Read Otoño en Manhattan Online
Authors: Eva P. Valencia
Gabriel llegó a su apartamento bien pasadas
las nueve de la noche. Deshizo la maleta colocando la ropa sucia en el cesto
junto a la lavadora. Se descalzó y se quitó la camiseta. Utilizó sus escasas
dotes culinarias para prepararse una cena ligera.
No había podido ni probar bocado, cuando
alguien golpeó la puerta de la calle. Se levantó de la silla encaminándose
hacia allí.
Miró su reloj: «
Las diez y cuarto
».
Frunció el ceño extrañado preguntándose
quién podría llamar a su puerta un lunes y a aquellas horas. Charly, su vecino
de enfrente, probablemente era el que tenía más papeletas. Desde que se había
mudado a vivir a aquel apartamento, había intentado mantener cualquier tipo de
contacto para conocerle, cualquier sitio era válido: en el ascensor, en el rellano,
en las escaleras, en la panadería. Y cuando coincidían, siempre le hacía
preguntas sobre su vida en España y por qué había venido a trabajar desde tan
lejos.
Era un tipo peculiar. Vivía solo con su
nieto de diez años y con sus cuatro gatos siameses. El padre del niño era un
convicto que cumplía condena por tráfico de drogas. Le quedarían un par de
años, uno a lo sumo, si demostraba buena conducta.
Abrió la puerta sin curiosear primero
por la mirilla, daba por hecho que sería Charly. Pero, se equivocó. Una
inesperada pero grata sorpresa le sonreía con una botella de champagne entre
las manos.
—¿Puedo pasar? —le preguntó Jessica
mientras disfrutaba de las vistas de su torso desnudo.
—Claro —le sonrió.
Gabriel le cogió la botella de las manos
y la invitó a pasar. Su vecino Charly estaba apoyado en la puerta entreabierta
intentando averiguar quién era aquella chica morena y a qué venía a aquellas
horas a la casa de su joven vecino español.
—Buenas noches Charly... —se despidió
con la mano cerrando la puerta despacio.
Gabriel se rió.
Mañana tendría tema de conversación,
seguro que le avasallaría a preguntas sobre quién era ella. Por suerte, las
paredes no lindaban con su apartamento, porque le imaginaba pegando un vaso de
cristal a la pared para poder escuchar mientras follaban como animales.
Jessica comenzó a pasearse por el salón
con las manos cogidas a la espalda y escaneando con su mirada crítica cada
rincón de aquel minúsculo apartamento. Acostumbrada a lujos, a su mansión y a
su ático de más de 500 metros cuadrados en Park Avenue, enseguida lo
recorrió.
—Ponte cómoda —le cogió el bolso que
colgaba de su hombro y lo llevó a la percha— ¿Has cenado?
—Nunca ceno.
Gabriel enarcó una ceja.
—Según mi nutricionista no debo de comer
pasadas las ocho de la noche —se intentó justificar.
«¿
Qué
era, un puto Gremlin
?», pensó mientras se mordía el labio para no reírse.
La miraba y seguía sin comprenderlo,
porque para él la comida al igual que el sexo era un verdadero placer, ambos
eran insustituibles y necesarios para su subsistencia.
—Entonces tendrás que mirar mientras
como... —se rió con ganas—. Lo siento, pero me muero de hambre y cuando tengo
hambre me sale la vena chistosa —se mofó.
Risueño, se alejó sentándose en uno de
los taburetes de la barra de la cocina. Al ver que ella se quedaba en el sitio,
palmeó el otro taburete mostrándoselo para que se sentara y para que le hiciera
compañía mientras se comía la ensalada de pasta fresca.
Jessica se acercó y pasó la mano por
encima del taburete, como si lo estuviese limpiando.
Gabriel se rió.
Tan delicada y pulcra para unas cosas,
pero para otras tan desinhibida y desatada.
—¿En serio no quieres comer nada?
—insistió llevándose el tenedor a la boca.
Jessica arrugó la nariz negando con la
cabeza.
—¿Qué tal el partido con Peter Kramer?
—cambió de tema drásticamente.
—Gané, ¿acaso lo dudabas? Ya sabes que
no me gusta perder ni a las canicas —la miró con picardía.
—A mí tampoco.
—Lo sé.
Se sostuvieron la mirada unos segundos, notando
como rápidamente la atmósfera comenzaba con cargarse de electricidad. Gabriel
que aún no había acabado de cenar apartó el plato. Había dejado de tener
hambre de golpe…
—Creo que me apetece el postre ahora...
