Por el camino de Swann (60 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: Por el camino de Swann
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He vuelto a encontrar esa complejidad del Bosque de Boulogne, por virtud de la cual es un sitio artificial, un jardín, en el sentido zoológico o mitológico de la palabra, este año, cuando lo atravesaba camino del Trianón, una de las primeras mañanas de noviembre; porque ese mes, en París y en las casas donde se siente uno privado y tan cerca del espectáculo del otoño que agoniza, sin que asistamos a su acabamiento, inspira una nostalgia de hojas muertas, una verdadera fiebre, que llega hasta quitar el sueño. Allí, en mi cuarto, cerrado, esas hojas muertas se interponían hacía un mes, evocadas por mi deseo de verlas, entre mi pensamiento y cualquier objeto en que me fijara, revoloteando en torbellinos, como esas manchitas amarillas que, a veces, se nos ponen delante de los ojos, miremos a lo que miremos. Y aquella mañana, al no oír la lluvia de los días anteriores, y al ver sonreír al buen tiempo en una comisura de las cerradas cortinas, como en la comisura de una boca cerrada que deja escaparse el secreto de su felicidad, sentí que me sería dable ver aquellas hojas amarillas atravesadas por la luz, en plena belleza; y sin poder por menos de irme a ver los árboles, coma antaño cuando oía el viento soplar en la chimenea, no podía por menos de marcharme a orillas del mar, salí hacia el Trianón, atravesando el Bosque de Boulogne. Era la estación y la hora en que el Bosque parece más múltiple, no sólo porque esté subdividido, sino porque lo está de otra manera. Hasta en las partes descubiertas donde se abarca un gran espacio, acá y acullá, frente a las sombrías masas de árboles sin hojas o aún con las hojas estivales, había una doble fila de castaños, que parecía, como en un cuadro recién comenzado, ser lo único pintado aún por el decorador, que no había puesto color en todo lo demás, y tendía su paseo en plena luz para el episódico vagar de unos personajes que serían pintados más tarde.

Más allá, entre todos los árboles que estaban todavía revestidos de hojas verdes, había uno achaparrado, sin mocha, testarudo, sacudiendo su fea cabellera roja. En otras partes cumplíase como el primer despertar de aquel mes de mayo de las flores, y había un
ampelopsis
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maravilloso y sonriente, igual que un espino rosa de invierno, florecido desde aquella mañana. Y el Bosque presentaba el aspecto provisorio y artificial de unos viveros o de un parque donde, ya por interés botánico, ya para preparar una fiesta, se acabaran de instalar, entre los árboles de especie común que aun quedaban por arrancar, dos o tres clases de arbustos de precioso género, con follaje fantástico, y que a su alrededor parecían reservarse un vacío, abrirse espacio y crear claridad. Así era esa estación del año cuando el Bosque de Boulogne deja transparentar más diversas esencias y yuxtapone los elementos más dispares en una bien compuesta trabazón. Y así era también la hora del día. En aquellos sitios donde había aún árboles con hojas, el follaje parecía sufrir como una alteración de su materia desde el momento que lo tocaba la luz del sol; tan horizontal ahora por la mañana como lo estaría horas más tarde, cuando empezara el crepúsculo vespertino, que se enciende como una lámpara y proyecta a distancia sobre el follaje un reflejo artificial y cálido, haciendo llamear las hojas más altas de un árbol, que no es ya más que el candelabro incombustible y sin brillo donde arde el cirio de su encendida punta. En unos sitios la luz era espesa, como masa de ladrillos, y cimentaba toscamente contra el cielo las hojas de los castaños, como un lienzo de fábrica persa con dibujos azules, mientras que en otras partes las destacaba contra el firmamento, hacia el cual tendían ellas sus crispados dedos de oro. Hacia la mitad de un tronco de árbol revestido de viña loca, la luz hizo un injerto, del cual arrancaba, imposible de distinguir claramente por el exceso de luz, un gran ramo de flores rojizas, quizá una variedad de clavel. Las diferentes partes del Bosque, confundidas durante el estío por el espesor y la monotonía del follaje, se destacaban ahora separadamente. Había claros que indicaban las separaciones; otras veces, un suntuoso follaje designaba como una oriflama un lugar determinado. Y podían distinguirse, como en un plano de colores, Armenonville, el Prado Catalán, Madrid, las orillas del layo y el Hipódromo. De cuando en cuando se apartaban los árboles, y entre ellos asomaba alguna construcción inútil, una gruta artificial, un molino, plantados en la muelle plataforma de una pradera. Veíase claro que el Bosque no era un bosque, que respondía a una finalidad muy distinta de la vida de los árboles; la exaltación que yo sentía no tenía