Read Otoño en Manhattan Online

Authors: Eva P. Valencia

Otoño en Manhattan (17 page)

BOOK: Otoño en Manhattan
11.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Marta cerró los ojos al sentir posar sus
labios cálidos otra vez sobre su piel, quedándose sin aliento.

—Perdona...

Gabriel se disculpó aunque no se
arrepintiera en absoluto de lo que acababa de hacer.

—Tenía ganas de hacerlo... desde que te
he visto con los ojos cerrados durmiendo en la cama.

Gabriel acarició con la mano la misma
mejilla que había besado instantes antes.

De repente, la puerta se abrió a sus
espaldas.

Era Iván. Descamisado. Ojeroso. Con una
fea barba de tres días. Agotado. Había pasado una noche horrible y ahora
también, enfurecido. Ver a su prometida con el hermano que quiso interferir en
su relación, no era una visión demasiado agradable, que dijéramos. Confiaba en
Marta, pero no en él. Y verles juntos y aparentemente a gusto, le hacía hervir
la sangre en las venas. No pudo evitar sentir celos.

Marta abrió los ojos como platos al
verle entrar y fue rauda a su encuentro.

—Buenos días —fue a darle un beso pero
él le apartó la cara.

—Voy a ducharme...

Lanzó una mirada de rencor hacia su
hermano tan agresiva que Gabriel sintió como si le estampáran contra la pared
sin siquiera llegar a tocarlo.

Luego cerró la puerta de la habitación
de un portazo.

Marta negó con la cabeza. No había hecho
nada malo, y si estaba cansado, no tenía por qué pagarlo con ella, ni con
Gabriel. Podía entender que verles juntos llegara a enfadarle, pero por otro
lado, le dolía que no confiara en ella.

Marta aguardó tras la puerta cerrada.

—Iván, nos vamos al hospital a ver a tu
padre...

Al no escuchar respuesta al otro lado,
ella empezó a sentirse molesta por  la actitud infantil que estaba
adoptando. Aguardó unos segundos más. No daba signos de querer arreglar las
cosas.

Marta golpeó la puerta con insistencia.

—Te equivocas tres pueblos Iván... estás
malinterpretando las cosas... Abre la puerta, por favor... Déjame entrar y
hablamos…

Ella se mantuvo firme, esperando.

Al cabo de unos segundos, por fin, se
dignó a abrir la puerta y Marta pudo entrar. Al hacerlo vio a Iván tendido
sobre las sábanas, sin camiseta y descalzo, con la mirada perdida al techo y
los brazos doblados por detrás de la cabeza.

—Te estás comportando como un crío.

Iván se rió, la situación cuanto menos
le parecía grotesca.

—Sí,
no te rías... como un niño, un niño malcriado...

—Marta... joder... veo como te mira —le
contestó enojado.

Ella negó con la cabeza, apretó los ojos
y resopló con fuerza.

—¿Y qué? —Le preguntó sentándose a su
lado—. Mírame...

Marta le cogió de la barbilla y le
obligó a mirarla.

—Te quiero.

Iván entornó los ojos y volvió a reír
esta vez con sorna.

—¿Acaso dudas? ¿Dudas de mí?

La miró con ojos llameantes.

—No me fío de él...

—¿Y de mí?...

Iván se mordió el labio para no
contestarle.

A su prometida aquella indecisión, la
hirió en el alma.

—¡Vete a la mierda Iván! —le gritó marchándose
de la habitación.

Marta caminó a paso firme hasta Gabriel.
Estaba enojada y decepcionada a partes iguales.

Cuando llegó a su lado, le arrancó uno
de los dos cascos de las manos y cogió las llaves de casa.

Gabriel no cabía en él de su asombro. Estaba
perplejo. Menudo carácter se gastaba la catalana.

Capítulo 22

 

Daniela
seguía sin noticias de Gabriel. Eran cerca de las seis de la tarde y él aún no
había dado señales de vida, no se había puesto en contacto con ella. Le esperó
varios minutos más y luego bajó a la calle. Cuando se disponía a subir a un
taxi, alguien se le acercó. Era una chica morena, alta, de grandes ojos
azules y un elegante porte al andar.

—Eres
Daniela, ¿verdad?

—Sí
—respondió intrigada. No la conocía, pero por lo visto ella sí.

—Soy
Jessica Orson, la directora ejecutiva de Gabriel.

—¿Le
ha pasado algo? —le interrumpió antes de que pudiera acabar la frase.

