Read La maldición del demonio Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
El noble parpadeó lentamente e intentó aclarar sus pensamientos.
—Quiere ser libre. El octágono perteneció a uno de los brujos que lo encerraron.
—En ese caso, aún más razón para mantenerlo fuera de su alcance —dijo Hadar—. Praan fue el gran chamán que fundó esta manada hace muchos siglos. El talismán es uno de los tesoros más sagrados que tenemos.
Malus no lo escuchaba. Se le había caído la cabeza hacia adelante y de la boca le manaba un fino reguero de saliva sanguinolenta que goteaba sobre la alfombra. Hadar echó atrás la cabeza del noble y le levantó un párpado con el dedo pulgar.
—Está casi acabado —le dijo Hadar a Yaghan—. Llevadlo al círculo. Yo debo prepararme para el sacrificio.
Mientras los campeones desataban a Malus, Hadar se retiró al otro extremo de la tienda, donde había un cuenco de cobre lleno hasta el borde de agua. El chamán comenzó a lavarse las manos y la cara con el fin de purificar el cuerpo para la ceremonia inminente.
—¿Sabes, Malus?, a pesar de toda la carnicería que has dejado atrás, te considero una bendición de los dioses. De verdad que sí. Trajiste el Cráneo de Ehrenlish, mataste a Machuk y abriste la Puerta del Infinito para mí. Ahora acabas de darme una información valiosísima acerca de los peligros de Tz'arkan y el templo, conocimiento que utilizaré para abordar el cristal a mi manera y someter al demonio a mi voluntad. Y, finalmente, gracias a tu estupidez, te degollaré en el círculo de piedra, y tu sangre purificará el soto que tan recientemente profanaste. —Se volvió a mirar al noble cuando los campeones se disponían a sacarlo de la tienda—. Estoy ansioso por comerme tu corazón junto a la hoguera esta noche, Malus. Nos has hecho un gran servicio a mí y a mi manada.
La grave carcajada de Hadar acompañó a Malus hacia la oscuridad.
Malus dejó un rastro de sangre a lo largo de la pendiente. Las extremidades se le enfriaban cada vez más y la ceguera iba y venía. Nunca antes había estado tan cerca de la muerte; podía sentirla justo a su lado, penetrándole en el cuerpo como un helor invernal.
A cada paso del camino, el demonio le hablaba dentro de la cabeza y le ofrecía curarle las heridas. El noble saboreaba la sutil nota de desesperación que iba en aumento en la voz de Tz'arkan. Tal vez el demonio dijera la verdad respecto a su servidumbre eterna tras la muerte, pero a pesar de eso Malus tenía claro que Tz'arkan prefería mantenerlo con vida. También le resultaba interesante que el demonio no pudiese curarlo sin que él le diera permiso para hacerlo. ¿Qué otras limitaciones tenía? El pensamiento calmaba en parte el dolor que sentía. Resultaba reconfortante tener siquiera una pizca de control sobre su propio destino.
Yaghan y los campeones restantes, cuatro en total, lo transportaron sin esfuerzo ladera arriba. Los oscuros árboles susurraban con voracidad a su paso, sin duda porque percibían la sangre derramada sobre el cuerpo de Malus. Las piedras erectas habían sido partidas por las energías mágicas puestas en libertad horas antes, pero el círculo del interior estaba limpio de escombros. Alguien, tal vez los sacerdotes supervivientes, habían retirado los numerosos cadáveres. Probablemente, muchos eran servidos como alimento en torno a las hogueras que ardían ladera abajo.
Había un puñado de sacerdotes que aún retiraban escombros del exterior del círculo sagrado, y que se inclinaron ante los campeones a los que Yaghan les ladraba órdenes. Los hombres bestia entraron con reverencia en el círculo para tender a Malus sobre la piedra, y luego salieron. No se habían molestado en atarlo. ¿Por qué iban a hacerlo? Estaba desarmado y casi muerto.
