Read La maldición del demonio Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
—¡Barrad la puerta! —ordenó Malus.
Comprobó la altura de las murallas. No había parapeto alguno, pero un druchii podía mirar si se ponía de pie sobre un gélido.
—¡Lhunara, que los hombres se sitúen contra la muralla! Estarán bien situados para disparar cuando la manada intente forzar la puerta.
Vanhir y Dalvar empujaron las pesadas puertas hechas con losas de basalto, hasta cerrarlas. Gruesas barras de hierro que había encajadas en agujeros abiertos en la parte inferior de cada puerta entraron con un golpe sordo dentro de los orificios correspondientes, abiertos en las losas del camino.
—Esto no los detendrá de modo definitivo si llevan martillos —le dijo Vanhir a Malus—. ¿Qué haremos cuando rompan la puerta?
Al otro lado de la entrada, el camino continuaba en línea recta hasta una puerta sencilla situada en un lateral del gran templo. Malus ya había bajado de la montura y caminaba apresuradamente hacia el portal.
—Rechazarlos —fue la simple respuesta del noble, y desapareció en el interior.
Los pasos de Malus resonaban, huecos, en el estrecho corredor que llevaba al propio templo. A lo largo de los muros no había antorchas ni sujeciones de hierro con globos de verdosa luz bruja, sino que las negras paredes parecían irradiar una especie de poder que, de algún modo, reducía la oscuridad, como agua añadida a la tinta. Podía ver claramente en todas direcciones, pero a pesar de eso sentía sobre los hombros el peso de la abismal negrura.
El silencio era palpable dentro del gran templo, como la quietud funeraria de una tumba, y sin embargo, el noble percibía un leve estremecimiento de poder en el aire. No era tan feroz ni incontrolable como la tormenta que había presenciado en el exterior; por el contrario, parecía despiadadamente contenido e infinitamente paciente, como si esperara ser llamado a la vida.
El corredor conducía hasta una gran cámara cuadrada, también desprovista de ornamentación. Hileras y más hileras de formas encorvadas cubrían el suelo a ambos lados de la entrada, y Malus necesitó un momento para darse cuenta de que habían sido sirvientes. En vida habían llevado atavíos de metal y mantos de algún tipo, y esas prendas ceremoniales aún perduraban, dobladas en posición de súplica hacia el estrecho corredor. El noble se preguntó qué clase de poder —o pasmoso terror paralizante— podía obligar a más de un centenar de esclavos a inclinarse hasta el suelo y permanecer allí en espera del regreso de sus terribles señores, de modo que habían acabado muriendo en el sitio. Lo mismo podía decirse de las dos enormes armaduras que aún se hallaban a ambos lados de la entrada del otro lado de la cámara. Sus dueños se habían transformado en polvo hacía mucho, pero las armaduras vacías continuaban con su interminable vigilia.
Malus atravesó la entrada y penetró en lo que parecía ser una gran sala de plegaria y sacrificio dedicada a los cuatro dioses del norte. Enormes estatuas se alzaban en cuatro puntos diferentes de la estancia, cada una con su propio altar manchado. Allí la oscuridad era palpable y se le adhería como un centenar de húmedas manos pegajosas de sangre.
Las grandiosas estatuas de los Poderes Malignos lo miraban desde lo alto con odio implacable para exigir su sometimiento y adoración. Mientras murmuraba una plegaria dirigida a la Madre Oscura, el noble cruzó la sala sin dedicarles a los ídolos más que una mirada fugaz, y atravesó otra puerta.
El espacio del otro lado era amplio y tenebroso. Su cara y cuello fueron azotados por calor y hedor a azufre. Avanzó sobre un suelo de losas de pizarra que abarcaba una área abierta del tamaño de una plaza pequeña de Hag Graef. A través de las cortinas de tinieblas que tenía delante, veía un débil resplandor rojo que silueteaba una forma enorme que parecía descender de la inmensidad del techo.
Malus avanzó casi cincuenta metros hasta que llegó a un precipicio. La estatua de un inmenso demonio alado se encontraba acuclillada justo en el borde, con la cornuda cabeza inclinada hacia el suelo en un gesto de súplica. Con el entrecejo fruncido, el noble rodeó la estatua y se asomó al abismo. Centenares de metros más abajo no había más que fuego e hirviente piedra fundida..., y una hilera de rocas de superficie plana que parecían flotar en el aire por encima del magma.
El noble miró la enorme forma que colgaba sobre el ardiente pozo y vio que también era una tosca y enorme columna de piedra que tenía tallados anchos escalones que ascendían en espiral hasta el siguiente nivel del templo. Por desgracia, se encontraban a más de treinta metros de distancia.
Malus retrocedió y volvió a mirar la estatua del demonio. Reparó en que el nudoso lomo también podía considerarse como una escalera astutamente tallada. Con cuidado, apoyó una bota sobre la cabeza del demonio y subió. La piedra soportó su peso sin problemas.
