—Así es. Y yo averiguo que vive sola y lo compruebo o eso creo yo, por lo menos. Quiero darle una lección y enseñarle quién es el que manda. Llega el fin de semana y me apetece hacerlo. Subo a mi automóvil a última hora, pasada la medianoche. Ya tengo estudiado el lugar, lo tengo todo previsto. Sí. Podría dejar el automóvil en el
parking
de la vía de seguridad, pero lo malo es que ya es muy tarde y el
parking
estará vacío, lo cual significa que mi presencia allí se notará mucho.
Pero ocurre que hay una estación de servicio de la Exxon justo en la misma esquina en la que hay una tienda de comestibles. Yo de él dejaría el coche allí. ¿Por qué? Pues porque la gasolinera cierra a las diez y siempre hay automóviles en los
parkings
de las estaciones de servicio, esperando a que los reparen. A nadie le llamará la atención, ni siquiera a la policía, y eso es lo que más me preocupa. Que algún agente de un coche patrulla vea mi automóvil en un
parking
vacío y, a lo mejor, lo examine y llame al servicio de información para averiguar a quién pertenece.
Marino pasó a continuación a describir con estremecedores detalles todos los movimientos. Vestido con prendas oscuras, el hombre avanzó en medio de las sombras de la noche. Al llegar a la casa, vio que la mujer, cuyo nombre probablemente ignoraba, estaba en casa. Vio su automóvil en la calzada privada y observó que todas las luces estaban apagadas menos la del porche. La mujer se había ido a dormir.
Actuando con calma, permaneció escondido, estudiando la situación. Miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie le viera y después se dirigió a la parte posterior de la casa donde ya empezó a sentirse más seguro. No le veían desde la calle, y las casas de la segunda hilera se encuentran a veinticinco metros de distancia. Las luces estaban apagadas y no se observaba el menor movimiento. La parte de atrás se hallaba sumida en una oscuridad absoluta.
Se acercó muy despacio a las ventanas y vio inmediatamente que una de ellas estaba abierta. Era simplemente cuestión de cortar la persiana con una navaja y de descorrer los pestillos del interior. En cuestión de segundos, cortó la persiana y la dejó sobre la hierba. Corrió los pestillos, se encaramó y vio que aquello era la cocina.
—Una vez dentro —dijo Marino—, me detengo un momento y presto atención. Tras comprobar que no se oye nada, encuentro el pasillo y empiezo a buscar la habitación donde está la mujer. En una vivienda tan pequeña como ésta —añadió, encogiéndose de hombros—, no hay muchas posibilidades. Encuentro inmediatamente el dormitorio y oigo que está durmiendo dentro. Ahora ya me he puesto algo en la cabeza, un pasamontañas, por ejemplo...
—¿Y por qué tomarse esta molestia? —le pregunté—. Ella no vivirá para identificarle.
—Para no dejar ningún cabello por ahí. No soy tonto y probablemente soy aficionado a la lectura de textos de medicina legal y me sé de memoria los diez códigos de la policía. De esta manera, no habrá ninguna posibilidad de que encuentren algún cabello mío en ella o en algún lugar de la casa.
—Si es usted tan listo... —dije yo, poniéndole un cebo a mi vez—, ¿por qué no se preocupa por el ADN? ¿Es que no lee los periódicos?
—Bueno, no me da la gana de ponerme ningún maldito preservativo. Y nadie me considerará sospechoso porque soy muy hábil. Si no soy sospechoso, no se harán comparaciones y, además, esta memez del ADN es una chorrada. En cambio, el cabello es un detalle más personal. A lo mejor, no quiero que se sepa si soy blanco o negro, rubio o pelirrojo.
—¿Y las huellas dactilares?
Marino esbozó una sonrisa.
—Me pongo guantes, nena. Lo mismo que hace usted cuando examina a mis víctimas.
—Matt Petersen no llevaba guantes. De haberlos llevado, no hubiera dejado las huellas en el cuerpo de su mujer.
—Si Matt es el asesino, no tiene que preocuparse por la posibilidad de dejar huellas en su propia casa. De todos modos, habrá huellas suyas por todas partes —una pausa—. Eso si él es el asesino. Porque estamos buscando a un tipo muy listo. Y Matt es listo, pero no es el único listo que hay en el mundo. Hay uno en cada esquina. Y la verdad es que yo no sé quién demonios asesinó a su mujer.
Vi el rostro de mis sueños, el blanco rostro sin rasgos. El sol calentaba a través del parabrisas, pero yo no lograba entrar en calor.
—El resto es más o menos lo que usted ya puede imaginarse —añadió Marino—. No quiero sobresaltarla. Me acerco sigilosamente a la cama y la despierto justo en el momento en que le cubro la boca con una mano y le acerco una navaja a la garganta. Seguramente no llevo un arma de fuego porque, si ella forcejea, se podría disparar y yo podría resultar herido o podría herirla a ella antes de poder hacerle mi numerito. Y eso es lo más importante para mí. Todo tiene que desarrollarse según lo previsto, de lo contrario me pongo furioso. Además, no puedo correr el riesgo de que alguien oiga el rumor del disparo y llame a la policía.
