Read Otoño en Manhattan Online
Authors: Eva P. Valencia
Gabriel se despertó abrazado al diminuto y frágil cuerpo de
Daniela. Su cabeza descansaba plácidamente sobre el torso de él y su pecho se
movía arriba y abajo rítmicamente, al mismo compás de los latidos de su
corazón.
Retiró varios mechones que le impedían ver su
rostro. A plena la luz del día, la crueldad de los golpes se hacía mucho
más visible. Los moretones se habían tornado de un azul violáceo horrible,
desfigurando por completo su hermosa y delicada piel.
Gabriel apretó la mandíbula con fuerza y maldijo a aquellos
cabrones por enésima vez. Por más que le daba vueltas a la cabeza, era incapaz
de comprender como alguien podía tener la semejante osadía de maltratar de una
forma tan despiadada a otro ser.
La miró una vez más antes de salir de la cama y después la
besó en la frente con mucha ternura.
Poco a poco, retiró sus brazos desprendiéndose de ella,
dejando su cabeza con cuidado sobre la almohada.
Después salió de la habitación en dirección a la cocina
para preparar el desayuno. Al desconocer los gustos de ella, optó por ser
práctico y apostó por lo seguro. Hizo café y zumo, algunas tostadas y
desenvolvió un par de magdalenas que encontró en el interior de una caja de
hojalata.
Colocándolo todo sobre una bandeja, regresó de nuevo a la
habitación.
Daniela que ya estaba despierta y al parecer algo
desorientada, se miraba angustiada los moretones del brazo.
Gabriel la observó desde la puerta, esperó a que alzara la
vista para que supiera que no estaba sola y que él estaba allí; aunque ignoraba
por completo cuál sería su reacción tras la agresión.
Daniela trató de incorporarse de la cama. Se sentía
tremendamente dolorida y gimoteó. Gabriel dejó la bandeja sobre la mesita de
noche y corrió a su lado.
—Espera, yo te ayudo... —dijo haciendo ademán de agacharse
para cogerle de la cintura.
Pero sus ojos se encontraron a medio camino y Gabriel
esperó con paciencia su aprobación. Hubo unos segundos de incertidumbre por
ambas partes y poco después Daniela arqueó sus labios en una bonita
sonrisa.
Gabriel suspiró aliviado.
—Como me encanta volver a verte sonreír.
Daniela ladeó la cabeza y luego la agachó para ocultar su
rubor entre sus mechones de pelo.
—No quiero que te avergüences cada vez que te diga algo
bonito... —le dijo cogiéndole de la barbilla— vete acostumbrando... porque voy
a continuar mimándote mientras no me lo prohíbas.
—Lo cierto es que no me acostumbro.
—Pues ya me encargaré de que lo hagas...
Él se sentó a su lado en la cama y puso la bandeja del
desayuno sobre sus piernas.
—Ahora toca desayunar.
—No tengo hambre.
—De eso nada. No me he peleado con tu cocina rebuscando en
los cajones para que ahora me vengas con esas, señorita... ni hablar... —le
regañó con un tono divertido en sus palabras.
Ella resopló.
Quería rebatir sus órdenes, pero estaba tan cansada que ni
se esforzó en intentarlo y se limitó a rendirse ante su falta de argumentación.
Llevándose una de las tostadas a la boca, hizo un mohín.
Tras el desayuno, Gabriel se dedicó a poner orden
entre tanto caos. Luego hicieron balance. Los ladrones se habían llevado un par
de joyas, algo de dinero en efectivo y el portátil nuevo de Claudia.
Una hora más tarde Daniela acompañó a Gabriel a su
apartamento, éste necesitaba ducharse y cambiarse de ropa. Ella, aceptó de buen
gusto. Cualquier opción era mucho mejor que quedarse sola y recluida entre
aquellas cuatro paredes.
Al llegar hasta la puerta, él la abrió y con una graciosa
reverencia, la invitó a pasar.
—Esta es mi casa —abrió los brazos en forma de ofrecimiento
y después añadió—: Mi casa, es tu casa.
