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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

Por el camino de Swann (58 page)

BOOK: Por el camino de Swann
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Uno de aquellos días de sol en que no tuvieron realidad mis esperanzas, me faltaron fuerzas para ocultar mi decepción a Gilberta.

—Precisamente hoy tenía muchas cosas que preguntarle —le dije—. Este día me parecía a mí que iba a ser muy importante para nuestra amistad. Y apenas he llegado me dice usted que ya se va a marchar. ¿Si pudiera usted venir mañana temprano para poder hablar con usted?

Con cara resplandeciente y saltando de alegría, me contestó:

—Amiguito: esté usted tranquilo, porque mañana, no vengo; estoy convidada a una merienda magnífica; pasado mañana tampoco, porque voy a casa de una amiga, a ver la entrada del rey Teodosio, que será muy bonita, y al otro día iré a
Miguel Strogoff
; además, pronto llegará la Navidad y las vacaciones de Año Nuevo. Es posible que me lleven al Mediodía; yo me alegraría mucho, aunque entonces me perdería un árbol de Navidad. De todas maneras, aunque me quede en París, no vendré aquí, porque iré con mamá a hacer visitas. Bueno, adiós; me llama mi papá.

Volví a casa con Francisca; las calles seguían empavesadas por el sol, como si ese día hubiera habido una fiesta y quedaran puestas aún las banderolas. Apenas si podía arrastrar las piernas.

—No tiene nada de particular —dijo Francisca—; este tiempo no es natural, hace casi calor. Tiene que haber mucha gente enferma; allá en el cielo deben de andar con la cabeza un poco trastornada.

Yo iba diciéndome para mí las palabras con que Gilberta expresó su radiante júbilo por dejar de ir a los Campos Elíseos, y contenía los sollozos. Pero ya el encanto que por simple mecanismo de funcionamiento llenaba mi ánimo en cuanto éste se ponía a pensar en Gilberta, la posición particular y única —aunque fuera triste— en que me colocaba con respecto a Gilberta, el esfuerzo interno de reconcentrar mi mente, empezó a teñir aquella señal de indiferencia con un romántico colorido, y en medio de mis lágrimas se inició una sonrisa que era esbozo tímido de un beso. Y cuando llegó la hora del correo, me dije como todas las noches: Voy a recibir una carta de Gilberta; me dirá que no ha dejado de quererme un momento, explicándome las razones que haya tenido para ocultármelo hasta aquí, y por qué ha fingido que se alegraba de no verme, y cuál motivo tuvo para adoptar la apariencia de la Gilberta camarada de juego.

Todas las noches me complacía en imaginarme la carta esa; se me figuraba que la estaba leyendo, me la recitaba frase a frase. De pronto me paré asustado. Acababa de ocurrírseme que si tenía carta de Gilberta no podía ser jamás aquella que yo me recitaba, porque ésa era una invención mía. Y desde entonces procuré desviar mi pensamiento de las palabras que me habría gustado que me escribiera, temeroso de que esas frases, que eran cabalmente las más deseadas, las más queridas de todas, se vieran excluidas del campo de las realizaciones posibles, por haberlas enunciado yo. Y si, con verosímil coincidencia, esa carta que yo había compuesto hubiera sido la que Gilberta me escribiera, al reconocer mi propia obra, no habría tenido la impresión de recibir una cosa que no salía de mí, real, nueva, una dicha exterior a mi espíritu, independiente de mi voluntad, don verdadero del amor.

