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Authors: James Wesley Rawles

Tags: #Ciencia Ficción

Patriotas (52 page)

BOOK: Patriotas
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Tres amigos hablaban del muerto. El hombre fuerte lucha pero el enfermo muere. Y bien podría estar él ahora aquí con nosotros, decían. El sol y el viento nos dan en la cara y en los ojos.»

Antiguo romance

A la mañana siguiente comenzaron a cavar la tumba de T. K. Todd eligió la loma que había un poco más arriba del POE.

—Desde allí pueden verse la mitad de los campos que hay alrededor. Yo creo que Kennedy habría preferido ese sitio. Es un lugar desde el que se podría poner la mano en la mano de cualquiera. —Prácticamente todos quisieron ayudarle en la tarea de cavar.

Mientras cavaban la tumba, compartieron, junto con algunas lágrimas, las historias favoritas que cada uno tenía de T. K. En un determinado momento, Mary dejó de cavar y se quedó apoyada sobre su pala.

—T. K. habría dicho que esto era una forma excelente de hacer catarsis —dijo con nostalgia.

Mike fue el primero que transmitió la iniciativa de contar historias.

—Recuerdo una vez —relató—, poco después de que T. K. acabara la universidad, que fuimos a dar una vuelta con su 300-Z. Acababa de dar su coche viejo como pago e íbamos a bastante velocidad con el nuevo. No creo que quisiera presumir ni nada por el estilo, él no era de esos, tan solo quería ver qué tal respondía el vehículo si se le pisaba un poco. Así que íbamos a toda pastilla, a ciento cuarenta o así.

»De pronto, T. K. redujo la velocidad porque vio un coche patrulla que se incorporaba a la carretera. Un par de minutos después, el agente nos hizo señales para que nos detuviéramos. Una vez parados, vino caminando hasta el coche y le dijo a T. K. que le había pillado yendo a ciento treinta por hora en una zona en la que el máximo permitido era ciento cinco. Le pidió que le mostrara su carné de conducir y los papeles del coche, así que T. K. le dio los dos documentos junto con una tarjeta de «Salga de la cárcel» del Monopoly. El agente se puso a reír con tanta fuerza que pensé que iba a desternillarse de verdad allí mismo. Me imagino que lo pillamos de buen humor, porque no le puso ninguna multa, tan solo le advirtió verbalmente de que debía ir más despacio.

Después de que se extinguieran las últimas risas, Todd se aclaró la garganta e intervino:

—Una vez, poco después de que T. K. se licenciara, me llevó con él a una competición de tiro en un lugar a las afueras de Palatine. Como de costumbre, T. K. les ganó a casi todos. De las más de sesenta personas que participaban aquel día, consiguió la segunda mejor puntuación. Yo quedé el número treinta y siete. T. K. intentó consolarme echándole la culpa a mi HK91 y diciendo que no era un arma tan precisa como su Garand, que llevaba miras de competición. Fue un gesto amable, pero yo sabía que lo que fallaba era mi habilidad a la hora de disparar, no mi fusil. Cuando compito nunca consigo los mismos resultados que cuando voy a disparar simplemente por diversión. Me pongo muy nervioso y a veces incluso me da por temblar un poco. Sin embargo, T. K. no era así, cuando participaba en competiciones siempre hacía gala de sus nervios de acero.

»Después de la competición, volvimos a mi apartamento para limpiar los fusiles y compartirnos una pizza y una bebida de zarzaparrilla. Cuando salíamos del aparcamiento, nos encontramos con un tipo que vivía dos pisos más abajo y que siempre estaba fumado. Cuando vio nuestros estuches Pelican, me dijo: «Eh, Todd, no sabía que estabas metido en el rollo de la música, tío». Por lo visto, creyó que los estuches de nuestros rifles servían para transportar guitarras. Justo cuando iba a explicarle lo que de verdad llevábamos en las fundas, T. K. me interrumpió. «Sí, tío, estamos en
The Group Standard.
Damos dos o tres bolos a la semana.» «Qué guay», dijo mi vecino. «He oído hablar de vosotros, tío. Un amigo mío os vio tocar una vez. Creo que fue en el bar de la Universidad de Illinois. Me dijo que molabais bastante.» Después, señalando al estuche de T. K., preguntó: «¿Y tú, tío, qué instrumento tocas?» «El bajo
staccato»,
contestó T. K. completamente serio. El tipo asintió haciendo como si supiese de qué estaba hablando T. K. Una vez entramos en mi apartamento y cerramos la puerta, nos dio un ataque de risa histérica. Yo casi me echo a llorar.

»Cuando pude recomponerme, le pregunté a T. K. que qué hacía soltando una bola de ese calibre. «Ese tipo de gente roba armas para venderlas y pagarse así sus adicciones», me dijo. «Mejor que no se sepa que llevas algo de valor encima. Aparte, no me he podido resistir. ¿Y cuando ha dicho que un amigo suyo nos había oído tocar? Vaya cuentista.» «Mira quién habla», contesté yo, resaltando que veía la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. «Has tenido suerte de que no te ha preguntado por el bajo
stacatto.»

