Authors: Lauren Kate
Luce se quedó de pie con la nota en la mano sin saber qué hacer. La aliviaba saber que alguien cuidaba de Arriane, pero aun así le había gustado verla en persona. Quería oír por sí misma el tono despreocupado de la voz de Arriane, y de este modo sabría cómo sentirse con respecto a lo sucedido aquel día en la cafetería.
Pero allí, de pie en el pasillo, Luce se sentía aún más incapaz de procesar todo lo ocurrido. Un pánico sordo se apoderó de ella en cuanto fue consciente de que había anochecido, y estaba sola, en Espada & Cruz.
Oyó el crujir de una puerta a sus espaldas. Una franja de luz se abrió paso hasta sus pies y oyó la música que provenía de la habitación.
—¿Qué estás haciendo? —Era Roland, de pie en la puerta con una camiseta blanca hecha polvo y unos téjanos. Llevaba las rastas recogidas en una cola con una goma amarilla sostenía una armónica cerca de la boca.
—He venido a ver a Arriane —dijo Luce, reprimiendo el deseo de comprobar si había alguien más en la habitación—. Teníamos que...
—No hay nadie —respondió en tono misterioso.
Luce no sabía si se refería a Arriane, a los demás alumnos de la residencia, o a que Roland tocó algunos compases con la armónica sin dejar de mirarla. Luego abrió la puerta un poco más y arqueó las cejas. Ella no supo si la estaba invitando a entrar.
—Bueno, solo me he pasado de camino de la biblioteca —mintió con rapidez, y empezó a irse por donde había venido—. Hay un libro que quiero consultar.
—Luce —dijo Roland.
Ella se volvió. Aún no los habían presentado, y no esperaba que él supiera su nombre. Roland le dirigió una sonrisa y con la armónica le indicó la dirección contraria.
—La biblioteca está hacia allí —dijo, y luego se cruzó de brazos—. No te pierdas las colecciones especiales que hay en el ala este. Valen la pena.
Le pareció tan normal, mientras le decía adiós con la mano y tocaba una melodía de despedida. Pensó que quizá antes se había puesto nerviosa porque se trataba de un amigo de Daniel, pero, por lo que sabía, Roland podía ser un chico muy agradable. Se le fue subiendo el ánimo mientras caminaba por el pasillo. Aunque la nota de Arriane había sido brusca y sarcástica, luego había tenido un encuentro decente con Roland Sparks; y, además, de hecho sí quería ir a la biblioteca. Las cosas iban mejorando.
Cerca del final del pasillo, donde se torcía para llegar a la biblioteca, Luce encontró la única puerta entreabierta que había en la planta. No estaba decorada, pero la habían pintado de negro. Al acercarse, Luce pudo oír la música heavy metal que sonaba dentro. Ni siquiera se tuvo que parar a leer el nombre en la puerta: era la de Molly.
Luce se apresuró, repentinamente consciente del ruido de cada paso que daban sus botas negras de montar. No se dio cuenta de que había estado aguantando la respiración hasta que empujó las puertas de madera veteada de la biblioteca y espiró.
Miró alrededor de la biblioteca y la invadió una sensación de tranquilidad. Siempre le había encantado el dulce y ligero olor a viejo que solo una sala llena de libros despedía y se dejó llevar por el sonido suave y ocasional de las hojas al pasar. La biblioteca de Dover siempre había sido su refugio, y Luce se sintió aliviada al ver que aquella también podía darle esa misma sensación de santuario. Casi no podía creer que aquel lugar estuviera en Espada & Cruz. Resultaba casi... resultaba... atrayente.
Las paredes eran de color caoba oscuro, y los techos, altos. A un lado había una chimenea de ladrillo, y unas largas mesas de madera iluminadas por lámparas antiguas con pantallas verdes, pasillos llenos de libros que se extendían más allá de la vista. Cuando traspasó el umbral, una gruesa alfombra persa amortiguó el taconeo de sus botas.
Había unos pocos alumnos estudiando, ninguno al que Luce conociera de nombre, pero incluso los que tenían más pinta de punkis parecían menos peligrosos con la cabeza hundida en un libro. Se acercó al mostrador principal, que era un gran mueble circular en medio de la sala. Había pilas de libros y papeles, y un desorden acogedor, con un aire intelectual que a Luce le recordó la casa de sus padres. Las montañas de libros eran tan altas que casi no se podía ver a la bibliotecaria que se hallaba sentada tras ellas. Estaba husmeando entre el papeleo con el ímpetu de un buscador de oro. Cuando Luce se acercó, asomó la cabeza por encima del muro de papel.
—Hola —saludó la mujer con una sonrisa (sí, sonreía). No tenía el cabello gris, sino plateado, con una especie de brillo que resplandecía incluso a la suave luz de la biblioteca. Su cara parecía vieja y joven a la vez. Tenía la piel pálida, casi incandescente, los ojos de un negro intenso y una naricita respingona. Cuando se dirigió a Luce, se arremangó las mangas del jersey de cachemira blanco, dejando al descubierto un montón de brazaletes de perlas que llevaba en ambas muñecas—. ¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó en un risueño susurro.
