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Authors: James Wesley Rawles

Tags: #Ciencia Ficción

Patriotas (18 page)

BOOK: Patriotas
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En cuanto vio a Matt salir con el fusil, el agente de la policía de Asheboro se agachó detrás del coche patrulla, cogió el transmisor y avisó por radio:

—Tiroteo en Randolph Electric. Aquí Alfa Seis. Me están disparando con un fusil AR-15.

Ninguna bala ni ningún cristal hirió al agente de policía. No se levantó del suelo hasta que no llegaron el resto de las unidades.

Matt dejó de disparar, cogió su talego y su cartera y corrió en la misma dirección que había tomado antes su hermano. Chase le estaba esperando según lo acordado. Los dos oyeron las sirenas aullando a lo lejos. Cruzaron corriendo una calle y se metieron en un barrio residencial. Recorrieron tres manzanas en zigzag mientras miraban si alguno de los coches aparcados llevaba las llaves puestas, pero no vieron ninguno.

—Por aquí —dijo Chase, señalando un complejo de apartamentos que quedaba a su derecha.

Siguieron caminando a buen ritmo por el complejo de apartamentos en busca de algún automóvil con las llaves olvidadas en el contacto. Un coche patrulla de la policía de Asheboro con las luces encendidas cruzó a toda prisa la calle por la que acababan de pasar hacía unos instantes. Cuando llegaron a la parte trasera del complejo, Chase vio una acequia hecha de cemento que pasaba por debajo de una valla de tela metálica. Los dos hermanos intercambiaron un gesto de asentimiento. Chase le dio a Matt su bolsa de tiro y trepó por encima. Una vez había llegado al otro lado, Matt le pasó las tres bolsas y trepó para llegar también al otro lado. Ya casi había oscurecido.

Pasaron los siguientes cuarenta minutos metidos en la acequia, con el agua fría que les llegaba a la altura de los tobillos. Matt se tropezó una vez y se mojó hasta la altura de los muslos. Salieron de nuevo a la superficie catorce manzanas más al este. De nuevo, se pusieron a buscar un coche con las llaves en el contacto mientras seguían caminando más tranquilamente en dirección este. A tres manzanas de distancia, vieron pasar a dos coches de policía que circulaban juntos a gran velocidad y con las luces puestas.

Tardaron casi una hora en encontrar un coche. Estaban ya a veinticinco manzanas de distancia de la zona comercial donde habían abandonado la furgoneta. El coche era un Olds Cutlass de 1985, y estaba aparcado en un garaje abierto. El coche había sido propiedad de un hombre que había muerto de cáncer hacía dos semanas. El yerno de ese hombre había cogido el coche unas horas antes y había comprobado si tenía suficiente batería como para ponerse en marcha. Tenía pensado poner un anuncio en el periódico para venderlo. Se había distraído cogiendo el impreso de matriculación, el manual y todos los recibos que había en la guantera, y se había dejado las llaves puestas.

Matt fue por carreteras secundarias en dirección a Greensboro. Chase iba tumbado en el asiento de atrás del Cutlass, con la Glock en la mano, intentando que nadie lo viese: la policía iría buscando a dos hombres que viajaran juntos. Durante el trayecto pusieron la radio del coche. Matt buscó en el dial alguna emisora que diese alguna noticia acerca de los tiroteos. Tan solo escucharon una noticia breve: «La policía del estado sigue buscando a un par de hombres fuertemente armados que han escapado a pie, tras protagonizar dos tiroteos en Asheboro ayer por la tarde. Según la descripción, están armados y son extremadamente peligrosos». Ya no dijeron nada más, así que Matt siguió recorriendo el dial en busca de más noticias.

Cuando escuchó los primeros compases de
Manda abogados, armas y dinero,
de Warren Zevon, Matt se echó a reír.

