Lo único que podía hacer era imaginarme la ruma de lo que pocos días atrás era un prometedor futuro profesional. Mi departamento estaba siendo acusado de ser el culpable de las filtraciones. Mis intentos de modernizar el departamento habían socavado mis severas exigencias de discreción.
Ni siquiera Bill estaba seguro de mi credibilidad. Ahora ya ni siquiera la policía tenía que hablar conmigo. Todo aquello no acabaría hasta que me convirtieran en el chivo expiatorio de todas las atrocidades causadas por aquellos asesinatos. Amburgey no tendría más remedio que echarme de mi puesto, eso si no me obligaba a dimitir de inmediato.
Marino me estaba mirando de soslayo.
Apenas me había dado cuenta de que se había acercado al bordillo y estaba aparcando.
—¿Qué distancia hay? —pregunté.
—¿De dónde?
—Del lugar de donde venimos, de la casa de Cecile.
—Exactamente doce kilómetros —contestó lacónicamente Marino sin mirar el cuentakilómetros.
A la luz del día casi no reconocí la casa de Lori Petersen. Parecía vacía y abandonada y mostraba señales de deterioro. Las blancas tablas de madera estaban un poco sucias y las persianas eran de un deslustrado color azul. Las azucenas que crecían bajo las ventanas de la fachada habían sido pisoteadas, probablemente por los investigadores de la policía que habían peinado toda la propiedad en busca de alguna prueba. Un resto de cinta amarilla colgaba del marco de la puerta, y en medio de la crecida hierba se veía una lata de cerveza que algún automovilista había arrojado a través de la ventanilla.
Era una modesta casa de la clase media norteamericana, el tipo de casa que se encuentra en todas las pequeñas ciudades y en todos los pequeños barrios. Era una de aquellas típicas casas en las que la gente echa a andar en la vida: jóvenes profesionales, jóvenes matrimonios y, finalmente, ancianos retirados cuyos hijos ya han crecido y no viven en casa.
Era exactamente como la casa de madera de los Johnson donde yo tenía alquilada una habitación cuando estudiaba medicina en Baltimore. Como Lori Petersen, yo trabajaba también como una loca, salía a primera hora de la mañana y a menudo no regresaba hasta la noche. Mi vida se limitaba a los libros, los laboratorios, los exámenes, los turnos de guardia en el hospital y la necesidad de conservar mi energía física y emocional para poder superar el esfuerzo. Jamás se me hubiera ocurrido, como tampoco se le había ocurrido a Lori, que un desconocido decidiera quitarme la vida.
—Oiga...
De pronto me di cuenta de que Marino me estaba hablando.
—¿Se encuentra usted bien, doctora? —me preguntó, mirándome con curiosidad.
—Perdone. Se me ha escapado lo que ha dicho.
—Le he preguntado que qué le parece. Ahora que ya tiene un mapa en la cabeza. ¿Qué le parece?
—Creo que las muertes de estas mujeres no tienen nada que ver con el lugar en el que vivían —contesté con aire ausente.
Marino no estaba ni a favor ni en contra de mi opinión. Tomando bruscamente el micrófono, le dijo al oficial de comunicaciones que terminaba el servicio por aquel día. El paseo había finalizado.
—Diez-cuatro, siete-diez —contestó la chirriante voz—. Dieciocho horas cuarenta y cinco minutos. Cuidado no le dé el sol en los ojos, mañana a la misma hora tocarán nuestra canción...
Deduje que serían sirenas, disparos y colisiones entre vehículos.
Marino soltó un bufido.
—Cuando yo empecé, si me hubiera limitado a decir las cosas de palabra en lugar de facilitar un informe, el inspector me hubiera metido un expediente por el trasero.
Cerré brevemente los ojos y me apliqué masaje en las sienes.
—Desde luego, eso ya no es lo que era —añadió Marino—. Qué demonios, nada es lo que era.
L
a Luna parecía un lechoso globo de cristal a través de las copas de los árboles, mientras yo circulaba por las calles de mi tranquilo barrio.
Las lujuriantes ramas de la vegetación semejaban negras sombras que bordearan las calles, y la calzada manchada de mica brillaba bajo el haz luminoso de mis faros delanteros. La atmósfera era clara y templada, ideal para los descapotables y las ventanillas abiertas. Pero yo conducía con las portezuelas y las ventanillas cerradas y el ventilador al mínimo.
La misma noche que antaño me hubiera parecido deliciosa ahora se me antojaba inquietante.
Veía las imágenes de la víspera con la misma claridad con que estaba viendo la Luna. Me perseguían y no me soltaban. Veía aquellas casas de aspecto normal en zonas de la ciudad sin ninguna relación entre sí. ¿Cómo las había elegido? ¿Y por qué? No era una casualidad. Estaba firmemente convencida. Tenía que haber algún elemento común. Recordaba constantemente el brillante residuo que habíamos encontrado en los cuerpos. Sin tener ninguna prueba en la que apoyarme, estaba completamente segura de que aquel brillo era el eslabón perdido que relacionaba a las víctimas entre sí.
