Authors: Frederik Pohl
—No es que me niegue a cumplir tu orden, Rob. Es que no sé cuál es esa orden.
—¡Mierda! —grito—. ¿Cómo puedes responder a ella si no sabes cuál es?
—Lo hago, Rob. O... —siempre paternal, siempre paciente—, si deseas una respuesta más amplia, cada porción de la orden acciona una instrucción en cadena que, cuando está completa, pone en marcha otra zona de mando. En términos técnicos, cada conexión de la clave corresponde a otra conexión, que es accionada por la porción siguiente.
—Mierda —exclamo. Reflexiono un momento sobre lo que me ha dicho—. Entonces, ¿qué es lo que puedo controlar, Sigfrid?
—Puedes ordenarme que revele cualquier información almacenada. Puedes ordenarme que la revele en la forma que tú quieras, siempre que esté dentro de mis posibilidades.
—¿En la forma que yo quiera? —Consulto mi reloj y me doy cuenta, con fastidio, de que en este juego hay un límite de tiempo. Sólo me quedan unos diez minutos de consulta—. ¿Quieres decir que podría hacerte hablar, por ejemplo, en francés?
—Oui, Robert, daccord. ¿Que voulez-vous?
—O en ruso, con una... espera un momento... —Estoy experimentando al azar—. Me refiero a la voz de un bajo profundo de la ópera del Bolshoi.
Oigo una voz que parece salir del fondo de una cueva:
—Da, gospodin.
—¿Me dirás todo lo que quiera saber sobre mí mismo?
—Da, gospodin.
—¡En inglés, maldita sea!
—Sí.
Hum, esto promete ser divertido.
—Y, ¿quiénes son estos afortunados clientes, querido Sigfrid? Recítame toda la lista. —Casi me parece discernir mi propia impaciencia en el sentido de mi voz.
—Lunes a las novecientas —empieza dócilmente—, Yan Ilievsky. A las mil, Mario Laterani. A las mil cien, Julie Loudon Martin. A las mil doscientas.
—Ella —le digo—. Háblame sobre ella.
—Julie Loudon Martin me fue enviada por el Hospital Kings, donde había sido paciente externa, tras seis meses de tratamiento con terapia contra el alcoholismo. Tiene un historial de dos supuestas tentativas de suicidio después de una depresión posparto ocurrida hace cincuenta y tres años. La he sometido a terapia desde...
—Espera un momento —interrumpo, tras añadir la posible edad en que tuvo el niño a los cincuenta y tres años—. Ya no estoy tan seguro de que esta Julie pueda interesarme. ¿Quieres darme una idea de su aspecto?
—Puedo mostrarte una holografía, Rob.
—Hazlo. —Inmediatamente se produce un rápido destello subliminal, y una mancha de color, y entonces veo a esta minúscula señora tendida sobre una alfombra —¡mi alfombra!— en una esquina de la habitación. Habla lentamente y sin mucho interés con alguien que no se ve. No oigo lo que dice, pero la verdad es que no me importa.
—Sigue —le ordeno—, y cuando nombres a tus pacientes, enséñame cómo son.
—A las mil doscientas, Lorne Schofield. —Un hombre viejísimo, con unos dedos que la artritis ha convertido en garras, que se coge la cabeza—. A las mil trescientas, Frances Astritt. —Una jovencita, que ni siquiera ha llegado a la adolescencia—. A las mil cuatrocientas...
Le dejo continuar un poco más, todo el lunes y medio martes. No me imaginaba que trabajase tantas horas, pero pensándolo bien, una máquina no se cansa nunca. Una o dos pacientes parecen interesantes, pero no conozco a nadie, y no creo que ninguna valga más que Yvette, Donna, S. Ya., o una docena de otras.
—Dejémoslo —ordeno, y pienso unos minutos.
Esto no es tan divertido como yo suponía. Además, mi tiempo se agota.
—Ya repetiremos el juego en otra ocasión —digo—. Ahora hablemos de mí.
—¿Qué te gustaría saber, Rob?
—Lo que normalmente no me haces saber. Diagnóstico. Pronóstico. Observaciones generales sobre mi caso. La clase de persona que crees que soy, en realidad.
—El paciente Robinette Stefley Broadhead —empieza inmediatamente—, revela ligeros síntomas depresivos, bien compensados por un activo estilo de vida. La razón aducida por él para buscar ayuda psiquiátrica es depresión y desorientación. Muestra sentimientos de culpabilidad y presenta una afasia selectiva en el nivel consciente sobre diversos episodios que se repiten como símbolos en sus sueños. Su instinto sexual es bastante bajo. Sus relaciones con mujeres son generalmente insatisfactorias, a pesar de que su orientación psicosexual sea predominantemente heterosexual en el ochenta por ciento de...
—Estupideces... —comienzo yo, en una reacción tardía frente al instinto sexual bajo y las relaciones insatisfactorias.
