Pórtico (22 page)

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Authors: Frederik Pohl

BOOK: Pórtico
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Otro de los factores negativos sobre las comidas de la Corporación es que producen una gran cantidad de metano, el cual produce una gran cantidad de lo que todos los antiguos habitantes de Pórtico recuerdan como el aire viciado de Pórtico.

Después bajamos a los niveles inferiores, sin hablar demasiado. Supongo que ambos nos preguntábamos adónde íbamos. No me refiero a aquel momento concreto.

—¿Te gustaría explorar un poco? —inquirió Klara.

La tomé de la mano mientras seguíamos andando. Era muy curioso. Algunos de los viejos túneles cubiertos de hiedra que nadie usaba eran interesantes en grado sumo, y más allá de ellos estaban los polvorientos y desnudos lugares donde ni siquiera se habían molestado en plantar hiedra. Normalmente había mucha luz a causa de las mismas paredes, que aún despedían aquel resplandor azulado tan característico del metal Heechee. A veces —no últimamente, pero no hacía más de seis o siete años—, se habían encontrado artefactos Heechee en esos muros, y nunca sabías cuándo tropezarías con algo que mereciese una bonificación.

La idea no me entusiasmó demasiado, porque nada resulta divertido cuando no tienes elección.

—¿Por qué no? —dije, pero al cabo de unos minutos, cuando vi dónde estábamos, añadí—: Vayamos un rato al museo.

—Oh, de acuerdo —repuso ella, súbitamente interesada—. ¿Sabes que han arreglado la sala circundante? Me lo ha dicho Metchnikov. La abrieron al público mientras estábamos fuera.

Así que cambiamos de dirección, bajamos dos niveles y salimos cerca del museo. La sala circundante era una estancia casi esférica justo al lado del museo propiamente dicho. Era grande, diez metros de anchura o más, y antes de entrar había que ponerse unas alas como las de Shicky que estaban en una repisa junto a la puerta. Ni Klara ni yo las habíamos usado antes, pero no nos pareció difícil. En primer lugar, en Pórtico pesas tan poco que volar sería el modo más fácil y mejor de circular, si en el asteroide hubiera sitios lo bastante grandes como para volar en su interior.

IGLESIA ANGLICANA DE PÓRTICO

Párroco, Reverendo Theo Durleigh

Comunión, Domingos a las 10.30 h.

Vísperas por Encargo

Eric Manier, que abandonó su cargo de capillero el 1 de diciembre, ha dejado una huella indeleble en Todos Los Santos de Pórtico y estamos en deuda con él por poner su ciencia a nuestra disposición. Nacido en Elstree, Herts, hace 51 años, se graduó como licenciado en Derecho por la Universidad de Londres y después ingresó en el cuerpo de abogados. Posteriormente fue empleado durante algunos años en la compañía de gas de Perth. Si el hecho de que nos abandone nos causa tristeza por nosotros mismos, debemos alegrarnos de que haya realizado el deseo de su corazón y vuelva a su amado Herfordshire, donde espera dedicar sus años de retiro a asuntos civiles, meditación trascendental, y el estudio de la música llana. Elegiremos un nuevo capillero el primer domingo que alcancemos un quórum de nueve parroquianos.

Abrimos la compuerta y nos dejamos caer dentro de la esfera, donde nos encontramos en medio de un verdadero universo. La sala estaba rodeada por paneles hexagonales, proyectados por alguna fuente que no se veía, probablemente dígitos con pantallas de cristal líquido.

—¡Qué bonito! —exclamó Klara.

A nuestro alrededor había una especie de globorama de lo que habían encontrado las naves exploradoras. Estrellas, nebulosas, planetas, satélites. A veces cada lámina mostraba una cosa independiente, de modo que había unas ciento veintiocho escenas separadas. De repente, clic, todas cambiaban; otra vez clic, y empezaban a sucederse unas a otras, manteniendo unas la misma escena, y cambiando otras a algo nuevo. Otra vez clic, y se encendía todo un hemisferio con una vista en miniatura de la galaxia M-31 desde... Dios sabe dónde.

—Oye —dije, realmente excitado—, ¡esto es grandioso!

Y lo era. Era como tomar parte en todos los viajes realizados hasta el momento, sin el trabajo, las molestias y el constante miedo.

No había nadie más que nosotros, y no pude entender por qué. Era maravilloso. Lo lógico habría sido que hubiese una cola larguísima para entrar. Una lámina empezó a mostrar una serie de fotografías de artefactos Heechee descubiertos por los prospectores: molinetes de oraciones de todos los colores, máquinas para trazar paredes, los interiores de naves Heechee, algunos túneles...

Klara exclamó que ella conocía algunos, enclavados en Venus, aunque a mí me parecía imposible que los distinguiese. Después volvieron a aparecer fotografías del espacio. Algunas de ellas eran familiares. Reconocí las Pléyades en una rápida instantánea de seis u ocho paneles, que se desvaneció y fue sustituida por una vista de Pórtico Dos desde fuera, con el reflejo de dos jóvenes estrellas del grupo en un lado. Vi algo que podía ser la Nebulosa Cabeza de Caballo, y una masa de gas y polvo que podía ser la Nebulosa Anillo de Lira o lo que un equipo de exploradores había encontrado pocas órbitas antes y denominado Buñuelo Francés, en el cielo de un planeta donde se habían detectado excavaciones Heechee, no alcanzadas todavía, bajo un mar de hielo.