Al menos, de momento.
Malus abrió los ojos con cautela. Los campeones se encontraban de pie en el exterior del círculo de piedra, con las armas apoyadas en el suelo. Yaghan estaba a un lado y observaba tanto a sus guerreros como las actividades de los sacerdotes.
—Tz'arkan —susurró Malus débilmente—. Has dicho que puedes curarme, que puedes hacerme más fuerte y rápido.
«Así es. Puedo hacerte más fuerte y rápido durante un corto período de tiempo, pero más tarde tendrás que pagar un precio por ello. ¿Lo deseas?»
—Sí —respondió Malus, y se odió por decirlo.
Un hielo negro le recorrió por las venas, le heló la sangre e hizo que las heridas le ardieran. Todos los músculos se le agarrotaron a causa del dolor; los hombros y las piernas se separaron de la losa de piedra y quedaron suspendidos en el aire durante varios segundos agónicos. Luego, se desplomó, casi delirante por la ausencia de dolor, y cuando sus sentidos se aclararon se dio cuenta de que volvía a estar sano. Sano y fuerte.
No quería pensar en cuánto más profundamente había clavado Tz'arkan sus garras en él tras haberle hecho la solicitud. Pagaría cualquier precio necesario y valoraría el coste más tarde.
Malus volvió la cabeza con lentitud. Vio una roca grande situada fuera del círculo, a menos de treinta centímetros del lugar en que se encontraba uno de los campeones. Tan sigilosamente como pudo, rodó sobre un costado y gateó hacia ella.
Tuvo la sensación de estar hecho de buen alambre de acero, ligero y fuerte. Cubrió casi al vuelo la distancia que lo separaba de la roca, y la levantó del suelo como si fuese un guijarro. El campeón comenzaba a volverse con los ojos cada vez más abiertos cuando Malus le aplastó el cráneo con la roca. Los ojos del campeón se hincharon y de ellos manó sangre pulverizada mientras el guerrero caía. Malus ya tenía el espadón del hombre bestia en una mano y corría hacia el siguiente de la hilera, antes de que el primero tocara el suelo.
El siguiente campeón soltó un balido de advertencia y alzó el hacha en el momento en que Malus lo acometía con un tajo que lo cortó en dos por la cintura, sin perder el paso. El noble atravesó una nube de sangre y vísceras, y se concentró en el guerrero siguiente, que había avanzado un paso y había alzado la espada para atajar el ataque del noble. Malus se deslizó sin esfuerzo por debajo de la guardia del hombre bestia, lo destripó con un rápido tajo de espada y lo dejó aferrándose las entrañas mientras buscaba al último de los guerreros de Yaghan.
El campeón restante corría hacia él con el hacha en alto. Con el rabillo del ojo, Malus vio que Yaghan intentaba hacer lo mismo y se le aproximaba desde un lado, ligeramente por detrás. Centró la atención en el hombre bestia que tenía delante... y, sin previo aviso, su paso perdió agilidad y velocidad y el campeón atacante pareció saltar directamente en su camino. El noble bramó por dentro. «Maldito demonio y tus mezquinos dones», se enfureció.
«Tú me pediste ayuda y yo te la di —replicó el demonio con frialdad—. Pídemelo, y podrás saborear otra vez mi fuerza.»
Por instinto, Malus se agachó al mismo tiempo que se desplazaba a la izquierda y ejecutó un barrido bajo con el espadón en el momento en que el hacha del campeón se precipitaba hacia su cabeza. El hombre bestia erró y la espada de Malus le cortó la pierna derecha a la altura de la rodilla. El guerrero cayó hacia adelante con un grito, y Malus avanzó dos pasos para luego girar sobre sí mismo y hacer frente a la carga de Yaghan.
El hombre bestia lo acometió como un toro, rugiendo un desafío y con el hacha en alto. «Si me acierta de lleno, aunque sea una vez, estoy muerto», pensó el noble. Sin armadura, el hacha a dos manos lo partiría como si fuera una ramita.
