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Authors: James Wesley Rawles

Tags: #Ciencia Ficción

Patriotas (49 page)

BOOK: Patriotas
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Con el primer disparo, el guardia cayó al suelo. Kevin volvió a disparar una vez más al cuerpo en el suelo. A continuación, metió rápidamente dos nuevas balas de la cartuchera que llevaba pegada a la culata en el cargador de la Remington. Se puso de pie y avanzó hacia el centro del campamento, desde un ángulo de 90° con respecto a la línea de fuego de Dan. Mientras caminaba, Kevin pudo escuchar los disparos de Dan desde el borde de la carretera. Kevin comenzó a disparar una y otra vez mientras avanzaba, accionando el guardamano, con la escopeta colgada aún del hombro. Entretanto, Dan disparaba dos veces a cada uno de los hombres que había en los sacos de dormir. Cuando Kevin llegó hasta donde estaba la hoguera, escuchó un clic al apretar el gatillo. El cargador de siete cartuchos estaba vacío. Dejó rápidamente la escopeta en el suelo, sacó de la cartuchera la.45 automática Special Combat Government y comenzó a disparar a cualquier cosa que se moviera y a los sacos de dormir que pareciesen intactos aún. Ninguno de los cinco forajidos consiguió llegar a salir vivo de los sacos.

Tras vaciar la.45, Kevin sacó el cargador, metió uno lleno de los que llevaba en la bolsa y quitó el retén de corredera, cargando así un nuevo cartucho. El HK de Dan dejó de disparar. Kevin caminó en círculo alrededor del fuego y de forma mucho más concienzuda, para asegurarse de que no representaran más una amenaza, disparó una bala de punta blanda de ciento ochenta y cinco granos en la cabeza de cada uno de los saqueadores. Luego fue caminando hasta el centinela que estaba tirado en el suelo e hizo lo mismo.

—Ya no son nada —informó después Kevin, hablando a través del micrófono de su TRC-500.

—Recibido —respondió Dan secamente.

Kevin recogió del suelo la escopeta y recargó rápidamente las dos armas con los cargadores que llevaba en las bolsas de su correaje LC-2. Pese a que todavía le zumbaban los oídos, pudo oír cómo Dan recargaba su fusil. Lendel empezó a examinar el campamento, mientras Dan continuaba cubriendo la zona desde la posición más elevada. Lendel comprobó que los seis hombres estaban muertos. Descubrió también tres tumbas poco profundas en la parte oeste del campamento. Se imaginó que en su interior estaban los cuerpos de los tres hombres que habían abatido el día anterior. Durante los siguientes veinte minutos, examinó las armas y las mochilas de los forajidos.

Las mochilas eran de las baratas, de nailon, hechas con piezas de aleación que se vendían por menos de cuarenta dólares en las tiendas de deportes. Por fuera parecían mochilas de buena calidad, pero en realidad eran importadas de China. Y no solo estaban hechas con materiales de mala calidad, además el nailon estaba tintado con colores chillones. Hasta a la suave luz de la hoguera podía Kevin distinguir el color azul celeste y el naranja fluorescente. El sentimiento de desprecio le hizo resoplar. Una de las mochilas contenía una gran cantidad de billetes. Kevin los lanzó al fuego mientras apartaba a un lado las monedas de oro y de plata que contenían algunas de las otras bolsas.

Aparte de algo de munición, no encontró nada más que pudiera ser útil; básicamente había ropa, comida enlatada y botellas de alcohol. La mayoría de las armas no merecían ni siquiera la molestia de agacharse para recogerlas. Había dos Winchester modelo 1897 muy oxidados, una carabina Universal MI, un revólver Rossi.38 especial bastante picado, una escopeta Mossberg modelo 500 a la que le habían recortado los cañones de cualquier manera. Después hubo dos que sí llamaron la atención de Lendel: un rifle de cerrojo Remington modelo 700 de calibre.30-06 que llevaba incorporada una mira Weaver K4, y una escopeta de corredera: una Benelli M/P de buena calidad.

