Authors: Frederik Pohl
Acepté la invitación, y nos repartimos un frasco de vino. Mientras él removía el estofado y añadía un pellizco de sal, yo seguí examinando las estrellas. Aún estábamos cerca de la velocidad máxima y en la pantalla no había nada que pareciese una constelación familiar, ni siquiera una estrella; pero todo empezaba a parecerme conocido y maravilloso. No sólo a mí, sino a todos. Nunca había visto a Dane tan alegre y relajado.
—He estado pensando mucho —contestó—. Un millón es bastante dinero. Después de esto volveré a Siracusa, haré el doctorado y buscaré un empleo. En algún sitio habrá una escuela donde necesiten un poeta o un profesor de inglés que haya tomado parte en siete misiones. Algo me pagarán, y esto me mantendrá durante el resto de mi vida.
Yo no había oído más que una sola palabra, y le interrogué con sorpresa:
—¿Un poeta?
Él esbozó una sonrisa.
—¿No lo sabías? Así llegué a Pórtico; la Fundación Guggenheim me pagó el viaje. —Sacó la cazuela del fuego, repartió el estofado en dos platos, y empezamos a comer.
Éste era el tipo que había estado chillando airadamente a los dos Danny durante más de una hora, hacía dos días, mientras Susie y yo esperábamos aislados y enfadados en el módulo, escuchando. Todo se debía al cambio de posición. Estábamos seguros, el combustible no se terminaría antes del regreso, y no teníamos que preocuparnos por encontrar nada, pues nuestra bonificación estaba garantizada. Le pregunté por sus poesías. No quiso recitarme ninguna, pero me prometió enseñarme las copias de las que había enviado a la Fundación cuando volviéramos a Pórtico.
Una vez terminamos de comer y hubimos lavado la cazuela y los platos, Dane consultó su reloj.
—Aún es pronto para despertar a los otros —dijo—, y no tenemos absolutamente nada que hacer.
Me miró, sonriendo. Fue una verdadera sonrisa, sin asomo de ironía en ella; yo me acerqué a él, y me senté en el cálido e invitador círculo de su brazo.
Los diecinueve días siguientes pasaron tan rápidamente como una hora, y después el reloj nos dijo que estábamos a punto de llegar. Todos nos encontrábamos despiertos, amontonados en la cápsula, impacientes como niños en Navidad, ansiosos por abrir sus regalos. Había sido el viaje más feliz de mi vida, y probablemente el más feliz de todos los que se habían hecho y se harían.
—¿Sabéis una cosa? —comentó Danny R., pensativamente—. Casi siento haber llegado.
Y Susie, que empezaba a entender el inglés, dijo:
—
Sim, ja sei
—y a continuación—: ¡Yo
también
!
Me apretó la mano y yo le devolví el apretón; pero en quien realmente pensaba era en Klara. Habíamos tratado de establecer comunicación por radio un par de veces, pero no funcionaba en los pasillos espaciales Heechee. ¡Pero cuando llegáramos a nuestro punto de destino, podría hablar con ella! No me importaba que otros escuchasen, sabía lo que quería decirle. Incluso sabía cuál sería su respuesta. No había duda posible; en su nave debía reinar tanta euforia como en la nuestra, por las mismas razones, y con todo ese amor y júbilo la respuesta era indudable.
—¡Nos estamos deteniendo! —gritó Danny R.—. ¿Lo notáis?
—¡Sí! —aulló Metchnikov, tambaleándose con las minúsculas ondas de la pseudogravedad que marcaba nuestro regreso al espacio normal. Además, había otra señal: la hélice dorada del centro de la cabina empezaba a brillar, más y más a cada segundo que pasaba.
NavInstGdSup 104 Les rogamos complementen su Guía de Instrucciones de Navegación como sigue: Las combinaciones de rumbo formadas por las líneas y colores de la gráfica adjunta, parecen estar en relación directa con la cantidad de combustible que queda en la nave. Advertimos a todos los prospectores que las tres líneas brillantes en el naranja (Gráfica 2) parecen indicar un nivel muy bajo. Ninguna nave que las tuviera ha regresado jamás, ni siquiera de vuelos de prueba. |
—Creo que lo hemos conseguido —dijo Danny R., rebosante de satisfacción; yo estaba satisfecho como él.
—Iniciaré la exploración esférica —dije, seguro de lo que debía hacer. Susie siguió mi ejemplo y abrió la compuerta que llevaba al módulo; ella y Danny A. saldrían a examinar las estrellas.
Sin embargo, Danny A. no fue tras ella. Estaba mirando fijamente a la pantalla. Cuando puse en marcha la rotación de la nave, vi muchas estrellas, lo cual era normal; no parecían especiales en ningún sentido, pero se veían bastante borrosas, lo cual no era tan normal.
Me tambaleé y estuve a punto de caerme. La rotación de la nave no parecía tan suave como debía ser.
—La radio —dijo Danny, y Metchnikov, frunciendo el ceño, alzó la mirada y vio la luz.
