Patriotas (27 page)

Read Patriotas Online

Authors: James Wesley Rawles

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Patriotas
12.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Esperamos allí aquella noche y todo el día siguiente, compartiendo historias. Puede que fuera una estupidez, pero me fiaba de él, así que dormí durante un rato y compartí parte de mi comida. Bob dijo que nunca nadie le había apuntado con un arma en toda su vida, pero que durante los tres últimos días le habían encañonado en tres ocasiones. «Y justo tú, soldadito, fuiste el tercero.» Eso me hizo estallar en carcajadas. Le sonsaqué algo de información sobre el «vagabundear», como por ejemplo dónde y cómo tomar trenes, en qué vagones era seguro viajar, e incluso si era seguro hacerlo si no podías entrar en ningún vagón.

»Bob Petaluma acertó con el tren que iba en mi dirección. Durante dos horas observamos cómo usaban un pequeño conmutador DRGW para acoplar los vagones. El tren tenía su salida programada para las once y diez. Yo quería bajar pronto y meterme en un vagón, pero Bob me advirtió que era mejor esperar a que el guardafrenos hiciera su ronda de revisión de los manguitos de freno y el interior de los vagones. Alrededor de las diez y media hizo su última ronda; llevaba una especie de linterna enorme. Por fin Bob dijo: «Ahora ya puedes subir a bordo, peregrino. Elige un vagón que tenga la marca de Northern Pacific, no tiene pérdida. Buena suerte». Pedí a Dios que lo bendijera. Su tren tenía la salida programada para la mañana siguiente. Rogué para que consiguiera llegar a su destino. Era un viejo muy agradable.

«Encontré un vagón de la Northern Pacific con la puerta abierta cerca de la mitad del tren. Todo lo que había en él eran quince o veinte cajas de cartón aplanadas, de esas grandes para electrodomésticos. Coloqué dos de ellas en un extremo del vagón y dejé mis cosas en el suelo. Luego reuní cuatro cajas más y las coloqué sobre mí y mis cosas. Quería que fueran lo menos llamativas posible, por si alguien decidía hacer otra inspección. El tren partió acorde al horario, me sentía muy emocionado; estaba progresando hacia el norte a un ritmo excelente. Pasamos por encima del paso Douglas alrededor de la medianoche. Entonces caí dormido durante horas. Me desperté al amanecer civil, y vi los kilómetros pasar, dando gracias a Dios.

»La ruta que seguía el tren lo conducía al norte a través del área de Salt Lake City, lo que me puso nervioso, ya que se trataba de una zona metropolitana. No aprecié indicios de que hubiera problemas en la zona, exceptuando la falta de electricidad. Por la tarde hicimos una parada para cambiar algunos de los vagones en Ogden. Fueron momentos de tensión. Afortunadamente, mi vagón siguió enganchado al tren que continuaba en dirección norte. Estuve tumbado bajo las cajas durante el tiempo que permanecimos en la estación. El tren reanudó su marcha alrededor del anochecer. Hicimos otra breve parada en lo que supuse que era Logan. Cuando el tren paró allí oí las voces de un par de hombres.

—Eh, probemos en este, está vacío —dijo uno de los tipos.

—Este vagón no está vacío. Marchaos —respondí con mi mejor voz de mando.

—De acuerdo, de acuerdo, ya nos íbamos. Siento la molestia —respondió uno de ellos con tono sumiso.

»Me bajé del tren cuando paramos en Pocatello, porque el tren iba a seguir hacia el oeste hasta Boise, y yo, por supuesto, necesitaba ir hacia el norte. Así que volvía a viajar a pie. Después de haberlo hecho en tren, aquello era un auténtico bajón. Ya era completamente de día para cuando salí de Pocatello. Vi a un chico repartiendo periódicos, paró su bici y plantó ambos pies en el suelo para verme pasar. Lo saludé con la mano y le dije «Hola». Me miró como si fuera de otro planeta. A menudo me pregunto durante cuánto tiempo más siguió repartiendo periódicos. Puede que aquel fuera su último día.

