Read Otoño en Manhattan Online
Authors: Eva P. Valencia
Hacia el mediodía, Daniela regresaba a su apartamento
después de un corto paseo matutino.
Al entrar, encontró a Claudia estirada en el sofá, viendo
un programa de televisión.
—Tengo hambre. Voy a prepararme algo de comer. —Murmuró
mientras se acercaba a la nevera y abría la puerta mirando en su interior—.
¿Has comido ya?
—No, te estaba esperando.
Daniela buscó una fuente de cristal, una lechuga, un par de
tomates maduros y una lata de atún. Los separó a un lado mientras lavaba las
hojas de la lechuga bajo el grifo de la pica.
Claudia se acercó a su lado.
—Por cierto, han llamado de la academia mientras estabas
fuera. Por lo visto, han organizado una cena de bienvenida a los alumnos que
empezamos este semestre.
—¿Una cena?
—Sí, mañana.
—No sé si me apetece… —contestó arrugando la diminuta
nariz.
—Vamos, no seas tonta. Verás cómo nos divertimos. Además,
estoy convencida de que habrá algún chico guapetón —soltó una risa.
—Ehm… Me lo pensaré.
—Veamos —murmuró—.Tengo todo el día de mañana para
convencerte. Y puedo asegurarte de que soy muy, pero que muy perseverante...
Tras el almuerzo, Gabriel y Jessica se dirigieron a la
cancha para jugar el partido de tenis con los socios Peter y Martin de la
multinacional
Kramer
.
No cabía añadir que sudaron la
gota gorda
.
Sus contrincantes eran unos apasionados y expertos
deportistas. Sin embargo, el dueto formado por Gabriel y Jessica, logró alcanzar
tal compenetración entre ambos, que dio la sensación de que habían jugado
juntos toda la vida.
Hora y media de enérgico juego más tarde, peleando codo con
codo como verdaderas fieras, consiguieron ganar el partido.
Gabriel en un arrebato de euforia lanzó la raqueta contra
el suelo, corrió hasta donde se encontraba Jessica Orson y ante su gran
estupor, le rodeó la cintura con los brazos, la alzó por los aires y finalmente
la abrazó con efusividad.
Los cuerpos sudorosos, agitados y, excitados por el
esfuerzo del partido, sintieron por primera vez la sórdida atracción física que
sin previo aviso, había nacido entre ellos.
El exuberante busto quedó aprisionado contra el firme torso
de Gabriel. Sintiendo cada uno de los intensos latidos golpeando con violencia
su tórax.
Gabriel se separó y al hacerlo varios cabellos de la joven
permanecieron adheridos a la piel de su mejilla.
Cuando tuvo su boca a pocos centímetros de la de ella,
empezó a exhalar con dificultad. El aire chocaba contra sus labios, una y otra
vez.
Un vago pensamiento cruzó su mente.
Estaba excitado.
Su boca lo excitaba. Toda ella.
Arriesgó, siguiendo su instinto más primitivo.
Acercó el pulgar a los carnosos y sensuales labios y empezó
a reseguirlos suavemente.
Jessica sintió un placentero cosquilleo y el inevitable
fuego del deseo que emanaba de sus cuerpos.
Se condenó por ello, por lo que aquel maldito ser, le había
hecho sentir.
Frunció los labios convirtiéndolos en una fina línea y tras
forcejear, lo apartó de su lado de un empujón.
—¡¿Cómo se atreve?! —Exclamó enojada fulminándolo con la
mirada—. Pero, ¿Qué coño se cree que está haciendo?
Gabriel dio un paso atrás.
Le bastó solo un segundo para darse cuenta de que por lo
visto, estaba equivocado y que ella no había sentido lo mismo que él.
Entornó los ojos, decepcionado.
—Le doy mi palabra de que no volverá a pasar —apretó la
mandíbula, con resignación.
—¡Más le vale! —rezumó amenazante.
Jessica alzó el mentón y dando media vuelta, se alejó a los
vestuarios a paso firme.
Gabriel la siguió con la mirada hasta perderla de vista.
Luego miró a su abultada entrepierna, que amenazaba
palpitante en el interior de los shorts.
«Me has puesto a mil señorita Orson»
«Parezco un vulgar adolescente»
Sin duda, necesitaría de una ducha fría para lidiar con
aquella erección de caballo.
Hora y media más tarde, firmaron el contrato con la
multinacional
Kramer
.
De regreso a las oficinas en el
BMW X6
negro metalizado,
Jessica Orson no abrió la boca, solo se limitó a conducir.
La tensión era palpable en el ambiente, podía incluso
cortarse con el filo de un cuchillo. De vez en cuando Gabriel miraba de reojo a
su acompañante quien no levantaba la vista de la carretera.