—Eh, Chase, están poniendo nuestra canción —exclamó. A continuación, apretó el botón para dejar fija la emisora y se puso a cantar:

«Estaba apostando en La Habana

y me arriesgué demasiado.

Papá, manda abogados, armas y dinero.

Sácame de esta.

Soy inocente, solo pasaba por allí,

pero no sé cómo me he quedado enganchado

justo en el sitio más complicado.

Y tengo una mala racha,

y tengo una mala racha

y tengo una mala racha.

Ahora estoy oculto en Honduras

y no tengo nada que perder.

Manda abogados, armas y dinero.

La mierda me está llegando al cuello».

A las dos de la mañana aparcaron en una carretera secundaria para evaluar la situación. En la maleta llevaban unos mil cien dólares en efectivo (la mayoría, procedentes de las ventas del día anterior), la agenda de Matt, su pistola
race gun
ParaOrdnance de calibre.45, cuatro cargadores de treinta cartuchos cada uno y una pistolera de hombro. Juntando sus dos carteras, tenían ciento ochenta dólares más. En la bolsa de tiro llevaban la Glock de Chase y su Auto-Ordnance de calibre.45, tres pares de tapones para los oídos, cinco cargadores sueltos para cada una de las armas y dos cajas adicionales de munición: una de calibre.45 y otra de 9 mm.

En el talego, Matt llevaba guardado su valioso fusil Steyr AUG, con el cañón aparte, una chaqueta de campaña M65, un juego de correaje táctico, cinco bandoleras de.223 y nueve cargadores: uno de cuarenta y dos cartuchos y el resto de treinta cada uno. Tan solo uno de estos últimos estaba cargado, así que Matt cargó tres más. Su padre le había comprado el AUG justo antes de la prohibición de 1994. Después de la prohibición, el precio se multiplicó por dos. En un primer momento, había pensado que el rifle formase parte del «inventario», pero cuando su valor aumentó de esa manera, se dio cuenta de que le costaría mucho dinero volver a tener un arma así, con lo que decidió incorporarlo a su colección particular.

Una vez acabaron de hacer el inventario, Matt apagó las luces interiores del coche. Los dos rezaron en voz alta.

—Ahora la gran pregunta es —dijo Matt después de que se quedaran un momento en silencio—: ¿nos arriesgamos a volver a la caravana? Podemos irnos ahora mismo y en paz. Me parece que no hemos dejado nada en la furgoneta que pueda conducir a la policía hasta el camping.

—No, no que yo recuerde, pero si son rápidos, los policías podrían comprobar los vehículos de motor matriculados con nuestro apellido. La caravana está matriculada con el nombre de nuestro padre.

Matt se quedó valorando la situación un momento y luego añadió como si tal cosa:

—Vale, fijemos entonces un margen de veinticuatro horas para salir de Carolina del Norte, y otras veinticuatro horas para deshacernos de la caravana. Pasado ese tiempo, tendrán ya el número de matrícula y una descripción del vehículo.

—Está bien.

—Entonces estamos de acuerdo en que tenemos que volver al aparcamiento. No podemos dejarnos todo allí abandonado. Si vamos a salir huyendo necesitaremos el resto del dinero, las monedas, las armas y el material de supervivencia. Hemos perdido ya la furgoneta y la mayor parte de nuestro inventario, no podemos permitirnos perder nada más.

—De acuerdo —dijo Chase tras asentir con gesto serio.

Llegaron al camping a las tres y media de la mañana. Se detuvieron a algo menos de doscientos metros de la entrada y llegaron a pie hasta la caravana. Tras meter las bolsas y la maleta, Matt salió con una lata de WD-40 y un rollo de papel de cocina, cogió el Cutlass y lo aparcó a un kilómetro y medio, detrás de una taberna. Roció con el lubricante todas las partes que pudiesen haber tocado y las frotó cuidadosamente con las servilletas de papel, dejando una buena capa de WD-40.