»Caminé en paralelo a la I-15 hasta más allá de las cataratas Idaho. Iba bastante lento ya que marchaba muy cargado, y de nuevo, trataba de evitar cualquier contacto con nadie. Hice una media de dieciséis kilómetros al día. Viajaba principalmente de noche. Oía disparos y sirenas de bomberos y policía incluso en las ciudades más pequeñas. Estaba claro que la situación iba a peor.

»Atajé hacia el oeste, siguiendo la autopista 28, ya que atravesaba una zona menos poblada que la I-15. Esa ruta me hubiera llevado por Butte. La 28 sigue el río Lemhi y el río Salmón hasta llegar a la ciudad de Salmón. Esos solían ser los dominios de Elmer Keith. Casi muero congelado en el parque nacional de Lemhi, en las alturas del sistema montañoso del mismo nombre. Un frente tormentoso pasó y descargó doce centímetros de nieve. Ahí estábamos, segunda semana de noviembre y ya estaba empezando a nevar en las alturas, ¡y todavía me quedaban trescientos kilómetros de camino!

»Cuando empezó a nevar, tuve que construir rápidamente un refugio para evitar morir congelado. Encontré un pino ponderosa caído que todavía conservaba una gran cantidad de suelo pegado a las raíces. Corté un puñado de ramas de abeto con mi sierra de hilo y las apilé alrededor de la base del árbol, entretejiéndolas en forma de tipi con una abertura en lo más alto, y las até después con cuerda de paracaídas. Entre las capas de ramas metí mi tienda de campaña, la manta de emergencias y un par de bolsas de basura. Hice un fuego en el interior, me acurruqué y traté lo mejor que pude de secar mi ropa. El tipi cumplió su función, pero no sé qué era peor, si el frío o el humo de la fogata.

»La nevada paró al día siguiente, pero la nieve tardó otro día y medio en derretirse. Durante ese tiempo saqué el AR-7 a pasear y cacé una marmota. Por cierto, me alegro de tener un rifle del calibre.22. El.308 es muchísimo más ruidoso y no deja prácticamente carne de provecho en las presas más pequeñas. La marmota estaba bastante dura, pero era nutritiva. La corté a tiras, luego las ensarté en palos y las cociné al fuego. Me comí la marmota entera en un día y medio.

«También tuve tiempo de derretir un puñado de nieve en mi taza de camping para rellenar con agua hirviendo las botellas. Tienes que derretir una cantidad indecente de nieve para llenar una botella de dos litros. Por supuesto, podría haber usado agua de un arroyo, pero entonces tendría que haber malgastado pastillas purificadoras. Además, había un fuego ardiendo todo el tiempo, y tiempo es lo que me sobraba en esos momentos. Como solía decir mi padre, «¿Qué es el tiempo para un
serdo?».

—Disculpa, ¿has dicho cerdo? —le interrumpió Kevin Lendel.

—Sí, cerdo. Solía ser una de las bromas favoritas de mi padre: «Un vendedor ambulante está de viaje por Arkansas. Entonces ve a un granjero bregando bajo el peso de un cerdo de cuarenta y cinco kilos, cargándolo de árbol en árbol, para que pueda mordisquear las manzanas que cuelgan. Tal visión deja atónito al vendedor. Al final, ya no puede resistirse y va y pregunta: «¿Qué estás haciendo?». Y el granjero le responde: «Simplemente estoy dando de comer al
serdo».
Entonces el vendedor pregunta: «¿Y por qué no tiras al suelo unas cuantas manzanas?». «Me gusta hacerlo así», dice el granjero. El vendedor vuelve a preguntar:«¿Pero no ves que es una pérdida de tiempo?». Y el granjero responde: «Bueno, ¿y qué más le da el tiempo a un
serdo?».

Kevin y el resto rieron. Carlton dio un sorbo al café y retomó su historia.