Ya en el edificio, entraron en el interior del ascensor.
A Gabriel le incomodaba aquel angustioso silencio por parte
de ella.
—Ya le he dicho que no volverá a pasar —aclaró de nuevo
para que no hubiese lugar a equívocos.
Jessica por el contrario, abrió su bolso y cogió su
neceser. Extrajo una barra de labios de
Christian Dior
. Se miró al
espejo y empezó a maquillárselos. Cuando acabó, los friccionó para asegurarse
de extender bien el carmín en estos. Buscó un cepillo y peinó su larga melena,
que cubría gran parte de su espalda.
Después en tono desdeñoso, le contestó:
—Se lo advierto ahora y desde ya. —lo miró de nuevo con
esos ojos azules y fríos como un témpano e incluso adueñada de un halo de
superioridad—. Nunca más me toque...
Gabriel abrió los ojos desorbitado.
No sabía cómo debía de tomarse aquella declaración tan
desmesurada.
¿Por qué se mostraba tan esquiva?
Quizás una mala experiencia en el pasado… o tal vez, no
tenía excusas y no era más que una arrogante consentida.
Las puertas se deslizaron a ambos lados para dar cabida a
más personas.
Jessica no volvió a mirar a Gabriel.
Su mirada seguía perdida al frente ignorando su presencia.
En lo que quedó de tarde Jessica se encerró en su despacho
y Gabriel no la volvió a ver. Así que se puso manos a la obra y aprovechó para
empezar cuanto antes con el nuevo proyecto de la multinacional
Kramer
.
Las horas volaron, pareciendo minutos y los minutos
segundos y, sin darse cuenta las seis de la tarde llegaron como un resorte.
Gabriel empezó a enrollar los planos uno a uno y apagó el
programa de diseño
Autocad
. Luego se acercó a la puerta para coger la
chaqueta de cuero y la bolsa de la ropa sucia.
Salió al pasillo pero antes de ir al ascensor, enfocó la
vista al despacho de Jessica Orson.
Dudó, rascándose el mentón mientras meditaba si sería
conveniente ir a hablar con ella o por el contrario dejar las cosas como
estaban.
Optó por la segunda opción.
Desvió la mirada y sin mirar atrás, salió del edificio.
* * *
Daniela y su compañera Claudia se presentaron en la
academia para asistir a la reunión informativa que ofrecían a cada principio de
semestre.
Al entrar, comprobaron que la sala ya estaba a rebosar y
cien pares de ojos se giraron curiosos.
Con sigilo y sin entorpecer, ambas buscaron un par de
asientos libres.
Daniela señaló con el dedo hacia el centro.
—Vayamos allí.
Atravesaron la estancia de puntillas.
Al llegar al destino, preguntó a un joven de pelo moreno y
ojos rasgados que ojeaba una revista de manga.
—¿Está ocupado? —le preguntó apenas en un susurro.
—No. He venido solo.
Sonrió tímidamente enseñando con su mano el asiento.
—Gracias.
Daniela le devolvió la sonrisa.
Hora más tarde, tras concluir la reunión informativa
salieron al descansillo.
El mismo joven de antes, aprovechó para despedirse antes de
colgar la mochila en uno de sus hombros y salir del recinto.
Claudia que mascaba un chicle de fresa sopló haciendo una
pompa, al explotarla, miró a Daniela con gesto divertido.
—¿Es mono, verdad? —le increpó propinándole un codazo para
hacerle volver de su ensimismamiento.
Daniela tosió sobre su mano.
—Ejem… no es mi tipo, aunque he de reconocer que el chico
no está nada mal —le confesó Daniela apocada.
—¿Qué no es tu tipo? —enarcó una ceja incrédula— ¿Y cuál sí
lo es?
Aquella pregunta, la hizo meditar unos segundos. Lo cierto
es que ni ella misma lo sabía.
¿A quién pretendía engañar? Jamás se había enamorado ni
perdido la cabeza por nadie, como para tener claro cómo era su prototipo de
hombre ideal.
Daniela se encogió de hombros y Claudia prosiguió:
—Es guapo el chico, pero los prefiero mayores. O sea, con
más experiencia… tú ya me entiendes —le codeó sin dejar de mascar el chicle.
Desafortunadamente, las experiencias de Daniela eran casi
inexistentes.
A sus veintiún años, se consideraba un bicho raro. Jamás se
había acostado con ningún hombre. Había intimado, pero no se había decidido a
sobrepasar aquella barrera imaginaria.
Claudia abrió la boca al descubrir el hallazgo en su
mirada.
—¡No me digas que eres virgen…!
Daniela le tapó la boca con su mano y miró a ambos lados
ruborizada.
—No lo digas como si fuese un insulto —susurró avergonzada.
