Read La maldición del demonio Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Había roto la antigua tradición al buscar fuera de su propia familia los fondos y las alianzas que necesitaba para embarcarse en una incursión a finales de la temporada. Y lo peor era que había vuelto con las manos vacías. Entonces, tenía que pagar una cuantiosa deuda, y su padre podía desentenderse con toda facilidad de cualquier obligación en el asunto. El vaulkhar todavía no lo había hecho, pero sólo porque los señores druchii aún no habían insistido. Por supuesto, lo harían cuando pensaran que era el momento oportuno. Tenía poco apoyo al que recurrir; los lanceros mercenarios supervivientes habían abandonado su servicio en cuanto habían llegado a Hag Graef, y Malus se había visto obligado a pagarles todo el sueldo para no arriesgarse a un odio de sangre que difícilmente podía permitirse. Eso lo dejaba con no más de una veintena de oficiales y el doble de sirvientes domésticos.
Sólo había llevado tres guardias consigo a la corte: Lhunara, Dolthaic y Arleth Vann. Se encontraban en apretado semicírculo detrás de él, con la mano sobre la empuñadura de la espada. Era una guardia simbólica en el mejor de los casos, pero contra la fuerza en masa de los acreedores no habría bastado ni con la totalidad de los guerreros que tenía a su servicio. Era mejor desconcertarlos con aquella exhibición de bravuconería que confirmar sus sospechas con una falange de guardaespaldas.
Los hijos del vaulkhar formaban por orden de edad y poder ostensible, aunque calibrar las fuerzas relativas dentro de una familia noble era un asunto siempre complicado. Había un vacío evidente entre la alta figura acorazada de Lurhan Espada Cruel y su segundo hijo, Isilvar.
Bruglir el Pirata, el mayor de los hijos varones del gran señor de la guerra, aún estaba en el mar con su flota de incursión, llenando sus bodegas con los saqueos y los mejores esclavos de Ulthuan y el Viejo Mundo. No regresaría hasta los primeros deshielos de la primavera, y pasaría la mayor parte del año en el mar. Se trataba de una hazaña que sólo un puñado de señores corsarios podían lograr, y el vaulkhar sentía tal predicción por aquel hijo que había dejado claro que ninguno de los hermanos o hermanas era adecuado para ocupar el lugar de Bruglir, con independencia de cuáles fueran las circunstancias. Esto también tenía el efecto de concentrar especialmente sobre Bruglir el resentimiento de los demás hijos de Lurhan, hecho que Malus no había pasado por alto.
No había druchii gordos; como en el caso de sus envejecidos primos, los elfos de Ulthuan, la gente de Naggaroth era típicamente esbelta y musculosa, dura y rápida como el látigo. Isilvar, sin embargo, era algo carnoso. Su piel tenía la palidez verdosa del libertino, abolsada e hinchada debido a demasiados años de potentes licores y polvos alteradores de la mente.
Llevaba el pelo negro trenzado con docenas de diminutos ganchos y púas, y el largo bigote caído pendía, como dos finos colmillos más, por debajo de la línea del puntiagudo mentón. Las manos de largos dedos, con las afiladas uñas pintadas con laca negra, estaban en constante movimiento; incluso cuando estaban en reposo, los dedos se agitaban y danzaban como las blancas patas de una araña cavernícola. Isilvar no había hecho ninguna incursión aparte del crucero
hakseer
, en efecto, a menudo declinaba llevar espada en público y confiaba en la protección de sus guardias pródigamente pagados.
En algún momento del pasado, él y su hermano mayor habían llegado a una especie de acuerdo: Bruglir recogía una cosecha de carne y dinero de los cobardes reinos allende Naggaroth, e Isilvar supervisaba la inversión en Hag Graefy cualquier otro lugar de la Tierra Fría. Esto mantenía a Bruglir en el mar, derramando sangre, y le proporcionaba a Isilvar todo el oro y los esclavos que necesitaba para saciar sus prodigiosos apetitos.
En la base de ese extraño acuerdo estaban las implacables ansias de Isilvar, o eso decían los rumores; se afirmaba que sus dependencias de la torre del vaulkhar eran un matadero que rivalizaba con el templo de Khaine que había en la ciudad. Siempre que pudiera bañarse en la sangre de los torturados cada día de su vida, se mantendría leal a su hermano y proveedor. Isilvar estaba rodeado por una veintena de druchii fuertemente armados y acorazados; las armaduras, lacadas en colores rubí y esmeralda, resplandecían. Lo rodeaban en formación de herradura y cuidaban de no privar a su señor de una clara visión de las atrocidades que tenían lugar sobre la plataforma. Isilvar observaba las agonías del noble con embelesada atención y ojos febriles. Sus largas manos, salpicadas de gotas de sangre seca, se contraían codiciosamente a cada convulsión del suplicante.
Si Isilvar exhibía sus deseos como si fueran un rico ropón manchado, el tercer vástago de Lurhan, una hija, exhibía una máscara de frío mármol perfecto que no revelaba ni uno solo de sus pensamientos íntimos. Se decía que la esposa de Lurhan, muerta hacía ya mucho, había sido una criatura de pasmosa belleza letal; las historias daban cuenta de duelos librados por una sola caricia fugaz ofrecida en la corte, o de rivales hechos pedazos por ansiosos jóvenes nobles que vivían y morían a capricho de ella.