Jessica
sonrió. 

La
voz temblorosa y el brillo en sus ojos la delataban. Por mucho que pretendiera
disimular, percibió enseguida que aquella chica menuda, indecisa y
con cara de no haber roto nunca un plato, estaba perdidamente enamorada de
Gabriel y no le culpaba por ello. Gabriel era irresistible.

—Él
está bien... no te preocupes.

Daniela
soltó un suspiro, aliviada llevándose la mano al pecho.

Algo
más serena empezó a preguntarse qué conexión podría tener con Gabriel. Era
evidente que él la importaba. Tenía pinta de tener una agenda demasiada
apretada como para ir perdiendo el tiempo en dar explicaciones a una
desconocida.

Sintió
una pequeña punzada de celos en el corazón.

Tenía
ojos en la cara y era consciente de que Jessica era esa clase de mujer por el
que un hombre solía perder la cabeza: Atractiva, inteligente, independiente y
con éxito, y ella a su lado, no podía evitar sentirse como el patito feo que
narraba la historia.

—Ha
tenido que volar a Barcelona. Su padre ha enfermado y no sabe el tiempo que se
quedará allí. 

—Y...
¿es grave?

—Me
temo que sí —afirmó—. Pero Gabriel es fuerte y pase lo que pase, lo superará.

El
conductor sacó la cabeza por la ventanilla, frunciendo el ceño.

—¿Va
a subir al taxi señorita? me está haciendo perder el tiempo y el pan de mis
hijos —le dijo enojado esperando una respuesta.

—Perdone,
ahora mismo subo —le respondió mirando de nuevo a Jessica—. Gabriel no me
responde al teléfono...

Jessica
volvió a sonreír.

—Lo
sé. Se quedó sin teléfono justo esta mañana.

—Y... 

Daniela
hizo una mueca. Quería hacerle una última pregunta pero se le quedó atascada en
la garganta.

—Toma.
—Le entregó una tarjeta de visita de la compañía—. Llámame si quieres
saber de Gabriel.

Jessica
le ofreció la mano.

—Gracias,
señorita Orson —se la estrechó. 

—Llámame
Jessica —dijo dando media vuelta y alejándose entre la multitud.

Daniela
guardó la tarjeta y subió al taxi camino de la comisaria. 

Ya
no le cabía duda, entre ellos dos existía algo más que un simple trato
profesional.

 

* * *

 

Gabriel
y Marta llegaron pronto al hospital. Aparcó la moto en batería y caminaron en
silencio hacia la UCI. Al llegar a la sala de visitas, sentada en una
de las sillas estaba su madre con la mirada perdida en ninguna parte.

Gabriel
entregó el casco a Marta.

—Os
dejaré solos para que podáis hablar —le dijo acariciando su brazo.

Asintió
agradeciéndoselo con la mirada.

Cuando
Marta les dejó a solas, él pudo acercarse a su madre. Se inclinó y le
cogió de las manos, las tenía frías como un témpano. 

—Mamá...Ya
estoy aquí... —le susurró con la voz algo temblorosa.

Ella alzó la vista hacia sus ojos, tenía una mirada
melancólica y triste. 

—Mi Gabriel... —su voz era dulce y suave.

Le colocó la mano sobre la cara y Gabriel la abrazó con
ternura. Ambos compartieron un mismo dolor. No eran necesarias las palabras,
tan solo sentir el calor de sus cuerpos y el amor que estos desprendían.

Permanecieron así abrazados durante largo rato. 

—Cuánto te he echado de menos, mi vida.

—Lo sé. Yo también he pensado mucho en vosotros. 

—Él no dejaba de explicar a sus amistades lo orgulloso que
se sentía de ti, de tu capacidad, de tus logros, de tu trabajo como arquitecto
en Nueva York...

Gabriel frunció el ceño ligeramente. 

Recordaba perfectamente la última conversación que mantuvo
con su padre. La tenía tatuada en su corazón. Tuvieron una gran discusión.
Francisco, no estaba conforme con la decisión que había tomado de
marcharse a trabajar a Manhattan. No lograba entender cómo su hijo
teniendo su propia empresa en Barcelona se largaba a otro continente a labrar
éxitos.

Gabriel tras aquella última conversación, se marchó sin
despedirse de él.

—¿Puedo ver a papá...? —se secó los ojos con la mano.