—Gracias —le sonrió dulcemente.
Daniela se paseó por el pequeño salón seguida por la atenta
mirada de él.
—Voy a ducharme —dijo caminando hacia el cuarto de baño—,
mientras, eres dueña de hacer lo que te plazca.
Haciendo caso a su ofrecimiento, dejó su bandolera sobre el
sofá y tras escuchar la puerta del cuarto de baño cerrarse, se sentó
en él. Era pequeño pero a la vez confortable, de un color gris ceniza.
Miró a su alrededor unos instantes y siendo por primera vez
consciente de dónde se encontraba y qué era lo que estaba haciendo allí, empezó
a ponerse muy nerviosa. El chico del que se estaba empezando a
enamorar perdidamente, estaba a solo unos pocos metros de su lado. Y para
más inri, desnudo bajo la ducha.
Abrió mucho los ojos y zarandeó la cabeza para quitarse
aquellos pensamientos impuros de su mente. Tuvo que levantarse y caminar dando
círculos para tratar de no parecer desesperada cuando él volviera. Tenía que
disimular.
Al bajar la vista al suelo, vio un revistero. Se
agachó y curioseó su interior. Habían varias revistas de motos y también
algún que otro periódico neoyorquino. Al pasar uno a uno, descubrió algo que le
llamó especialmente la atención: un álbum de fotos con las tapas en cuero de
color marrón.
Separándolo del resto, se lo llevó consigo al sofá. Luego
se lo colocó en su falda y lo abrió más o menos por la mitad. Y justo en
esa página, pudo ver un par de fotografías enganchadas con cinta adhesiva. En
aquella instantánea Gabriel aparentaba tener tres o cuatro años menos, no
más.
Después dedicó toda su atención al otro chico. Era muy
atractivo. Alto, moreno y con unos grandes y expresivos ojos azules del color
del cielo.
Y justo en medio, entre ambos, había otra persona, una
chica rubia, de unos veintitantos años, de grandes ojos marrones y que esbozaba
una candorosa sonrisa. Leyó una fecha inscrita al pie de la hoja: 17 marzo
del 2009.
—Él es mi hermano Iván y ella era Érika —le explicó Gabriel
acercándose hasta donde ella se encontraba.
Daniela se sobresaltó del susto. Pegó un respingo del sofá
y el álbum de fotos cayó al suelo.
—Perdona, debía haberte pedido permiso antes de mirar las
fotos —se disculpó recogiéndolo del suelo y devolviéndolo a su sitio.
Gabriel dio unos pasos más al tiempo que secaba el pelo
mojado con la toalla.
—No te preocupes, no me importa en absoluto, no guardo
secretos —afirmó con serenidad.
Daniela le miró de arriba abajo. Únicamente llevaba puestos
unos tejanos desgastados con los botones desabrochados, dejando asomar parte
del calzoncillo.
Tragó saliva costosamente, atreviéndose a repasar su
cuerpo, pero esta vez sin censuras, más detenidamente. Todo en él tentaba al
pecado. Sus tatuajes, sus abdominales trabajados a conciencia y aquel
piercing
atravesando el pezón de forma muy sugerente.
Pero lo que más le llamó la atención fue otro tatuaje, una
cola de serpiente que comenzaba entre el oblicuo derecho y su pelvis y, se
perdía
entre la goma de sus
Calvin Klein.
Gabriel notó que la respiración de Daniela se entrecortaba
a la vez que se removía incómoda en el asiento. Entonces, sonrió
abiertamente.
—Te noto algo sofocada o... ¿solo me lo parece a mí?
Daniela abrió mucho los ojos.
—Hace calor aquí —dijo abanicándose con la mano, apartando
de golpe la vista de su bragueta— ¿Tienes agua?
—Claro.
Gabriel se echó a reír y luego añadió:
—En la nevera.
Daniela voló a la cocina y abrió la puerta del frigorífico.
Cogió uno de los vasos de cristal que había en el escurridor y lo llenó hasta
casi el borde. Se lo llevó a los labios con ansia y sin perder un segundo,
bebió como si le fuera la vida en ello.