Se decía que su hija Yasmir era la viva imagen de la madre. Alta y de postura naturalmente elegante, esbelta y musculosa como una de las novias de Khaine envueltas de sangre, la hija mayor de Lurhan llevaba un vestido de seda color añil bajo un manto de delicados huesos dactilares amarillos unidos con fino alambre de plata. Su espeso y lustroso cabello negro estaba peinado hacia atrás, apartado del perfecto óvalo de la cara. Tenía grandes ojos violeta —distintivo de un linaje antiguo que se remontaba a la anegada Nagarythe—, que añadían un toque exótico al semblante, por lo demás clásico.
Un par de dagas de empuñadura de hueso pendían de un fino cinturón de piel de nauglir, y era bien sabido que ella era capaz de usarlas tan bien como cualquier hombre manejaba la espada, o mejor. Estaba estrechamente protegida por una docena de guardias, ricos y poderosos hijos de las familias nobles de la ciudad.
Yasmir era para ellos un tesoro vivo que respiraba: una fortuna en poder, influencia y belleza que parecía ya madura para cogerla. Pero Malus conocía la realidad. Esos jóvenes eran las chucherías de ella, algo con lo que jugar y de lo que prescindir según sus necesidades. Y durante los pocos meses que Bruglir pasaba en Hag Graef, Yasmir y él eran inseparables y vivían juntos en las espartanas dependencias que él tenía en la torre del vaulkhar. Mientras Yasmir contara con la total atención del hermano, ningún otro hombre se atrevería a lanzar un desafío para casarse con ella.
Otras druchii tendían a desaparecer cuando estaban en presencia de la resplandeciente belleza de Yasmir, pero ninguna tanto como la hermana que le seguía en edad. Nagaira era, sobre todo, hija de su melancólico padre: tenía la piel más oscura, era de constitución más pequeña y tenía una figura más rellenita y menos atlética. Poseía los ojos negros y la nariz fuerte de Lurhan, y sus finos labios estaban a menudo apretados formando una línea comprimida, bien perfilada.
A diferencia de su hermana, Nagaira prefería los ropones de color añil y rojo oscuro sobre un kheitan ligero labrado con el sigilo del nauglir de la casa del vaulkhar. Llevaba el pelo negro recogido en una gruesa trenza que sólo le llegaba a la cintura, y estaba veteado por mechones de brillante gris y blanco, signo que delataba a alguien que se dedicaba a la magia oscura. Los rumores de sus secretas investigaciones habían circulado por la corte durante muchos años, pero si le preocupaba la amenaza del escándalo, la verdad era que no había hecho nada por mitigarla. Al igual que sus hermanos y hermanas, estaba bien protegida, aunque sus guardias eran más una concesión a la funcionalidad y la conveniencia que una demostración de fuerza o vanidad.
Los diez druchii que la rodeaban formaban un grupo variopinto —una mezcla de sacerdotes, bribones y espadas de alquiler—, pero ella los escogía bien y sabía cómo usarlos cuando decidía hacerlo.
Pero si Nagaira era la sombra del frío brillo de Yasmir, el auténtico hijo de Lurhan, el más joven, era un trozo de la más oscura de las noches. Urial era erguido y casi tan alto como el padre, aunque el grueso ropón negro ocultaba el seco brazo derecho y la pierna torcida que lo habían desfigurado desde el nacimiento. Los druchii no tenían en sus casas sitio para los tullidos; los deformes eran asesinados al nacer o, si eran varones, entregados al templo de Khaine como víctimas de sacrificio.
El neonato Urial había sido echado al caldero del Señor del Asesinato, y si las historias eran ciertas, el latón antiguo se había rajado; la detonación, a modo de un trueno, había dejado inconscientes a las sacerdotisas. No era insólito que una víctima de sacrificio sobreviviera al hirviente caldero; esos niños eran considerados como señalados por el Señor del Asesinato y acogidos por el templo para instruirlos en las artes de matar. Pero el cuerpo de Urial era demasiado deforme para convertirlo en el de un guerrero sagrado. Lo habían criado en el templo como acólito, aunque lo que aprendía allí era un misterio sobre el que se especulaba a menudo.
Pasados quince años, las vírgenes lo devolvieron a la casa del vaulkhar sin dar ninguna explicación, y desde entonces había ocupado una torre para él solo, atendido por un puñado de servidores anónimos. Media docena de ellos se encontraban en apretado grupo detrás de su señor, provistos de máscaras nocturnas de bruñido acero en forma de calavera. Al igual que Urial, vestían ropones negros sobre los camisotes de fina malla, y llevaban grandes espadas curvas dentro de vainas de cuero y hueso sujetas a la espalda. Permanecían inmóviles como estatuas.
