—Lo siento —se disculpó la joven. Lo más probable era que sus heridas fueran mucho más dolorosas, pues había tenido que amortiguar todo el peso de ella.
Con la luz del alba, la arena fue tiñéndose de distintas tonalidades, desde el gris más triste hasta el coral más intenso, pasando por un rosa pálido. Helena cayó en la cuenta de que era el segundo amanecer que presenciaba en pocos días. De los dos, sin duda prefería este. A pesar del sufrimiento, estaba viva y alejada de cualquier peligro. No se había percatado del peso que había cargado odiando y detestando a Lucas hasta que, al fin, logró deshacerse de ese lastre.
Escuchó una voz que estaba llamando a Lucas y, aunque sabía que corrían un serio peligro tumbados en aquel foso, en el fondo deseó que no los encontraran. ¿Y si las furias regresaban con el resto de la familia?
—¡Aquí! —respondió Lucas con voz débil.
—Espera —rogó Helena—, ¿y si todavía pueden ver a las furias cuando estoy cerca? No puedo defenderme en este estado.
—Nadie te va a hacer daño —le prometió Lucas sin dejar de rodearla con los brazos.
—Héctor… —empezó Helena.
—Antes tendrá que pasar por encima de mi cadáver.
—Lucas, por favor… —continuó Helena sin querer insultarle, pero señalando lo evidente.
—Ya lo sé —respondió sin evitar reír entre dientes tras pillar la indirecta de Helena—. Ya sé que ahora mismo no parezco del Servicio Secreto, pero tienes que confiar en mí. Jamás permitiría que alguien de mi familia te hiciera daño, ni siquiera el perverso de Héctor. Deberías saber que no es tan horrible como piensas —aclaró Lucas mientras intentaba ladear la cabeza para mirar a Helena a los ojos.
—Eres su primo. Es normal que le veas un lado bueno.
—Entonces dejaré que decidas tú. No puedo ocultarnos en ningún sitio, pero no los llamaré, si eso es lo que tú quieres —concluyó.
Permanecieron allí tendidos, escuchando los gritos de su familia que le llamaban una y otra vez, pero Lucas cumplió su palabra. No emitió sonido alguno, aunque se estremeció al oír la voz de Casandra, que sonaba exhausta. Su voz denotaba desesperación y miedo. De hecho, toda la familia parecía estar exasperada y asustada. Y todo por culpa de Helena. Tras unos instantes Helena no pudo soportarlo más.
—¡Aquí! —chilló tan alto como pudo—. ¡Estamos aquí!
—¿Estás segura? —preguntó Lucas con cuidado.
—No. —Se rió entre dientes, algo nerviosa, antes de volver a gritar, esta vez con la inestimable ayuda de Lucas.
Se escuchaban multitud de alaridos desde la playa además de las continuas pisadas en la arena. Un segundo más tarde, Helena notó que Lucas intentaba mover la cabeza para mirar a alguien que se asomaba por la boca del cráter.
—Hola, papá —saludó con tono de disculpa.
Cástor murmuró una especie de juramento que Helena no logró reconocer, aunque no dudaba de su significado. Entonces empezó a dar órdenes y la joven advirtió que alguien se agachaba junto a ella.
—Dios mío —susurró Ariadna para sí—. ¿Helena? Voy a llevarte por la arena, ¿de acuerdo? Pero antes déjame que intente acelerar un poco la cicatrización ósea. Notarás un poco de calor, pero no te asustes, la sanación es uno de los talentos que comparto con mi hermano, Jasón.
Jase, acércate y échame una mano con las piernas —ordenó.
Helena percibió otro ruido sordo, como si alguien se derrumbara junto a ella. Enseguida notó las manos de los mellizos, que se deslizaban con ternura por sus brazos y piernas. Sentía una quemazón en los huesos que le resultaba casi insoportable y, durante unos segundos, meditó la idea de no aceptar ningún tipo de «sanación». Antes de poder suplicarles que pararan, el ardor se desvaneció. Los gemelos contaron hasta tres y, con suma cautela, procuraron darle la vuelta, como si de un crepe resbaladizo se tratara. Helena trató de mostrarse valiente, pero no pudo aguantar el grito sofocado después de que los gemelos la movieran. Cada músculo, cada centímetro de piel, cada hueso de su cuerpo estaba sumido en un inmenso dolor, como si alguien le inyectara una dosis de fragmentos de cristal en llamas en la sangre.
Apretó los dientes y respiró profundamente, intentando así calmarse, hasta haber recuperado el control y abrir los ojos. Cuando lo hizo, lo primero que vio fue la luminosa mirada color avellana de Ariadna; los gemelos lucían las mismas pestañas, de una longitud casi infinita. Ariadna la observaba con lástima mientras inspeccionaba el rostro de Helena con cuidado y, al cabo de un rato, le dedicó una cansada sonrisa. Ariadna parecía extenuada, como si lo que había hecho por ella hubiera consumido toda su energía. Sus labios en forma de lazo se habían teñido de un color pálido, perdiendo así su tono cereza habitual, y su cabello, largo y castaño, se le quedaba pegado en las mejillas sudorosas.