—carraspeó con voz ronca.
—A eso he venido —le provocó con una
sensual sonrisa.
Gabriel
la miró pensativo.
—Pero ¿te quedarás a dormir o vas a
buscar algún pretexto para huir como esta mañana en el hotel?
Jessica guardó unos segundos de
silencio. La conversación empezaba a desviarse por unos derroteros que no le
interesaban en absoluto, produciéndole una enorme incomodidad.
—Nunca duermo con mis amantes —aclaró,
tajantemente.
Gabriel soltó una risita.
«
La chica dura vuelve a la carga,
habrá que hacer que se relaje.
..», pensó.
Ante la atenta mirada de Jessica,
comenzó a desabrocharle poco a poco los botones de la bonita camisa de seda de
color burdeos.
—Y... ¿Tienes más amantes aparte de
mí?
Gabriel le abrió la camisa dejando al descubierto
sus pechos alzados por un sugerente sujetador negro que combinaba las
transparencias con un delicado encaje.
—Sí. —le contestó sin titubear.
Metió un pulgar entre la tela del
sujetador y empezó a acariciarle un pezón que se endurecía reclamando más
atención.
—¿Quiénes? —preguntó elevando sus pechos
por encima del sujetador y lamiendo y mordisqueando uno de los pezones.
—Robert... —gimió soltando el aire de
golpe.
Al escuchar de su boca el nombre de su
ex marido, tiró con fuerza del pezón. Ella arqueó la espalda abriendo más la
boca tratando de recuperar el aliento.
Separó sus piernas y metió la mano bajo
la falda.
Rozando el tanga, deslizó un par de
dedos por el interior de la tela hasta llegar a su sexo. Después los introdujo
lentamente, sin apresurarse, sintiendo como ella le recibía envolviéndole con
su caliente humedad.
—¿Quién más? —insistió.
—Tom... —volvió a gemir cuando Gabriel
la penetró esta vez con fervor.
La besó con fuerza, posesivamente.
Quería que se callara de una vez. No quería seguir escuchando de su boca esa
lista interminable de amantes. No tenía sentido. ¿En qué puesto quedaba él?
¿Era asidua a sus amantes o por el contrario eran encuentros esporádicos? Y lo
peor de todo, lo que más le fastidiaba era ¿por qué le molestaba tanto...?
Miles de incógnitas bombardeaban
su cabeza pero continuó masturbándola con brusquedad, hasta que le dolieron los
dedos y Jessica se corrió teniendo varios orgasmos.
Después la llevó a la cama y follaron
durante horas como verdaderos posesos.
Hacia las tres de la madrugada y tras
compartir un cigarrillo, Jessica se levantó de la cama desnuda. Gabriel en
cambio se sentó, apoyando su espalda en la cabecera. Estaba dando una última
calada cuando la vio recoger su ropa que yacía esparcida por el suelo.
—¿Te vas?
—Sí.
Sin mirarle, buscó el sujetador y cuando
dio con él, comenzó a abrochárselo. Gabriel no le quitaba ojo. Era preciosa,
espectacular, sensual...
Al agacharse para recoger la falda, los
ojos de Gabriel desde la distancia observaron una fea mancha morada en el bajo
de la espalda.
Se levantó, quería verlo más de
cerca.
—¿Cómo te has hecho el moretón? —arrugó
el entrecejo.
El cuerpo de Jessica se tensó incomodado
por su pregunta. Sin contestarle entró rauda al cuarto de baño y se miró en el
espejo. Sus ojos se empañaron ligeramente al comprobar el estado en el que se
encontraba, había empeorado desde la mañana. Inspiró hondo, por suerte Gabriel
desde la cama no podía verla.
Cogió papel higiénico y se secó las
lágrimas. Cerró los ojos unos instantes y regresó a la habitación.
—Ah... ¿esto? —Lo señaló y disimuló para
no darle importancia—. Tropecé el otro día con el canto de una mesa...
Gabriel no se quedó muy convencido.
¿El otro día? No recordaba habérselo
visto la noche anterior en la habitación del hotel. Se hubiese dado cuenta.
Conocía a la perfección el cuerpo de Jessica, cada milímetro de su piel. Y ese
golpe juraría que no lo tenía.