Kevin decidió coger todas las armas. Al principio pensó en coger solo el rifle de cerrojo Remington y la escopeta Benelli y pegarle fuego a las demás. Después cayó en la cuenta de que el resto, pese a que estuviesen algo deterioradas, seguían disparando y servirían para hacer trueque. Como mínimo, algunas de las piezas del modelo 1897 y de la Mossberg se hallaban en buen estado y podrían cambiarse por otras cosas.

Kevin echó al fuego el montón de leña que los saqueadores habían almacenado y lanzó después las mochilas. A continuación, llenó una de las bolsas de los sacos de dormir con las monedas y la munición, la enganchó a través de su cinturón y ató los cordones a una de las correas de su equipo. Acto seguido, se colgó al hombro el rifle y la escopeta requisados. Dan bajó la cuesta y recogió el resto de las armas.

Para cuando llegaron al Bronco, los brazos les dolían a causa de la carga transportada durante tan larga distancia. Kevin escondió debajo del asiento trasero el equipo requisado a los saqueadores. Después de eso, rellenaron los cargadores que estaban vacíos con las cajas de munición que llevaban en el vehículo y los colocaron en los morrales de su correaje. Tras sacar sus mochilas del Bronco, subieron unos cien metros montaña arriba hasta llegar a un lugar donde plantar el campamento. Eran cerca de las cuatro de la mañana. Kevin le dijo a Dan que estaba demasiado nervioso aún como para dormirse. Así que mientras su compañero hacía guardia, Dan desenrolló su saco de dormir lleno de remiendos y lo puso sobre un poncho.

—Buen trabajo, Kev —le dijo a Kevin poco antes de conciliar el sueño.

—No hace falta que me felicites —contestó Lendel moviendo la cabeza hacia los lados—. Ha sido como disparar a patos en un charco. La verdad es que les hemos dado su merecido. Venga, a dormir.

Dan se despertó a las siete y media de la mañana y se encontró a Kevin limpiando su modelo 870.

—No sé cómo puedes dormir como un tronco después de lo sucedido la noche pasada —le dijo Kevin a Fong.

—Todo lo contrario —contestó Fong riéndose—. Me costaría dormir si esos hijos de puta siguieran con vida.

Mientras Dan se ponía las botas y guardaba el saco de dormir, Kevin terminó de limpiar su escopeta. Tras acabar de revisar el cañón, lo volvió a poner en el sitio, colocó el muelle cargador extralargo y le añadió una extensión del cargador. A continuación, recargó el arma, revisando cuidadosamente cada uno de los cartuchos de perdigones del cuatro antes de introducirlos en el cargador.

—Ya he limpiado y recargado tu HK —le dijo a Dan.

—Gracias —contestó Dan.

—No problemo —contestó a su vez Kevin.

Después de partirse una ración de combate y algunas manzanas secas, regresaron hasta donde estaba el Bronco, se quitaron el camuflaje y cargaron todo el equipo. Mientras Kevin calentaba el motor y rellenaba el radiador, Dan repasó uno de los mapas de carreteras para familiarizarse con la ruta que seguirían durante el día.

Cuando se detuvieron a desmontar el control en el lugar donde se había producido la emboscada, decidieron amontonar las traviesas de ferrocarril y prenderles fuego. Más tarde, arrastraron hasta allí los cuerpos que seguían metidos en los sacos de dormir empapados en sangre y bien ventilados, y los echaron a la hoguera. Luego se arrodillaron y rezaron una breve oración.

El resto del viaje hasta la granja de los Prine se produjo de forma pacífica. Como toda la región estaba dominada por los mormones, que estaban bien preparados para cualquier eventualidad, el colapso había provocado menos sobresaltos en la zona. La ciudad de Morgan fue fácil de encontrar y no hallaron ningún indicio de disturbios. De hecho, las únicas señales extrañas eran que los semáforos no funcionaban y que algunos coches y camiones aparcados tenían los parabrisas sucios o las ruedas deshinchadas.