—No te preocupes. Tu rostro ya está volviendo a su forma habitual. Al anochecer estarás como siempre, exquisita —piropeó a Helena mientras le acariciaba la cabellera—. No te muevas. Vuelvo enseguida.
Helena miró a su alrededor. Por primera vez pudo contemplar el lugar donde Lucas y ella habían pasado la noche. Tardó unos instantes en percatarse de que el hoyo en el que estaba medía al menos dos metros de profundidad y el triple de ancho, pero aún le costó más darse cuenta de que el agujero lo habían creado sus cuerpos al desplomarse sobre el suelo. El agua que se filtraba por la arena empezaba a empaparle la ropa; entonces, reparó en que Lucas había pasado la noche sumergido en un charco de agua congelada. Giró la cabeza para poder mirarle.
Se presumía una ligera huella del cuerpo de Helena sobre el de Lucas. El joven tenía el pecho casi hundido por el peso que había soportado de la cabeza y hombros de Helena. Apretaba la cara con fuerza, creando así una mueca más dolorosa. Canturreó para sí durante unos instantes, como si intentara impedir soltar un gruñido. Su padre se arrodilló junto a él, lo miró directamente a los ojos y le habló en voz baja. Helena vio que Lucas asentía con la cabeza, se mordía el labio inferior y, después de respirar hondo, forzaba su musculatura. El pecho del joven se expandió hasta unos límites extraordinarios y, de pronto, Lucas dejó escapar el aire y resolló como si acabara de alzar en enorme peso. Una lágrima se escurrió de sus ojos, serpenteó por su mejilla y se perdió entre el cabello.
Su padre le dijo algo tranquilizador antes de levantarse y salir de aquel agujero para planear una estrategia con Héctor. Después de haber recuperado el aliento, Lucas giró la cabeza hacia un lado para poder mirar a Helena.
—Creo que ya ha pasado lo peor —alentó apretando la mano de Helena. Hasta ese momento la muchacha había pasado por alto que estaban cogidos de la mano, pero lo cierto es que le gustaba.
Ella respondió con el mismo gesto y sonrió. Lucas tenía un aspecto horrible, mucho peor de lo que Helena pudiera haber imaginado.
—Bizcochito —le llamó con aire risueño y despreocupado en un intento de distraerle—, ¿qué planes tienes para el próximo viernes por la noche?
—¿Qué tienes planeado?
—Podríamos intentar atropellarnos —sugirió Helena con alegría.
—Qué lástima, ya lo hice con Jase el pasado fin de semana —se lamentó.
—¿Qué te parece ir al zoo y lanzarnos a la jaula de los leones? —replicó enseguida para no perder su atención e impedir que se fijara en su pecho hundido.
—Los romanos ya sacaron todo el jugo a esa actividad. ¿Algo más original? —Pensaré en algo —soltó Helena.
—No veo la hora —suspiró. Tras una oleada de dolor intenso, Lucas apartó la mirada de Helena y giró el rostro.
—¡Eh! ¿Un poco de ayuda? —gritó Helena al ver que Lucas empezaba a tiritar—. ¡Lucas no está bien!
—No, no está bien —intervino Casandra con voz ronca y expresión resentida desde los pies de Helena.
La joven no se había dado cuenta de que alguien más estaba en el mismo agujero mientras ella y Lucas se tomaban de la mano y se dedicaban bromas. Al oír su voz, a Helena le dio la impresión de que a Casandra no le había gustado ni una pizca lo que acababa de presenciar.
—Baja las tablas. Ha llegado el momento de moverlos —ordenó a su padre, como si Casandra estuviera a cargo de toda la operación.
Helena abrió los ojos como platos al presenciar cómo una chica de trece años se dirigía a su padre con ese tono y, además, esperaba que este obedeciera; de inmediato, las tablas descendieron por el cráter sin que su padre hiciera un comentario al respecto. Los gemelos trasladaron con sumo cuidado a Helena y Lucas sobre los largos tablones y les recomendaron quedarse inmóviles. Jasón y Casandra deslizaron las manos, que emitían un resplandor dorado, sobre el cuerpo de Lucas. Helena observó que el joven hacía rechinar los dientes mientras sus primos aceleraban su sanación. Justo cuando creía que Lucas empezaría a chillar desaforadamente, los gemelos pararon, se miraron cómplices, comunicándose en silencio, y después asintieron con la cabeza.
Ambos estaban tan pálidos que parecían almas en pena, aunque lo cierto es que también parecían contentos, como si nada pudiera satisfacerles más que ayudar a los suyos. Helena intentó darles las gracias, pero Ariadna se lo impidió pellizcándole los labios con ternura y aconsejándole que guardara fuerzas.
Héctor y Cástor cargaron con los tablones sobre los que yacían Helena y Lucas y los sacaron del agujero para colocarlos, el uno junto al otro, en el maletero del mismo monstruoso todoterreno que Helena había maldecido tantas y tantas veces. Ahora que funcionaba como su ambulancia, se juró que no volvería a perder los estribos cuando viera un vehículo de tales características.
