Read La maldición del demonio Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Dolthaic frunció el entrecejo.
—Pero ¿qué pasa con el vendaval? El viaje hasta Hag Graef será duro, en medio de una tormenta invernal...
—¡Marcharemos a través de la nieve, el hielo y de la Oscuridad Exterior si es preciso! —le espetó Malus—. Llegaremos a la Ciudad de Sombras en dos días, o todos vosotros responderéis de ello.
Los guardias asintieron con gruñidos. Vanhir estudió a Malus con los ojos entrecerrados.
—Y después de que hayas hecho tu grandiosa entrada y rendido tributo al drachau, ¿qué?, ¿de vuelta a los pozos de sangre y los antros de juego?
Dolthaic sonrió como un lobo.
—Después de cuatro meses en el mar, tengo una o dos necesidades que no me importaría satisfacer.
—Me daré la gran vida durante un tiempo —replicó Malus con cautela—. Tengo que mantener mi imagen, después de todo. Luego, comenzaré a darle un buen uso a mi nueva fortuna. Hay mucho que hacer.
Ya se encontraban lo bastante cerca de la costa para oír el atronar de las olas contra la orilla. Las fortificaciones de la puerta marítima se encumbraban muy por encima del
Espada Espectral
, a apenas una milla de distancia y a ambos lados de la esbelta proa del barco corsario. El viento racheado les llevó los sonidos de una lucha que se libraba a popa. Malus volvió la cabeza y vio a tres druchii que forcejeaban con un esclavo humano engrilletado.
Mientras el noble observaba, el esclavo estrelló la frente contra la cara de uno de sus captores. La nariz del guerrero empezó a sangrar después de oírse un crujido de cartílago. El druchii retrocedió un corto paso tambaleante al mismo tiempo que lanzaba un gruñido gorgoteante y alzaba una maza de mango corto.
—¡No! —gritó Malus, cuya penetrante voz imperiosa se oyó sin problemas por encima del viento—. ¡Recuerda mi juramento!
El guerrero druchii, con la sangre corriéndole por la cara y tiñéndole los dientes desnudos, percibió la mirada del noble y bajó el arma.
Malus llamó con un gesto a los guerreros que forcejeaban con el esclavo.
—Traedlo aquí.
El esclavo se retorcía violentamente intentando soltarse de la presa de los captores. El druchii que blandía la maza le dio al humano un empujón que lo hizo perder pie, y los otros dos guerreros avanzaron arrastrándolo por la cubierta. Los cuatro guardias de confianza de Malus se apartaron a los lados para dejarlos pasar mientras contemplaban al esclavo con frío interés de depredador.
Los guerreros obligaron al esclavo a arrodillarse; incluso en esa postura, era tan alto que casi llegaba a los hombros de Malus. Tenía una constitución imponente, con anchos hombros y delgados brazos musculosos bajo el desgarrado gambesón sucio. Llevaba oscuros calzones de lana y botas muy gastadas, y tenía las manos incrustadas de roña y azules de frío. El hombre era joven; posiblemente se trataba de un alabardero o un escudero bretoniano, y en su rostro se veía más de una cicatriz de batalla. Clavó en Malus una ardiente mirada de odio y se puso a chillar algo en un idioma gutural. El noble le dedicó al humano una mirada de repulsión y les hizo un gesto de asentimiento a los dos guerreros.
—Quitadle las cadenas —les ordenó, y luego se volvió a mirar a Arleth Vann—. Haz callar a la bestia.
El guardia se deslizó por la cubierta con la rapidez de una serpiente, y aferró al esclavo con una mano engarfiada por el punto en que el cuello se unía al hombro derecho. Un pulgar revestido de acero se hundió en la unión nerviosa, y las odiosas palabras del esclavo se transformaron en un agudo siseo al mismo tiempo que el cuerpo se le tensaba de dolor. Se oyó un tintineo metálico, y los dos guerreros druchii retrocedieron sujetando los grilletes entre ambos.