—Conéctala —exclamé yo. La voz que oía podía pertenecer a Klara.
Metchnikov, sin desarrugar el entrecejo, se acercó al interruptor, y entonces observé que la hélice había adoptado un color dorado más brillante que nunca, de un tono pajizo, como si estuviera incandescentemente caliente. No despedía calor alguno, pero el color dorado se hallaba atravesado por líneas de un blanco purísimo.
—Esto es muy extraño —comenté, señalándolo.
No sé si me oyó alguien; la radio emitía descargas estáticas, y dentro de la cápsula el ruido era ensordecedor. Metchnikov ajustó la sintonización y el volumen.
Por encima de las descargas estáticas oí una voz que no reconocí en el primer momento, pero que resultó ser la de Danny A.
—¿Lo habéis notado? —gritó—. Son ondas de gravedad. Tenemos dificultades. ¡Interrumpe el examen!
Le obedecí.
Para entonces la pantalla de la nave había girado y mostraba algo que no era una estrella ni una galaxia. Era una masa de luz clara que brillaba tenuemente, moteada, inmensa y aterradora. Incluso a primera vista me di cuenta de que no era un sol. Ningún sol puede ser tan azul y opaco. Te dolían los ojos al mirarlo, no a causa de su luminosidad. Te dolían los ojos por dentro, hasta el conducto óptico; el dolor estaba centrado en el mismo cerebro.
Metchnikov desconectó la radio y, en el silencio que siguió oí que Danny A. decía patéticamente:
—¡Dios mío! Estamos perdidos. Es un agujero negro.
—Con tu permiso, Rob —dice Sigfrid—, me gustaría estudiar algo contigo antes de que me ordenes conectar el programa pasivo.
Me estremezco de pies a cabeza; el hijo de perra me ha adivinado el pensamiento.
—Observo —prosigue casi inmediatamente— que sientes cierta aprensión. Esto es lo que querría estudiar.
Es increíble, pero trato de no ofenderle. A veces me olvido de que es una máquina.
—No me imaginaba que pudieras saberlo —me disculpo.
—Claro que lo sé, Rob. Cuando me das la orden correcta obedezco, pero nunca me has ordenado que deje de grabar e integrar datos. Supongo que no posees esa orden.
—Supones bien, Sigfrid.
—No hay ningún motivo para que no tengas acceso a todas las informaciones que poseo. Hasta ahora nunca he interferido...
—¿Podrías?
—Tengo la capacidad de revelar el uso de la instrucción de mando a autoridades superiores, sí. No lo he hecho.
—¿Por qué no? —El viejo saco de tornillos no deja de sorprenderme; todo esto es nuevo para mí.
—Como ya te he dicho, no hay razón para hacerlo. Sin embargo, es evidente que quieres retrasar algún tipo de confrontación, y me gustaría explicarte lo que yo creo que implica esa confrontación. Después podrás decidir por ti mismo.
—Oh, diablos. —Me arranco las correas y me incorporo—. ¿Te importa que fume?
Sé cuál será la respuesta, pero vuelve a sorprenderme.
—En vista de las circunstancias, no. Si sientes la necesidad de un reductor de tensión, estoy de acuerdo. Incluso había pensado darte un calmante suave, si lo deseabas.
—¡Jesús! —exclamo admirativamente, encendiendo un cigarrillo... y lo peor de todo es que tengo que hacer un esfuerzo para no ofrecerle uno—. Está bien, adelante.
¡Sigfrid se levanta, estira las piernas, y se instala en un sillón más cómodo! Tampoco sabía que pudiese hacer eso.
—Como seguramente habrás observado, Rob —me dice—, estoy procurando que te tranquilices. En primer lugar, déjame enumerarte algunas limitaciones de mis habilidades, y las tuyas, que no creo que conozcas. Puedo revelar información sobre cualquiera de mis clientes. Es decir, no estás limitado a aquellos que tienen acceso a esta terminal determinada.
—Creo que no lo entiendo —digo yo, cuando hace una pausa.
—Yo creo que sí. De todos modos, ya lo entenderás. Cuando tú quieras. En fin, lo más importante es descubrir qué recuerdo estás tratando de ocultar. Considero que te resultaría muy beneficioso sacarlo al exterior. Había pensado ofrecerte una ligera hipnosis, o un tranquilizante, o incluso un analista completamente humano que te entrevistara durante una sesión, y cualquiera de estas cosas está a tu disposición si tú lo deseas. No obstante, he observado que te gusta bastante hablar de lo que tú percibes como realidad objetiva, frente a tus interpretaciones de la realidad. Por lo tanto, me gustaría estudiar un incidente concreto en estos términos.
Sacudo cuidadosamente la ceniza de mi cigarrillo. En eso tiene razón; mientras la conversación se desarrolle en un terreno abstracto e impersonal, puedo hablar de lo que sea.
—¿A qué incidente te refieres, Sigfrid?
—A tu último viaje de prospección en Pórtico, Rob. Déjame refrescarte la memoria...
—¡Jesús, Sigfrid!