—Seguí lentamente el camino hacia el norte. Los días se iban acortando y haciéndose progresivamente más fríos. Tardé quince días en ir desde Pocatello a Salmón. Conforme me acercaba más al norte, el agua dejaba de ser el problema que había sido allá en el área de Pocatello y de las cataratas de Idaho. Aquello era terreno seco. Allá tuve que purificar agua que saqué de abrevaderos un par de veces.

»La comida la iba buscando sobre la marcha. Cacé un par de conejos y otra marmota. Tenía un par de trampas y una red agallera de pesca, pero no tuve la oportunidad de usarlas, porque nunca me quedaba en ningún sitio el tiempo suficiente. Me hice bastante hábil a la hora de encender fogatas, incluso cuando las cosas estaban empapadas. Primero tienes que...

El TA-1 hizo su característico sonido cantarín, interrumpiendo la historia de Doug. Era Rose.

—Se supone que Mike tendría que haberme relevado hace quince minutos. ¿Dónde está? —preguntó ella.

Cuando le pasaron el mensaje, Mike se disculpó por haber perdido la noción del tiempo y salió pitando por la puerta.

—¿Adonde va? —preguntó Doug.

—Al POE —respondió Dan sin darle importancia.

—Parece que tenéis en marcha una operación táctica perfectamente organizada —dijo Doug asintiendo con la cabeza.

»Bueno, ¿por dónde iba? Ah, sí, las fogatas. El truco es empezar siempre con un pequeño fuego e ir haciéndolo más grande. Siempre llevo un pequeño pedazo de yesca seca. El musgo seco es lo que mejor funciona. Y si lo único que tienes es madera empapada, no hay nada más efectivo que media barra de combustible Trioxane o una tableta entera de Hexamine. Son capaces de prender cualquier cosa.

»Las botas que he llevado todo este tiempo empezaron a deshacerse por las costuras. Las llevaba enrolladas en cinta aislante, tenían un aspecto de lo más cómico, y lo peor de todo es que hacían aguas. Tenía que llevar bolsas de plástico entre los calcetines dobles para evitar que se me empaparan los pies.

»Crucé las Bitterroot la última semana de noviembre. Como os podréis imaginar, a una altura de dos mil metros hacía muchísimo frío en esa época del año. A principios de diciembre, para cuando el invierno se asentó de verdad, ya estaba cerca de Darby, a ciento diez kilómetros al sur de Missoula. Era muy frustrante estar tan cerca de casa y no poder seguir adelante. Tan cerca, tan lejos. La nieve empezaba a acumularse en serio. Sabía que tenía que buscar algún refugio decente o que iba a acabar convertido en el helado de humano de algún oso.

»Fruto de la desesperación, me colé en una cabaña de cazador desocupada, en el bosque nacional Bitterroot, que estaba fuera de los caminos típicos. Era una pequeña cabaña de verano sin casi aislamiento térmico, pero sirvió de sobra a mis propósitos. Tenía una buena cantidad de madera almacenada bajo el porche. Había una estufa Franklin, cama, un gran manantial de agua, un par de hachas de buena calidad y una sierra para talar árboles. También había algo de comida enlatada. Necesité de toda mi fuerza de voluntad para no usar nada de lo que encontré en la cabaña excepto un poco de sal, jabón y algunas medicinas para mantenerme sano. Aquellas latas de sopa, chile y verduras prácticamente estaban cantándome como las sirenas de los cuentos. Pero resistí la tentación. Ya era suficientemente malo ser un inquilino no invitado, no caería tan bajo como para robar la comida de otro.

»Entre tormenta y tormenta reuní tanta madera como pude y cacé dos hembras de ciervo bien grandes. Había también un juego de camales, dos sierras para desollar y varios baldes. Usé una polea y unas cuerdas para colgar los cuartos de ciervo desollados en lo alto de los árboles de al lado de la casa para mantenerlos alejados de los osos. Afortunadamente no tuve ningún problema con ellos. La carne se congeló tanto que tuve que usar un hacha para cortarla. Dejé el ciervo colgando fuera y cuando sentía necesidad, cogía un cuarto. Acabé usándolo todo: el cerebro, la carne, la grasa, el corazón y el hígado. Incluso serré los huesos para comerme el tuétano.