Luce se sintió cómoda con aquella mujer al instante y miró la placa del mostrador con la inscripción de su nombre: Sophia Bliss. Deseó tener algo que pedirle.
Aquella mujer era la primera autoridad que había visto en todo el día con quien realmente le habría gustado tratar. Pero Luce solo estaba deambulando... y entonces se acordó de lo que le había dicho Roland Sparks.
—Soy nueva aquí —le explicó—. Lucinda Price. ¿Podría decirme dónde está el ala este?
La mujer la miró con la sonrisa de «a-ti-te-gusta-leer» que siempre le dedicaban todos los bibliotecarios.
—Por allí —respondió, y señaló una hilera de ventanas altas al otro lado de la sala—. Yo soy Miss Sophia, y si mi lista es correcta, estás en mi seminario de Religión de los martes y los jueves. ¡Ah, lo vamos a pasar bien! —Le guiñó un ojo—. Entretanto, si necesitas algo más, estaré aquí. Encantada de conocerte, Luce.
Luce le dio las gracias con una sonrisa, le dijo que al día siguiente se verían en clase y se dirigió hacia las ventanas. Fue entonces cuando se quedó pensando en la forma extraña e íntima con que la mujer la había llamado por su diminutivo.
Había atravesado la sala principal y estaba pasando entre las estanterías altas y elegantes cuando una presencia oscura y macabra se cernió sobre su cabeza. Miró hacia arriba.
«No. Aquí no, por favor. Dejadme al menos este lugar.»
Cuando las sombras iban y venían, Luce nunca estaba segura de lo que harían ni de cuánto tiempo tardarían en volver.
En ese momento no sabía qué podría ocurrir, pues había notado algo distinto. Estaba aterrorizada, sí, pero no tenía frío. De hecho, se había ruborizado ligeramente. En la biblioteca hacía calor, pero no tanto. Y entonces sus ojos vieron a Daniel.
Estaba de cara a la ventana, de espaldas a ella, inclinado sobre un estrado en el que se leía COLECCIONES ESPECIALES en letras blancas. Llevaba las mangas de la vieja chaqueta de piel arremangadas hasta los codos, el pelo rubio resplandecía bajo la luz. Tenía los hombros estaban encorvados y, de nuevo, Luce deseó instintivamente que la abrazase; pero se sacó aquella idea de la cabeza y se puso de puntillas para poder verlo mejor. No podía estar segura, pero, desde donde estaba, le pareció ver que estaba dibujando algo.
Mientras observaba los movimientos ligeros de su cuerpo al dibujar, Luce sintió que se abrazaba por dentro, como si se hubiera tragado algo ardiendo. No podía decir por qué, y no parecía razonable, pero tenía el presentimiento de que Daniel la estaba dibujando.
No debería ir hacia él. Después de todo, ni siquiera lo conocía y nunca había hablado con él. Hasta el momento sus comunicaciones se habían limitado a un dedo corazón en alto y un par de miradas asesinas. Aunque, por alguna razón, sintió que era importante averiguar qué había dibujado en el cuaderno.
Fue entonces cuando sintió la sacudida del sueño que había tenido la noche anterior. De repente, le llegó un brevísimo destello: era noche cerrada, una noche húmeda y fría, y ella iba vestida con ropa larga y holgada. Estaba apoyada contra una ventana con cortinas, en una habitación que no le resultaba familiar. Solo había otra persona allí, un hombre... o un chico, no llegó a verle la cara. Esbozaba su retrato en un bloc grueso de papel: el cabello de Luce, su cuello, el contorno exacto de su perfil. Permaneció detrás de él, demasiado asustada para hacerle notar su presencia, y demasiado intrigada para marcharse.
De pronto, Luce dio un paso al frente al sentir que algo le pellizcaba el hombro y a continuación flotaba sobre su cabeza. La sombra había reaparecido. Era negra, y tan espesa como una cortina.
El latido de su corazón se hizo tan fuerte que dejó de oír el crujido oscuro de las sombras y el sonido de sus propios pasos. Daniel alzó la vista y pareció dirigir los ojos al lugar exacto donde flotaba la sombra, pero no se sobresaltó como Luce.
Por supuesto, él no podía verlas. Dirigió su mirada tranquila más allá de la ventana.
Luce cada vez tenía más calor, y estaba tan cerca que pensaba que él notaría aquel calor emanando de su piel.
Con cuidado, trató de ver el dibujo por encima de su hombro. Por un instante, su mente vio la página con la curva de su propio cuello desnudo esbozada a lápiz. Pero entonces parpadeó y, cuando volvió a enfocar el papel, tragó saliva con dificultad.
Era un paisaje. Daniel estaba dibujando la vista del cementerio desde la ventana con todo detalle. Luce nunca había visto nada que la entristeciera tanto.
Ni siquiera sabía por qué. Era una locura —incluso para ella— haber esperado que su extraña intuición se materializara. Daniel no tenía ninguna razón para dibujarla. Lo sabía. De la misma forma que sabía que él no tenía por qué haberle hecho aquel gesto por la mañana. Pero lo había hecho.