Malus sonrió.
—Bien. Ahora traduce lo que tengo que decirle. —Avanzó hasta situarse ante el esclavo y posó la mirada en los ojos anegados de dolor—. ¿Eres al que llaman Mathieu?
Con marcado acento, Arleth Vann tradujo la pregunta al bretoniano, casi susurrando al oído del hombre. Gruñendo de dolor, el esclavo asintió con la cabeza.
—Bien. Tengo una historia bastante graciosa que contarte, Mathieu. Ayer aparecí en la entrada de la bodega de esclavos y anuncié que, como gesto de caridad, dejaría en libertad a uno de vosotros, deso, antes de atracar en Naggaroth. ¿Lo recuerdas?
Un tumulto de emociones se agitó en los ojos del esclavo: esperanza, miedo y tristeza, todas enredadas entre sí. Volvió a asentir.
—Excelente. Recuerdo que hablasteis entre vosotros y que, al final, escogisteis a una muchacha. Era delgada y pelirroja, con ojos verdes como el jade oriental y de dulce piel pálida. ¿Sabes de quién hablo?
Las lágrimas inundaron los ojos del esclavo. Luchó en vano para hablar a pesar de la terrible presa a que lo sometía Arleth Vann.
—Claro que sí. —Malus sonrió—. Era tu prometida, después de todo. Sí, ella me dijo eso, Mathieu. Se puso de rodillas ante mí e imploró que te dejara libre en su lugar porque te amaba. —Rió suavemente entre dientes al evocar la escena—. Confieso que me quedé atónito. Dijo que podía hacer lo que quisiera con ella, cualquier cosa, siempre que te dejara libre a ti. Cualquier cosa. —Se inclinó hacia el esclavo, acercándose lo bastante para oler el sudor que producía el miedo y que le manchaba las mugrientas ropas—. Así pues, la puse a prueba.
»Clar Karond estaba a sólo un día de distancia y la tripulación merecía una recompensa por sus afanes, así que se la entregué. Los divirtió durante horas, a pesar de los modales poco sofisticados que tienen. ¡Qué gritos...! Sin duda, tú los oíste. Eran exquisitos.
Malus hizo una pausa momentánea mientras Arleth Vann se esforzaba por traducir correctamente, aunque a esas alturas los ojos del esclavo estaban vidriosos, fijos en un punto distante que sólo él podía ver, y le temblaba el musculoso cuerpo.
—Cuando la tripulación acabó, me la devolvieron y dejé que se divirtieran mis tenientes. —A un lado, Lhunara sonrió y le susurró algo a Dolthaic, que le devolvió una sonrisa voraz—. Tampoco en este caso la muchacha fue una decepción. ¡Qué placeres, Mathieu! ¡Qué piel tan dulce! Sobre ella, las gotas de sangre brillaban como rubíes diminutos. —Abrió la mano con la que sujetaba la prenda, y la desenvolvió suave y reverentemente—. Fuiste un hombre muy afortunado, Mathieu. Ella era un regalo digno de un príncipe. Mira, te he guardado su rostro. ¿Te gustaría darle un último beso antes de partir?
El esclavo se puso en pie de un salto y soltó un alarido de tremenda angustia, pero Arleth Vann adelantó la otra mano y hundió las puntas de los dedos en la unión nerviosa situada bajo el grueso músculo del brazo derecho del hombre. El esclavo se tambaleó, quebrantado por un dolor cegador. Tenía los ojos muy abiertos y en ellos Malus pudo ver que la oscuridad se propagaba por la mente del humano como una mancha. El esclavo lanzó un lamento desesperado.
