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Authors: Laura Gallego García

Panteón (9 page)

BOOK: Panteón
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«Pero al final», se recordó a sí misma, oprimiendo con fuerza la carta de Shail entre los dedos, «son los lazos los que cuentan, los que hacen cambiar las cosas. Al final, los lazos son lo único que queda».

Lenta, muy lentamente, Victoria fue recuperando fuerzas.

Al principio resultaba frustrante para Jack, que era quien seguía pasando la mayor parte del tiempo con ella. Victoria no tenía fuerzas para moverse, y no era capaz de pronunciar más de dos o tres frases cada día. Jack cuidaba de ella, con paciencia y con cariño, pero empezaba a darse cuenta de que algo no marchaba del todo bien.

Entendió de qué se trataba un día que le estaba dando de cenar, incorporándola con sumo cuidado y tratando de hacerle tragar más de dos cucharadas de sopa.

—No... voy a ponerme bien... ¿verdad? —preguntó ella con esfuerzo.

—Claro que sí —repuso él—. Y antes de lo que crees, ya lo verás.

Ella negó con la cabeza.

—No lo piensas... de verdad... —dijo—. Lo dices... sólo... para que me sienta... mejor.

Jack la miró un momento y entendió que no iba a poder animarla con palabras vacías. Dejó a un lado la bandeja y la abrazó con cariño.

—Ten paciencia —le dijo al oído—. Esto llevará un poco de tiempo, pero recuperarás tus fuerzas. Volverás a moverte, y a hablar como solías. Eres muy fuerte, Victoria, has luchado contra serpientes y nigromantes; saldrás de esta, como has salido de todos los retos que se te han puesto por delante. Te he visto hacer cosas increíbles... y sigues haciéndolas: la última de ellas fue abrir los ojos el otro día.

Ella había abierto la boca, como si fuera hablar, pero, o bien no encontró palabras, o bien ya no le quedaban fuerzas para pronunciarlas. Lo había mirado entonces, con aquellos ojos que le producían tanta tristeza. Porque no solo habían perdido la luz, sino que tampoco irradiaban oscuridad. Eran los ojos de una muchacha humana... como otra cualquiera.

Después giró la cabeza y cerró los ojos, y dos lágrimas rodaron por sus mejillas. Y ya no hizo ni dijo nada más en todo el día.

Jack no supo qué decirle. La dejó sola un rato, para que descansara, pero también porque necesitaba pensar. Subió a la terraza y se asomó al mirador, con las sienes ardiéndole.

Victoria no parecía ella misma. No se trataba tan sólo de que la luz de sus ojos se hubiese extinguido. Era que aquella criatura débil y temblorosa no recordaba a la mujer fuerte y valiente que él amaba. Cuando la miraba, tan frágil, tan... humana, Jack se sorprendía a sí mismo sintiendo lástima, tal vez ternura, pero no el amor y la pasión que ella le había inspirado. «Pero yo la quiero», pensó. «La quiero». Cerró los ojos y enterró el rostro entre las manos, cansado. La llama se estaba apagando en su interior con cada día que pasaba, y lo peor era que Victoria se estaba dando cuenta. «Es una fase», pensó Jack. «Es solo que no estoy acostumbrado a verla así». Victoria lo había pasado mal en otras ocasiones, había estado enferma, o en peligro, pero siempre había brillado en ella aquella luz interior, aquella fuerza que hacía pensar a Jack que valía la pena luchar y morir por ella. En cambio, aquella nueva Victoria parecía tan poca cosa, tan perdida y asustada... e incluso parecía temerle a él.

«¿Por qué me tiene miedo?», se preguntó. «¿Precisamente a mí?». Siempre había sentido cierto temor hacia Christian; teniendo en cuenta que él había sido su enemigo, y que su misión había sido matarla, no era de extrañar. Sin embargo, Victoria se había enfrentado a aquel miedo para defender contra viento y marea su relación con el shek. Nunca se había sentido intimidada por Jack, sin embargo. Nunca había tenido motivos. Era su mejor amigo... entre otras cosas.