—Sé que crees recordarlo perfectamente —me dice, interpretándome a la perfección— y, en este sentido, me imagino que no necesitas que te refresque la memoria. Sin embargo, lo que resulta interesante de este episodio determinado es que todas las áreas principales de tu preocupación interna parecen converger aquí. Tu terror; tus tendencias homosexuales...
—¡Oye, oye!
—... Que, para ser sinceros, no constituyen más que una ínfima parte de tu sexualidad, Rob, pero te producen más inquietud de la normal; tus sentimientos hacia tu madre; la terrible carga de culpabilidad que echas sobre ti mismo; y, sobre todo, Gelle-Klara Moynlin. Todas estas cosas se repiten una y otra vez en tus sueños, Rob, aunque no siempre puedas identificarlas. Todas ellas están presentes en este episodio concreto.
Apago un cigarrillo, y me doy cuenta de que estaba fumando dos al mismo tiempo.
—No veo ninguna relación con mi madre —contesto al fin.
—¿De verdad? —El holograma que yo llamo Sigfrid von Schrink se vuelve hacia un rincón de la estancia—. Déjame enseñarte un retrato. —Levanta la mano (esto es puro teatro, estoy seguro) y en aquel mismo rincón aparece la figura de una mujer. No está muy clara, pero parece joven, delgada, y se tapa la boca igual que si estuviera tosiendo.
—No se parece demasiado a mi madre —protesto.
—¿Tú crees?
—Bueno —digo generosamente—, supongo que es lo mejor que has podido encontrar. Vamos, teniendo en cuenta que no puedes basarte en nada más que mi descripción de ella.
—El retrato —explica Sigfrid con amabilidad— se hizo según tu descripción de Susie Hereira.
Enciendo otro cigarrillo, con algunas dificultades, pues me tiemblan las manos.
—¡Vaya! —exclamo, con verdadera admiración—. Me quito el sombrero ante ti, Sigfrid. Esto es muy interesante. Claro que —prosigo, súbitamente irritado—, ¡Dios mío, Susie no era más que una niña! Aparte de esto me doy cuenta... quiero decir que ahora me doy cuenta de que hay cierto parecido. Sin embargo, la edad está equivocada.
—Rob —dice Sigfrid—, ¿cuántos años tenía tu madre cuando tú eras pequeño?
—Era muy joven. —Al cabo de un momento, añado—: La verdad es que siempre aparentó menos años de los que realmente tenía.
Sigfrid me deja pensar en ello unos momentos, y después agita la mano otra vez y la figura desaparece, para dar paso a una representación de dos Cinco empalmadas por sus respectivos módulos en mitad del espacio, y detrás de ellas está... está...
—¡Oh, Dios mío, Sigfrid! —exclamo.
Él espera que siga hablando.
En lo que a mí respecta, puede esperar eternamente; no sé qué decir. No siento dolor, pero estoy paralizado. No puedo decir nada, y tampoco puedo moverme.
—Esto —empieza, hablando con mucha suavidad y lentitud— es una reconstrucción de las dos naves que formaron parte de la expedición por las cercanías del objeto Sag YY. Es un agujero negro o, más concretamente, una peculiaridad en estado de rotación extremadamente rápido.
—Ya sé lo que es, Sigfrid.
—Sí. Lo sabes. Debido a su rotación, la velocidad de traslación de lo que denominamos su umbral de contingencia o discontinuidad de Schwarzschild sobrepasa la velocidad de la luz, y por eso no es totalmente negro; la verdad es que puede verse gracias a lo que llamamos radiación Cherenkov. Fue a causa de los datos obtenidos por los diversos instrumentos sobre algunos aspectos de la peculiaridad por lo que tu expedición recibió una prima de diez millones de dólares, aparte de la suma ya convenida, y que, junto con otras cantidades de menor importancia, forman tu presente fortuna.
—También lo sé, Sigfrid.
Una pausa.
—¿Te importaría decirme qué más sabes acerca de ello, Rob?
Una pausa.
—No creo que pueda, Sigfrid.
Otra pausa.
Ni siquiera me apremia para que lo intente. Sabe que no es necesario. Yo mismo quiero intentarlo, y sigo su ejemplo. En todo eso hay algo sobre lo que no puedo hablar, sobre lo que incluso aterra pensar; pero en torno a ese terror central hay algo de lo que sí puedo hablar, y esto es la realidad objetiva.
—No sé lo que sabes acerca de las peculiaridades, Sigfrid.
—Digamos que lo que tú piensas es lo único que debo saber, Rob.
Apago el cigarrillo que estaba fumando y enciendo otro.
—Bueno —digo—, los dos sabemos que si realmente quisieras informarte sobre las peculiaridades, sólo tendrías que recurrir al banco de datos de algún sitio, y obtendrías una descripción mucho más exacta y detallada que la mía, pero de todos modos... El peligro de los agujeros negros es que son trampas. Doblan la luz. Doblan el tiempo. Una vez has entrado no puedes salir. Sólo que... sólo que...
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