—Espera, Mathieu. Escucha. Aún no has oído la parte realmente divertida. Para cuando la tripulación acabó con ella, imploraba, suplicaba que la dejaran libre en tu lugar. Maldijo tu nombre y renegó una y otra vez de su amor por ti. Pero, por supuesto, yo debía tener en cuenta mi juramento. Verás, dije que dejaría marchar a un esclavo deso, y eso difícilmente era ya aplicable al caso de ella; así que al final ganó su amor y, ¡ay, cómo odió ella ese hecho! —Malus echó atrás la cabeza y rió—. Disfruta de la libertad, Mathieu.
De modo repentino, Arleth Vann cambió de sitio las manos y cogió al hombre por el cuello y por el cinturón de los calzones. Después, con sorprendente fuerza, el esbelto druchii alzó al corpulento esclavo de la cubierta y lo lanzó por la borda. El humano chocó de plano contra la superficie del agua y desapareció en las gélidas profundidades. El druchii se deslizó a lo largo de la borda y observó atentamente. El viento silbaba y aullaba. El canto de las brujas marinas había cesado.
Cuando el hombre salió a la superficie, jadeando en busca de aire, ya no estaba solo. Dos de las criaturas acuáticas se aferraban a él, rodeándole el pecho con sus delgados y pálidos brazos. Garras de ébano se hundieron profundamente e hicieron eclosionar flores de color rojo sobre la tela blanca del gambesón del hombre. Gruesas hebras color añil, que no eran cabello sino viscosos tentáculos de borde serrado, se enrollaron en torno a una muñeca y la garganta, de donde arrancaron largas tiras de piel al apretarse cada vez más alrededor de la víctima. Mathieu lanzó un solo grito ahogado antes de que una de las brujas marinas le cubriera la boca abierta con la suya propia. Luego, se hundieron en las aguas y se perdieron en la estela del
Espada Espectral
.
A proa se oyó un estruendo metálico: las fortificaciones estaban bajando la enorme cadena que cerraba la entrada del río. Zarcillos de gélida bruma marina arrastrados por el paso del barco corsario se arremolinaron a ambos lados de la desembocadura del río, girando y enredándose unos con otros detrás de la nave.
En lo alto de la torre de la izquierda, Malus vio figuras esbeltas ataviadas con ropones oscuros y ondulantes bufandas que aparecían dentro de una pequeña cúpula para observar el avance del barco corsario. No les dedicaron ningún gesto de saludo ni de bienvenida, sino que se limitaron a mirar en pétreo silencio. Cuando la nave dejó atrás la cadena del río, una de las figuras se llevó un cuerno a los labios y tocó una larga nota doliente para advertir a la Ciudad de los Barcos de la llegada de los piratas de ensangrentadas manos.
Malus Darkblade se volvió a mirar a sus guardias con una sonrisa en los labios.
—Es agradable estar en casa.
El viento cambió para soplar desde el noroeste, y las fosas nasales del gélido se dilataron al percibir olor a carne de caballo. Sin previo aviso, la bestia de guerra de una tonelada de peso le lanzó un mordisco al caballo de guerra del señor del puerto, y las poderosas fauces se cerraron con un chasquido capaz de partir huesos. El caballo relinchó de terror al mismo tiempo que se alzaba de manos y retrocedía ante el nauglir, cosa que provocó una sarta de maldiciones del señor del puerto. Malus fingió no darse cuenta mientras detenía a
Rencor
con un tirón de las riendas y un bondadoso taconazo en un flanco, y abría la carta que le había entregado el señor del puerto.
Sujeto por las amarras, el
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se mecía con inquietud; por el río Vino Oscuro ascendía el frente de la tormenta invernal que azotaba Clar Karond con ráfagas de aguanieve y lluvia helada. Los negros mástiles de veintenas de barcos corsarios abarrotaban los cielos a lo largo de la costa, enhiestos como un bosque de negras lanzas: dos tercios de la flota ligera de Naggaroth permanecían anclados en la Ciudad de los Barcos durante los largos meses del invierno, cuando los estrechos del Mar Frío quedaban completamente congelados.
