Read La maldición del demonio Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
—¡Vamos! —dijo mientras volvía a coger las riendas de
Rencor
—. Como ha dicho Lhunara, al menos saldremos del polvo durante un rato.
Tardaron casi media hora en atravesar la polvorienta llanura y llegar a las derrumbadas murallas de la ciudad: como siempre, en los Desiertos del Caos la distancia y el tiempo eran engañosos. Al aproximarse, Malus y los druchii vieron que las pilas de piedra —un mármol oscuro y veteado que parecía fuera de lugar en la árida naturaleza del llano— estaban profundamente desgastadas por los elementos.
Estatuas que podrían llevar allí miles de años habían sido erosionadas hasta transformarse en vagas formas humanas, y de las tallas que había sobre la alta puerta abovedada quedaban sólo débiles sombras. Montones de arena depositada por el viento formaban pequeñas dunas en las calles desiertas, y muchos de los edificios que veían eran poco más que pilas de escombros.
A Malus se le erizó el vello de la nuca cuando atravesaron el corto pasadizo que mediaba entre las puertas exteriores e interiores, pero las estrechas troneras de lo alto hacía tiempo que habían quedado completamente cegadas por la arena y el polvo. Salieron a un patio sembrado de desechos. La débil luz brillaba sobre el empedrado de adoquines verde oscuro; éstos habían sido pulidos hasta adquirir una especie de traslucimiento que les confería el aspecto del vidrio ornamental.
El noble señaló un grupo de torres situadas cerca del centro de la ciudad.
—Eso debe de ser la ciudadela —dijo—. Es el lugar donde probablemente encontraremos un pozo o una cisterna.
Rencor
gruñó y se le dilataron las anchas fosas nasales al olfatear el aire. Malus observó las puertas abiertas y las sombrías callejuelas que mediaban entre los edificios, pero no percibió ninguna amenaza inminente. «Llevamos demasiado tiempo en esas malditas llanuras abiertas —pensó—. La estrechas calles de la ciudad me hacen sentir como si pasara por el ojo de una aguja.»
La pequeña columna comenzó a avanzar entre las ruinas. Los miembros de la partida de guerra estaban tensos; habían visto suficientes peligros inesperados y desconfiaban de todo aquello con lo que se encontraban. Pero el único compañero que parecían tener en la ciudad era el implacable viento, que levantaba nubes de polvo dondequiera que iban.
Moverse por la ciudad resultó sorprendentemente difícil. Apenas habían avanzado cien metros por una calle estrecha cuando se encontraron con el camino cerrado por un canal de casi nueve metros de profundidad por quince de ancho, que corría de izquierda a derecha hasta donde podía verse en ambas direcciones.
Los lados del canal eran lisos y verticales, y la travesía por la que habían llegado desembocaba en una calle que corría paralela al borde del canal. «¿Algún tipo de construcción defensiva, tal vez? —pensó Malus—. ¿Un foso para retardar el avance de los invasores?» Frunció el entrecejo, incapaz de encontrarle el sentido. Hizo que la columna girara a la derecha y se puso a buscar un medio para cruzar al otro lado. Tras otros cien metros, los druchii hallaron un estrecho puente que atravesaba el canal, aunque, por lo que Malus podía ver, el puente sería difícil de defender en medio de un ataque.
Condujo a la columna al otro lado de la ruinosa estructura, y sus vigilantes ojos repararon en las tallas que adornaban ambos laterales del puente. En el mármol, había labradas sinuosas imágenes de dragones marinos, cuyos cuerpos formaban gráciles arcos que les conferían la apariencia de estar saltando de un lado a otro de la zanja.
«No, no es una zanja», comprendió Malus, de pronto. Era un canal artificial, destinado a la navegación.
La columna encontró otros dos canales similares cuando se adentró en la ciudad. En el último canal seco hallaron los restos de una embarcación que se inclinaba a babor como un borracho; los mástiles, partidos, colgaban sobre el otro lado del canal. «¿Cuánto tiempo ha pasado desde la época en que esta ciudad estaba situada junto a un gran mar?» Malus movió la cabeza con asombro.
Al adentrarse más hacia el centro de la urbe vieron que los edificios estaban en mejores condiciones. Las calles eran estrechas y sinuosas —a Malus le recordaron un poco a las de la lejana Ciar Karond—, y el gran tamaño de las estructuras parecía ofrecerles más protección contra el constante viento. Había estatuas de dragones marinos que saltaban, y mosaicos de piedras coloreadas que representaban escenas submarinas, o al menos eso supuso el noble, dadas las numerosas representaciones de peces y anguilas. Un mosaico en particular le llamó la atención: mostraba una ciudad que estaba bajo el agua, con las anchas calles recorridas por peces, serpientes y otras criaturas que el noble no pudo identificar con facilidad. La imagen lo inquietaba, pero no sabía por qué.