Eso le llevó a plantearse algo importante. A lo largo de aquellos días, Victoria había preguntado por todo el mundo. Había preguntado por Shail, por Allegra, —y Jack le había hablado del sacrificio del hada, había tenido que explicarle que había muerto en la batalla de Awa—, por Alexander, incluso por Kimara. Pero no había preguntado por Christian. «No es posible que lo haya olvidado», pensó Jack. ¿Y el shek? ¿Sabía que Victoria había despertado ya? La joven todavía llevaba puesto su anillo. ¿Podía la joya transmitirle aquel cambio en su estado? «¿Y qué dirás cuando la veas, Christian? ¿Dónde buscarás ahora la luz que hallabas en ella?».

Victoria se había vuelto muy humana. Demasiado humana para él. «Y yo me he vuelto demasiado dragón para ella», comprendió de pronto. Era eso lo que a Victoria la amedrentaba de él. Lo había mirado de la misma forma en que lo miraban otras personas: como a alguien demasiado grande, poderoso o importante como para osar dirigirse a él. Como si no supieran si era mejor trabar relación con él o apartarse de su camino. «Tan humanos», solía pensar Jack. El tiempo pasado con Christian y con Victoria, y también con Sheziss, lo había apartado de las personas normales y corrientes. Lo había notado al volver a reunirse con lo que quedaba de la Resistencia. El era 
diferente.
 Y eso al principio lo había preocupado. Pero al fin había llegado a pensar que, teniendo a Victoria, y a Christian, de alguna manera, no necesitaba a nadie más. Porque ningún humano, ni feérico, ni celeste, ningún semiyan como Kimara, podía llegar a conocerle y a comprenderle bien. Solo su amada y su enemigo. Su compañera y su némesis. Su contrario y su complementario.

Y ahora, Victoria se había vuelto una de ellos. Tan humana...

Con un suspiro, se separó de la balaustrada y volvió a entrar en la torre. Podía soportar el hecho de que su némesis se volviera más humano y abandonara la tríada. Pero perder a Victoria suponía que ya solo le quedaría su enemigo, y esa no era una perspectiva muy halagüeña.

Un día, Jack la sorprendió tratando de levantarse de la cama. La recogió justo antes de que cayera al suelo.

—¿Qué haces? —le reprochó—. Todavía no tienes fuerzas para esto.

—Ya lo sé... Pero es que no soporto... estar tan débil...

—Ya te lo he explicado, cariño. Eres una fusión de dos esencias, de dos criaturas. Una de ellas está moribunda, por lo que la otra tiene que mantener con vida esas dos esencias a la vez. Es como si trataras de hacer funcionar dos aparatos de radio con una sola pila, ¿entiendes? Demasiado estás haciendo ya.

Lo reconfortó ver que su comparación la había hecho sonreír. En Idhún, las personas capaces de comprender aquellas referencias podían contarse con los dedos de una mano. Y Victoria era una de ellas. «Qué diferentes eran las cosas cuando vivíamos en la Tierra».

—Pero... no es suficiente —suspiró ella. Alzó la cabeza hacia él y lo miró con aquellos ojos tan expresivos, tan humanos—. No es suficiente..., ¿verdad?

Jack no supo qué decir. «Lo sabe, lo sabe todo», pensó. «Se ha dado cuenta de lo que ha cambiado entre los dos, de mis dudas, de que lo nuestro se ha enfriado. Y sabe por que». Podía haber perdido la luz y el poder del unicornio, pero, por lo visto, seguía conservando su intuición. Ella sentía que él ya no la quería como antes, y eso la hacía sufrir. De pronto, no lo consideró justo. La joven había dado su vida por él, y Jack era lo bastante canalla como para dudar de su amor por ella.