—Hemos de esperar a que le aseen y cambien las sábanas de
la cama. —le respondió con el semblante serio—. Solo permiten a una persona por
visita tres veces al día... Le han realizado una traqueotomía de urgencia, está
sedado y no responde a ningún estímulo y a medida que pasan las horas… peor es
el pronóstico.

Un profundo silencio invadió la sala. Era aún peor de lo
que había imaginado. 

Dos enfermeras ataviadas con batas blancas salieron de la
habitación. Una de ellas, la más mayor, se acercó hasta Ana, la madre de
Gabriel y le explicó que podía entrar una sola persona durante veinte minutos,
luego se marchó con las sábanas sucias entre las manos.

—Tu padre te espera... —le dijo soltándole la mano.

—¿No prefieres entrar tú?

Ana le sonrió con dulzura negando con la cabeza.

—Gracias mamá —volvió a rodearla con los brazos.

Gabriel entró a la habitación.

Su padre estaba estirado en la cama, parecía como si solo
estuviese dormido, a diferencia de que no era capaz de despertarse.

Se acercó lentamente. Había una butaca al lado de la
cama y sentándose en ella, cogió de su mano. Tenía tantas cosas pendientes por
decirle que no encontraba las palabras adecuadas. Se limitó a hacerle compañía,
estar a su lado, sin más.

Los veinte minutos pasaron fulminantes como un simple
suspiro. La misma enfermera de antes entró en la habitación, llevaba en las
manos un par de bolsas, una de suero y otra de calmantes.

—Señor, debería salir —le ordenó amablemente mientras
quitaba unas bolsas y colocaba las otras.

—Claro —se desprendió de la mano de su padre con mucho
cuidado, como si fuese de cristal.

Gabriel salió de la habitación, cabizbajo, con los ánimos
decaídos. Sentía impotencia y desconsuelo al ver a su padre postrado en una
cama como un vegetal. Francisco, siempre había sido el motor conductor de la
familia, emprendedor, vivaz, alegre... Gabriel, había heredado el mismo
carácter, era una copia exacta a su padre. En cambio físicamente era igual que
Ana, sus mismos ojos, su mismo pelo y su misma sonrisa arrebatadora.

Al llegar hasta su madre que seguía sentada en la silla, se
sentó a su lado en silencio. Ella ya no lloraba, no le quedaban más lágrimas
por derramar, había llorado demasiado.

—No me despedí de papá... —apretó la mandíbula con fuerza.
Se odiaba a sí mismo.

—Sois los dos igual de cabezotas. —Sonrió Ana—. No te
preocupes, podrás hablar con él cuando se despierte.

—Y si no... se desp...

Gabriel guardó silencio. La situación era muy complicada y
si algo le había enseñado su padre, era a ser realista.

—Despertará... —Ana miró a su hijo con los ojos brillantes llenos de
esperanza.  
Gabriel relajó la mandíbula y le esbozó una sonrisa tranquilizadora.

—Tienes razón... va a luchar con todas sus fuerzas y va a
ganar la batalla. 

—Sí. Porque si no se despierta o se muere, no pienso
perdonárselo mientras viva —le sonrió con lágrimas en los ojos.

—Lo conseguirá.

—Ahora que Iván se casa y tú estás en Nueva York... no
puede abandonarme a mi suerte... no me imagino la vida sin él...

Ana empezó a desmoronarse, la tensión, el cansancio le
empezaron a pasar factura. 

—Mamá... desahógate... es bueno que lo hagas... 

Volvieron a abrazarse y ella por fin, liberó su dolor.

—¿Qué va a ser de mí si se muere?... No me imagino la vida
sin él... No puedo —sollozaba en sus brazos.

Gabriel no podía mentirle, no podía crearle falsas
esperanzas. Era muy probable que eso sucediera. Debían estar preparados por si
se daba el caso. 

Cuando Gabriel abrió los ojos, vio a Iván apareciendo por
la puerta. Dejó de abrazar a su madre y se levantó de la silla.

—Voy a la máquina a buscarte algo de comer.

—No hace falta, cariño.

—Te conozco y sé que aún no has comido nada.

Ella no fue capaz de mentirle. Era cierto, desde que la
llamaron del hospital, no se había llevado nada a la boca.

—No voy a dejar que enfermes tú también... —dijo mirando a
Iván al pasar por su lado.

Gabriel cruzó la puerta, al final del pasillo de la primera
planta estaba la máquina expendedora. Introdujo unas monedas y el sándwich cayó
al cajón. Recogió el cambio. Y al volverse se encontró con Iván.

—Mamá no tiene la culpa de que no nos hablemos. 