—Los forenses se lo van a pasar bien intentando encontrar alguna huella —dijo en voz baja.

Dejó las llaves puestas en el contacto y la ventanilla del conductor medio bajada, con la esperanza de que el coche volviese a ser robado una vez más.

Matt metió las servilletas de papel usadas debajo de una bolsa de basura en un contenedor que había volviendo hacia el camping. Antes de las cinco de la madrugada estaba otra vez en la caravana. Chase estaba profundamente dormido. Matt se quedó una hora tumbado en la cama, trazando la estrategia de huida. Finalmente, le venció el cansancio y se durmió. Chase se despertó a las siete de la mañana y preparó el desayuno. El olor del café despertó a Matt. Durante una hora estuvieron organizando las cosas en montones y hablando de las distintas posibilidades de escape que tenían. Todo aquello que no resultaba esencial, pero que los pudiese incriminar, fue a parar a varias bolsas de basura que pensaban o bien quemar o bien tirar en algún contenedor. Casi todo, excepto un poco de ropa, sábanas, libros, cazuelas, platos y comida que fuese a ponerse mala, acabó en el montón que había en el pasillo de la caravana. Allí estaban el resto de las armas que formaban el inventario que llevaban a las ferias de armas; en su mayor parte, género que tenían repetido y que no habían llevado a la feria: tres rifles rusos SKS con la culata laminada, dieciocho cajas de munición, tres equipos de correaje, dos sacos de dormir, varios petates llenos de ropa y de uniformes de campaña, cinco paquetes de raciones de combate, una tienda de campaña individual del ejército y las mochilas CFP-90.

Con la ayuda de un destornillador Phillips, Matt sacó el resto de armas que no formaban parte del inventario de los escondites que tenían preparados detrás de los paneles de cartón madera de la caravana. Allí tenían un MI Garand, un HK-93, un clon de AR-15 olímpico anterior a la prohibición, un cerrojo encamado de.30-06 con una mira de 4-12x, y dos Magnum Smith and Wesson.357. Después de buscar entre las cajas en busca de la munición y los cargadores adecuados, Matt dejó cargadas todas las armas. También cargó cuarenta cargadores con munición AP y treinta y dos más que iban destinados principalmente al AR-15.

Entretanto, Chase sacó una fina caja de metal que estaba adherida con imanes en la parte de atrás del compartimento del depósito de gas propano de la caravana. En la caja había dinero en metálico, cuatro monedas de oro de una onza cada una con el cuño de la hoja de arce canadiense, veintiocho lingotes de plata de una onza y unos dólares de plata. En metálico habría unos tres mil ochocientos dólares. Chase dividió todas las categorías en dos partes, puso cada mitad en dos monederos de tela y metió uno en la mochila de Matt y otro en su bolsa de tiro.

Los preparativos siguieron hasta las diez de la mañana.

—Eh, que vamos a llegar tarde a misa —dijo Chase tras echar un vistazo al reloj que había en la pared.

Después de ducharse, afeitarse y cambiarse de ropa, recorrieron los quinientos metros que les separaban de la iglesia baptista a la que llevaban yendo los últimos tres domingos. Se sentaron en un banco justo cuando el pastor estaba a punto de comenzar el sermón. Luego, respondiendo a las preguntas de los periodistas, algunos de los miembros habituales de la congregación declararon que los dos parecían muy concentrados en la oración durante todo el tiempo que duró el servicio.

—Tenían un aspecto muy devoto —comentó uno de los presentes.

Poco antes de la una de la tarde estaban de vuelta en la caravana de Chase, donde de nuevo siguieron los preparativos. Aquello parecía un proyecto de dimensiones monumentales. Tan solo en volver a decidir las prioridades y en volver a preparar las mochilas tardaron dos horas. Cuando acabaron, cada una pesaba cerca de treinta y cinco kilos. A la hora de decantarse por la proporción de comida y munición, los dos coincidieron en ir «cargados de munición y ligeros de comida».