Nos quedamos media hora o más, hasta tener la impresión de estar viendo las mismas cosas una y otra vez, y entonces nos elevamos hacia la compuerta, devolvimos las alas, y nos sentamos a fumar un cigarrillo en una amplia zona del túnel que había fuera del museo.

Dos mujeres que reconocí vagamente como miembros del equipo de mantenimiento de la Corporación pasaron junto a nosotros, llevando unas alas enrolladas y atadas a la espalda.

—Hola, Klara —saludó una de ellas—. ¿Has estado dentro?

Klara asintió.

—Es maravilloso —dijo.

—Disfrútalo mientras puedas —comentó la otra—. La semana que viene te costará cien dólares. Mañana instalaremos un sistema de lectura grabada por teléfono P, y harán la inauguración antes de que lleguen los próximos turistas.

—Vale la pena —dijo Klara, pero después me miró.

Yo me di cuenta de que, a pesar de todo, estaba fumando uno de sus cigarrillos. A cinco dólares la cajetilla no podía permitirme ese lujo, pero resolví comprar por lo menos una con el presupuesto de aquel día, y asegurarme de que ella me cogiera los mismos que yo le había cogido.

—¿Quieres andar un poco más? —me preguntó.

—Quizá dentro de un rato —contesté.

Me habría gustado saber cuántos hombres y mujeres habían muerto para tomar las hermosas fotografías que acabábamos de ver, porque volvía a enfrentarme con el hecho de que tarde o temprano debería someterme a la mortal lotería de las naves Heechee, o renunciar. Me preguntaba si la nueva información que Metchnikov me había dado supondría una gran diferencia. Ahora todo el mundo hablaba de ello; la Corporación había programado un anuncio por todos los teléfonos para el día siguiente.

—Esto me recuerda una cosa —dije—. ¿Has dicho que habías visto a Metchnikov?

—Me preguntaba cuándo me hablarías de eso —contestó—. Desde luego. Me llamó para decirme que te había enseñado la clave de colores, así que bajé y me hizo la demostración. ¿Qué opinas, Rob?

Apagué el cigarrillo.

—Creo que todos los habitantes de Pórtico se pelearán por conseguir los buenos lanzamientos, eso es lo que opino.

—Quizá Dane sepa algo. Ha estado trabajando con la Corporación.

—No lo dudo. —Me desperecé y volví a apoyarme, balanceándome en la escasa gravedad y reflexionando—. No es tan amable como supones, Klara. Quizá nos lo comunicara, si se presentase algo bueno, pero querrá algo a cambio.

Klara esbozó una sonrisa.

—Estoy segura de que me lo diría.

—¿A qué te refieres?

—Oh, me llama de vez en cuando. Quiere una cita.

—Oh, mierda, Klara. —A estas alturas, yo ya estaba bastante irritado. No sólo por Klara, y no sólo por Dane. Por el dinero. Por el hecho de que, si quería volver a la sala circundante la semana próxima, me costaría la mitad de lo que tenía ahorrado. Por la oscura imagen que se presentaba antes de tiempo y por la que tendría que decidirme nuevamente a hacer algo que me daba mucho miedo repetir—. Yo no confiaría en ese hijo de perra mientras no...

—Oh, cálmate, Rob. No es tan mal tipo —dijo ella, encendiendo otro cigarrillo y dejando el paquete al alcance de mi mano—. Sexualmente, podría ser interesante. Esos tauro rudos, toscos y secos... la cuestión es que tú tienes tanto que ofrecerle como yo.

—¿De qué estás hablando?

Pareció realmente sorprendida.

—Pensaba que ya sabías que le gustan las dos cosas.

—Nunca me ha dado ninguna indicación...

Pero me interrumpí, recordando lo mucho que se me había acercado cuando estábamos hablando, y lo incómodo que yo me encontraba con él dentro de la cápsula.

—Quizá no seas su tipo —bromeó, sonriendo.

Sólo que no fue una sonrisa agradable. Un par de tripulantes chinos, que salían del museo, nos miraron con interés, y desviaron cortésmente la mirada.

—Larguémonos de aquí, Klara.

Fuimos al Infierno Azul y, naturalmente, yo insistí en pagar mi parte de la consumición. Cuarenta y ocho dólares tirados por la ventana en una hora. Y no fue tan divertido. Terminamos en su habitación y otra vez en la cama. Esto tampoco fue muy divertido. Nuestra pelea seguía en el aire cuando terminamos. Y el tiempo seguía corriendo.

Hay personas que nunca sobrepasan un cierto punto en su desarrollo emocional. No pueden llevar una vida normal, despreocupada y de concesiones mutuas con un compañero sexual más que un corto espacio de tiempo. Hay algo en su interior que no tolera la felicidad. Cuanto mayor es ésta, más necesidad tienen de destruirla.