Los edificios estaban expertamente construidos con el mismo oscuro mármol veteado que habían visto alrededor de las puertas de la ciudad. El descomunal coste de construcción era pasmoso, por no mencionar el esfuerzo que tuvo que requerir la extracción de tanta piedra de alta calidad y su transporte hasta el sitio indicado. Las estructuras estaban hechas casi exclusivamente de piedra; Malus veía muy poca madera, cosa que indicaba un grado de destreza artesana que rivalizaba con la de los enanos. Sin embargo, ningún enano había colaborado en la construcción de aquel lugar, ya que los edificios carecían de la solidez ancha y baja de las estructuras levantadas por ellos. Por supuesto, Hag Graef había sido erigida por esclavos enanos de acuerdo con las especificaciones de los druchii, recordó el noble.
¿No podría haber sucedido lo mismo allí? Lógicamente, era posible, pero el instinto le decía a Malus que no era ése el caso. Otros habían levantado aquella ciudad junto al mar. Tal vez habían sido los artesanos de la antigua Aenarion, pero, de ser así, los secretos del oficio habían muerto con ellos hacía ya muchos milenios.
Transcurrieron casi tres horas antes de que la columna hallara el camino hasta una gran plaza situada a la sombra de la fortaleza central de la ciudad. Al igual que las puertas exteriores, la entrada de la ciudadela estaba abierta y sus defensores habían desaparecido hacía mucho tiempo. A Malus, el castillo de las altas y estrechas torres le recordó un poco a Hag Ciraef. «O a un bosque de coral del fondo del mar», advirtió el noble, algo incómodo.
En conjunto, la ciudadela estaba en mejores condiciones que el resto de la ciudad. Los jinetes salieron a otro patio lleno de arena, pero las altas murallas mitigaban un poco el viento, y Malus reconoció unas barracas y una forja intactas que se alzaban contra una de las murallas exteriores.
—¡Alto! —ordenó Malus, y se deslizó grácilmente de la silla de montar al suelo.
Rencor
continuaba tenso, con los poderosos hombros encorvados, y las fosas nasales se le dilataban con cada inspiración—. Vanhir —dijo Malus cuando el resto ele la partida de guerra se detuvo—, escoge un hombre y quedaos a vigilar las monturas. El resto vamos a ver si podemos encontrar agua.
Con los pellejos de agua echados al hombro, peinaron el palio durante más de una hora y registraron las barracas y la forja; descubrieron cocinas, establos y almacenes, pero no hallaron ni rastro de un pozo.
A Malus comenzaba a pesarle el silencio del lugar. De vez en cuando se sorprendía mirando hacia las altas y estrechas ventanas de la torre de homenaje, situada en el centro de la ciudadela. Tenía erizado el vello de la nuca y sabía que lo estaban observando. Los pasos resonaban en los edificios vacíos; ni siquiera una rata se movió cuando ellos se aproximaron.
Al final, ya no quedó nada que registrar, salvo la torre de homenaje. Regresaron junto a los gélidos para recoger tres faroles, y a continuación, los cinco druchii entraron.
Al otro lado de la puerta abierta, los montones de arena cedieron rápidamente terreno a un suelo de pizarra que hacía resonar cada paso. Malus encabezaba la marcha, con la luz en alto. Atravesaron una sucesión de grandes salones, donde se amontonaban polvo y estatuas partidas. En algunos rincones había pilas de huesos, cosa que daba a entender que la ciudadela había dado cobijo a algún depredador en el pasado. La pálida luz bruja de los faroles iluminaba mosaicos con más escenas submarinas que cubrían varias de las paredes de las espaciosas estancias. Una vez más, Malus vio representaciones de ciudades sumergidas; en esta ocasión, estaban pobladas por figuras vagas, con cabeza y brazos de hombres pero cuerpo de pez o serpiente. Varios mosaicos mostraban veloces embarcaciones de vela que batallaban contra lo que parecían enormes krakens. Brillantes figuras con armadura verde pálido arrojaban lanzas de fuego hacia los ojos de los monstruos, mientras los krakens envolvían el casco y los mástiles con sus tentáculos provistos de púas.
De vez en cuando, el noble creía oír sonidos furtivos mezclados con las resonantes pisadas del grupo: un arrastrar de pies o pasos cautelosos en las profundas sombras de un pasillo lateral o una sala adyacente. Más allá de la esfera de luz de los faroles, el grupo transitaba por un abismo resonante, cuyos límites sólo atisbaban vagamente y con poca frecuencia. Lhunara también parecía percibirlo: caminaba en la retaguardia del grupo, con una espada desnuda en la mano y la cara transformada en una máscara de concentración.
Finalmente, atravesaron otro grandioso salón que podría haber sido una sala de audiencias, aunque sobre la plataforma no había ningún trono, si es que alguna vez lo había habido. Al otro lado hallaron una serie de habitaciones vacías y una escalera de piedra que descendía hacia una oscuridad aún mayor.