Todos los presentes se rieron a carcajadas, incluido Jeff, que le pasó su pala a Todd para poder contar una historia él también.

—Tengo la mejor historia de T. K. de todas. A lo mejor alguno la habéis oído ya. Juro por Dios que no es mentira, todo pasó de verdad. Fue hace unos nueve años, yo llevaba poco tiempo aún en el grupo. Tres meses después de que Ken y yo hubiésemos restaurado mi Power Wagon, Kennedy se prestó voluntario para acompañarme en una expedición para hacer leña. Nos levantamos temprano un sábado por la mañana y condujimos hasta la casa que mi tío tiene a las afueras de Valparaíso, Indiana. Pasamos la mayor parte del día con tres robles, primero los talamos y luego hicimos troncos lo suficientemente pequeños para que pudiesen caber en una estufa.

«Supongo que nos dejamos llevar, calculamos mal lo que podía caber en mi camioneta y acabamos cortando demasiada leña. Llenamos la parte de atrás de la camioneta hasta arriba y dejamos la que ya no podíamos meter para mi tío. Como había tanta leña, gastamos un rollo entero de cuarenta metros de cuerda de escalada, de esas de color verde, para atarla toda. Por suerte, Ken me había ayudado a instalar unos muelles para soportar el exceso de carga, y habíamos reforzado la parte trasera con unos amortiguadores nuevos. Aun así, al ser la carga madera, íbamos con los muelles bastante aplastados. Se mirara como se mirara, llevábamos una cantidad impresionante de leña.

»Bueno, el caso es que de vuelta hacia Valparaíso, debían de ser las nueve de la noche o así, paramos a repostar en una gasolinera de la parte sur. Mientras T. K. estaba poniendo gasolina, un Cámaro blanco nuevecito se paró al otro lado del surtidor. De él salió una chica con unas piernas larguísimas vestida con un mono de nailon blanco y se acercó a T. K. «Formo parte de la economía clandestina», le dijo con tono susurrante. «Así que soy partidaria de las transacciones basadas en el trueque. ¿Te gustaría cambiar un poco de leña por algo de sexo?» «¿Cuánta leña tienes para intercambiar?», le contestóT. K. sin pensárselo dos veces.

Todos estallaron en una sonora carcajada.

Incluso Rose, que había conocido a T. K. durante poco tiempo, tenía una historia para contar.

—Recuerdo cuando T. K. me estaba enseñando a disparar. Estábamos practicando con objetivos colocados a ciento ochenta metros, y yo no lo estaba haciendo demasiado bien. «Relájate», me dijo. «Estás tirando del gatillo. Acuérdate, tienes que tomar aire y dejar después salir la mitad. Luego, contén la respiración, pon el blanco en el centro de la mira y aprieta el gatillo muy suavemente, como si fuese un pezón.» Después de decir eso, le entró una vergüenza espantosa y se puso rojo como un tomate. «Disculpa, no quería decir eso. Te ruego que me perdones.» Llevaba años enseñando a chicos a disparar, y seguro que siempre echaba el mismo rollo que le habrían echado a él cuando disparó por primera vez.

Todd y Jeff fueron los que colocaron el cuerpo de T. K. en lo más profundo de la tumba. Todd le puso en la mano derecha, que estaba rígida a causa del rigor mortis, un cartucho de competición de.30-06. Antes de salir de la tumba, cubrieron su cuerpo con el poncho de color verde oliva.

Una hora más tarde, todos volvieron a reunirse junto a la tumba para que diese comienzo el funeral. Durante ese tiempo, muchos cogieron flores silvestres o de las que crecían en el jardín de Mary y las colocaron alrededor.

—Padre nuestro que estás en el cielo —dijo Todd, de pie junto al borde de la tumba—. Resulta irónico que sea a T. K. a quien vayamos a enterrar hoy aquí. Siempre pensé que si alguna vez teníamos que enterrar a alguno de los nuestros, Tom sabría qué palabras elegir. Bueno, ahora él no puede hacer los honores, así que intentaré hacerlo lo mejor que pueda.

»Quizá sea suficiente decir que todos echaremos mucho de menos a Tom Kennedy. Fue una persona tranquila y humilde, y un gran profesional. Nunca tuvo una reacción negativa con nadie y siempre intentó ayudar en todo lo que pudo. Es uno de los mejores hombres que he conocido nunca.

»Le debemos mucho a Tom. Fue él quien insistió en que fuéramos a por Ken y a por Terry a Utah, así que imagino que de no ser por él, no habríamos conseguido traerlos aquí con nosotros. T. K. nos dio clases a todos para mejorar nuestra puntería, y eso ha salvado muchas vidas, y probablemente muchas más se salvarán en el futuro gracias a eso.

»De hecho, la primera idea de formar el grupo provino de T. K. Cuando echo la vista atrás hasta esa primera noche en que hablamos de formar un grupo de refugio, y pienso en todas las cosas que él ha hecho durante todos estos años, no puedo sino estarle todavía más agradecido. Él eligió cuidadosamente a la mayoría de los miembros del grupo: seleccionó a una fantástica congregación de individuos con un gran sentido de la moral, una enorme motivación y dotados de un equilibrado conjunto de habilidades. Así que creo que todos debemos darle las gracias a T. K. por habernos reunido.