—¿Qué haces por aquí? —le preguntó. Cerró el cuaderno y la miró con seriedad. Sus labios carnosos tenían una expresión seria, y sus ojos grises parecían apagados. No parecía enfadado, para variar; parecía exhausto.
—He venido a ver un libro de las Colecciones Especiales —dijo con voz temblorosa. Pero cuando miró a su alrededor se dio cuenta del error. Colecciones Especiales no era una sección de libros, sino una zona abierta en la biblioteca para una exposición de arte sobre la Guerra Civil. Daniel y Ella estaban en una pequeña galería donde se exhibían bustos de bronce de héroes de guerra, vitrinas de cristal llenas de viejos pagarés y mapas de la Confederación. Era la única sección de la biblioteca donde no había ni un solo libro que consultar.
—Suerte con eso —replicó Daniel, y abrió de nuevo su bloc, como si le dijera adiós de forma anticipada.
Luce tenía un nudo en la lengua, estaba avergonzada, y habría deseado salir de allí corriendo. Sin embargo, las sombras seguían vagando a su alrededor y, por alguna razón, Luce se sentía mejor cuando estaba cerca de Daniel. No tenía sentido, porque no había nada que él pudiera hacer para protegerla de ellas.
Estaba clavada en el suelo. Él la miró y suspiró.
—Déjame preguntarte algo, ¿te gusta que te acosen?
Luce pensó en las sombras y en lo que le estaban haciendo en ese preciso momento. Sin pensarlo, negó con la cabeza bruscamente.
—Vale, pues ya somos dos. —Se aclaró la garganta y la miró, dándole a entender de forma inequívoca que ella era la intrusa.
Quizá podría explicarle que se sentía un poco mareada y que solo necesitaba sentarse un minuto.
—Verás, ¿podría...? —empezó a decir. Pero Daniel cogió el bloc y se puso de pie.
—He venido aquí para estar solo —la interrumpió—. Si no vas a irte, lo haré yo.
Metió el bloc en la mochila. Cuando pasó a su lado, sus hombros se tocaron. Aunque el contacto fue muy breve, y aunque llevaban varias capas de ropa, Luce sintió una descarga de electricidad estática.
Por un momento, Daniel también se quedó parado. Se volvieron para mirarse, y Luce abrió la boca. Pero, antes de que pudiera hablar, Daniel ya había dado media vuelta y caminaba a paso ligero hacia la puerta. Luce se lo quedó mirando mientras las sombras flotaban en círculos sobre su cabeza y a continuación salían por la ventana para desaparecer en la noche.
La estela de frío que dejaron la hizo temblar, y durante un buen rato se quedó de pie en la zona de las Colecciones Especiales, acariciándose el hombro que había tocado Daniel y sintiendo cómo aquel calor iba desapareciendo.
El turno del cementerio
A
aah, martes. Día de gofres. Hasta donde alcanzaba a recordar, los martes de verano significaban café frío, cuencos a rebosar de frambuesas y nata montada y una pila inacabable de gofres dorados y crujientes. Incluso ese verano, cuando sus padres ya empezaban a mostrar cierto miedo de ella, Luce podía contar con el día de gofres. Podía estar remoloneando en la cama un martes por la mañana y, antes de ser consciente de nada más, saber instintivamente qué día era.
Luce inhaló, mientras volvía en sí lentamente, y repitió la operación con algo más de entusiasmo. No, no olía a masa de mantequilla y nata, sino al perfume avinagrado de la pintura desconchada. Se desperezó y observó la estrecha habitación. Parecía la foto del «antes» de uno de esos programas en los que se renueva una casa. La larga pesadilla que había sido el lunes le volvió a la cabeza: la renuncia a su móvil, el accidente con el pastel de carne y los ojos centelleantes de Molly en el comedor, Daniel alejándose de ella en la biblioteca... Luce no tenía ni idea de por qué él la trataba tan mal.
Se incorporó en la cama y miró por la ventana. Todavía era de noche, y aún no había ni rastro del sol en el horizonte. Jamás se levantaba tan temprano y, de hecho, no recordaba haber visto nunca la salida del sol. En realidad, había algo en el amanecer que siempre la había puesto nerviosa. Durante aquellos momentos de espera, justo antes de que el sol asomara por el horizonte, se sentó en la oscuridad y miró más allá de la franja de árboles. El momento de mayor audiencia para las sombras.
Luce exhaló un suspiro sonoro y nostálgico, lo cual hizo que echara de menos su casa y se sintiera más sola todavía. ¿Qué iba a hacer durante las tres horas entre el amanecer y su primera clase? «Amanecer»... ¿por qué resonaba aquella palabra en su cabeza? Oh. Mierda. Se suponía que debía estar cumpliendo su castigo.
Se levantó de la cama como pudo, se tropezó con la bolsa aún por deshacer y sacó otro aburrido jersey negro que estaba sobre una pila de aburridos jerséis negros. Se puso los vaqueros negros que llevaba el día anterior, hizo una mueca al ver el desastroso estado de su pelo e intentó peinarse un poco con los dedos mientras salía por la puerta a toda prisa