—No te preocupes, no me duele... —le
sonrió para tranquilizarle—. Con las prisas a veces suelo tener dos pies
izquierdos.
Gabriel no quiso persistir. Confiaba en
ella. Si ella decía que era un desafortunado incidente, él no tenía por qué
dudar de su palabra.
—Te acompaño a tu casa.
—No te molestes, pediré un taxi.
—Insisto.
Ella negó con la cabeza y se acercó para
darle un último beso de buenas noches.
—Soy mayorcita y sé cuidarme sola.
—No lo dudo.
Jessica
inspiró hondo.
—Te veo mañana a las nueve en la
oficina... y arréglate el pelo —sonrió mientras se lo revolvía con la mano como
si estuviese tratando con un niño pequeño.
Gabriel no satisfecho, cogió su mano y
tiró hacia él para devorarle con ansia la boca, hasta dejarla sin aliento.
Tambaleándose Jessica tuvo que apoyar la otra mano en la pared para no caerse.
Él se rió divertido y ella le devolvió
una sonrisa marchándose sola de su apartamento.
A la mañana siguiente de camino al
despacho, Gabriel recibió un mensaje de Daniela. Se alegró al recibir noticias
suyas. En el mensaje le explicaba que el seguro había aceptado hacerse cargo de
los desperfectos. Que la policía había atrapado a unos ladrones que hacían
servir el mismo
modus operandi
en otros apartamentos de la
zona. Que debía acudir a la comisaría a identificar los objetos personales y
que más adelante y siguiendo el curso de la denuncia debería testificar y
acudir a una rueda de reconocimiento de los supuestos agresores.
Gabriel contestó antes de entrar en el
edificio:
“Cuenta conmigo
para acompañarte a la comisaria”
Daniela sonrió al leer su mensaje.
Estaba en medio de una clase de historia
sobre los cuadros inspirados en
el poeta italiano
Dante
Alighieri
y en la
Divina Comedia.
El profesor Mathew Holliday alzó la
vista y tosió con fuerza. No le gustaba que le interrumpieran en sus
clases. Daniela se sonrojó ocultando el móvil rápidamente en la mochila.
—Ten cuidado con el Profesor Holliday
—le susurró Andrés al oído—. Según las malas lenguas dicen que no soporta que
nadie interrumpa sus clases y que como te coja manía, después no hay manera de
aprobar el curso...
Ambos guardaron riguroso silencio hasta
el final de la clase. Al acabar, recogieron sus mochilas y salieron del
aula. Acordaron desayunar en la cafetería del campus. Al entrar, Daniela
miró a su alrededor. La estancia era pequeña y muy funcional. Imitaciones de
cuadros de pintores famosos como Van Gogh, Renoir, Klimt, Picasso entre otros,
empapelaban las blancas paredes.
Al poco después la camarera se les
acercó con una libretita en las manos.
—Hola... ¿qué os pongo chicos? —les miró
a través de sus gafas de gruesa montura de pasta.
—Un café con leche.
—Un café —dijo Andrés.
—Un té verde con menta —añadió Daniela.
—¿Algo más? —preguntó mientras acababa
de tomar nota.
«
No
», dijeron los tres al
unísono.
—Mientras preparan mi te, voy un momento
fuera, tengo que hacer una llamada telefónica —dijo Daniela buscando su móvil
en el interior de la mochila.
—Vale. No nos moveremos de aquí... —se
rió Claudia mirando a Andrés.
Daniela sonrió y antes de cruzar la
puerta ya le contestaban al otro lado.
—Hola Gabriel.
—Hola Daniela. Me acabas de pillar de
camino a una reunión que tengo con mi jefa —le explicó mientras caminaba hacia
su despacho.
—Oh. Perdona, te llamo luego... —se
excusó tímidamente.
—No te preocupes. El pasillo es largo
—se burló— ¿Qué te pasa?
—Es hoy cuando tengo que ir a la
comisaría...
Se creó un breve silencio.
—Pero si no puedes, o estás ocupado, lo
entenderé, no querría ser una molestia...
—No seas tonta, ¿cómo vas a ser una
molestia? —volvió a sonreír—. Además, prometí acompañarte... Dime a qué hora
puedo pasar a recogerte.
Daniela meditó unos instantes y luego
prosiguió:
—A las seis. Joey me ha dicho que estará
allí a esa hora.
—Vale —dijo agarrando el pomo de la
puerta dispuesto a entrar—. A las seis entonces.