por fuente tan sólo la admiración del otoño, sino un deseo. ¡Manantial de alegría, que el alma percibe primeramente sin conocer su causa, sin comprender qué cosa externa la motiva! Y así miraba yo a los árboles, penetrado de infinita ternura, que iba mucho más allá de ellos, que se encaminaba, sin darme yo cuenta, hacia esa maravilla de las mujeres hermosas que se pasean por entre la arboleda unas horas cada día. Iba camino del paseo de las Acacias. Atravesaba oquedales donde la luz matinal, que les imponía divisiones nuevas, podaba árboles, juntaba tallos distintos y componía ramilletes. Hábilmente agarraba dos árboles, y sirviéndose de las poderosas tijeras del sol y de la sombra, cortaba a cada uno la mitad de su tronco y de sus ramas, y ligando las dos mitades que quedaban, formaba con ellas, ya un pilar de sombra delimitado por el sol de alrededor, ya un fantasma de claridad, cuyo contorno artificioso y trémulo se encerraba en una red de sombra. Cuando un rayo de sol doraba las ramas más altas, parecía que, empapadas en brillante humedad, surgían ellas solas, de la atmósfera líquida color de esmeralda, donde estaba sumergido, como en el mar, el oquedal entero. Porque los árboles seguían viviendo su vida propia, que cuando no tenían hojas brillaba aún mejor en la vaina de terciopelo verde que envolvía sus troncos, o en el blanco esmalte de las esferitas de muérdago, sembradas en lo alto de los álamos, y redondas como el sol y la luna de la Creación
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. Pero como hacía tanto tiempo que, por un a modo de injerto, tenían que vivir en relación con las mujeres, me evocaban la
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, la damita elegante, esquiva y coloreada, que ellos abrigan con sus ramas, haciéndoles sentir, como ellos la sienten, la fuerza de la primavera o del otoño; me recordaban los felices tiempos de mi crédula juventud, cuando yo iba a esos lugares donde maravillosas obras de arte femenino tomaban forma pasajera entre las hojas inconscientes y encubridoras. Pero la belleza, cuyo deseo me inspiraban los abetos y las acacias del Bosque de Boulogne, era más inquietante que la de los castaños y las lila del Trianón, adonde yo me dirigía, porque esa belleza no estaba plasmada fuera de mí en recuerdos de una época histórica, en obras de arte, en un templo consagrado al amor, que tenía a sus pies montones de hojas estriadas de oro. Pasé por la orilla del lago, y fui hasta el Tiro de Pichón. La idea de perfección que en mí se encerraba la ponía ahora en una victoria un poco alta, en la delgadez de unos caballos furiosos y rápidos como avispas, con los ojos inyectados en sangre, cual los crueles caballos de Diómedes; y ahora, arrastrado por un deseo de volver a ver lo que amé un día, tan fuerte como el que antes me empujaba hacia esos lugares, habría querido tener delante aquellas bestias, en aquel momento en que el enorme cochero de la señora de Swann, guardado por un menudo
groom
, que abultaba lo que el puño, y tan infantil como un San Jorge, intentaba dominar sus alas de acero, palpitantes y espantadas. Pero, ¡ay!, que ahora ya no se veían más que automóviles, guiados por mecánicos bigotudos, con grandes lacayos al lado. Hubiera querido tener allí, al alcance de mis ojos corporales, aquellos sombreritos de mujer, tan chicos y tan bajos, que parecían una corona, para ver si a ellos les parecían tan bonitos como a los ojos de mi memoria. Pero ahora los sombreros eran enormes, todos cubiertos de flores, de frutas, de variados pájaros. En vez de aquellos espléndidos trajes de la señora de Swann, unas túnicas grecosajonas ennoblecían, con arrugas
tanagrinas
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o de estilo Directorio
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, a las telas Liberty, sembradas de florecillas, como los papeles pintados. Los señores que antaño habrían podido pasearse con la señora de Swann por el paseo de la Reina Margarita, no llevaban en la cabeza el sombrero gris de otros tiempos, ni sombrero de ninguna clase: iban descubiertos. Y a mí ya no me quedaba fe o creencia alguna que infundir en todas estas partes del espectáculo, para darle consistencia, unidad y vida; pasaban dispersas por delante de mí, al azar, sin verdad, sin llevar centro ninguna belleza que mis ojos hubieran podido trabajar, como antaño. Eran unas mujeres cualesquiera; yo no tenía fe en su elegancia, y sus trajes me parecían insignificantes. Pero cuando desaparece una creencia, la sobrevive —y con mayor vida, para ocultar la falta de esa fuerza que teníamos para infundir realidad a las cosas nuevas— un apego fetichista a las cosas antiguas, que ella animaba, como si acaso lo divino residiera en las creencias y no en nosotros, y como si nuestra incredulidad actual tuviera por causa contingente la muerte de los dioses.