Cástor estaba al volante, ansioso por arrancar el vehículo y salir de allí. Si se quedaban mucho tiempo en la playa, el sol iluminaría toda la isla y tendrían más posibilidades de ser descubiertos. Casandra fue con ellos, pero Jasón, Ariadna y Héctor prefirieron quedarse en la playa para tapar el hoyo y dejar el lugar como si nada hubiera ocurrido.
—¿Por qué no colocamos una piedra gigantesca en el centro y fingimos que es un asteroide? —escuchó Helena preguntar a Héctor, que sonaba exhausto.
—¿Realmente crees que funcionaría? —soltó Jasón, quién se mostró animado ante la idea de recostarse en la cama al cabo de menos de una hora.
—No —respondió Casandra con rotundidad—. Esta parte de la isla es una reserva natural. Hay científicos por toda la zona, así que enseguida averiguarían que la piedra no proviene del espacio.
Jasón y Héctor soltaron sus respectivos quejidos y, de inmediato, se pusieron manos a la obra. Una vez más, la opinión de Casandra era indiscutible. Tácticamente, Helena siempre había asumido que Lucas era el líder de los más jóvenes y que, de la misma forma, su padre era el cabeza de familia Delos. Sin embargo, comenzaba a creer que alguien menos tradicional dirigía la familia. Cuando Casandra abría la boca, todos la escuchaban, incluido Cástor. Y, por lo visto, Casandra no necesitaba la presencia de las furias para sentir antipatía por Helena, lo cual le recordó que…
—¡No veo a las furias! —exclamó de repente Helena.
—Nadie las ve —intervino el padre de Lucas con voz pensativa. El cuero del asiento crujió cuando Cástor se retorció para mirar hacia atrás—. Ya lo resolveremos más tarde. Ahora tenéis que descansar.
Helena no podía discutir con él, pues a duras penas lograba mantener los ojos abiertos. En cuanto escuchó el ronroneo soporífero del motor, cerró los ojos y se quedó dormida como un tronco.
Al anochecer, Helena se despertó en una cama con sábanas blancas. A través de la ventana de la habitación podía contemplar un cielo con tal paleta de colores que los pintores de la isla deberían estar perdiendo la chaveta. Movió los dedos de los pies. Al comprobar que todo estaba en orden, se incorporó y se sentó sobre el colchón. Mientras balanceaba las piernas se percató de que vestía un camisón ajeno y que no llevaba ropa interior. A pesar de estar recuperándose de una experiencia casi mortal, no había perdido ni una pizca de su timidez habitual. Así que de inmediato se sonrojó. Aquel camisón parecía un vestido ligero, corto y un tanto transparente. Cuando se cercioró de que podía mantenerse en pie, se olvidó por completo de su pudor, dejó escapar un grito y, de inmediato, recibió una mano que se ofrecía a ayudarla.
—Tranquila. Ven, sujétate en mi brazo —aconsejó Ariadna—. Vaya, no puedo creerme lo rápido que te estás curando. Sin embargo, deberías descansar un poco más.
Ariadna procuró acostarla en la cama, pero Helena quiso quedarse sentada en el borde mientras respiraba hondamente.
—Es que… no puedo —replicó con una mirada avergonzada. Ariadna desvió la mirada hacia las rodillas de Helena, que las mantenía unidas con fuerza, y pilló enseguida la indirecta.
—Lavabo, ¿eh? De acuerdo —dijo mientras soltaba una risita ahogada—. Te acompañaré, pero no te me mees encima.
Helena lanzó una carcajada de gratitud. Ariadna tenía la habilidad de convertir una situación embarazosa en algo divertido, y eso la hacía sentirse más cómoda. Era una de esas cosas que Claire también habría hecho. Seguía avergonzada, pero tras varios chistes más y un poco de tacto, ambas consiguieron llegar al baño.
—¿Te importa que revise cómo va tu sanación? —preguntó educadamente cuando volvió a estar arropada en la cama—. Eso significa que tengo que posar mis manos sobre ti, así que necesito saber si estás dispuesta a pasar por esto otra vez.
—Acabas de verme hacer pis —respondió Helena con una risotada tímida—, así que no me importa que hagas una revisión. Bueno, espera. ¿Me va a hacer daño?
—En absoluto. Solo quiero echar un vistazo. Lo que antes te ha torturado es el crecimiento celular. Y, si te sirve de consuelo, tampoco es plato de buen gusto para mí. Es demasiado agotador —repuso Ariadna con una sonrisa al mismo tiempo que empujaba a Helena para que se estirara por completo.
—De acuerdo —accedió Helena, algo insegura. Se acomodó en los cojines y aguardó el calvario que sospechaba viviría de un momento al otro, a pesar de la negativa optimista de Ariadna.
Posó sus manos sobre las costillas de la paciente y se concentró. Helena sintió una ligera sensación vibratoria, como si estuviera frente a un gigantesco altavoz de graves, pero, tal y como le había prometido, no sintió ni una pizca de dolor. Tras unos instantes, levantó las manos y miró a Helena.
—No podría tener un paciente mejor —la animó con una sonrisa radiante—. Tengo que confesar que después de ver vuestras heridas tuve mis dudas. Pero te aseguro que te pondrás bien.