»Ahora me doy cuenta de lo mucho que voy a echar de menos a T. K. Parece que nunca aprecias realmente a la gente que tienes alrededor hasta que la pierdes. Él y yo compartimos muchos grandes ratos en la universidad y los seguimos compartiendo después hasta el día de hoy. No hace falta que os diga que era el tipo de amigo en el que podías confiar en los mejores y en los peores momentos.

»T. K. era un auténtico guerrero, y era muy bueno en su oficio. Estoy convencido de que su espíritu descansará en un rincón muy especial del cielo, uno reservado a los grandes guerreros como él. Oremos. Padre nuestro que estás en el cielo: acoge en tu seno el alma de nuestro hermano cristiano, Thomas Evan. En el nombre de nuestro padre y señor salvador Jesucristo, amén.

Todd recitó una traducción directa del padrenuestro que había sido la preferida de T. K. en los últimos años. Siguiendo el texto escrito en un papel, cada uno recitó una frase en arameo, y a continuación en inglés:

«Abuna di bishemaya

Padre nuestro que estás en el cielo,

itqad dash shemak

santificado sea tu nombre,

tete malkutak

venga a nosotros tu reino,

tit'abed re'utak

hágase tu voluntad,

kedi bi semaya kan ba ar'a

así en la tierra como en el cielo,

lajmana hab lana sekan beyoma

danos hoy el pan de nuestro de cada día,

u shebok lana jobeina kedi af anajna shebakna lejeibina

perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden,

weal ta'alna lenision

no nos dejes caer en la tentación,

ela peshina min bisha

líbranos de todo mal.

Ameín

Amén.»

—Adiós, amigo mío —pronunció después Todd con voz temblorosa. A continuación, cogió un puñado de tierra oscura de Paloise y dejó que fuera escurriéndosele entre los dedos hasta caer toda sobre la tumba. Todos vieron las lágrimas que le corrían por las mejillas cuando se dio la vuelta y se marchó.

Después de que casi todos los demás se marcharan colina abajo, Ken y Jeff comenzaron a rellenar la tumba con tierra. Cuando ya casi habían acabado, Lon Porter subió hasta allí con una gran cruz soldada con dos piezas de canalización de siete centímetros y medio de ancho. En la pieza horizontal había grabado una inscripción que decía: «Thomas Evan Kennedy. En las manos del Señor».

Al día siguiente del entierro de T. K., Ken bajó al sótano a hacer inventario de los productos y del equipo que habían llevado allí previamente. Hacía mucho tiempo que había perdido las llaves de las taquillas, así que Todd las abrió con su llave maestra: su cizalla de mango de color rojo.

La mayoría de las cosas estaban tal y como las habían dejado. Las únicas que habían sido manipuladas eran los enormes recipientes de comida de los Layton. Algunos de los cubos de plástico que se habían quedado fuera de la taquilla, y que contenían trigo, arroz, avena y leche en polvo, habían sido utilizados. Los Layton no presentaron ninguna objeción, ya que lo consumido representaba menos del diez por ciento de la comida que habían almacenado. Ken le dijo a Todd que pensaba que habrían repartido su material entre los miembros del grupo.

—¿No lo dirás en serio? —le contestó Todd—. Teníamos claro que dos personas con tantos recursos como vosotros dos conseguiríais llegar hasta aquí. Solo era cuestión de tiempo.

A Layton le impresionó ver toda la comida y el material que tenían almacenado. Tan emocionado estaba que le dijo a Terry que bajara para que pudiera verlo también. Ella bajó cojeando con sus muletas caseras. Durante diez minutos estuvieron examinando el contenido de las dos taquillas sin dejar de dar pequeños suspiros de sorpresa. La inmensa mayoría del material estaba en perfectas condiciones. No fue así con uno de los cubos de trigo, que se había llenado de gorgojos. Lo pusieron a un lado para que sirviese de comida a los pollos. El resto de los cubos de trigo estaban bien, gracias a que Terry había usado un método de almacenamiento con hielo seco. Este método consistía en coger un cubo de dieciocho litros y llenarlo casi por completo de grano; a continuación, se le echa un buen montón de hielo seco. Después, se espera hasta que el hielo termina de sublimarse y, al convertirse en dióxido de carbono, desplaza el aire que hay en el recipiente. Cuando el hielo seco está casi evaporado (cuando queda menos de un cuarto de lo que había), se sella la tapa del cubo. Otro objeto donde falló el sistema de aislamiento fue la caja de barras luminosas de marca Cyalume, que ya habían superado la fecha de caducidad. Tras probar cinco barras y ver que no funcionaban, Ken decidió que habría que tirar la caja entera.

Terry no estaba del todo segura de en qué estado estaría su reserva de vitaminas y medicinas, que al igual que las barras luminosas habían caducado hacía tiempo.

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