Malus observó la aproximación de Yaghan y esperó hasta que el hacha comenzó a caer antes de bajar la punta de la espada y agacharse a la vez que se apartaba a la izquierda. El hacha pasó silbando y se clavó en la tierra a un par de centímetros de él, y Malus aprovechó la brecha que esto le ofrecía para alzar la punta de la espada y clavarla profundamente en el macizo bíceps del campeón. Yaghan bramó y lo acometió con un golpe de retorno que apenas logró esquivar al agacharse.
Antes de que pudiera recobrarse del todo, el poderoso campeón invirtió el sentido del golpe y dirigió el arma hacia la cabeza del noble. Malus se agachó aún más y se lanzó hacia adelante, y esa vez clavó la punta de la espada en el musculoso muslo derecho de Yaghan. La piel y el músculo cedieron fácilmente a la hoja, que abrió un profundo tajo de delante hacia atrás en la parte exterior de la pierna.
El noble pasó más allá de Yaghan con toda la rapidez posible, pero no fue suficiente. Otro velocísimo golpe de revés impactó de soslayo contra el hombro derecho de Malus y le abrió un profundo y doloroso tajo. La sangre corrió en caliente reguero por el brazo, y el noble dio un traspié. Después, apretó los dientes y giró sobre sí mismo para encararse con el campeón mientras intentaba planificar el movimiento siguiente.
Una vez más, Yaghan llevó la voz cantante; corrió hacia adelante y desvió la espada de Malus hacia un lado con un golpe que casi se la arrancó de las manos. Pero el noble también lo acometió en lugar de quedarse quieto, así que, cuando llegó el barrido de retorno de Yaghan, Malus se encontraba dentro del arco trazado por el arma y no pudo atacar. Volvió a lanzarse más allá de Yaghan, y una vez más le asestó un tajo en el muslo al pasar. La sangre corría por la pierna del hombre bestia.
Yaghan dio media vuelta y volvió a acometerlo casi de inmediato, pero entonces se movía con mayor lentitud y sus golpes eran un poco menos fuertes. Cuando cargó, Malus giró sobre sí mismo y lanzó una repentina estocada hacia la cara del hombre bestia, que se detuvo de modo instintivo. En ese instante, Malus bajó la punta de la espada y se la clavó profundamente en el muslo herido.
Esa vez, la pierna del hombre bestia cedió, y cuando comenzaba a caer, Malus alzó la espada y se lanzó hacia él para descargar un tajo sobre el brazo izquierdo extendido de Yaghan. La pesada hoja cercenó casi limpiamente la gruesa extremidad, que quedó colgando de un fino jirón de músculo.
Yaghan lanzó un bramido de angustia y cayó hacia adelante sobre un charco de su propia sangre. A pesar de las terribles heridas, el campeón intentó apoyarse en el brazo sano para incorporarse. Malus levantó la espada y le ahorró sufrimientos. El arma resonó contra la carne y el hueso, y la cabeza de Yaghan bajó rebotando por la empinada ladera de la montaña.
Entre los sacerdotes estalló un coro de alaridos que obtuvo una respuesta casi inmediata desde el campamento situado más abajo. Malus creyó distinguir el bramido de Kul Hadar entre la mezcla de gritos. Tenía pocas dudas respecto a que el chamán y su manada irrumpirían en el soto de un momento a otro.
Si quería apoderarse del Octágono de Praan, debía ser entonces o nunca. Por suerte. Hadar le había dado la única pista que necesitaba para descubrir el emplazamiento del talismán. ¿Qué mejor sitio para guardar las reliquias sagradas de la manada?
Malus aferró con ambas manos la espada ensangrentada y corrió hacia la cueva situada en lo alto de la grieta, en dirección al sanctasanctórum del interior.