—Bebe despacio… —le regañó acercándose a ella por la
espalda. Luego lanzó la toalla a la cesta de la ropa sucia y se peinó el pelo
con los dedos—. Me acabo de vestir y me acompañas.
—¿Con esta cara llena de moretones?
Se rozó las mejillas con la palma de sus manos y él
chasqueó con la lengua, quitándole las manos de la cara.
—Daniela, no debes sentirte avergonzada por culpa de los
moretones —le contestó colocando un mechón rebelde detrás de la oreja para
luego proseguir—: Siempre me ha importado un bledo lo que la gente opinara de
mí… Y al parecer no me ha ido tan mal. Tómalo como un consejo: no dejes que
ello te afecte...
Daniela se quedó pensativa unos instantes.
Gabriel una vez más estaba en lo cierto. No ganaba nada
quedándose aislada del mundo. Y ahora que la vida le había brindado la
oportunidad de seguir conociéndole, no estaba dispuesta a dejarla escapar.
—Tengo curiosidad por saber dónde vamos a ir.
Gabriel sonrió satisfecho.
—Todo lo bueno se hace esperar, señorita. Así que no le
cabe otra que ser paciente.
Se puso una camiseta oscura y sus bambas del mismo color,
abriendo paso hacia la puerta, invitándola amablemente a salir de su
apartamento.
Al pisar el asfalto, subieron a un taxi que les llevó hasta
la Quinta Avenida, entre las calles 33 y 34.
Daniela seguía intrigada.
—Dame una pista...
Gabriel negó con la cabeza.
—La paciencia no es una de tus virtudes, ¿verdad?
Daniela puso los ojos en blanco y desvió su mirada para
mirar a través de la ventanilla las transitadas calles de la ciudad.
Afortunadamente para ella, el taxi pronto se detuvo y
pudieron apearse. Gabriel tras pagar, corrió a su lado para taparle los ojos
con las manos. Poco después, le susurró al oído:
—¿Tienes miedo a las alturas?
Ella negó con la cabeza.
—Pues en ese caso, abre los ojos y mira hacia arriba.
Daniela le hizo caso, alzó la vista mirando al cielo, el
Edificio Empire State Building estaba ante ella, como orgulloso gigante.
Su cuerpo menudo brincaba de emoción. Desde niña, uno de
sus sueños era subirse al mirador de ese rascacielos y sentir la ciudad
bajo sus pies.
—¡Venga! —tiró de ella cogiéndole de la mano—. La planta
102 nos espera.
La intención de Gabriel era distraer a Daniela, mantener su
mente ocupada para que no recordara lo sucedido la noche anterior. Y al parecer
lo consiguió. Daniela disfrutó como nunca, como una verdadera niña con zapatos
nuevos.
La noche llegó como un resorte.
Habían paseado, charlado, reído. El tiempo estando juntos
volaba. Ni siquiera se dieron cuenta, estaban tan a gusto el uno con el otro
que el estómago de Gabriel nuevamente empezó a rugir reclamando sustento.
—Te invito a cenar. En estos momentos tengo tanta hambre
que sería capaz de comerme una vaca.
Daniela se rió con ganas.
—Sigue así, sigue sonriendo... no dejes de hacerlo... Y si
tengo que pasarme toda la noche haciendo el payaso, lo haré.
Ella lo miró a los ojos y luego le contestó:
—¿Dónde has estado todos estos años de mi vida?
Él le sostuvo la mirada un rato.
«¡Mierda…!»
Algo no marchaba bien.
¿Cómo no se había dado cuenta antes?
El brillo en sus ojos, no hacían más que delatarla. Era
evidente que se estaba empezando a enamorar de él, hasta un niño pequeño se
hubiese dado cuenta.
No podía permitirlo. Entre ambos, única y exclusivamente
debía existir un vínculo de amistad, nada más. En ningún momento, debía
confundir la amistad con el amor, Daniela no debía rebasar esa línea
imaginaria.
Gabriel solo podría ofrecerle
eso
: Amistad.