Y yo me decía: ¡Qué horror! ¿Cómo es posible que estos automóviles puedan parecer tan elegantes como los antiguos trenes? Será que he envejecido mucho; pero ello es que no nací para un mundo donde las mujeres van atadas en trajes que ni siquiera son de paño. ¿Para qué venir aquí, a la sombra de estos árboles amarillentos, cuando en lugar de las cosas exquisitas que servían de marco se han colocado la vulgaridad y la insensatez? Mi consuelo, hoy que ya no existe la elegancia, es pensar en las mujeres que conocí. Pero, ¿cómo van a sentir el encanto que era ver a la señora de Swann con su sencilla toca de color malva, o con un sombrerito sin otro adorno que un lirio muy derecho, esas gentes que se complacen en contemplar a unas criaturas horribles que llevan en el sombrero una pajarera o un huerto? ¿Cómo hacerles comprender la emoción que yo sentía, las mañanas de invierno, cuando me encontraba con la señora de Swann, a pie, con su capillo de nutria, y una sencilla gorra con dos cuchillos de plumas de perdiz, pero que evocaba toda la artificiosa tibieza de su cuarto, sólo por el ramito de violetas prendido en el pecho, que con su florecer vivo y azulado frente al cielo gris, frente al aire helado, frente a los árboles sin hojas, tenía el encanto de no considerar la estación y el tiempo más que como un marco y de vivir en una atmósfera humana, en la atmósfera de esa mujer, la misma que envolvía en los jarrones y las jardineras de su salón, junto al fuego encendido, delante del sofá de seda, a otras flores que miraban cómo caía la nieve por detrás de los cristales? Además, no me habría bastado con que las modas fueran como entonces. Porque, como existe una gran solidaridad entre las distintas partes de un recuerdo, y nuestra memoria las mantiene juntas en un equilibrio que no se puede alterar ni quitarle nada, lo que yo habría querido es ir a pasar el final de la tarde en casa de una de esas mujeres, delante de una taza de té, en una habitación con las paredes pintadas de tonos sombríos, como era la de la señora de Swann (el año siguiente a aquel en que termina la primera parte de este relato), donde brillaran los anaranjados fuegos, la roja combustión, la llama rosa y blanca de los crisantemos en el crepúsculo de noviembre, en unos momentos semejantes a aquellos en que (como luego se verá) no supe descubrir los placeres que deseaba. Pero ya no había más que cuartos de estilo Luis XVI, todos de blanco, esmaltados de hortensias azules. Además, ahora se volvía a París muy tarde. Y si hubiera pedido a la señora de Swann que reconstituyera para mí los elementos de ese recuerdo que estaba amarrado a un año lejano, a una fecha a la que no podría remontarme, me habría contestado que no volvía hasta febrero, cuando ya había pasado, con mucho, el tiempo de los crisantemos; porque los elementos de ese deseo eran tan inaccesibles como el placer que antaño perseguí en vano. Y habría sido menester igualmente que fueran las mismas mujeres, aquellas cuyos trajes me interesaban, porque en aquel tiempo en que todavía seguía yo creyendo, mi imaginación las individualizó, las rodeó de sendas leyendas. Y ¡ay!, en el paseo de las Acacias, en el paseo de los Mirtos aun vi algunas, ya muy viejas, sombras terribles de lo que fueron, errantes, buscando desesperadamente yo no sé qué en los bosquecillos virgilianos. Acabaron por desaparecer, porque yo me estuve mucho rato interrogando en vano los caminos desiertos. El sol se había puesto. La Naturaleza tornaba a señorearse del Bosque, y huyó volando la idea de que era el Jardín Elíseo de la mujer; por encima del molino falso había un cielo gris de verdad; el viento rizaba el lago grande con onditas pequeñas, como un lago de veras; grandes pájaros cruzaban por encima del Bosque, como por encima de un bosque, y lanzando chillidos penetrantes se posaban uno tras otro en los robles añosos, que con su druídica corona y su majestad
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, parecían pregonar el inhumano vacío de la selva sin empleo, y me ayudaban a comprender la contradicción que hay en buscar en la realidad los cuadros de la memoria, porque siempre les faltaría ese encanto que tiene el recuerdo y todo lo que no se percibe por los sentidos. La realidad que yo conocí ya no existía. Bastaba con que la señora de Swann no llegara exactamente igual que antes, y en el mismo momento que entonces, para que la Avenida fuera otra cosa. Los sitios que hemos conocido no pertenecen tampoco a ese mundo del espacio donde los situamos para mayor facilidad. Y no eran más que una delgada capa, entre otras muchas, de las impresiones que formaban nuestra vida de entonces; el recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, los caminos, los paseos, desgraciadamente, son tan fugitivos como los años.

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