Malus reparó en que no hacían ningún ruido al moverse. No podría haber afirmado con seguridad que respiraran siquiera. Urial tenía una piel tan pálida que casi era azul; las facciones eran demasiado flacas para resultar atractivas, y el largo cabello estaba casi completamente blanco. Era bien sabido que lo único que despertaba las pasiones del druchii, aparte de los estudios y las ceremonias del templo, era su hermana Yasmir, pero era igualmente bien sabido que ella detestaba tenerlo delante. Durante muchos años, Malus había esperado que Yasmir le contara a Bruglir las historias de los torpes avances amorosos de Urial, y que aquél hiciera pedazos al deforme hermano en un arranque de celos, como les había sucedido antes a otros pretendientes mal aconsejados. No obstante, a pesar del famoso temperamento de Bruglir, el hijo mayor del vaulkhar jamás había levantado la mano contra el hermano más pequeño.
«Urial el Rechazado —pensó Malus—, abandonado por tu padre y vomitado por el caldero del propio Khaine. No haces incursiones, no tienes influencia ninguna en la corte y tus servidores son pocos y carecen de rostro. Y sin embargo, cuentas con el favor del drachau. ¿Qué presentes pones a sus pies?»
Como si percibiera la mirada de Malus, la cabeza de Urial se volvió ligeramente hacia él. Unos ojos del color del latón fundido, brillantes pero carentes de sentimientos, se clavaron en los suyos. Malus sintió un escalofrío y lo acobardó descubrir que no podía sostener la mirada de Urial. «El hombre tiene ojos de dragón», maldijo para sí.
Y luego, estaba él: el hijo bastardo, nacido de una bruja. Incluso Urial contaba con el favor del padre más que él, o al menos le inspiraba un miedo excesivo. Malus no representaba más que una carga que Lurhan tenía que soportar, o eso había llegado a creer el noble. Era la única explicación que se le ocurría para el hecho de no haber sido estrangulado al nacer. Sus medio hermanos y hermanas parecían pensar lo mismo; eran todos mucho mayores que él y podrían haberlo asesinado en cualquier momento. En cambio, se contentaban con monopolizar la riqueza de la casa y dejar que se consumiera.
Uno de ellos le había preparado la trampa de Clar Karond; de eso, estaba seguro.
Había sido un estúpido al pensar que estarían demasiado ocupados en otras intrigas para interesarse por su repentina ausencia. Pero ¿cómo habían sabido que atracaría en la Ciudad de los Barcos? La pregunta lo había atormentado durante el largo camino de regreso. La costumbre y el comercio exigían que todos los barcos corsarios atracaran en la Torre de los Esclavos de Karond Kar y subastaran el cargamento entre los señores de esclavos que allí residían.
Evitar la torre y navegar directamente hasta Ciar Karond había sido otro acto temerario y poco ortodoxo, y sin embargo, los enemigos habían estado esperándolo. «Incluso estaba aquella maldita carta», pensó con repulsión. Karond Kar se encontraba a centenares de leguas al noreste; era una de las más remotas y aisladas ciudadelas de Naggaroth. ¿Acaso un mensajero podría haber adelantado al
Espada Espectral
, reventando caballos a lo largo del camino costero mientras el barco corsario atravesaba primero el Mar Frío y luego el Mar Maligno? ¿Era posible algo semejante?
Si se enteraba de quién era el responsable, ¿qué podría hacer al respecto?
«Lo que deba hacer —se respondió a sí mismo. Aún tenía las espadas y un puñado de nobles leales. Con eso bastaría—. Que vengan los lobos —pensó—. Les prepararé un buen banquete.»
—¡Malus, de la casa del vaulkhar Lurhan!
La voz pareció raspar el aire y le reverberó en los huesos. Modelada por el poder de la armadura del drachau, la voz se le hundió en el cuerpo como un lento cuchillo embotado en busca de su corazón. Sobre la plataforma, el noble vasallo se desplomó tras la dura prueba; sus pies resbalaron en la sangre que ya se coagulaba y manchaba los escalones de mármol, y rodó como una muñeca de trapo hasta el suelo de la sala de audiencias. Los guardias del noble avanzaron con rapidez para retirarlo de la presencia del drachau y regresar al patio exterior, donde aguardaban los inferiores en rango.
«El final ha sido un espectáculo mediocre», observó Malus. Durante el año siguiente, eso le pasaría una costosa factura al noble. Se irguió, se quitó de los hombros la capa y se la entregó a Dolthaic. Al igual que Nagaira, llevaba sólo un kheitan ligero, de piel humana, sobre negro ropón de lana.
—Aquí estoy, terrible —dijo, según la respuesta ritual—. Tu sirviente aguarda tus órdenes.
—Comparece ante mí y entrégame tus regalos.
Cuando los ojos de los presentes se volvieron a mirarlo, sintió el voraz escrutinio a que lo sometían, ¿Él era depredador o presa? Malus cuadró los hombros y se acercó a la plataforma. Grupos de nobles y sus guardias se apartaron a los lados para dejar que pasara. Durante un breve instante se encontró cara a cara con el señor Korthan, uno del grupo de ambiciosos nobles a los que había convencido para que invirtiera en su incursión. El druchii clavó en él unos ojos que traslucían odio puro, y Malus le devolvió desafiantemente la mirada al pasar.