—¿Le dice algo? —pregunté, carraspeando.
—Hablo en voz baja y le digo que, si grita, la mato. Se lo repito una y otra vez.
—¿Y qué más? ¿Qué otra cosa le dice?
—Probablemente nada.
Marino puso el vehículo en marcha y dio la vuelta. Eché por última vez un vistazo a la casa donde había ocurrido lo que él acababa de describirme, o por lo menos lo que yo creía que había ocurrido tal y como él lo había contado. Estaba viendo lo que él me había dicho. No parecían conjeturas, sino la descripción de un testigo ocular. Una confesión sin emoción ni remordimiento.
Me estaba empezando a formar una opinión muy distinta de Marino. No era lerdo. No era estúpido y creo que me gustaba menos que nunca.
Nos dirigimos hacia el este. El sol había quedado prendido en las hojas de los árboles y el tráfico de la hora punta estaba en su máximo apogeo. Durante un buen rato, nos vimos atrapados en las lentas retenciones y rodeados de automóviles en los que hombres y mujeres anónimos regresaban a casa del trabajo. Mientras contemplaba los rostros, me sentí aislada de ellos, como si no perteneciera al mismo mundo en el que vivían las demás personas. Estarían pensando en la cena, tal vez en los bistecs que asarían a la parrilla, en los hijos, en los amantes a los que pronto podrían ver, en algún acontecimiento que habría tenido lugar en el transcurso del día.
Marino estaba repasando la lista cuidadosamente.
—Dos semanas antes del asesinato, la víctima recibió un paquete. Ya he hecho indagaciones sobre el tipo que hizo la entrega. Todo bien. Poco antes, vino un fontanero. Parece que también se le puede descartar. Hasta ahora, no hemos descubierto ningún indicio que nos permita suponer que algún operario, repartidor o lo que sea es la misma persona en los cuatro casos. No hay ni un solo común denominador. En las actividades laborales de las víctimas tampoco hay ninguna superposición o similitud.
Brenda Steppe era una profesora de quinto grado que enseñaba en la Escuela Elemental de Quinton, no muy lejos de su casa. Se había trasladado a vivir a Richmond cinco años antes y acababa de romper su compromiso con un entrenador de fútbol. Era una llamativa pelirroja, inteligente y alegre. Según sus amigos y su antiguo prometido, practicaba el
jogging
y corría varios kilómetros cada día y no fumaba ni bebía.
Probablemente yo sabía más cosas sobre su vida que su familia de Georgia. Era una devota baptista que iba a la iglesia todos los domingos y asistía a las cenas de los miércoles por la noche. Tocaba la guitarra y dirigía los cantos durante los retiros de los grupos juveniles. Era licenciada en literatura y enseñaba esta misma asignatura en la escuela. Su medio preferido de relajación, aparte el
jogging
, era la lectura y, al parecer, estaba leyendo a Doris Betts antes de apagar la lámpara de la mesilla aquel viernes por la noche.
—Lo que me desconcertó un poco —me dijo Marino— fue algo que descubrí recientemente, una posible conexión entre ella y Lori Petersen. Brenda Steppe fue atendida en la sala de urgencias del Centro Médico de Virginia hace unas seis semanas.
—¿Por qué razón? —pregunté, asombrada.
—Un pequeño accidente de tráfico. Chocó con otro vehículo cuando una noche estaba haciendo marcha atrás para salir de su calzada particular. No fue nada. Ella misma llamó a la policía, dijo que se había golpeado la cabeza y estaba un poco aturdida. Enviaron una ambulancia. Estuvo varias horas en observación en la sala de urgencias y le hicieron unas radiografías, pero no fue nada.
—¿La atendieron mientras Lori Petersen se encontraba de guardia?
—Ahí está lo mejor, el único detalle significativo que hemos descubierto hasta ahora. He hablado con el supervisor. Lori Petersen se encontraba de guardia aquella noche. Estoy investigando a todos los que estaban por allí, ordenanzas, médicos, lo que sea. Hasta ahora, nada excepto la posibilidad de que ambas mujeres mantuvieran contacto sin tener ni idea de que en este preciso instante sus muertes serían objeto de discusión por parte de usted y de otros expertos.
El comentario me sacudió cual una descarga eléctrica.
—¿Y qué me dice de Matt Petersen? ¿Alguna posibilidad de que estuviera en el hospital aquella noche, tal vez para ver a su mujer?
—Dice que estuvo en Charlottesville. Eso fue un miércoles, sobre las nueve y media o las diez de la noche.
El hospital podía ser una relación, pensé. Cualquiera que trabajara allí y tuviera acceso a los archivos, podía conocer a Lori Petersen y haber visto a Brenda Steppe, cuyo domicilio debía de constar sin duda en su ficha de asistencia.