—No pretendía ofenderte… —la miraba aún incrédula—. Lo
siento...
Daniela clavó los ojos al suelo.
Por supuesto, entendía la reacción de su compañera de
apartamento, era de prever.
Claudia hizo una bola con la goma de mascar y la trató de
encestar en la papelera.
—Vamos, no hay nada que un enorme helado de chocolate no
cure —le regaló una candorosa sonrisa y le estiró del brazo— ¡Venga, te invito!
Gabriel se despertó dando un severo manotazo al
despertador.
Gruñó como un animal y luego se tapó la cabeza con la
almohada para seguir dormitando en la cama.
Cuando casi logró conciliar el sueño, el despertador volvió
a sonar. Gabriel volvió a gruñir y maldecir con ganas. Tras apagar aquel
diabólico aparato, lo lanzó al fondo del cajón.
Se levantó de un salto a regañadientes.
El segundo día no podía volver a llegar tarde al trabajo y
menos teniendo a la
fiera
cabreada en su guarida.
Tras bostezar y estirar los brazos, se metió bajó la ducha.
Más tarde, preparó el desayuno: un café solo.
Era lo único que le devolvía al mundo de los vivos. La
cafeína lo transformaba en persona. Eso y degustar un pitillo con tranquilidad.
Al acabar, dejó la taza en el lavavajillas y buscando unas
tijeras para cortar las etiquetas de la ropa que Jessica le había comprado,
empezó a vestirse con ella.
Cuando su imagen se vio reflejada en el espejo, se
carcajeó.
¿Quién demonios era
aquel
?
Desde luego
aquel
no era Gabriel Gómez.
Quién estaba ante él, tenía la apariencia de un estirado jupie.
Detestaba los formalismos, las marcas y tener que ir todos como borregos hacia
un mismo camino.
Pero, las normas, eran las normas y se había propuesto
complacer todos los deseos de su jefa.
Bajó el cuello de la camisa de rayas diplomáticas azules y
blancas de la marca
Gucci
. Luego se calzó y antes de salir por la
puerta, cogió una manzana pegándole un gran mordisco.
Al llegar a la calle, se paró en un quiosco para
comprar
The New York Times
y leerlo en su tiempo de descanso.
Caminó varias manzanas hasta llegar al edificio de oficinas
en pleno corazón financiero de la ciudad.
De nuevo, al entrar en el ascensor, la voz robótica fue
informando de las plantas: veintidós, veintitrés… Esa era la parte más amarga
del día. Tantas personas oprimidas en una diminuta lata de sardinas y a más de
doscientos metros de altura.
Al llegar a la planta treinta y seis, por fin pudo respirar
aliviado.
Nunca había sufrido claustrofobia, hasta el momento.
«He de reconocer que me va a costar acostumbrarme a todo
esto»
, pensó para sus adentros mientras
caminaba hacia Alexia.
—Buenos días, preciosa.
Alexia que estaba de espaldas regando una planta, se giró
enseguida tras escuchar su voz.
—Hola Gabriel —le regaló una amplia sonrisa.
—¿Has visto hoy a la “
jefa
”?
—Sí, hoy se ha presentado antes de lo habitual. Por lo
visto, espera la visita del hijo del dueño de la compañía.
Gabriel la miró sorprendido.
Sentía verdadera curiosidad por saber de quién se trataba.
—Gracias por la confidencia. Me largo a mi despacho antes
de que alguien me ruja —levantó ambas cejas y después le sonrió— ¿Me reservarás
hoy otro café?
—Claro, como no —parpadeó coqueta.
Gabriel hizo una breve parada en su despacho para dejar el
diario, el tabaco y la
Blackberry
para seguir caminando hacia el final
del pasillo.
Al llegar a la puerta del despacho de Jessica, golpeó con
los nudillos y entró.
—Buenos días —saludó a Jessica, aunque enseguida se dio
cuenta de que no estaba sola.
Ella permanecía sentada en su silla hablando con un
individuo, quien daba la espalda a Gabriel.
—Acérquese. —Ordenó Jessica con voz dictatorial—. Quiero
presentarle al señor Robert Andrews. Él es mi ex marido y el futuro heredero de
la compañía
Andrews&Smith Arquitects
.
Gabriel enarcó una ceja, sorprendido.
¿Ex marido?
Se acercó para tenderle la mano.
—Tanto gusto.
«Así que te casaste con el hijo del jefe… Ver para creer»
Aprovechando que Robert se pavoneaba de su riqueza y su
poder, Gabriel lo observó con atención.
Robert debía de rondar los cuarenta años. Su pelo oscuro
poblado de innumerables canas grisáceas, le daban un aire de lo más
interesante. Mirada penetrante y avispada, ojos marrones y una cuidada perilla.