Mientras estaba en Pórtico con Klara, empecé a sospechar que yo era una de esas personas. Y Klara también. Nunca había sostenido una relación con un hombre durante más de unos pocos meses en su vida; ella misma me lo dijo. Yo ya estaba bastante cerca de lograr un récord con ella. Y esto empezaba a ponerla nerviosa.

En ciertos aspectos, Klara era mucho más adulta y responsable de lo que yo jamás llegaría a ser. Por ejemplo, la forma en que llegó a Pórtico. No ganó la lotería para pagarse el billete. Trabajó y ahorró, haciendo toda clase de sacrificios, durante un período de varios años. Era una competente piloto aeronáutica con una licencia de guía y título de ingeniería. Había vivido como un monje ganando un sueldo que le hubiera permitido tener un piso de tres habitaciones en los túneles Heechee de Venus, vacaciones en la Tierra, y el Certificado Médico Completo. Sabía más que yo acerca del cultivo de alimentos en substratos de hidrocarburos, a pesar de todos mis años en Wyoming. (Había invertido dinero en una fábrica alimenticia de Venus, y nunca en su vida había puesto un dólar en algo que no entendiera totalmente.) Cuando salimos juntos, ella era la tripulante más antigua. Ella era a quien Metchnikov quería como compañera de tripulación —si es que quería a alguien—, no a mí. ¡Había sido mi profesora!

Y, sin embargo, entre nosotros dos era tan inepta y rencorosa como yo lo había sido con Sylvia, o con Deena, Janice, Liz, Ester, o cualquiera de los otros romances de dos semanas que habían terminado mal durante los años posteriores a SyIvia. Ella lo atribuía a que yo era géminis y ella sagitario. Los sagitarios eran profetas. Los sagitarios adoraban la libertad. Nosotros, los pobres géminis, sólo éramos atolondrados e indecisos.

—No me extraña —me dijo gravemente una mañana, mientras desayunábamos en su habitación (no acepté más que un par de sorbos de café)— que no puedas decidirte a hacer otro viaje. No es sólo cobardía física, querido Robinette. Una parte de tu doble naturaleza quiere triunfar, y la otra quiere fracasar. Me pregunto a cuál de las dos dejarás ganar.

Yo le contesté de un modo bastante ambiguo. Dije:

—Encanto, vete a freír espárragos.

Ella se echó a reír, y el día transcurrió sin novedad. Se había apuntado un nuevo tanto.

La Corporación hizo su esperado anuncio, y hubo una inmensa agitación de conferencias y planes, adivinanzas e interpretaciones, entre todos nosotros. Fueron unos días muy emocionantes. La Corporación revisó los archivos de la computadora principal y escogió veinte lanzamientos con escaso riesgo y posibilidades de grandes beneficios. Fueron suscritos, equipados y lanzados al cabo de una semana.

Y yo no estuve en ninguno de ellos, y tampoco Klara; y tratamos de no discutir por qué.

Sorprendentemente, Dane Metchnikov no salió en ninguna de estas naves. Sabía algo, o afirmaba saberlo. Por lo menos, no lo negó cuando yo se lo pregunté; se limitó a mirarme despectivamente y no me contestó. Incluso Shicky estuvo a punto de irse. Fue derrotado apenas una hora antes del lanzamiento por el muchacho finlandés que nunca había encontrado a nadie con quien hablar; había cuatro sauditas que querían permanecer juntos, y escogieron al joven finlandés para llenar una Cinco. Louise Forehand tampoco se marchó, pues esperaba el regreso de algún miembro de su familia, a fin de preservar una especie de continuidad. Ahora podías comer en el economato de la Corporación sin necesidad de hacer cola, y había habitaciones vacías en ambos lados de mi túnel. Y, una noche, Klara me dijo:

—Rob, creo que voy a ir a un psiquiatra.

Di un salto. Fue una sorpresa. Peor que esto, una traición. Klara sabía lo de mi primer episodio psicópata y lo que yo pensaba de los psicoterapeutas.

Retuve las primeras diez o doce cosas que se me ocurrieron decirle, tácticas: «Me alegro, ya era hora»; hipócritas: «Me alegro, y no dejes de decirme en qué puedo ayudarte»; estratégicas: «Me alegro, y quizá también yo debiera ir, si pudiese permitírmelo». Contuve la única respuesta sincera, que habría sido: «Interpreto este movimiento de tu parte como una condena que me haces a mí mismo por hacerte doblar la cabeza». No dije absolutamente nada, y al cabo de un momento prosiguió:

—Necesito ayuda, Rob. Estoy confundida.

Esto me emocionó, y le tendí la mano. Ella se limitó a colocarla sobre la mía, sin apretármela ni retirarla. Dijo:

—Mi profesor de psicología decía que éste era el primer paso..., no, el segundo. El primer paso cuando tienes un problema es saber que lo tienes. Bueno, eso ya lo sé desde hace tiempo. El segundo paso es tomar una decisión: ¿Quieres seguir teniéndolo, o quieres poner algún remedio? He decidido poner algún remedio.

—¿Adónde irás? —pregunté, evasivo.

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