La maldición del demonio (36 page)

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: La maldición del demonio
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Si arremetían a toda velocidad contra los hombres bestia y hallaban poca resistencia, existía el riesgo de que los nauglirs, lanzados a la carrera, pasaran de largo y penetraran de cabeza en la tormenta antes de ser capaces de detenerse. Malus no quería ni pensar en lo que le sucedería a alguien lo bastante desafortunado como para atravesar la sobrenatural barrera.

—¡Ballestas! —ordenó.

Mientras avanzaban al paso, los jinetes prepararon las armas.

—¡Disparad a discreción! —dijo Malus, y dejó ir una saeta contra uno de los hombres bestia de primera línea.

Los cuatro guardias dispararon a la vez y otros cuatro hombres bestia cayeron. Para cuando los druchii acabaron de cargar las armas, ambos bandos se hallaban a menos de cincuenta metros de distancia, y el hombre bestia que estaba al mando del contingente había comprendido la difícil situación en que se encontraban él y sus guerreros. En lugar de permanecer quietos y dejarse matar con flechas, el jefe lanzó un aullido, y los hombres bestia cargaron contra los druchii.

—¡Una andanada más! —gritó Malus, y las cinco ballestas dispararon al mismo tiempo.

Cayeron otros tres hombres bestia, y luego los druchii desenvainaron las espadas y espolearon a las monturas para que avanzaran al trote. Cuando estaban a menos de veinte metros de los enemigos, los caballeros lanzaron las monturas al galope y, momentos después, ambos bandos chocaron.

Tal vez aquellos hombres bestia no estuviesen entre los guerreros escogidos de Yaghan, pero a pesar de ello sabían un par de cosas sobre cómo tratar con la caballería. El último de los guardias de Dalvar fue derribado al suelo cuando dos hombres bestia clavaron las hachas en el pecho del nauglir. Antes de que el guerrero pudiera ponerse de pie, otro hombre bestia se le acercó y le aplastó la cabeza con un martillo de guerra a dos manos.

Los guerreros que Malus tenía delante intentaron apartarse hacia los lados para evitar las fauces de
Rencor
y herir al gélido en la cara. Uno de los hombres bestia calculó mal y acabó con la cabeza reventada entre las mandíbulas del nauglir. El otro le abrió al gélido un largo tajo de bordes desiguales en el cuello con el espadón a dos manos. El icor regó la cara y el pecho del hombre bestia y lo cegó momentáneamente. Malus se inclinó hacia fuera de la silla y atravesó la garganta del guerrero con la espada.

Junto a Malus, Vanhir se veía gravemente presionado por ambos lados por tres hombres bestia. Su gélido ya retrocedía ante los guerreros, sacudiendo el hocico y echando sangre por las fosas nasales a causa de un tajo que tenía por encima de la boca.

Malus le dio rienda suelta a
Rencor
y dejó que el gélido saltara sobre uno de los hombres bestia mientras él dirigía un mortífero tajo contra la parte posterior de la cabeza de otro guerrero.
Rencor
aplastó a la víctima con las zarpas, en tanto Malus hendía la nuca de su objetivo y hacía gritar al hombre bestia de conmoción y pánico. Vanhir cercenó el brazo derecho del tercer guerrero, y al cabo de pocos minutos, los hombres bestia supervivientes se retiraban corriendo por el largo camino a la toda velocidad.

—Preparad las ballestas y formad ante la puerta —ordenó Malus, atento al coro de aullidos y rugidos que resonaban por el largo túnel boscoso por donde habían llegado.

El noble hizo avanzar a
Rencor
por el camino hacia la entrada de piedra. El gélido llegó hasta diez metros de la puerta tras la cual se hallaban las violentas energías, y se negó a dar un paso más.

—La verdad es que no te lo reprocho —murmuró Malus, y bajó de la silla de montar.

Lhunara, Vanhir y Dalvar, los únicos que quedaban de los once caballeros que habían salido con él de Hag Graef, detuvieron las monturas junto a
Rencor
y apuntaron con las ballestas hacia el final del camino. Por el salvaje estruendo que resonaba a lo largo del boscoso pasaje, daba la impresión de que todos los demonios de la oscuridad exterior les pisaban los talones a los druchii.

Malus metió una mano dentro de la alforja y sacó el Cráneo de Ehrenlish. Pareció que la ennegrecida reliquia lo miraba ferozmente con tangible aborrecimiento. Antes, la sensación podría haberlo trastornado; entonces, sin embargo, conocía al espíritu que estaba atrapado allí dentro.

El noble se volvió a contemplar las violentas energías del otro lado del portal. El aire mismo parecía alternativamente gélido y cargado de voraces energías; rayos de colores violeta y verde atravesaban hinchadas nubes de rojo y púrpura. De un segundo a otro, el espectáculo que tenía lugar más allá del portal mutaba y rielaba. En un momento dado, Malus contemplaba vastas llanuras desiertas y rojas como la sangre, y al siguiente, tenía la impresión de mirar hacia un extenso cielo estrellado, iluminado por centenares de soles antiguos. Otro destello, y veía una planicie interminable sometida a un despiadado sol rojo. Numerosísimos ejércitos luchaban sobre la llanura empapada en sangre, librando una guerra sin fin. Otro destello, y contemplaba un territorio con un cielo sin luna. Bajo las frías estrellas, una ruinosa ciudad de ciclópeas torres aguardaba a que despertaran dioses dormidos y ahogaran el universo en sangre.