Había dos sacerdotes escondidos justo al otro lado de la entrada de la cueva; Malus le atravesó el pecho a uno mientras el otro pasaba corriendo junto a él y bajaba la ladera, rebuznando. Más formaciones de cristal iluminaban con un resplandor verdoso la pequeña cámara toscamente labrada. Dispersos por la estancia, había pequeños altares dedicados a numerosos dioses con cabeza de bestia, deidades menores, tal vez, a las que adoraba la manada, además de a los terribles Poderes Malignos que gobernaban el salvaje norte.
En realidad, el espacio no era tanto una cámara propiamente dicha como una protuberancia de extraordinario tamaño en un pasadizo toscamente tallado que se adentraba en la montaña. Alerta ante cualquier señal de peligro, Malus continuó adelante.
El pasadizo recorría otros cincuenta metros en línea más o menos recta. Cuanto más avanzaba Malus, más aumentaba la cantidad de huesos viejos que veía tirados —muchos partidos para extraer el tuétano del interior— y el olor a carne podrida. «Un guardián —pensó Malus con amargura—. Pero ¿qué clase de guardián?, ¿y dónde se oculta? Más importante aún, ¿percibe mi presencia?»
Justo delante, el noble vio más luz verde. El pasadizo parecía acabar en otra cámara pequeña, ésta iluminada por un cristal resplandeciente que había sido colocado dentro de un brasero de hierro, en lugar de descansar directamente sobre el suelo. En la pálida luz, Malus vio un estante de piedra natural en la pared opuesta de la cámara. Sobre él había un medallón octogonal hecho de latón y unido a una larga cadena, que destellaba en el resplandor verdoso. La superficie estaba cubierta de runas que insinuaban el poder contenido en el objeto.
«¡Sí..., ése es! ¡El Octágono de Praan! ¡Cógelo!», le instó el demonio.
Pero Malus estaba mucho más interesado en el hedor a carne podrida que flotaba en el aire de la pequeña cámara. Avanzó lenta y silenciosamente hasta el umbral y observó la estancia sin prisas. El noble no vio movimiento alguno ni oyó ningún sonido.
«Es extraño —pensó—. ¿De dónde procede el olor?» Y luego vio el cuerpo del venado que yacía como una masa informe sobre el suelo, cerca del propio octágono. Tenía el lomo y el cuello partidos, lo que hacía que el cuerpo se doblara en ángulos opuestos el uno al otro. Una de las magníficas astas había sido cortada y descansaba en el suelo, cerca del cuerpo. Le habían arrancado las dos patas delanteras, y el cadáver yacía sobre un negro charco de sangre putrefacta. Malus calculó que hacía una semana o más que estaba dentro de la cueva. «Tal vez es una víctima de sacrificio —pensó—, aunque los huesos de tuétano de ahí atrás no se partieron solos.»
El noble volvió a observar la estancia. No se movía nada en las sombras. ¿Tal vez había habido un guardián, pero había muerto en una de las batallas? La idea resultaba probable, en especial dado que la cámara parecía completamente desierta. «No hay tiempo que perder —pensó Malus con decisión—. Sé por experiencia que Hadar llegará aquí de un momento a otro, y no me hace gracia encontrarme atrapado en un túnel sin salida.»
Malus atravesó la pequeña cueva al mismo tiempo que extendía un brazo hacia el talismán. Cuando estaba a medio camino, algo enorme y peludo le saltó sobre la espalda y lo lanzó cuan largo era contra el suelo de roca. Un garrote nudoso se le estrelló en medio de la espalda y lo dejó sin aliento. Recibió otro fuerte golpe en las costillas y ondas de dolor le recorrieron el pecho.
El noble intentó levantarse, pero descubrió que tenía al atacante sentado sobre la cintura y lo inmovilizaba contra el suelo. El garrote le golpeó el hombro derecho, y el dolor que le causó el impacto sobre el corte que había sufrido antes estuvo a punto de hacer que perdiera el sentido.