Cuando se detuvieron frente a la casa de los Prine, Ken reconoció el Bronco de T. K. y salió corriendo a recibirles.

—¿Cómo es que solo habéis venido dos? Me figuraba que seríais tres o cuatro —les dijo, con una sonrisa de oreja a oreja.

—Éramos tres, pero ahora solo somos dos —contestó Kevin con tono triste mientras señalaba con el pulgar a las dos botas que sobresalían del extremo de los ponchos.

—¿Quién es? —preguntó Ken con los ojos muy abiertos.

—Es T. K. —contestó Kevin tras quedarse callado y cerrar un momento los ojos. La expresión de Layton cambió radicalmente.

Ken caminó hasta la puerta trasera del coche y se quedó mirando el cuerpo amortajado.

—Si hubiese sabido que algo así podía pasar, jamás habría mandado ninguna carta —dijo con voz temblorosa—. Es todo culpa mía.

—No ha sido culpa tuya, tío —dijo Dan Fong, moviendo la cabeza hacia los lados—. Las cosas están muy complicadas ahí fuera. Todos éramos conscientes de los riesgos, pero somos tus amigos. Algunas cosas son más importantes que la integridad personal. Se trataba de una cuestión de honor.

Ken siguió mirando la parte de atrás del Bronco sin ser capaz aún de creer que Tom Kennedy estaba muerto. Kevin y Dan se quedaron a una distancia respetuosa. Transcurridos unos minutos, Ken se volvió hacia ellos, envuelto en lágrimas, y los abrazó a los dos. Terry apareció entonces por la puerta, cojeando, apoyada en un par de muletas caseras.

—Nunca me había sentido tan feliz y tan desgraciado al mismo tiempo —dijo Ken.

Mientras rellenaban el depósito y cargaban cosas en el Bronco, Kevin Lendel le dio a los Prine los cubos de plástico sellados llenos de comida que les habían traído, así como cuatro bidones de gasolina, uno de los cuales no estaba lleno del todo. Después de despedirse, guardar las cosas de Ken y de Terry fue relativamente sencillo. Solo llevaban sus rifles, los correajes y unas mochilas Alice. Ninguno de los cuatro pudo evitar echarle un vistazo al cuerpo de T. K. Lo que en otras circunstancias habría sido una animada conversación quedó del todo atenuada.

El viaje de regreso a casa transcurrió sin incidentes. Después del viaje de ida, Dan y Kevin sabían qué ruta debían seguir para evitar cualquier tipo de problema. Cuando habían recorrido más de la mitad del camino, establecieron otro campamento a unos dieciséis kilómetros de donde habían dormido dos noches antes. Conscientemente, evitaron acampar en el mismo lugar. El segundo día de viaje fue prácticamente tan tranquilo como el primero.

Cuando el Bronco cogió la cuesta que subía hacia la granja de los Gray, Shona comenzó a ladrar repetidamente, pero la forma en que meneaba el rabo indicaba que los ladridos eran amistosos. Todos los que estaban en el refugio salieron fuera para lo que acabó siendo un triste reencuentro.

Poco después de su llegada, Kevin le entregó a Todd las monedas, las armas y la munición que habían requisado para que las pusiese a buen recaudo. Al igual que el resto de objetos requisados anteriormente, todo el conjunto se guardó bajo llave en una de las casillas del sótano.

19. Hola

«La presión hace diamantes.»

General George S. Patton

Todd dedicó la tarde entera a escuchar el informe de Ken y Terry. Ken habló la mayor parte del tiempo, mientras que Terry rellenaba los huecos que Ken pasaba por alto.