Entre tanto, leía y releía una página que, aunque no era de Gilberta, llegó a mí por su conducto, la página de Bergotte sobre la belleza de los antiguos mitos en que se inspiró Racine, que tenía siempre a mano, al lado de la bolita de ágata. Me enternecía pensar en la bondad de mi amiga, que había mandado buscar el libro para mí; y como todo el mundo necesita encontrar razones a su amor, hasta tener la alegría de reconocer en el ser amado cualidades que, según aprendieron en conversaciones o en libros, son dignas de excitar el amor, y asimilárselas por imitación y convertirlas en nuevos motivos de amor, aunque esas cualidades sean de lo más opuestas a las que buscaba el amor cuando era espontáneo —lo mismo que le sucedía antaño a Swann con el carácter estético de la belleza de Odette—, yo que, al principio, desde Combray, quise a Gilberta por toda la parte desconocida de su vida, en la que habría deseado precipitarme, encarnarme, arrojando mi propia vida, que ya no me importaba nada, pensaba ahora que Gilberta podría llegar a ser un día la humilde sirvienta, la cómoda y adecuada colaboradora de esa vida mía tan desdeñada y tan conocida, y que por la noche me ayudaría en mi trabajo coleccionando folletos.

Por lo que hace a Bergotte, a aquel viejo infinitamente sabio y casi divino, que primero fue causa de que quisiera a Gilberta antes de haberla visto, ahora si lo quería era por causa de Gilberta. Miraba con tanta complacencia como sus páginas sobre Racine el papel con los sellos de lacre blanco, atado con muchas cintas de color malva, en que ella me trajo envuelto el libro. Daba besos a la bolita de ágata, que era lo mejor del corazón de mi amiga, la parte no frívola, la parte fiel, y que, aunque estaba adornada con el hechizo misterioso de la vida de Gilberta, vivía conmigo en mi cuarto, y dormía en mi cama. Pero me daba yo cuenta de que tanto la belleza de aquella piedra como la de las páginas de Bergotte, que asociaba yo con gusto a la idea de mi amor a Gilberta, para dar a este amor una especie de consistencia en los momentos en que se me aparecía como borroso e inexistente; eran anteriores a mi enamoramiento, no se le parecían en nada, que sus elementos se congregaron gracias al talento o a las leyes mineralógicas, antes de que Gilberta me hubiera conocido, de que en el libro y en la piedra no habría cambiado nada si Gilberta no me hubiera querido, y que, por consiguiente, nada me autorizaba a leer en uno ni en otra un mensaje de felicidad. Y mientras que mi amor, esperando sin cesar del otro día la confesión del de Gilberta, anulaba y deshacía todas las noches el trabajo mal hecho de la jornada, en la sombra de mi mismo, una desconocida obrera no dejaba que se desperdiciaran los hilos que yo había arrancado, y los disponía, sin preocuparse por darme gusto ni por trabajar en pro de mi felicidad, en otro orden distinto, el que solía dar siempre a todas sus obras. Como ella no tenía ningún interés particular por mi amor, y no empezaba por decidir que me querían, recogía las acciones de Gilberta, que a mí me parecieron inexplicables, y los defectos que yo le había dispensado. Y entonces, esos defectos y acciones cobraban una significación. Y aquel nuevo orden parecía decirme: «Te equivocas si piensas que cuando Gilberta deja de ir a los Campos Elíseos por una reunión o por unas compras con la institutriz, o cuando se prepara a un viaje de vacaciones de Año Nuevo, lo hace por frivolidad o por obediencia». Porque de haberme querido, no habría sido ni frívola ni dócil, y caso de haberse visto forzada a obedecer, habríalo hecho con la misma desesperación que yo sentía los días que le me pasaban sin verla. Decíame también ese orden nuevo que yo debía saber lo que era amar, puesto que amaba a Gilberta; llamábame la atención sobre mi perpetua preocupación por hacerme valer a los ojos de Gilberta (motivo de que quisiera yo convencer a mi madre para que comprara a Francisca un impermeable y un sombrero con plumas azules, y mejor todavía para que no me mandara a los Campos Elíseos con aquella criada que me avergonzaba; a lo cual respondía mi madre que era un ingrato con Francisca, tan buena mujer y que tanto nos quería), y sobre mi imperiosa necesidad de ver a Gilberta, por la cual me pasaba meses y meses procurando enterarme de en qué época del año se iría de París y adónde, y me parecía un destierro cualquier lugar delicioso donde ella no estuviera, sin desear salir de París mientras pudiera verla en los Campos Elíseos; y no le costaba mucho trabajo convencerme de que en los actos de Gilberta nunca descubriría yo análogo deseo ni preocupación semejante. Gilberta, por el contrario, apreciaba mucho a su institutriz, sin preocuparse de lo que yo opinara de ella. Y le parecía muy natural no ir a los Campos Elíseos cuando tenía que hacer compras con la institutriz, y muy agradable tener que salir con su madre. Y aun suponiendo que me hubiera permitido ir a pasar las vacaciones al mismo sitio donde ella, la habrían decidido para la elección de ese sitio el deseo de sus padres y las mil diversiones que allí podría hallar, pero en ningún modo la intención que mi familia tuviera de mandarme a mí allí. Cuando, a veces, me afirmaba que me quería menos que a otro amigo suyo, que me quería menos que el día antes, porque por un descuido mío había perdido la partida, yo le pedía perdón, le preguntaba lo que tenía que hacer para que me quisiera tanto como antes, y más que a los demás amigos; deseaba que me dijera Gilberta que ya estaba todo arreglado, se lo suplicaba lo mismo que si ella pudiera modificar su afecto hacia mí, con arreglo a su voluntad o a la mía, por darme gusto, sólo con unas palabras que ella dijera, y según mi mala o buena conducta. ¿No sabía yo que el sentimiento que Gilberta me inspiraba en nada dependía de ella ni de mí, de sus acciones o de mi voluntad?