Malus observaba la demente mezcla de imágenes y sabía, en lo más hondo de sí mismo, que estaba contemplando unos territorios que no eran de este mundo. Veía llanuras que incluso los dioses temían hollar, y sabía que si entraba en aquella violenta tormenta se perdería para toda la eternidad como un puñado de arena arrojado a un mar tormentoso.

El noble aferró con fuerza el Cráneo de Ehrenlish. Sintió las energías de la reliquia reverberando a través de sus manos cuando la sombra se encaró con la terrible protección que había contribuido a crear en el pasado.

«Lo que puedes hacer, espíritu demoníaco, también puedes deshacerlo», pensó Malus, salvajemente. Reunió todo su valor y comenzó a atravesar lenta y decididamente el terrible portal.

20. El templo de Tz’arkan

«Ya hablaste antes a través de mi cuerpo, cuando temías perderte en el territorio de los muertos —pensó Malus mientras avanzaba para situarse debajo del tosco arco del portal—. Ese peligro no era nada comparado con el que ahora tienes ante ti. ¡Actúa, Ehrenlish! ¡Abre la puerta o perece en la tormenta!»

El noble sintió un hormigueo de poder naciente que le recorría el cuerpo al llegar a la puerta. A pesar de su aspecto de talla tosca, percibió que dentro de la piedra había incorporados mecanismos arcanos que aguardaban a que la mano adecuada los hiciera funcionar otra vez. Malus sostenía el cráneo ennegrecido hacia adelante mientras avanzaba muy poco a poco hacia el furioso remolino que giraba al otro lado del arco.

«¿Acaso me crees débil, Ehrenlish? ¿Piensas que no entraré en el fuego? En ese caso, eres un estúpido. ¡Arderé, y tú conmigo! Los druchii buscamos la muerte cuando nos enfrentamos con la derrota. ¡Abre la puerta o muere conmigo!» En el aire sonó un zumbido, y Malus sintió que el cráneo comenzaba a temblar entre sus manos. A tan poca distancia de la tormenta, Malus sentía en la piel el influjo de disformidad como si intentara apoderarse de él. Había rostros que iban y venían por las cambiantes nubes, crueles semblantes contorsionados que sonreían vorazmente a través de la arcada. Malus no sabía qué ansiaban más: si su propia alma, o la sombra encerrada dentro del cráneo envuelto en alambre.

Un fuego azul comenzó a lamer la superficie de la reliquia y pasar ardientemente por las curvas del cráneo como si estuvieran metiéndolo dentro del fuego de una forja. Malus sentía que el alambre de plata se calentaba en sus manos. «¡Se acerca el fin, sombra antigua! ¿Estás preparado para enfrentarte con los que esperan al otro lado?»

Las violentas energías que cerraban la puerta tocaron la parte posterior del cráneo, y las negras cuencas oculares vacías ardieron con furiosa vida.

Ehrenlish clavó púas de fuego en el cerebro de Malus y se metió a la fuerza dentro del noble como la punta de una lanza, donde se debatió coléricamente en los torturados senderos de su mente. El cuerpo del noble se puso rígido y echó atrás la cabeza como lo había hecho dentro del círculo de piedra de Kul Hadar. La boca se abrió en un grito petrificado, pero por ella salieron ásperas maldiciones cáusticas.

Malus sintió que el espíritu de Ehrenlish se apretaba como un puño dentro de su cráneo, y que el cuerpo comenzaba a inclinársele hacia atrás para apartarse de la tormenta ultraterrena. «¡No! —se enfureció, y se puso a forcejear con Ehrenlish en un combate de voluntades terribles—. ¿Piensas que puedes dominar mi cuerpo, espíritu inmundo? ¡Estúpido! No puedes dominarme. Soy Malus, de Hag Graef, y no me someto ante nadie. ¡Haz lo que te ordeno, brujo, o será tu perdición!»

Por un momento, el cuerpo del noble tembló, atrapado entre fuerzas opuestas. Luego, dolorosamente, centímetro a centímetro, Malus comenzó a erguirse otra vez. El torrente de violentas maldiciones se deshizo en un gruñido inarticulado de determinación cuando Malus se esforzó para avanzar apenas medio paso y hacer que el cráneo penetrara más en el remolino.

Un alarido agónico hendió el aire. La tormenta impregnó el cráneo para golpear a Ehrenlish y, por extensión, el interior de Malus. El espíritu del brujo farfullaba y gemía al contacto con la tormenta, y Malus se acobardó ante las visiones imposibles que se desplegaban dentro de su mente. Cielos de fuego líquido y mares de superficies hirvientes. Terribles criaturas con huesos de hielo y ojos que habían contemplado la primera noche del mundo. Y más allá de ellos, espíritus aún más terribles, seres antiguos de incalculable sabiduría y crueldad que despertaban de su meditación y miraban al otro lado de la inmensa vorágine de la tormenta, hacia los dos seres que forcejeaban convulsivamente en el borde.