El noble salvó el corto tramo que permitía el ascenso a lo largo del lomo del demonio, hasta que no tuvo delante más que aire hediondo. Al bajar la mirada, vio que la primera de las rocas flotantes estaba perfectamente alineada con el lomo de la estatua. «Un poco ostentoso —pensó Malus al mismo tiempo que alzaba la vista hacia la distante escalera—, pero eficaz.» Los brujos guardaban su poder con verdadero celo. En ese momento, la pregunta era cómo lograr que las rocas ascendieran.
«Fuerza de voluntad —pensó Malus—. ¿Qué es la brujería, después de todo, sino el sometimiento del mundo a la propia voluntad? ¿De qué otro modo lucharon Kul Hadar y Ehrenlish? ¿De qué otro modo obligué a Ehrenlish a obedecer mis órdenes?»
Malus bajó la mirada hacia las rocas. «Elevaos —pensó, y concentró en ellas su voluntad—. ¡Elevaos!»
Las rocas continuaron donde estaban.
«¡Elevaos, malditas! —pensó Malus con ferocidad, al sumar la rabia a la fuerza del pensamiento—. En el nombre del difunto Ehrenlish, obedeced a vuestro nuevo señor. ¡Elevaos!»
No sucedió nada.
Por los labios de Malus escapó un gruñido. Buscó mentalmente otro nombre para lanzarlo contra las implacables rocas.
—¡En el nombre...! ¡En el nombre de Tz'arkan, elevaos!
Al instante, sintió que el poder del aire vibraba como una cuerda tañida. Las rocas temblaron y comenzaron a ascender.
El noble sonrió triunfalmente. «Tz'arkan, ¿eh? Me pregunto qué clase de nombre es ése.»
Las rocas ascendieron suave y silenciosamente por el aire, con la facetada parte inferior relumbrando a causa del calor del magma de abajo. Formaron una escalera perfecta, que describía una curva ascendente y se encontraba con los escalones situada muy por encima del ardiente pozo. Malus reunió todo su valor y pasó del lomo del demonio a la primera roca, donde se sintió agradecido al descubrir que era estable como la mismísima tierra.
En cuestión de minutos, el noble subió por las rocas flotantes hasta la escalera. En cuanto abandonaba una, ésta descendía hasta su posición original en las profundidades del pozo. Para cuando llegó a la escalera de caracol, Malus se sentía como un dios menor. Los escalones parecían tallados en alabastro; cada contrahuella estaba adornada con un astuto relieve de docenas de pequeñas figuras desnudas que se retorcían de sufrimiento. Tenían la cara vuelta hacia lo alto para implorar misericordia, mientras que los hombros y la espalda soportaban el peso de cada peldaño. «Éste es un edificio hecho para conquistadores», pensó Malus.
La sonrisa presuntuosa se le desvaneció cuando había ascendido un tercio de la escalera y tropezó con un cuerpo. El aire caliente y seco había momificado casi perfectamente el cadáver, que llevaba un ropón de corte elegante y un manto enjoyado similar a los que cubrían a las figuras de la cámara de entrada, aunque mucho más lujoso. Malus quedó impresionado por la boca abierta del cadáver, petrificada en un rictus de terror. Tampoco pasó por alto la curva daga que había en la mano derecha del muerto, ni los largos y limpios tajos que abrían las resecas venas de los dos antebrazos.
Había cuerpos por todas partes, perfectamente conservados por el calor. Todos habían tenido una muerte violenta; asesinados unos por otros, o muertos por su propia mano.
El segundo piso del templo estaba ocupado por cinco grandes santuarios y otras dependencias, más pequeñas, para los sirvientes que atendían las necesidades de Ehrenlish y su grupo. Enormes y anchas columnas de basalto, talladas a semejanza de demonios terribles, soportaban el techo abovedado, y braseros apagados hechos de bronce y oscuro hierro reposaban a intervalos regulares a lo largo de los amplios corredores. Había detalles de piedra arenisca encajados entre los bloques de granito negro de las paredes. Cada panel contenía un bajorrelieve con campos abarrotados de cadáveres o ciudades en ruinas que ardían bajo las lunas gemelas.
En la entrada de cada santuario había talladas anchas fajas de runas mágicas, aunque la violencia que se evidenciaba en todo el nivel también se había hecho sentir contra esas protecciones. Las fajas de runas estaban rotas por golpes de martillos y hachas; en dos ocasiones, Malus encontró los restos ennegrecidos de los sirvientes que habían tentado a los poderes arcanos de sus señores. Las estancias estaban destrozadas; manchas marrones de sangre antigua teñían los gruesos tapices que cubrían las paredes y formaban charcos sobre los suelos de mármol. Todas las habitaciones estaban llenas de riquezas: urnas cargadas de monedas de plata y oro descansaban en medio de librerías rotas y montones de libros antiguos. Malus sólo podía imaginar la sabiduría mágica que contenían aquellas páginas, y pensar en lo que Nagaira o Urial habrían dado por pasar una hora a solas en esas salas. Armaduras y armas de buena calidad yacían en el suelo, evidentemente olvidadas en el frenesí carnicero que se apoderó de los sirvientes de los brujos.
