferentes de gris y negro que pasaban de uno a otro de un modo sutil y sigiloso, lo que despojaba a la mente de cualquier sentido del paso del tiempo. Las tormentas iban y venían; a menudo se levantaban sin previo aviso y amainaban de manera igualmente súbita. Ellos ya no se detenían a esperar que pasaran, sino que se arropaban con las capas y espoleaban a las monturas hacia el esquivo bosque y la esperanza de hallar cobijo.
Las provisiones también comenzaban a ser una fuente de preocupación. Entonces se veían reducidos a raciones de mantenimiento: galletas duras como la roca y finas lonchas de carne desecada, lo suficiente para una comida diaria cada uno.
Durante el día veían muy pocos animales, principalmente formas oscuras como buitres que volaban por encima de las cumbres de las montañas, a lo lejos. En una ocasión, una de las aves se desvió y se acercó demasiado a la columna, y Lhunara la derribó con una flecha de ballesta. Pero cuando los hambrientos druchii abrieron al animal, se encontraron con que las entrañas estaban llenas de gusanos que se retorcían.
Durante la noche se oían aullidos y gritos de cacería. Algunos parecían ser de leones como los que ya se habían encontrado, mientras que otros no se parecían a nada que los druchii hubiesen oído antes. Cuando acampaban, los nauglirs, echados, se levantaban y bramaban un desafío cuando una de las criaturas se acercaba demasiado, cosa que los arrancaba precipitadamente a todos del inquieto intento de dormir para lanzarlos a gatas en busca de las armas. Al final, Malus había ordenado que cada noche les quitaran a los gélidos las sillas de montar y los dejaran libres para cazar.
Las enormes bestias tenían que comer con regularidad o su legendario vigor comenzaría a fallar, y el noble no podía imaginar que en las planicies hubiese algo que pudiera defenderse de toda una manada de nauglirs que salía de caza. Por lo que podía ver, no obstante, no daba la impresión de que los gélidos tuvieran mucha más suerte que los druchii. Cada vez estaban de peor humor, y a veces les lanzaban mordiscos a los jinetes cuando se les acercaban con la silla de montar y las riendas. A menos que algo cambiara pronto, ese comportamiento agresivo se convertiría en un problema mucho más grave.
Los druchii empezaron a dormir mientras cabalgaban durante el día, y se mecían como borrachos a causa del ondulante paso de las monturas. Malus los presionaba hasta donde consideraba prudente, tanto para llegar al bosque lo antes posible como para mantener a la partida de guerra lo suficientemente cansada como para no intentar la rebelión.
Hasta donde podía calcular, llevaban ya cinco días en las planicies cuando se tropezaron con los bárbaros. Hacía casi una hora que
Rencor
se mostraba tenso, olfateaba el aire y gruñía desde las profundidades del pecho, pero el noble estaba demasiado cansado y hambriento para ponerse a pensar en la causa de ese comportamiento. Luego, empezó a oír un débil entrechocar metálico cada vez que el cambiante viento llegaba del norte. Al fin, su fatigada mente reconoció el sonido por lo que era: el choque de acero contra acero. Una batalla.
Unos quinientos metros más allá, el terreno comenzó a ascender suavemente hasta una cadena de colinas bajas situadas a un kilómetro de distancia. Cuanto más se acercaban a la cadena de colinas más fuerte era el ruido, punteado por alaridos y gritos sedientos de sangre. A esas alturas, los demás integrantes de la partida de guerra también lo habían oído y varios de ellos tenían las ballestas cargadas y preparadas.