Y entonces, las palabras salieron precipitadamente a través de los ensangrentados labios de Malus. Fueron broncas palabras de poder y decisión que intentaban despertar el mecanismo arcano del portal y mantener a distancia la descomunal tempestad. El cráneo se sacudió en las manos del noble, que sintió, más que oyó, la rajadura que corrió a lo largo de la curva de la caja craneal. Por el tejido metálico descendían calientes gotas de plata fundida que, impulsadas hacia fuera de la tormenta, caían hacia Malus y le salpicaban el peto.

El noble sintió vagamente que los mecanismos del portal intentaban despertar a la vida, pero algo iba mal. Habían permanecido inactivos durante demasiado tiempo sin que nadie se ocupara de ellas, y entonces, los senderos que canalizaban el poder de la sombra estaban descontrolándose. Se oyó un gemido, y Malus vio que el irregular arco empezaba a retorcerse y deformarse como cera caliente.

Un estremecimiento recorrió el alma de Malus. La terrible tormenta empeoraba. Al principio pensó que era debido a que el arco estaba cediendo, pero luego se dio cuenta de que las violentas energías eran apartadas a un lado por el avance de aquellos seres eternos que, como dragones marinos que se abrieran paso a través de las congeladas aguas del océano, intentaban atravesar la tempestad.

Intentaban llegar hasta él.

Los gritos de Ehrenlish habían alcanzado un crescendo agónico. De la garganta de Malus manó espuma sanguinolenta cuando un torrente de encantamientos estalló en el aire. Sentía el terror cerval de la sombra. También ella sentía que despertaban los seres eternos, y en un momento de claridad, Malus atisbo el destino que le aguardaba a Ehrenlish, e incluso su endurecida alma se acobardó ante el pensamiento.

La puerta osciló en el aire y estalló en trozos de roca fundida, que fueron absorbidos por las hambrientas fauces de la tormenta. Los grandes mecanismos mágicos de la puerta quedaron inutilizados en un estallido de trueno y una explosión de luz terrible, y una gigantesca zarpa se solidificó en las energías de la propia tormenta para cerrarse en torno a la siseante superficie del cráneo. El hueso se pulverizó bajo el contacto de aquella mano imposible y el alambre de plata se evaporó en forma de niebla; en ese momento, la tempestad del otro lado de la puerta se desvaneció como si jamás hubiese existido y se llevó consigo la sombra de Ehrenlish.

Malus cayó de rodillas en el lugar en que había estado la Puerta del Infinito. De las junturas de su armadura ascendía vapor. Le pareció que transcurría una eternidad antes de que pudiera volver a oír los latidos de su propio corazón, o transformar la voluntad en pensamientos coherentes dentro de su mente entumecida.

Cuando pudo enfocar la vista otra vez, Malus vio un blanco camino de cráneos que se extendía ante él hasta un enorme edificio de piedra construido con enormes losas del más negro basalto. Se trataba de una estructura cuadrada y escalonada, sin ventanas ni imágenes talladas que insinuaran las glorias que había contenidas en ella. Era un templo de poder, un lugar que no se había construido para venerar lo invisible, sino para servir a las ambiciones de lo mundano. La simple visión del templo avivó las llamas del deseo en el salvaje pecho de Malus.

El noble se puso de pie y reprimió las punzadas de dolor con implacable fuerza de voluntad. Allí tenía un triunfo que escapaba a todo lo imaginable. Podía sentir cómo lo llamaba. Con el poder que había oculto en el templo sometería el mundo entero a su voluntad.

Alguien lo llamaba por su nombre, y Malus se volvió a fin de determinar la procedencia de la llamada.

—¡Mi señor! ¡Ya vienen!

Era Lhunara. Ella y los otros miembros de la partida de guerra estaban montados sobre los gélidos, vueltos hacia el camino por el que habían llegado. Justo en el primer recodo, a casi cien metros de distancia, Malus vio que se había reunido la manada de hombres bestia. Un temblor recorrió las apiñadas filas, y voces aisladas aullaron de forma desafiante a los jinetes. Malus supuso que habían visto cómo se deshacía la tormenta, y entonces, estaban reuniendo valor para atacar.

El noble se volvió a mirar el templo. En efecto, una muralla baja rodeaba la estructura, interrumpida únicamente por lo que parecía ser una puerta. Echó a correr y saltó sobre
Rencor
.

—¡Hacia el templo! —gritó al mismo tiempo que tiraba de las riendas.

La partida de guerra giró como un solo hombre y se lanzó camino abajo. En ese momento, la manada de hombres bestia estalló en gritos sedientos de sangre y cargó tras ellos.

Poco después, los gélidos atravesaban a la carrera la sencilla puerta de la muralla del templo y se desviaban a izquierda y derecha sobre las anchas losas de piedra que tenían grabadas runas y cráneos demoníacos.

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