Y aquel orden nuevo que dibujaba la obrera invisible me decía, por fin, que aunque deseemos que las acciones que no nos agradan en una persona no sean genuinamente suyas, sin embargo, se presentan con tan coherente claridad, que nuestro deseo nada puede contra ella, y esa claridad nos indica lo que habrán de ser las acciones de esa persona el día de mañana, aunque sean contrarias a nuestros deseos.

Mi amor oía claramente esas palabras; lo convencían de que el día siguiente sería como los demás, de que el sentimiento que yo inspiraba a Gilberta, ya harto viejo para poder cambiar, era la indiferencia; que en mi amistad con Gilberta, todo el cariño lo ponía yo. «Es verdad —decía mi amor—, de esa amistad no se puede sacar nada, no cambiará.» Y entonces, al otro día (si no esperaba a un día de esos que no son como los demás, el de Año Nuevo, el de una fiesta, el de un cumpleaños, días en que el tiempo vuelve a empezar, con pasos primeros, rechazando la herencia del pasado, sin aceptar de él otro legado que el de sus tristezas), pedía a Gilberta que renunciáramos a nuestra amistad de antes y echáramos los cimientos de una nueva amistad.

Yo siempre tenía a la mano un plano de París, que me parecía un tesoro, porque en él podía distinguirse la calle donde habitaban los señores de Swann. Y por gusto, y por una especie de caballeresca fidelidad, a poco que viniera a cuento, pronunciaba el nombre de esa calle, tanto que mi padre, que no estaba enterado de mi amor, como mi abuela y mi madre, me preguntó:

—Yo no sé por qué estás siempre hablando de esa calle, no tiene nada de particular. Se debe de vivir bien allí, porque está a dos pasos del Bosque, pero también hay otras que les pasa lo mismo.