Hasta pasadas las ocho de la tarde no acabaron de organizarse. Matt y Chase compartieron una cacerola de sopa y estudiaron los mapas de carreteras. Eligieron una ruta prioritaria, una secundaria y fijaron dos puntos de encuentro en caso de que tuvieran que separarse.

—No creo que sea buena idea quedarnos en casa de ningún amigo —dijo Chase con tono melancólico—. Es probable que la policía los investigue e incluso puede ser que les pinchen los teléfonos o los pongan bajo vigilancia. Es solo cuestión de tiempo. Y a Spokane está claro que no podemos ir. Siguiendo el rastro de la furgoneta, no tardarán nada en llegar hasta allí.

Intentaron sin éxito dormir un poco más. Finalmente, a la una de la madrugada, Matt salió fuera, desconectó el cable de la luz y el tubo que iba a la fosa séptica y frotó la caja de los enchufes con un trapo mojado en aceite. A continuación, sacó los bloques que servían para frenar las ruedas y los puso en un cajón al lado de las ruedas traseras. Una hora y media después de la medianoche abandonaron el camping.

7. Perfil bajo

«Os diré la verdad, no hay nada mejor que la libertad; nunca viváis bajo el nudo de una soga servil.»

William Wallace, en su discurso a los escoceses (circa 1300)

Tras abandonar el campamento, Chase estuvo al volante la mayor parte del tiempo. Matt iba en la parte trasera de la autocaravana, oculto a la vista. Primero pararon en Roanoke, Virginia, para llenar los más de doscientos cuarenta litros del depósito de la caravana. Una hora después se deshicieron de las bolsas de basura en el enorme vertedero comercial que había tras un edificio de oficinas que parecía recién construido y sin ocupar. Ese día condujeron hasta Baltimore y aparcaron tras una estación de servicio Flying J una hora después de que anocheciera. Matt entró en la estación de servicio y compró el periódico dominical y algunas provisiones.

En el
Baltimore
no venía nada sobre los tiroteos, pero supusieron que debían de estar copando los titulares en la prensa de Carolina del Norte. Repasaron los anuncios clasificados y discutieron las posibilidades que se les presentaban. Seleccionaron cinco posibles candidatos. Chase no paraba de protestar porque el ruido de los camiones no le dejaba dormir. Empezaron a hacer llamadas telefónicas a las ocho en punto de la mañana del lunes.

Tratándose de un día laborable no había mucha gente en casa para contestar a sus llamadas. Cuando Matt marcó el número del cuarto anuncio que habían señalado, por fin obtuvo respuesta. Sin rodeos, le dieron las indicaciones necesarias para llegar. Chase se quedó en la caravana a tres casas de distancia de la dirección que recibieron; la espera se le hizo interminable.

Matt inspeccionó cuidadosamente el vehículo: olfateó la varilla del aceite, buscó posibles fugas, observó el humo del tubo de escape en busca de cualquier signo sospechoso cuando el propietario arrancó el motor, y escuchó atentamente bajo el capó cuando lo detuvo. Tenía algunos defectos: el retrovisor del lado del acompañante estaba roto, las chapas traseras empezaban a oxidarse y la tapicería del asiento frontal estaba hecha trizas en el lado del conductor. Por lo demás, la camioneta estaba en buen estado y aún se podía aprovechar. El más mayor de los hermanos pasó unos minutos regateando con el viejo, le interrogó sobre la situación de las ballestas, los amortiguadores de aire y cómo de «seca y tirante» estaba la piel de la lona de la camioneta; finalmente acordaron un precio de mil cuatrocientos dólares. En el anuncio, el precio era de mil seiscientos. Matt contó los mil cuatrocientos y el viejo le dio la documentación del vehículo y dos juegos de llaves. Justo antes de irse con el camión, el viejo le dijo a Matt:

BOOK: Patriotas
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