Mi intuición me llevaba hasta allí. Cuando trataba de seguir adelante, se me quedaba la mente en blanco. ¿Sería aquel brillo la clave que nos conduciría al lugar donde él vivía? ¿Tendría relación con alguna profesión o con alguna actividad recreativa que le permitía establecer el contacto inicial con las mujeres a las que posteriormente asesinaba? O, cosa todavía más extraña, ¿acaso el residuo era algo propio de las mujeres?
A lo mejor, era algo que las víctimas tenían en su casa... o llevaban en su propia persona o su lugar de trabajo. A lo mejor, era algo que le compraban a él. Sólo Dios lo sabía. No podíamos someter a prueba cualquier cosa que hubiera en el domicilio de una persona o en su lugar de trabajo o cualquier otro sitio que visitara a menudo, sobre todo sin tener ni idea de lo que andábamos buscando.
Me adentré en la calzada particular de mi casa.
Antes de que aparcara el vehículo, Bertha abrió la puerta. La vi bajo la luz del porche con los brazos en jarras y la correa del bolso enrollada alrededor de una muñeca. Sabía lo que eso significaba... tenía prisa por marcharse. No quería ni pensar en lo que Lucy habría estado haciendo aquel día.
—¿Y bien? —pregunté al llegar a la puerta.
Bertha empezó a sacudir la cabeza.
—Terrible, doctora Kay. Esta niña. ¡Ay, ay, ay! No sé qué demonios le ha pasado. Se ha portado mal, pero que muy mal.
Me sentía tremendamente cansada. Lucy me estaba agotando la paciencia. Pero la culpa era en buena parte mía. No la había tratado bien. O tal vez no la había tratado y punto. Era la mejor manera de describir el problema.
Como no estaba acostumbrada a enfrentarme con los niños con la misma franqueza y brusquedad con que solía enfrentarme impunemente a los mayores, no le había preguntado nada sobre la posible profanación del ordenador y ni siquiera se lo había comentado. En su lugar, cuando Bill abandonó mi casa el lunes por la noche, desconecté el modem telefónico de mi despacho y me lo llevé a mi armario del piso de arriba.
Mi razonamiento fue que Lucy supondría que me lo había llevado para que lo arreglaran o algo por el estilo, eso siempre y cuando se diera cuenta de su ausencia. La víspera la niña no me había hecho el menor comentario al respecto, aunque me pareció que estaba un tanto apagada y dolida en determinado momento en que la sorprendía mirándome fijamente en lugar de mirar la película que yo había puesto en el vídeo de la televisión.
Lo que yo había hecho era de pura lógica. En caso de que Lucy hubiera manipulado los datos del ordenador de mi despacho, la eliminación del modem evitaría que volviera a hacerlo sin necesidad de que yo la acusara de nada ni de que organizara una escena capaz de empañar los agradables recuerdos de su visita. Y, en caso de que los hechos se repitieran, quedaría demostrado que Lucy no era culpable, cosa por otra parte que yo no creía.
Pero lo había hecho a sabiendas de que las relaciones humanas no se basan en la razón, de la misma manera que las rosas de mi jardín no se abonan con las discusiones sino con un buen fertilizante. Sé que el hecho de buscar refugio tras el muro de la inteligencia y la razón es una egoísta retirada hacia la autoprotección, a expensas del bienestar de los demás.
Mi comportamiento era tan inteligente que resultaba tremendamente estúpido.
Recordé mi propia infancia y lo mucho que aborrecía los juegos a los que solía entregarse mi madre cuando se sentaba en el borde de mi cama y respondía a las preguntas que yo le hacía sobre mi padre. Al principio, mi padre tenía un «bicho», una cosa que «se le metía en la sangre» y le provocaba recaídas de vez en cuando. O bien luchaba contra «una cosa que un negro» o un «cubano» le había contagiado en su tienda de comestibles. O «trabaja demasiado y se cansa mucho, Kay». Mentiras.
Mi padre padecía leucemia linfática crónica. Se la diagnosticaron antes de que yo empezara mis estudios de primaria. Pero sólo me dijeron que se estaba muriendo cuando yo tenía doce años y su estado se agravó, pasando de la linfocitosis de fase cero a la anemia de tercera fase.
Les mentimos a los niños a pesar de que nosotros no nos creíamos las mentiras que nos contaban cuando teníamos su edad. No sé por qué lo hacemos. No sé por qué lo hacía con Lucy, cuya inteligencia era tan aguda como la de una persona adulta.
A las ocho y media ella y yo nos sentamos alrededor de la mesa de la cocina. Ella con un batido de leche y yo con un whisky que necesitaba más que el aire. Su cambio de actitud me preocupaba y me estaba atacando los nervios.
Toda su combatividad había desaparecido; lo mismo que el resentimiento y el malhumor provocados por mis ausencias. No logré alegrarla ni animarla, ni siquiera cuando le dije que Bill acudiría a la casa justo a tiempo para darle las buenas noches. Apenas vi el menor destello de interés. No contestó ni se movió y no quiso mirarme a los ojos.