Pero no tengo ganas de discutir con él y, de todos modos, él dice voluntariamente en ese momento:
—Debo informarte, Rob, de que tu tiempo casi ha concluido. Ahora tendrías que pasar a la sala de recuperación.
—¡Bobadas! ¿De qué tengo que recuperarme? —Sin embargo, tomo en cuenta su primera observación—. Está bien —digo—, vuelve a tu estado normal. Anulo la orden... ¿es eso todo lo que debo decir? ¿Está anulada?
—Sí, Robbie.
—¡Has vuelto a hacerlo! —grito—. ¡Decídete de una vez por uno u otro nombre!
—Te llamo por el término apropiado a tu estado de ánimo, o al estado de ánimo que yo quiero provocar en ti, Robbie.
—¿Y ahora quieres que sea un niño?... No, dejemos eso. Escucha —digo, poniéndome en pie—, ¿recuerdas toda nuestra conversación mientras yo te ordenaba que hablaras?
—Claro que sí, Robbie. —Y después añade de su propia cosecha, aunque ya pasen diez o veinte segundos de mi hora—: ¿Estás satisfecho, Robbie?
—¿Qué?
—¿Ha quedado bien demostrado, para tu propia satisfacción, que sólo soy una máquina? ¿Que puedes controlarme en cualquier momento?
Me detengo en seco.
—¿Es eso lo que hago? —pregunto, sorprendido. Y después—: Bueno, supongo que sí. Eres una máquina, Sigfrid. Puedo controlarte.
Él me contesta, cuando estoy a punto de salir.
—La verdad es que siempre lo hemos sabido, ¿no crees? Lo que tú temes realmente... el lugar donde sientes que se necesita control... ¿no está dentro de ti mismo?
Cuando pasas varias semanas consecutivas cerca de otra persona, tan cerca que conoces cada hipo, cada olor y cada rasguño de su piel, acabáis odiándoos mutuamente o tan compenetrados que no puedes desligarte aunque quieras. A Klara y a mí nos sucedieron ambas cosas. Nuestro pequeño episodio amoroso se había convertido en una relación de hermanos siameses. No había ningún romance en ella. Entre nosotros no había espacio suficiente para que se produjera un romance. Y, sin embargo, yo conocía cada centímetro de Klara, cada poro y cada pensamiento, mucho mejor que si fuera mi propia madre. Y, del mismo modo, desde su seno hacia el exterior. Estaba rodeado por Klara.
Y, exactamente igual, ella estaba rodeada por mí; cada uno de los dos definía el universo del otro, y había veces en que yo (y estoy seguro de que ella también) deseaba con toda mi alma abrirme paso y volver a respirar el aire del exterior.
El mismo día que regresamos, sucios y agotados, nos dirigimos automáticamente hacia las habitaciones de Klara. Allí era donde estaba el baño privado, había mucho sitio, y todo estaba preparado para nosotros, así que nos dejamos caer sobre la cama igual que un matrimonio cansado de tanto hacer maletas. Sólo que no éramos un matrimonio. Yo no tenía ningún derecho sobre ella. Durante el desayuno del día siguiente (tocino canadiense de la Tierra y huevos, escandalosamente caro, piña natural, cereal con crema auténtica, cappuccino), Klara se empeñó en recordármelo pagando ostentosamente la cuenta. Yo reaccioné tal como ella quería. Dije:
—No tienes por qué hacerlo. Ya sé que eres más rica que yo.
—Y te gustaría saber hasta qué punto —me contestó ella, sonriendo dulcemente.
La verdad es que ya lo sabía. Shicky me lo había dicho. Tenía setecientos mil dólares y pico en su cuenta. Lo bastante para volver a Venus y vivir allí el resto de su vida en una razonable seguridad si así lo deseaba, aunque yo no comprenda que alguien desee vivir en Venus. Quizás ésta fuese la razón de que permaneciera en Pórtico sin tener ninguna necesidad. Todos los túneles se parecen mucho.
—Tendrías que decidirte a nacer —dije, terminando mi pensamiento en voz alta—. No puedes quedarte eternamente en el seno de tu madre.
Ella se mostró sorprendida, pero me siguió el juego.
—Querido Rob —dijo, sacándome un cigarrillo del bolsillo y permitiendo que se lo encendiera—, tú tendrías que aceptar el hecho de que tu madre esté muerta. Me resulta muy pesado tratar de no olvidar que debo seguir rechazándote para que puedas cortejarla a través de mí.
Comprendí que hablábamos sin entendernos pero, por otro lado, comprendí que en realidad no era así. El propósito verdadero de nuestra conversación no era comunicarse sino herir.
—Klara —dije cariñosamente—, sabes que te quiero. Me preocupa que hayas llegado a los cuarenta sin haber tenido jamás una relación buena y duradera con un hombre.
Ella se rió con cierto nerviosismo.
—Cariño —repuso—, tenía la intención de hablar contigo acerca de eso. Esta nariz... —Hizo una mueca—. Anoche, en la cama, a pesar de lo cansada que estaba, pensé que iba a vomitar hasta que diste media vuelta. Quizá, si bajaras al hospital, podrían destaponártela...