Vestido con un elegantísimo traje negro, una camisa azul
cielo y una corbata de seda de un azul algo más oscuro.
Tras tener que soportar el monólogo de sus logros y más
logros, Robert se despidió de Gabriel estrechando de nuevo su mano y besando a
Jessica en la mejilla.
Gabriel los observó, sorprendido.
Al parecer, mantenían una cordial relación entre ambos, a
pesar de estar divorciados. Incluso tenía la impresión de que aún existía algún
tipo de relación más allá delo estrictamente profesional.
Cuando Robert salió del despacho, ambos se quedaron a solas.
Ella inspiró hondo.
Luego miró a Gabriel y le felicitó por la vestimenta.
—Vaya, este traje le queda aún mejor que el de ayer. Sin
duda el azul le favorece —sonrió levemente mientras se sentaba de nuevo.
Gabriel aprovechó para deleitarse admirando su hermoso
cuerpo.
Hoy realmente estaba espectacular, vestida con aquel traje
blanco de americana entallada y falda lápiz, ajustándose a su redondeado y
prieto trasero.
Tuvo que desabrocharse el primer botón del cuello de la
camisa.
Estaba excitado con solo verla caminar.
Cerró los ojos imaginándola mentalmente mientras gateaba a
cuatro patas sobre una cama. Sugerente, y muy sensual.
«¡Hum…!»
Jessica sacó de su cajón la pitillera de plata y escogió un
cigarrillo al azar.
Al levantar la vista se encontró con los ojos de
Gabriel.
—¿Le apetece uno? —le mostró la pitillera.
—Claro.
Gabriel se acercó para coger uno.
—Creía que estaba prohibido fumar en lugares cerrados —le
instó él.
—
Bueno, como yo siempre digo: Hecha la ley hecha la trampa.
—Encendió el cigarrillo y luego le dio una calada—. Ni usted ni yo vamos a
decir nada, así que, qué más dará. Además me relaja y en estos momentos es lo
único que necesito.
Gabriel no daba crédito a su comportamiento.
Ayer, sin ir más lejos, no quería saber nada de él.
Estaba enojada. Y hoy… hoy, parecía una persona complemente distinta.
En cierta forma, se sintió aliviado.
A ver cuánto duraría en ese nuevo estado.
De repente, sonó el teléfono.
Jessica esperó varios tonos para luego apagar el cigarrillo
y contestar a la llamada:
—¿La señorita Jessica Orson? —preguntaron al otro lado de
la línea.
—Sí, soy yo.
—Le llamamos de Bellevue Hospital Center.
—Dígame.
—Necesitamos repetir las pruebas. ¿Cuándo podría venir al
centro?
Jessica tragó saliva.
¿Repetirlas? Qué extraño.
Gabriel notó un ápice de temor en el rostro de ella.
Parecía angustiada.
Apagó la colilla junto a la de ella y se sentó sobre la
mesa.
—¿Está completamente segura de que he de repetirlas?
—preguntó con insistencia.
—Sí. —Le contestaron—. Y debe ser lo antes posible.
Se creó un incómodo silencio.
—De acuerdo.
—¿Cuándo podría acercarse?
Jessica cogió su agenda y ojeó varias páginas hasta
encontrar un hueco.
—Pues, tendrá que ser de aquí a unas tres semanas. Antes,
me temo que va a ser del todo imposible.
—Señorita Orson —hizo una nueva pausa—. Debe acudir lo
antes posible.
Jessica abrió los ojos y dejó el bolígrafo sobre la mesa,
apabullada.
Tanta insistencia no podía significar un buen augurio.
Trató de mantener la calma y la compostura.
Desenroscó el tapón a un botellín de agua mineral para
aliviar aquella sensación de sequedad que se había hecho manifiesta en su boca.
Bebió un trago, luego otro más largo y tras inspirar hondo,
prosiguió:
—De acuerdo, hoy mismo intentaré hacer un hueco.
—Bien. Le esperaremos entonces. Que pase un buen día.
Jessica colgó el teléfono y dejó la mano apoyada unos
instantes sobre el aparato mientras meditaba en silencio.
Ni siquiera recordaba que Gabriel seguía allí.
—¿Va todo bien? —le preguntó con un deje de preocupación.
—Ehm, sí… perfectamente —le mintió deliberadamente—. No es
nada que no tenga solución.
Aunque su respuesta no fue en absoluto convincente, Gabriel
no trató de insistir.
Apenas se conocían.
No tenía la suficiente confianza como para quedarse,
acompañarla y quizás consolarla.
—Necesito que prosiga con el proyecto
Kramer
—le
dijo sin mirarle a los ojos—. Gracias, puede retirarse.
Gabriel asintió con la cabeza y antes de salir del
despacho, la miró unos instantes en silencio.