—Parece que no te encuentras bien —musitó finalmente.
—¿Y tú cómo lo sabes? No me has mirado ni una sola vez desde que he vuelto a casa.
—Bueno. Pero parece que no te encuentras bien.
—Pues mira, me encuentro perfectamente. Lo que ocurre es que estoy muy cansada.
—Cuando mamá está cansada no pone cara de no encontrarse bien —dijo casi en tono de reproche—. Sólo se le pone cara de enferma cuando se pelea con Ralph. Odio a Ralph. Es un pelmazo. Cuando viene a casa, le pido que me dibuje cosas porque sé que no sabe. Es un imbécil y un cretino.
No le regañé por el lenguaje que empleaba. No dije ni una palabra.
—O sea que te has peleado con un Ralph, ¿verdad?
—No conozco a ningún Ralph.
—Ah —ceño fruncido—. Entonces apuesto a que el señor Boltz está enfadado contigo.
—No creo.
—Pues yo estoy segura de que sí. Está enfadado porque yo estoy aquí...
—¡Lucy! Eso es ridículo. Bill te tiene mucha simpatía.
—¡Ya! ¡Está enfadado porque no puede hacerlo, estando yo aquí!
—Lucy... —dije en tono de advertencia.
—Eso es. Está enfadado porque no puede quitarse los pantalones.
—Lucy —dije severamente—. ¡Ya basta!
Al final, me miró y yo experimenté un sobresalto al ver la cólera que reflejaban sus ojos.
—¿Los ves? ¡Ya lo sabía! —exclamó Lucy, riéndose con intención—. Y tú preferirías que yo no estuviera aquí. Entonces él no tendría que irse a su casa por la noche. Bueno, pues a mí no me importa, ya ves. ¡Mamá duerme siempre con su novio y a mí me da igual!
—¡Pero yo no soy como tu mamá!
El labio inferior le tembló cuando le propiné un bofetón.
—¡Yo no he dicho que lo fueras! ¡Y no lo quisiera! ¡Te odio!
Ambas permanecimos sentadas sin movernos.
Me quedé momentáneamente desconcertada. No recordaba que nadie me hubiera dicho jamás que me odiaba, aunque fuera cierto.
—Lucy —dije con la voz entrecortada. Me notaba el estómago encogido como un puño. Me sentía mareada—. No quería decir eso. Lo que quería decir es que yo no soy como tu madre, ¿de acuerdo? Las dos somos muy distintas. Siempre lo hemos sido. Pero eso no significa que yo no te quiera muchísimo.
Lucy no contestó.
—Sé que no me odias como dices.
Lucy me miró en silencio.
Me levanté para volver a llenarme el vaso. Por supuesto que no me odiaba como decía. Los niños lo dicen constantemente, pero no hablan en serio. Traté de hacer memoria. Jamás le había dicho a mi madre que la odiaba. Creo que en mi fuero interno la odiaba, por lo menos en mi infancia, por las mentiras que me contaba y porque, al perder a mi padre, la perdí también a ella. La lenta muerte de mi padre la consumió tanto como a él lo consumió la enfermedad. No quedó ni una pizca de afecto para Dorothy y para mí.
Le había mentido a Lucy y estaba consumida, no por los moribundos sino por los muertos. Cada día tenía que batallar por la justicia. Pero, ¿qué justicia podía haber para una niñita viva que no se sentía amada? Dios bendito. Lucy no me odiaba, pero tal vez si me hubiera odiado no se lo hubiera podido reprochar. Regresé a la mesa y decidí plantear el tema prohibido con la mayor delicadeza posible.
—Creo que parezco preocupada porque lo estoy, Lucy. Mira, es que alguien ha estado tocando el ordenador de mi despacho.
Lucy permaneció en silencio, esperando.
Tomé un sorbo de mi vaso.
—No sé muy bien si esta persona vio algo importante, pero si pudiera saber cómo ocurrió o quién lo hizo me quitaría un buen peso de encima.
Lucy seguía sin decir nada.
Insistí.
—Si no llego al fondo de este asunto, Lucy, podría verme en dificultades.
Eso pareció alarmarla.
—¿Por qué podrías verte en dificultades?
—Pues porque los datos de mi departamento son muy delicados —le expliqué serenamente— y algunas personas importantes del ayuntamiento y la administración del Estado están preocupadas porque la información se está filtrando a los periódicos. Algunos creen que la información procede del ordenador de mi despacho.
—Ah.
—Si, por ejemplo, un reportero hubiera...
—¿Información sobre qué? —preguntó Lucy.
—Sobre estos últimos casos.
—La doctora asesinada.
Asentí con la cabeza.
Silencio.
—Por eso ha desaparecido el modem, ¿verdad, tita Kay? —preguntó Lucy de pronto en tono malhumorado—. Te lo has llevado porque crees que he hecho algo malo.
—Yo no creo que hayas hecho nada malo, Lucy. Si marcaste y estableciste conexión con el ordenador de mi departamento, sé que no lo hiciste con mala intención. No te echaría en cara que fueras curiosa.