Porque por quién realmente perdía el culo, era por su
jefa
. Era incapaz de quitársela
de la cabeza. Ni siquiera frotando con agua caliente.
El lunes, Gabriel acudió con puntualidad a la oficina.
Cruzó la puerta acristalada con avidez y saludó como cada
mañana a Alexia.
—¡Gabriel!
—
gritó ella alzando su mano para
llamar su atención.
Él que ya estaba a medio camino entre recepción y su
despacho, dio media vuelta y solo en pocas zancadas se plantó junto su lado.
—Dime.
—Jessica me ha entregado este sobre para ti.
Alexia se lo dio en mano y luego añadió:
—El viernes a última hora recibí instrucciones directas
.
Quería
que hoy, en cuanto te viera aparecer por la puerta, te diera este sobre y me
asegurara de que también leyeras su e-mail
Gabriel enarcó una ceja y luego empezó a estudiar aquel
extraño sobre cerrado. Le dio la vuelta. Pero no figuraba nada escrito en el
papel.
Intrigado, miró a Alexia.
—A mí no me preguntes —alzó las manos—. No tengo ni la
menor idea de lo que contiene.
Alexia se encogió de hombros.
—Pero viniendo de Jessica… me espero cualquier cosa.
Gabriel se echó a reír zarandeando la cabeza y después se
alejó por el pasillo.
La curiosidad le acompañó hasta su despacho. Sentándose en
la silla, se acercó a la mesa. Buscó un abrecartas y empuñándolo, rasgó el filo
de aquel misterioso sobre. Lo puso al revés y de su interior cayó sobre la mesa
el resguardo de una reserva de avión en primera clase para aquella misma tarde.
Gabriel soltó un silbido.
—¡Joder, Jess...! Como tiramos la casa por la ventana…
—torció el labio esbozando una divertida sonrisa.
Poco después abrió el correo Outlook, dándole por supuesto
prioridad al mensaje de su
esplendorosa
y generosa
jefa:
De: Jessica Orson
Fecha: 6 septiembre de 2013 23:35
Para: Gabriel Gómez
Asunto: Vuelo y alojamiento
Señor Gómez,
Este lunes, los socios de Kramer realizan una cena benéfica
en Las Vegas, en honor a los niños desamparados.
Como representación de Andrews&Smith Arquitects, tenía
previsto que asistiéramos al evento únicamente Robert y yo, pero a última
instancia, el Señor Peter Kramer (que es el socio mayoritario de la
multinacional como bien sabe), ha insistido
fervientemente
en
que también asista usted. (Por lo visto está deseando jugarse la revancha del
partido de tenis del otro día).
En el sobre que le habrá entregado Alexia encontrará el
resguardo del vuelo a Nevada pendiente de confirmación.
Se hospedará en el Hotel Bellagio, habitación 225.
He informado al servicio de que tengan preparado su
esmoquin (lo encontrará en el interior del armario).
Reúnase conmigo en la cafetería a las siete de la tarde. Ya
vestido, aseado y afeitado.
Y por favor,
arréglese esos cabellos
.
Jessica Orson
Director of design
Andrews&Smith Arquitects
Gabriel, a medida que iba leyendo el e-mail, más se
sorprendía de la adusta actitud de Jessica. Dejaba claro que le había declarado
la guerra y no pensaba concederle ninguna tregua.
Incapaz de contenerse, respondió al instante con otro
mensaje:
De: Gabriel Gómez
Fecha: 9 septiembre de 2013 9:12
Para: Jessica Orson
Asunto: RE: Vuelo y alojamiento
Señorita Orson,
Allí estaré, duchado, afeitado y peinado. Aunque deduzco
que por su parte no será bienvenida mi presencia.
Gabriel Gómez
Assistant Design
Andrews&Smith Arquitects
El mensaje de Jessica, obviamente, no se hizo de
rogar:
De: Jessica Orson
Fecha: 9 septiembre de 2013 9:13
Para: Gabriel Gómez
Asunto: RE: Vuelo y alojamiento
Su presencia como bien deduce, me es del todo indiferente.