La ciudad estaba situada en un ancho valle rodeado por los formidables peñascos de las montañas del Reino de la Noche. Diques secos, almacenes y dependencias de esclavos dominaban la orilla oriental del río; la ciudad en sí, con las murallas, altas casas solariegas y estrechas calles, se alzaba en la margen occidental. Los ciudadanos nobles también tenían muelles privados en la orilla oeste, y Malus le había pagado al señor del puerto una suma sustancial en plata y carne joven para tener el privilegio de usar uno de los muelles de la nobleza como si fuese suyo.
Tres puentes de piedra y oscuro hierro conectaban las dos mitades de Clar Karond, y era bien sabido que los nobles de la ciudad contrataban bandas de matones para que obligaran a los viajeros que iban en su dirección a pagar un derecho de tránsito. Malus se habría deleitado con un enfrentamiento semejante en cualquier otra ocasión, pero no con casi dos centenares de esclavos humanos a su espalda.
Fue una fortuna en carne y sangre la que bajó con paso tambaleante por la pasarela del
Espada Espectral
, los esclavos iban sujetos por cadenas que les rodeaban muñecas y tobillos, y los unían entre sí en dos largas filas de cien esclavos cada una. Los doce nobles de la pequeña partida de guerra montaron sobre gélidos, y una compañía de mercenarios armados con lanzas rodeó a los temblorosos esclavos sobre el muelle de granito.
Un puñado de capataces mantenían a los humanos en formación con las veloces lenguas de largos látigos, mientras que los soldados se volvían hacia el exterior para vigilar los tres angostos accesos que llevaban hasta el muelle y las estrechas ventanas de los edificios circundantes. Habían transcurrido casi cuatro horas mientras los marineros desembarcaban a los caprichosos nauglirs, a los esclavos y, por último, el equipaje de la partida de guerra. Comenzaba a caer la noche y cada minuto que pasaba ponía más nervioso a Malus. Cuanto antes salieran de la ciudad y tomaran el camino de Hag Graef, mejor.
La carta esperaba a Malus cuando el
Espada Espectral
arribó, y le fue entregada por el señor del puerto, Vorhan, cuando acudió a recoger el soborno. El noble hizo girar distraídamente el pequeño paquete entre las enguantadas manos para comprobar que no hubiera agujas ocultas ni hojas afiladas. Era un material de buena calidad, pesado, sellado con un goterón de lacre y un sigilo que le resultaba vagamente familiar. Con el entrecejo fruncido, Malus sacó una daga de hoja fina que llevaba en una bota y cortó el paquete. Dentro había una sola hoja de papel. Malus reprimió un gruñido impaciente y se acercó la carta a la cara para descifrar la letra manuscrita apenas legible.
Al estimado y terrible señor Malus, honorable hijo del temido Vaulkhar Lurhan Espada Cruel, saludos:
Rezo para que este mensaje re encuentre nadando en la victoria y con los apetitos estimulados tras una temporada de sangre y saqueo en orillas extranjeras. Aunque no nos hemos visto hasta ahora, primo, tu nombre me es bien conocido. Recientemente he conocido ciertos secretos de familia que me atrevería a decir que serán de gran valor para un señor tan inteligente y capaz como tú.
Espero verte en la Corte de las Espinas, temido señor. Un gran poder aguarda a que te hagas con él si tu corazón es frío y tu mano firme.
FUR.RLAN, vástago de Naggor
Los ojos del noble se entrecerraron con enojo al llegar a la firma de la carta. Con un siseo de disgusto, arrugó el papel en un puño.
—¿Noticias de Hag Graef, mi señor?
Malus alzó la mirada y vio que Lhunara taconeaba al nauglir para situarse junto a él. Al igual que el noble, ella se había puesto un peto articulado de acero plateado sobre la cota de malla, y llevaba las espadas sujetas a la silla de montar de altos borrenes para que pudieran ser desenvainadas con facilidad.