—Ya lo sé.

—Probablemente tengamos que estar días juntos. —Añadió
Iván—. Por eso, solo te pido una cosa.

—¿El qué?

—Ella lo está pasando muy mal... y no voy a permitir que
además se tenga que preocupar de nuestros problemas. —Exhaló con fuerza—. Te
pido, que delante de ella nos comportemos como personas adultas. Manteniendo un
trato lo más correcto posible.

—Por mi parte no hay problema... Eres tú el que no quiere
saber nada de mí— enarcó una ceja.

Iván se le acercó invadiendo con despropósito su espacio
personal.

—Eres tú el que sigue clavándome puñaladas por la
espalda... —le remarcó Iván.

Gabriel apretó el puño con fuerza.

—Deja en paz a Marta... Déjanos en paz a los dos. —estaba
furioso. Su tono era duro y amenazante—. Deja de tentarla a cada oportunidad
que se te presenta.

Gabriel retomó el aire, no quería seguir con la
conversación, no tal y como la estaba encaminado su hermano. Por su parte, no
tenía planeado intentar nada con Marta, pero tampoco estaba dispuesto a
renunciar a su amistad. Para él, ella significaba mucho, más de lo que Iván
pudiera llegar a imaginarse, y por ese mismo motivo, la respetaba. De la misma
forma que respetó su decisión, su elección.

—Por mamá y por Marta, pondré todo de mi parte para que los
días que esté aquí, no te suponga ningún problema.

Gabriel al mirar de nuevo a los ojos de su hermano, pudo
ver reflejado en ellos miedo y angustia. Era la misma mirada de miedo y de
angustia de aquel niño de diez años que se escondía tras la falda de su madre.
Entonces se dio cuenta de que Iván amaba de verdad a Marta con toda su alma.
Sentía miedo a perderla y  desesperación porque esto pudiera llegar a
pasar.  

—Iván... —le habló algo más relajado—. Marta ya tomó una
decisión. Te eligió a ti, no a mí.

Gabriel buscó las palabras adecuadas para convencerle de
que se equivocaba con respecto a los sentimientos de Marta hacia él.


Ella te quiere solo a ti. —Enfatizó la palabra solo y
prosiguió—: Y tus dudas, le hacen daño. No seas gilipollas y no la cagues.

Dio media vuelta y le dejó a solas.

Cuando Ana dijo a Marta que sus hijos habían ido a buscar
algo de comer, la dejó sola en la sala y corrió por el pasillo hasta llegar a
la máquina expendedora. Al llegar allí, se encontró solo con Iván y a juzgar
por la expresión de su rostro, Gabriel acababa de estar allí.

Caminó hacia él, sin saber muy bien como retomar la
conversación que habían dejado pendiente en la habitación. Inspiró aire
lentamente y cruzó los brazos, seguía molesta por insinuar que desconfiaba de
su lealtad. Espiró  el aire con fuerza y comenzó a hablar:

—No puedo soportar que no confíes en mí. No podemos basar
nuestra relación en la desconfianza.

Marta tragó saliva angustiada. Necesitaba a gritos que
confiara en ella de una vez por todas. 

—Sabes que te quiero y que daría mi vida por ti. Quiero
casarme contigo, quiero tener mi bebé contigo, quiero compartir mi vida
contigo...

—Marta —le interrumpió acercándose un par de pasos.

—¿Qué?

—Cállate...

Iván caminó hacia ella y sin avisar le sujetó la cara con
las manos, la miró intensamente a los ojos y la besó ávidamente. Ella le
devolvió el beso, era cuanto necesitaba. 

Separó sus labios de los de ella recuperando el aliento
para poder mirarle a los ojos y decirle con serenidad:

—Confío en ti, te necesito y quiero que lo nuestro
funcione. —susurró acariciándole la mejilla con el pulgar.

—No me vas a perder. Porque no te voy a dejar escapar
—esbozó una sonrisa traviesa y atrapando su camisa con la mano, estiró de ella
para besarle en los labios.

Gabriel llegó corriendo como un resorte. Estaba jadeando y
respiraba aceleradamente.

BOOK: Otoño en Manhattan
11.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Troublesome Boy by Paul Vasey
Seeing Red by Graham Poll
In Flight by R. K. Lilley
Orchid House by Cindy Martinusen-Coloma
That Kind of Woman by Paula Reed
1954 - Mission to Venice by James Hadley Chase
Seven Veils of Seth by Ibrahim Al-Koni