—Victoria, Victoria, con todo lo que hemos pasado juntos —murmuró, conmovido—. Y que a estas alturas todavía nos pasen estas cosas...

—Pero tú...

—Pero yo te quiero —completó Jack, y se dio cuenta de que era verdad.

Acercó su rostro al de ella y la besó, primero de forma delicada, luego con pasión. Era la primera vez que lo hacía desde la noche del Triple Plenilunio. Victoria gimió suavemente, pero se dejó llevar. Cuando se separaron, ella bajó la cabeza, ruborizada.

—¿Qué? —le preguntó él en voz baja.

—Ha sido tan... —suspiró ella—, tan intenso... que me ha dado hasta miedo.

Jack sonrió.

—Sí, me temo que eso puede ser un problema. Pero no es culpa tuya. Soy yo, ya sabes: el fuego del dragón y todo eso. Puede que con Christian te pase al contrario —bromeó—. El hombre de hielo que da besos de hielo.

Se calló al ver que ella se había puesto seria.

—¿Qué te pasa? ¿No quieres que mencione a Christian? ¿No... no lo echas de menos?

Victoria meditó la respuesta.

—No estoy... segura —dijo en voz baja—. Tengo recuerdos... recuerdos de los dos. Recuerdos hermosos... y recuerdos horribles. —Hizo una pausa para descansar; Jack aguardó pacientemente a que recuperara el aliento—. Me acuerdo... de sus ojos. De su mirada. Hubo un tiempo.... en que me gustaban esos ojos... la forma en que me miraba. Pero ahora, a veces... sueño con ellos... y me producen pesadillas.

«Demasiado humana», se dijo Jack.

—El nunca te haría daño, Victoria.

«No es verdad», pensó enseguida. «Le ha hecho daño muchas veces, pero ella siempre ha estado dispuesta a correr el riesgo. Ahora ya no tiene fuerzas, ya no sabe si vale la pena».

Ella respiró hondo y cerró los ojos un momento, y Jack vio que estaba cansada.

—Ya has tenido demasiadas emociones por hoy, señorita. Ha llegado la hora de descansar hasta mañana. ¿Ves? Ya ha pasado el segundo atardecer. Las niñas buenas se van a dormir cuando cae el primer sol.

La alzó en brazos y la llevó de nuevo hasta la cama. Victoria se dejó arropar y le dedicó una cálida sonrisa.

—Gracias, Jack.

El le sonrió a su vez.

—De nada. Me gusta cuidar de mi chica.

Ella cerró los párpados, exhausta. Menos de dos minutos después ya dormía profundamente.

Era ya de noche, pero en el campamento reinaba una gran actividad. Siempre había cosas que hacer, planes que trazar, gente a la que entrenar. Gerde paseaba por entre las chozas de los szish, sonriendo para sí. Se detuvo para observar de lejos a un grupo que atendía a las indicaciones de uno de los iniciados. Eran los jóvenes que había pedido, seleccionados entre todos los clanes; habían superado las primeras pruebas, pero aún les quedaban algunas más, que tendrían lugar en los próximos días. De allí saldría el elegido. Aquel que ocuparía un lugar muy importante en los planes futuros de Gerde.

Descubrió en el grupo a un szish muy jovencito, casi un niño. Frunció el ceño. Era extraño que alguien así hubiera llegado hasta allí, teniendo en cuenta lo dura que debía de ser la competencia. Gerde percibió que el muchacho szish se había percatado de su presencia y la miraba a su vez, haciendo caso omiso de la charla del iniciado, y arriesgándose, por tanto, a recibir una reprimenda. No parecía importarle, sin embargo. Su rostro de serpiente permanecía inalterable y, no obstante, Gerde detectó en sus ojos un brillo de adoración, sincero y profundo. Le sonrió al chico alentadoramente.

Una sombra se deslizó entonces hasta ella.