—Como estoy seguro de que ya habrás descubierto hace tiempo, Terry y yo tardamos demasiado en «salir de ahí zumbando» —empezó a contar Ken—. Creíamos que una vez suspendido el comercio en el mercado de valores, el gobierno cumpliría su promesa y emprendería acciones para devolver las cosas a su orden natural. Supongo que violamos la regla número uno: Nunca te fíes de lo que dice el gobierno. En cualquier caso intentamos salir de la ciudad una noche después de que Dan y T. K. se largaran. Desgraciadamente, como voy a explicarte, no llegamos demasiado lejos.

»E1 último día lo pasamos prácticamente entero cargando nuestras cosas en el Bronco y el Mustang. No había electricidad, así que no pude usar el compresor para ajustar los amortiguadores de gas del Bronco para la carga más pesada. Finalmente tuve que usar una bomba manual. Acabamos de cargar todo el equipaje alrededor de las diez. Por suerte habíamos dejado previamente la mayoría de nuestro equipo aquí en el refugio, así que no tuvimos problemas para almacenar la carga que nos íbamos a llevar. Mientras metíamos las cosas oímos algunos disparos. Le dije a Terry que serían solo unos tipos aprovechándose del apagón para saldar cuentas pendientes. En realidad solo pretendía tranquilizarla. Viéndolo en perspectiva me doy cuenta de que en realidad era yo el que estaba más nervioso. Terry iba delante en el Mustang, y yo la seguía.

«Habíamos pensado en tomar la autopista Eisenhower, pero ni siquiera nos molestamos en tratar de subir por la rampa de acceso. Aquello parecía un aparcamiento. A lo lejos se oían más disparos e incluso se veían algunos fogonazos. Así que presioné el botón de habla de la TRC-500 y le dije a Terry que intentáramos ir por las calles del lado oeste. Avanzamos sin incidentes unas diez manzanas. El único problema es que estaba oscuro. Bueno, más que oscuro, negro. Ni farolas ni casas iluminadas, nada. De vez en cuando se veía la tenue luz de una vela en alguna ventana, pero eso era todo.

»Cuando nos acercábamos a una esquina tuvimos que parar repentinamente porque alguien salió por un lado empujando un contenedor de basura y por el otro alguien desenrolló una bobina de cable como las que usan las compañías telefónicas. Los dos tuvimos que clavar el pie en el freno. De repente, el mundo entero explotó en una lluvia de disparos. Dispararon a todas las ventanas del Bronco y noté cómo reventaban las ruedas del lado derecho. Me recosté hacia el asiento del acompañante para apartarme de la línea de tiro y por el camino me aplasté las costillas contra la palanca de cambio. Me quedé casi sin respiración.

»Justo entonces, ¡otro golpe! El Mustang se estampó contra el morro de mi coche. Por lo visto Terry no era consciente de que mis ruedas estaban pinchadas y asumió que yo ya había dado marcha atrás. Pisó a fondo sin asomar la cabeza, tal y como yo habría hecho. Tal y como estaba, tumbada en el asiento, cogió la palanca de cambios, puso la marcha atrás y salió a todo gas. La mala suerte quiso que yo estuviera en su camino. Probablemente habría logrado escapar.

»En ese momento le grité a través de la TRC-500: «¡Si puedes... huye!». Quienquiera que fuera, seguía acribillando nuestros vehículos. Afortunadamente, la mayoría de los disparos venían por el lado del acompañante, así que pudimos salir arrastrándonos por el lado del conductor sin que nos liquidaran. Nos limitamos a coger nuestras armas y las mochilas Alice. No teníamos ni el tiempo ni las ganas para intentar llevarnos nada más. Además, se nos iban los pies. Terry, que ha demostrado ser capaz de mantener la cabeza más fría que yo en situaciones de fuego real, me dijo por radio mientras huía: «Venga, sígueme. Yo disparo, tú corres». Salí corriendo hacia uno de los lados de la calle y me refugié detrás de un coche aparcado.

BOOK: Patriotas
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