Malus se detuvo en lo alto de la escalera e inspiró profundamente al mismo tiempo que alzaba más la luz. En medio del denso manto de polvo y moho, el aire tenía una calidad fresca y húmeda. Se volvió para comunicarle la noticia al resto del grupo, pero las palabras murieron en su garganta. Se encontraban en las profundidades de la ciudadela, rodeados de piedra y resonante oscuridad, y una parte de él temía hablar. No sabía quién más podría oírlo y acudir en busca de la fuente del sonido.
El noble encabezó el descenso, espada en mano. La escalera bajaba hasta una bodega grande como una caverna, con columnas de veteado mármol que daban soporte a arcos curvos de piedra. Tallas de dragones marinos ascendían en espiral por las columnas, y las bien encajadas losas del suelo eran, de nuevo, trozos de oscuro vidrio pulido. En la oscilante luz bruja, el suelo relumbraba como un paisaje marino al resplandor de la luna. Por mucho que se esforzaba, Malus no lograba ver pared alguna —la cámara se extendía en todas direcciones—, pero percibía la presencia de agua. La humedad flotaba en el aire de la cámara.
—Separaos —dijo el noble en voz baja—. Y mirad dónde ponéis los pies.
Al cabo de unos minutos, se oyó el ruido de una piedra que se movía, y luego la susurrante voz de Lhunara.
—¡Aquí! ¡La he encontrado!
Malus y los demás druchii se reunieron con la oficial, que estaba de pie junto a una ancha abertura circular que había en el suelo de roca. Había apartado una tapa de piedra que tenía tallada una concha marina: a la vista quedaba la inmóvil superficie del agua, situada a pocos centímetros por debajo del borde. Cuando Malus se acercó, otro de los guardias estaba bebiendo un sorbo de prueba bajo la insistente mirada de Lhunara. El druchii asintió sin mucha convicción, y ella se volvió para hablarle a su señor.
—Parece que puede beberse sin peligro.
—Bien —replicó Malus con sequedad, al mismo tiempo que se quitaba el odre del hombro—. Llenemos los pellejos y salgamos. No me gusta la atmósfera de este lugar.
El grupo se puso a la tarea. Malus reprimió el impulso de girar en lentos círculos para observar precavidamente la oscuridad. No lograría nada más que poner nerviosos a los otros, así que se obligó a permanecer quieto y esperar.
A pesar de lo tenso que estaba, el noble no oyó cómo Dalvar se deslizaba silenciosamente hasta su lado.
—¿Mi señor? —murmuró Dalvar—. He encontrado algo que creo que debes ver.
—¿Qué? —preguntó Malus, pero cuando se volvió, el guardia ya se escabullía en la oscuridad, hacia las profundidades de la cámara. El noble frunció el entrecejo y fue tras él con la luz en alto.
Siguió a Dalvar durante varios segundos, alejándose cada vez más de la cisterna. Luego, de modo repentino, el guardia se detuvo.
—Cuidado con dónde pones los pies, mi señor —dijo Dalvar en voz baja—. El suelo es peligroso aquí.
Malus avanzó hasta el borde de lo que parecía ser un gran desagüe. En algún momento, posiblemente hacía centenares de años, una extensa zona del suelo se había hundido dentro de una caverna. Al mirar hacia abajo, el noble vio pilas de escombros vidriosos y altas estalagmitas que ascendían del suelo de la caverna, situado a una profundidad de casi cinco metros.
Malus estudió la zona con ojos desconfiados.
—No veo qué es tan importante —dijo.
—Eso no es lo que quería mostrarte, mi señor —respondió Dalvar, casi susurrándole al oído—. Es esto.
La punta de la daga se deslizó sin esfuerzo dentro de la piel de debajo de la oreja derecha del noble. Era el arma de un asesino, afilada como una navaja; Malus apenas sintió el diminuto pinchazo, pero el mensaje que le transmitió fue claro: «No te muevas. No te haría ningún bien».
—Se dice que en la ciudad de Har Ganeth el asesinato puede ser considerado una señal de respeto..., incluso de admiración —susurró Dalvar—. Es también una expresión de arte. El acto en sí no es tan importante como la manera en que se ejecuta. Por supuesto, un arte así sólo puede ser apreciado por un único espectador, y si la ejecución tiene éxito es la última experiencia de la vida de ese espectador. Es sublime, ¿te das cuenta?
Malus no dijo nada. Sujetaba la espada con la mano, pero Dalvar se encontraba muy cerca y le tenía el arma completamente atrapada.
—Considera el cuadro vivo que se despliega ante ti, mi señor. Un solo gesto de mi brazo, y la daga te penetrará en el cerebro. La muerte será instantánea y casi indolora, si eso te importa. Y lo mejor de todo es que el corazón se detendrá y de la herida manará poca o nada de sangre; si le aplicara tierra encima con el dedo pulgar, resultaría invisible. Luego, te desplomarás sobre las rocas de ahí abajo, y yo les diré a los otros que estabas cansado, te descuidaste y caíste por el borde.
—Lhunara te matará —dijo Malus.