Solo limítese a hacer bien su trabajo, que es por lo que le
pago.
Además, en estos momentos estoy muy ocupada y si sus
mensajes no son de carácter estrictamente profesional, le ruego no me haga
perder más el tiempo.
Jessica Orson
Director of design
Andrews&Smith Arquitects
Gabriel se rió a carcajadas. Su comportamiento había subido
de categoría: de estúpido a pedante.
Desafortunadamente Jessica había subestimado a Gabriel,
porque ni su actitud arrogante, ni su mal carácter serían motivos suficientes para
abandonar sin luchar. Era muy obstinado y si algo se le metía entre ceja y
ceja, jamás renunciaba. Y esta ocasión no sería diferente. Jessica Orson, se
había convertido sin pretenderlo, en un desafiante y excitante reto; una
especie de frenética carrera de obstáculos, que, por supuesto, pensaba ganar.
De regreso a su apartamento hacia el mediodía, corrió para
prepararse algo ligero y rápido, aunque no disponía de mucho tiempo, el vuelo a
las Vegas salía en poco menos de dos horas.
Mientras guardaba las cosas a dos tiempos en su trolley y
en su neceser, pegaba grandes mordiscos al sándwich vegetal. Luego cerró la
maleta y sentándose encima para tratar de cerrarla, empezó a repasar
mentalmente para no olvidarse nada.
Se llevó el último bocado a la boca y cerró la
cremallera.
«¡Mierda!»
Se golpeó la frente con la palma de su mano.
«La puñetera máquina de afeitar»
Corrió a buscarla entre los cajones del mueble del cuarto
de baño y regresó a la habitación al poco después. Se quedó pensativo, haciendo
un croquis mental de cómo lograría hacer encajar la máquina de afeitar entre
tanta ropa.
Abrió la maleta y tras un escaneo rápido, lo tuvo claro.
Era cuestión de ser práctico. Sacó uno de los trajes de chaqueta que ocupaban
gran parte de la maleta y recordando viejos tiempos jugando al
tetris
,
colocó el maletín de forma estratégica.
«¡Voilà, ya está listo!»
«¡Las Vegas... allá voy!»
Gabriel jamás había viajado en primera clase y al principio
se sintió algo extraño entre tanto refinamiento. Pero en cuanto el avión
sobrevoló el estado de Indiana, se relajó y trató de divertirse a su manera. Se
puso los auriculares para escuchar música y bebió la copa de champagne que
le habían ofrecido.
Tres horas más tarde, el avión desplegó su tren de
aterrizaje y tomó tierra en el aeropuerto de McCarran.
Gabriel tras recoger su trolley, subió a un taxi con
destino al Hotel Bellagio. De camino a la Ciudad de las Vegas o la
Ciudad
del Pecado
como era vulgarmente conocida, se entretuvo a curiosear a
través de la ventana, babeando como un niño pequeño mirando aquellas luces
brillantes en medio del desierto de Nevada.
Cuando llegaron al hotel, un botones cogió su maleta y le
acompañó hasta su habitación. Al quedar frente a la puerta, el joven le enseñó
la palma de su mano, esperando una generosa propina. A Gabriel, que no estaba
acostumbrado a ese tipo de formalismos, no se le ocurrió otra cosa que en vez
de darle algún billete, le dio un apretón de manos.
—Gracias, chaval...
Gabriel le sonrió palmeándole la espalda.
—Trabajas bien...
—De nada... señor...
El joven quedándose falto de palabras, se giró sobre sus
talones y se marchó por donde había venido.
A solas ya en su habitación, empezó a guardar las camisas y
los pantalones en el armario, junto al esmoquin negro que colgaba solitario, en
una de las perchas de madera de nogal.
Gabriel lo miraba de reojo a través de la bolsa
transparente que lo cubría. La sola idea de tener que disfrazarse con
aquella
cosa
no le hacía ninguna gracia. No
le entusiasmaba en absoluto, trató de hacer una terapia de
auto-convencimiento porque la causa bien lo merecía, y mucho. Cualquier
contribución por pequeña que fuese a ayudar a aquellos niños
desamparados, era bienvenida.