En una ocasión, Malus tropezó con una habitación de servidumbre que había sido transformada en matadero. En el centro de la sala, escasamente amueblada, se había colocado una gran mesa de roble, y a un lado se había desplegado una amplia colección de cuchillas y sierras. Sobre la mesa aún había atado un cuerpo momificado al que le habían cortado la pierna y el brazo derechos. «Se quedaron sin comida cuando Ehrenlish y su ejército no regresaron —pensó Malus—. ¿Por qué las rocas no se elevaron para ellos? Sin duda, conocían mejor que yo el funcionamiento de este lugar.»
El aura de poder era más potente allí. Latía a lo largo de las paredes y vibraba en los huesos. «Tal vez fue eso lo que acabó por volverlos locos —pensó Malus—. Atrapados aquí, muriendo lentamente de hambre, con ese temblor recorriéndoles constantemente el cuerpo. Bastaría para arrastrarme a mí al asesinato.»
Al ver los santuarios de los brujos perdidos comprendió, finalmente, que cualquiera que fuese el poder contenido en el templo, no estaba destinado a viajar. No era una espada mágica ni una reliquia arcana como el Cráneo de Ehrenlish. ¿Tal vez una fuente de poder unida a la tierra, como los cristales de Hadar? Estaba claro que los brujos eran capaces de alimentarse de su fuerza desde una gran distancia, pero el hecho de que tuvieran habitaciones en el templo parecía indicar que no podían permanecer durante demasiado tiempo alejados de él.
Esa noción irritó a Malus. «Tendré que encontrar un medio de hacer que funcione también para mí —pensó, pero no lograba imaginar cómo—. Quizá, después de todo, tenga que tratar con ese macho cabrío de Hadar; permitirle acceder al templo y el poder, y confiarle su salvaguarda.» Depositar tanta confianza en el hombre bestia parecía el colmo de la demencia, pero ¿qué otra cosa podía hacer?
Saborearía el poder sólo durante un rato, lo bastante para encargarse de su familia y convertirse en vaulkhar, «y con eso tendré suficiente», pensó Malus. Era un trago amargo, pero la historia de Ehrenlish y sus compañeros dejaba entrever que el poder tenía un precio. Era preferible coquetear brevemente y escapar a acabar con el tipo de obsesión que lo consumía a uno desde dentro.
En un extremo de la planta había una rampa rodeada por las habitaciones de los cinco brujos, la cual ascendía hacia el tercer nivel del templo. La rampa tenía tallados cráneos y centenares de runas, y las puertas estaban hechas de oro macizo. «Diez años de incursiones no bastarían para comprar todo ese oro —pensó Malus con avaricioso asombro—. Podría arrancarlas, dividirlas en pedazos y regresar a Hag Graef convertido en un hombre rico. Pero si las puertas ya son así, ¿qué glorias no habrá al otro lado?» Las grandes puertas estaban perfectamente equilibradas y se abrieron al más ligero toque.
Al otro lado había una gran estancia dominada por un alto par de puertas de basalto flanqueadas por enormes estatuas de aterradores demonios alados. El suelo estaba hecho de pulidas losas de basalto, más negras que la noche e incrustadas de una intrincada serie de protecciones mágicas entrelazadas, hechas de oro, plata y gemas molidas. La más grande de las protecciones estaba formada por la tercera parte de un círculo mucho más grande, que evidentemente pasaba por debajo de la pared opuesta y abarcaba parte de la sala que había al otro lado de las puertas de basalto.
Al pie de las altas puertas vio un montón de cuerpos momificados; había uno con los brazos aún estirados contra una losa de basalto. Largas rayas marrones de sangre seca trazaban cuatro líneas perfectas que iban desde el picaporte de oro de la puerta hasta las destrozadas puntas de los dedos de la momia.
El aire del lugar temblaba con un poder que sabía a cobre y ceniza en la boca de Malus, y que fue recorrido por pequeñas ondas cuando él cruzó el umbral, como si se adentrara en un océano de energía invisible que chapoteaba a su alrededor, le tiraba del pelo y se agitaba con su respiración. La sensación despertó en Malus una codicia que le hizo sentir vértigo, pero una pequeña parte de él también se sintió turbada. «¡Cuánta fuerza hay aquí! ¿Por qué estos desgraciados no pudieron someterla a su voluntad?»
Atravesó las líneas de protecciones con extremo cuidado, aunque habían sido hechas de tal modo que un mero hombre no podía dañarlas. Cuando cruzó la primera de las barreras de runas incrustadas, notó que sobre él descendía un nuevo tipo de poder, como un puño de hierro que se cerrara en torno a su pecho. Era tan potente que, por un momento, pensó que le era imposible respirar..., y luego se dio cuenta de que su corazón no latía.
Una vez, durante los primeros años de coqueteos con Nagaira, ella lo había llevado hasta su sanctasanctórum y le había mostrado algunos de sus viejos libros de magia. Uno de ellos trataba de protecciones de estasis y retención, las artes mágicas de atrapar espíritus y objetos dentro de un lugar y retenerlos allí hasta que expirara el hechizo.