Aquí estalló en carcajadas y dijo:

—Es un gusto adquirido. Pasé la mayor parte del invierno metido en mi saco de dormir, hibernando como un oso. Es un saco realmente caliente, un Wiggy's Ultima Thule. Los hacen en Colorado. Gracias al saco solo tuve que hacer una pequeña fogata para caldear lo justo la cabaña. Usé las sábanas que había en la cabaña para forrar el saco y así protegerlo del sudor y la mugre; apilé encima otro saco y algunas mantas para conseguir más calor. Durante tres meses prácticamente lo único que hice fue vigilar el fuego, preparar una comida diaria y leer. Ah, sí, también me fabriqué tres pares de mocasines con la piel del ciervo. El primer par me salió fatal, pero los otros dos me vienen perfectos.

»No quería usar ninguna de las velas ni el queroseno que había allí, por dos razones. Primero, no eran mías. Segundo, la luz podía atraer la atención. No oí nada que evidenciase que viviera alguien en la zona exceptuando una motosierra lejana y un par de disparos aún más distantes. Sin embargo no me la quería jugar. Adapté mis horas de sueño al ciclo del sol, así que leía y cocinaba durante el día. Los días más cortos del año debía de dormir unas catorce horas diarias.

»Para cuando llegó lo que estimé que debía ser febrero, yo ya estaba harto de la carne de venado y tenía ya un mal caso de fiebre de las cabañas. A finales de invierno, cacé dos ciervos más, ambos de un año de vida. No quiero volver a pasar un invierno como ese yo solo nunca más. Afortunadamente, en la cabaña había una Biblia, así que pude mantener la cordura adentrándome en la palabra de Dios. Era la versión católica de Douay-Rheims, así que tuve la ocasión de leer los libros apócrifos por primera vez. Como metodista no considero dichos libros apócrifos como la palabra inspirada de Dios, pero, sin embargo, los encontré fascinantes. Aparte de la Biblia, no había en la cabaña suficiente material de lectura como para un invierno entero; había algunos libros de caza y pesca y alrededor de una treintena de revistas. Lo leí todo de principio a fin, algunas cosas varias veces.

»Había un metro de nieve. Cuando nos acercamos al solsticio de primavera, la nieve empezó a remitir, y finalmente dejó de cuajar. Como había usado toda la leña que había almacenada en la cabaña, sentí que era mi obligación reponerla. Pasé la mayor parte de la temporada de deshielo talando pequeños alerces del Canadá, cortando la madera a tamaño estufa, llevándola a la cabaña en una carretilla, partiéndola en dos y apilándola. Durante todo el proceso llevé guantes de jardinero. Apilé la madera hasta llegar al techo y dejé más madera bajo la cabaña de la que había encontrado al llegar, así que supuse que estaba en paz con quienquiera que fuera el propietario.

»Una vez terminé con la leña, hice una limpieza general, pues sentía que era mi deber moral. Empecé limpiando la chimenea, que estaba cubierta de grasa; fue un milagro que no se produjese un incendio aquel invierno. Barrí y fregué el suelo, lavé todas las toallas y la ropa de cama y saqué cubos y cubos de ceniza y grasa. Con todo, el sitio tenía ahora mejor aspecto que cuando llegué. Por último, lavé toda mi ropa, el saco de dormir, le di un buen cepillado a mi correaje, recorté mi barba, y me di un gran baño caliente. Fue el primer baño que me di en meses. Me sentó realmente bien.

Other books

The Boy on the Porch by Sharon Creech
The Sumerton Women by D. L. Bogdan
Line Of Scrimmage by Lace, Lolah
It Happened One Night by Sharon Sala
Valley of the Moon by Bronwyn Archer
The Origin of Dracula by Irving Belateche
Cool Down by Steve Prentice