—Señora —susurró; le costaba hablar, como si cada palabra le provocara un dolor agónico—. Han llegado unos rumores preocupantes desde Kazlunn.

—¿Sí? —sonrió ella, desinteresada en apariencia.

—Acerca del unicornio —dijo la sombra, y su voz sonó extraña, anhelante y a la vez llena de odio—. Dicen que ha despertado.

Gerde se volvió hacia su acompañante. Su rostro quedaba oculto por la capucha de su capa. Era humano y, como tal, no era bien recibido en el campamento szish. Gerde podía haberle dicho que, por mucho que se tapara, los hombres-serpiente seguirían reconociéndolo. Podían detectar el calor que emitía su cuerpo de sangrecaliente.

—He oído los rumores —asintió Gerde—. No harás nada al respecto.

—Pero...

—He dicho que no harás nada al respecto. ¿Queda claro?

La sombra calló un momento; después asintió, lentamente. Hizo ante ella una profunda reverencia, tomó su mano y la besó con devoción. Gerde sonrió.

—Todo llega —le dijo con cierta dulzura—. Ten paciencia.

El encapuchado volvió a inclinarse y, momentos después, se perdió entre las sombras. Gerde detectó que, desde el grupo de los jóvenes, el chico szish seguía mirándola. Sabía que había estado observando con atención a su acompañante, devorado por los celos. Sonrió para sí.

III

El Unicornio Herido

EL viaje hasta el Oráculo duró todavía varios días más. Al atardecer del octavo día, divisaron sus ruinas a lo lejos, su enorme cúpula partida en dos, las columnas que ya no sostenían ningún techo. Shail se detuvo un momento para contemplarlo.

—Es parecido al de Gantadd —murmuró—. Pero mucho más grande. O, al menos, da la sensación de haber sido mucho más grande.

Al filo del tercer crepúsculo se detuvieron ante lo que había sido el pórtico del Oráculo. Solo quedaban tres columnas en pie. Las otras tres se habían derrumbado, y una de ellas bloqueaba la entrada. Pero Ydeon pasó sin problemas por encima de ella. Shail tuvo que trepar tras él, y agradeció para sus adentros el tener de nuevo dos piernas. Con el bastón le habría sido imposible pasar.

Se reunió con Ydeon en los restos del enorme atrio con forma hexagonal que había recibido a los visitantes en tiempos pasados. El gigante estaba echando una mirada en derredor, en busca de señales de vida, pero aquellos restos permanecían silenciosos, vacíos... muertos.

Shail se preguntó dónde andaría Ymur. Después de ver con sus propios ojos cómo había quedado el Gran Oráculo tras el ataque de los sheks, le resultaba extraño que alguien deseara seguir viviendo allí. Sin embargo, Ymur seguía habitando aquellas ruinas muchos años después de que su hogar fuera destruido.

Al fin y al cabo, se dijo Shail, Ymur era un gigante. No tenía nada de particular que alguien como él viviese solo y rodeado de piedras.

—¿No sabía que veníamos? —le preguntó a Ydeon.

—Lo sabía —respondió el fabricante de espadas.

—Tal vez... —empezó Shail, pero algo lo interrumpió: una carcajada histérica que resonó por las ruinas, oscura e inquietante.

Ydeon se enderezó y dejó escapar un gruñido ahogado. Shail se puso en guardia y preparó mentalmente un hechizo de ataque.

Los dos se volvieron hacia todas partes, pero no lograron localizar el origen de aquel sonido.

La extraña risa esquizofrénica volvió a oírse, esta vez más cerca, y su eco los persiguió durante unos angustiosos segundos en los que a Shail se le erizó la piel de la nuca.

—¿Quién anda ahí? —retumbó Ydeon.

Solo obtuvo una nueva carcajada por respuesta.

—¡Allí! —dijo entonces Shail.

Los dos vieron una figura andrajosa que saltaba de piedra en piedra con alocada temeridad. Una figura humana.

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