Yo me las arreglaba para hacer pronunciar a mis padres, a cualquier propósito, el nombre de Swann; claro que mentalmente yo no dejaba de repetírmelo un momento, pero además necesitaba oír su deliciosa sonoridad y hacer que me tocaran esa música, con cuya muda lectura no me satisfacía. Ese nombre de Swann, aunque lo conocía yo de antiguo, era para mí ahora un nombre nuevo, como sucede a los afásicos con las palabras más usuales. Y mi alma, aunque siempre lo tenía presente, no podía acostumbrarse a él. Yo lo descomponía, lo deletreaba; su ortografía era para mí una sorpresa. Y al mismo tiempo que dejó de ser familiar para mí, dejó también de ser inocente. Me parecía tan culpable el gozo que sentía yo al oírlo, que muchas veces, cuando yo intentaba hacérselo pronunciar a mis padres, se me figuraba que me adivinaban el pensamiento y que desviaban la conversación. Entonces yo hacía recaer la charla sobre temas referentes a Gilberta, machacaba sobre idénticas palabras, porque aunque sabía muy bien que no eran más que palabras —palabras pronunciadas allí, lejos de ella, que ella no oía; palabras sin virtud alguna que repetían lo que era, pero sin poder modificarlo—, sin embargo, se me antojaba que, a fuerza de manejar y de revolver todo lo que tocaba a Gilberta, quizá saldría de allí una chispa de felicidad. Contaba y recontaba a mis padres que Gilberta quería mucho a su institutriz; como si esta proposición, al ser enunciada por centésima vez, tuviera la virtud de hacer entrar a Gilberta y traerla a vivir para siempre con nosotros. Tornaba a mis elogios de la señora anciana que leía los
Debates
(yo insinué a mis padres que debía de ser la esposa de algún diplomático, quizá una alteza), celebraba su hermosura, su magnificencia y su nobleza, hasta un día que yo dije que Gilberta delante de mí la llamó señora Blatin.

—¡Ah, ya sé quién es! ¡Alerta! ¡Alerta!, como decía el abuelo —exclamó mi madre, mientras yo me ponía muy encarnado—. ¿Y a eso llamas tú ser guapa? Es horrible y siempre lo fue. Es viuda de un alguacil. ¿No te acuerdas tú, cuando eras pequeño, de las combinaciones que hacía yo en el gimnasio para huir de ella? Venía a hablarme sin conocerme, con el pretexto de decirme que eras demasiado guapo para niño. Ha tenido siempre la manía de conocer gente y debe de estar un poco loca, si es que se trata con la señora Swann. Porque, aunque es de una familia muy ordinaria, nunca ha dado que hablar. Pero siempre está haciendo amistades. Es una mujer horrible, vulgarísima y, además; muy cargante.

Quería yo parecerme a Swann, y me pasaba, todo el tiempo que estaba en la mesa, tirándose de la nariz y restregándome los ojos. Mi padre decía: «Este niño es tonto, se va a poner horrible». Mi gran deseo hubiera sido tener la calva de Swann. Parecíame un ser extraordinario, y juzgaba maravilloso el que lo conocieran otras personas a quienes trataba yo, y que fuera posible encontrárselo en las casuales incidencias de un día cualquiera. Y una vez que mi madre nos estaba contando, como solía hacer todas las noche, durante la cena, sus compras y quehaceres de aquella tarde, hizo brotar en medio de su relato, tan árido para mí, una flor misteriosa, sólo con estas palabras: «¿Y sabéis a quién me he encontrado en «Los Tres Barrios», en la sección de paraguas?: a Swann». ¡Con qué voluptuosa melancolía me enteré de que aquella tarde, destacando entre la muchedumbre su forma sobrenatural, Swann había ido a comprar un paraguas! Entre los demás acontecimientos grandes y chicos, que me dejaban todos indiferentes; aquel tenía la propiedad de despertar en mí esas particulares vibraciones características que hacían temblar constantemente a mi amor por Gilberta. Mi padre decía que a mí no me interesaba nada, porque no prestaba atención cuando se hablaba de las consecuencias políticas que podría acarrear la visita del rey Teodosio, en aquel momento huésped de Francia, y aliado suyo, según se contaba. Pero, en cambio, tenía unas ganas atroces de enterarme de si Swann llevaba aquella tarde su abrigo con esclavina.

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