Miró su reloj.
Como aún era pronto, decidió bajar al hall para
saber dónde podía tomarse una cerveza. Caminó por la amplia sala y a unos
metros más al fondo, pudo reconocer al mismo botones que le había ayudado
momentos antes con el equipaje.
—Hombre, qué pequeño es el mundo... —le sonrió jocosamente.
«Ni que lo digas...»
,
pensó el botones.
Gabriel colocó una mano sobre su hombro y luego le
preguntó:
—¿Dónde puedo tomarme una cerveza fresquita?
El joven señaló a un enorme arco que daba acceso directo al
exterior.
—En la piscina, señor.
—¡Gracias!
Frustrado, el joven de nuevo se quedó con la palma de su
mano extendida y sin su
merecido
dólar. Hoy sin duda, no era
su día de suerte.
Gabriel, caminó hacia el exterior.
Encontró una silla libre en la barra que había junto a la
piscina, se acomodó en ella y esperó. Enseguida un camarero alto y de
complexión muy delgada, acudió a su encuentro.
—¿Qué le pongo señor? —le preguntó con un ligero acento
francés.
—Una cerveza bien fría, por favor.
El camarero asintió y Gabriel aprovechó para girarse sobre
la superficie de la silla para mirar hacia la piscina. El calor en aquel
desierto era abrasador y aquella agua tan azul y tan cristalina, solo incitaba
a zambullirse en ella.
—Su cerveza señor —dijo colocándola sobre un posavasos
mientras abría con destreza la chapa del cuello de la botella.
—La beberé sin vaso, gracias… —dijo apartándolo a un lado
con educación.
El hombre arrugó la frente. Le miró de arriba abajo y
murmuró palabras en francés. Beber cerveza a morro, no era precisamente un
gesto
elegante
en un hotel de lujo como aquel.
—Si me dice el número de su habitación, se lo anotaré en su
cuenta, señor.
—Habitación 225 y… no me llames señor, que da la sensación
de que estés hablando con mi abuelo… —se rió dándole un par de palmaditas en el
hombro.
El camarero asintió sin verle la gracia por ningún lado,
pero a regañadientes le devolvió media sonrisa.
Gabriel saboreó hasta la última gota de aquella cerveza.
Tenía la garganta seca y la lengua apelmazada en el paladar. Poco después dejó
la botella sobre la barra del bar y puso los pies en el suelo, bajando de la
silla. Miró hacia la piscina, alertado por un grupo de chicos que se divertían
gritando mientras se lanzaban los unos a los otros al agua. Y entre tanto
alboroto creyó ver a lo lejos a Robert Andrews, el ex marido de Jessica.
Fue hacia el césped, no quería perder detalle.
Robert caminaba hacia una de las hamacas sujetando un par
de copas de champagne entre sus manos. Y entonces, sentada sobre una de
las hamacas, pudo ver a Jessica, con el portátil abierto sobre las piernas.
Robert al llegar a su altura, se inclinó y la besó en los labios y acto
seguido, se sentó a su lado.
Una fracción de segundo le bastó para que la imagen de ese
beso, le cambiara el estado de ánimo y le pusiera de malhumor.
«¿Robert y Jessica? ¿Juntos?»
«Maldita sea»
Un extraño malestar empezó a remover sus entrañas.
Acaso ¿Eran celos? No, eso no era posible, él no podía
sentir aquello. Esa palabra no formaba parte en su diccionario. Jamás había
sentido ese sentimiento. Ni en los años que estuvo con Érika, ni siquiera en
los meses que pasó enamorado de Marta.
Al darse la vuelta, para dejar de verles juntos, chocó
contra el cuerpo de una chica. El vaso de CocaCola que ella sostenía entre las
manos, se derramó por completo sobre la blanca camiseta de Gabriel.
—¡Oh… Dios!—exclamó ella angustiada.
Gabriel sintió como su camiseta se empapaba ciñéndose
completamente a su torso.