Le sugerí a Marino que investigara a fondo a cualquier persona que hubiera estado en el hospital la noche en que Brenda Steppe había sido atendida.
—Eso significa cinco mil personas —contestó—. Y el tipo que la liquidó también pudo haber sido atendido en la sala de urgencias aquella noche. Por consiguiente, también hay que tener en cuenta esta posibilidad aunque, de momento, no parezca muy prometedora. La mitad de las personas tratadas durante aquel turno fueron mujeres. La otra mitad fueron vejestorios con ataques cardíacos y algunos ladronzuelos de vehículos que fueron detenidos en el momento en que estaban a punto de escapar. No lo consiguieron y ahora unos cuantos están en coma. Entró y salió mucha gente, pero allí llevan un control pésimo, dicho sea entre nosotros. Puede que nunca averigüe quién estuvo allí. Puede que nunca sepa quién salió a la calle. A lo mejor, el tipo es uno de esos buitres que entran y salen de los hospitales en busca de víctimas... enfermeras, médicos, chicas jóvenes con pequeños problemas —Marino se encogió de hombros—. A lo mejor, es uno que entrega ramos de flores y entra y sale todo el día de los hospitales.
—Lo ha dicho usted un par de veces —comenté—. Eso de las flores.
Otro encogimiento de hombros.
—Verá, es que antes de ingresar en el cuerpo yo estuve trabajando algún tiempo como repartidor de flores, ¿sabe? Casi todas las flores se envían a mujeres. Yo, si quisiera cargarme a unas cuantas mujeres, me haría pasar por repartidor de flores.
Lamenté haberle hecho el comentario.
—En realidad, así fue cómo conocí a mi mujer. Le fui a entregar un ramillete especial para novios, un precioso arreglo floral con claveles rojos y blancos y un par de rosas blancas. Se lo enviaba un tipo que salía con ella. Al final, resultó que yo le hice más gracia que las flores y el gesto de su novio sirvió para dejarlo fuera de combate. Esto fue en Jersey, un par de años antes de mi traslado a Nueva York y mi ingreso en el departamento de Policía.
Estaba empezando a considerar en serio la posibilidad de no aceptar jamás los ramos de flores que me enviaran.
—Es algo que me ha venido espontáneamente a la mente. Quienquiera que sea, debe dedicarse a algún oficio que le obliga a mantener contacto con las mujeres. Así de sencillo.
Pasamos por delante de la galería comercial de Eastland Mall y giramos a la derecha.
Pronto dejamos atrás el tráfico y cruzamos Brookfield Heights o simplemente Heights, tal como habitualmente lo llaman. El barrio está situado en una elevación de terreno que casi podría pasar por colina. Es una de las zonas más antiguas de la ciudad en la que, de unos diez años a esta parte, se han venido instalando jóvenes profesionales. Muchas de las casas están abandonadas o en ruinas, pero un considerable número de ellas han sido primorosamente restauradas y lucen en todo su esplendor sus bonitos balcones de hierro forjado y sus vidrieras de colores. Unas cuantas manzanas más al norte, los Heights empiezan a deteriorarse y se convierten en un barrio de mala muerte y, algunas manzanas más allá, se están construyendo unas viviendas de protección oficial.
—Algunas de estas viviendas costarán cien de los grandes e incluso más —dijo Marino, aminorando la marcha del vehículo—. Pero yo no viviría aquí ni regalado. He visto algunas por dentro. Es algo increíble. A mí no me van a pillar viviendo en este barrio. Por aquí viven muchas mujeres solas también. Una locura. Una auténtica locura.
Yo había echado un vistazo al cuentakilómetros. La casa de Patty Lewis se encontraba exactamente a diez kilómetros y medio de la de Brenda Steppe. Los barrios eran tan distintos y estaban tan lejos el uno del otro que no se me ocurría qué factor podían tener en común. Allí también se estaban construyendo casas, pero no era probable que las empresas constructoras fueran las mismas.
La casa de Patty Lewis estaba apretujada entre otras dos. Era un encantador edificio de piedra arenisca con una vidriera de colores por encima de la puerta principal pintada de rojo. El tejado era de pizarra y el porche de la entrada tenía una cancela de hierro forjado recién pintada. En el jardín de la parte de atrás crecían unos gigantescos magnolios.
Había visto las fotografías de la policía. Costaba trabajo contemplar la elegancia de aquella casa de finales de siglo y creer que algo tan horrible hubiera podido ocurrir en su interior. Patty pertenecía a una acaudalada familia del valle de Shenandoah y por esta razón, suponía yo, podía permitirse el lujo de vivir allí. Era una escritora independiente que se había pasado muchos años bregando con la máquina de escribir y ahora había llegado a la fase en que las cartas de rechazo ya habían pasado a la historia. En primavera había publicado un relato en la revista
Harper's
y en otoño se publicaría una novela suya. Sería una obra póstuma.