Bueno, incluso yo podía olerlo. No sé qué pasa con el algodón hidrófilo podrido, pero no es agradable. Así que le prometí hacerlo y entonces, para castigarla, no terminé mi ración de cien dólares de piña natural y ella, para castigarme, empezó a cambiar nerviosamente de sitio las pertenencias que yo tenía en sus armarios, a fin de guardar el contenido de su mochila. Así pues, lo más natural fue decirle:
—No lo hagas, querida. A pesar de lo mucho que te amo, creo que me mudaré a mi propia habitación durante un tiempo.
Ella alargó una mano y me acarició el brazo.
—Me quedaré muy sola —dijo, apagando el cigarrillo—. Ya me he acostumbrado a despertarme junto a ti. Además...
—Recogeré mis cosas cuando vuelva del hospital —contesté.
Aquella conversación no acababa de gustarme y no quería prolongarla. Es la clase de peleas entre un hombre y una mujer que trato de achacar a la tensión premenstrual siempre que es posible. Me gusta la teoría, pero desgraciadamente en este caso me enteré de que no explicaba la actitud de Klara, y desde luego nunca explica la mía.
UNA NOTA SOBRE EXPLOSIONES Doctor Asmenion: |
Pregunta: |
Doctor Asmenion: |
En el hospital me hicieron esperar más de una hora, y después vi las estrellas. Sangré como un cerdo, manchándome toda la camisa y los pantalones, y cuando me sacaron los interminables metros de algodón que Ham Tayeh me había metido en la nariz para evitar que me desangrara, sentí exactamente igual como si me arrancasen la piel a tiras. Lancé un alarido. La pequeña anciana japonesa que trabajaba aquel día como ayudante me recomendó que tuviera paciencia.
—Oh, cállese, por favor —dijo—. Parece el loco recién llegado que se ha suicidado. Ha estado gritando más de una hora.
La aparté con violencia, mientras me apretaba la nariz con la otra mano para detener la sangre. La ansiedad me consumía.
—¿Qué? Quiero decir, ¿cómo se llamaba?
Me cogió la mano y siguió curándome.
—No lo sé... oh, espere un momento. Usted no será uno de los tripulantes de su nave, ¿verdad?
—Es lo que estoy tratando de averiguar. ¿Era Sam Kahane?
De pronto se hizo más humana.
—Lo siento muchísimo —dijo—. Creo que ése era su nombre. Iban a ponerle una inyección para calmarle, y él arrebató la aguja al doctor y... bueno, se la clavó en el corazón.
Verdaderamente, el día no podía haber empezado mejor.
Al final me cauterizó.
—Voy a taponársela un poco —dijo—. Mañana puede sacarse la gasa usted mismo, pero tenga cuidado, y si tiene una hemorragia venga a toda prisa.
Me dejó marchar, como alguien a quien han dado un golpe en la cabeza. Fui a la habitación de Klara para cambiarme de ropa, y el día siguió tan mal como antes.
—Maldito géminis —me espetó—. La próxima vez que haga un viaje, será con un tauro como ese Metchnikov.
—¿Qué ocurre, Klara?
—Nos han dado una bonificación. ¡Doce mil quinientos! ¡Dios mío, mi sirvienta gana más sólo en propinas!
—¿Cómo lo sabes?
Yo ya había dividido $ 12.500 por cinco, y casi inmediatamente me pregunté si, en las actuales circunstancias, no lo dividirían por cuatro.
—Han llamado por el teléfono P hace diez minutos. ¡Señor! ¡El peor viaje que he hecho en mi vida, y saco menos de lo que vale una ficha verde en el casino. —Entonces se fijó en mi camisa y se enterneció un poco—. Bueno, no es culpa tuya, Rob, pero los géminis siempre han sido así. Tendría que haberlo supuesto. A ver si encuentro ropa limpia.
Dejé que se ocupara de eso pero, de todos modos, no me quedé. Recogí mis cosas, me dirigí hacia un pozo de bajada y pedí que me guardaran las maletas en la oficina de registros, donde firmé una solicitud para que me devolvieran la habitación y llamé por teléfono. Cuando Klara mencionó el nombre de Metchnikov, me acordé de algo que quería hacer.
Metchnikov gruñó un poco, pero finalmente accedió a verme en el aula de clase. Como es natural, yo llegué antes. Él se presentó al cabo de unos minutos, se detuvo en el umbral, miró a su alrededor y preguntó:
—¿Dónde está esa chica, como se llame?
—Klara Moynlin. Está en su habitación. —Clara, sincera, falsa. Una respuesta modelo.
—Hum. —Deslizó el índice por cada una de sus patillas, que se unían debajo de su barbilla—. Adelante, entonces. —Echando a andar, me dijo—: La verdad es que probablemente ella sacaría más que tú de todo esto.