—Bueno, Claire tenía toda la razón —se dijo Helena a sí misma, riéndose entre lágrimas—. Odio llevar flequillo.
Intentado recuperar el aliento entre risitas de nerviosismo, abrió de golpe la puerta de la habitación y se topó de frente con Lucas. En cuestión de segundos, el muchacho detectó las lágrimas de Helena y se fijó en la expresión de perplejidad de la extraña mujer que había a su lado. Lucas agarró a Helena por el brazo y la apartó de aquella desconocida, interponiéndose entre ambas.
—¿Qué le has hecho? —dijo, amenazando a Dafne.
—¿Y quién eres tú? —rebatió Dafne con acento sureño.
Lucas miró a la desconocida con desconfianza y después se giró hacia Helena.
—Helena, ¿quién es esta mujer? —preguntó.
—Entrad —invitó Dafne, que enseguida hizo desaparecer su extraño acento—. Venga, Helena. Nos han descubierto. Él puede ver tu verdadero rostro.
—¿Cómo? —quiso saber, observando unas manos que no eran suyas, contemplando un cuerpo que no le pertenecía. Siguió a Lucas hacia el interior de la habitación del hotel.
—Porque te ama —respondió Dafne tras cerrar dando un portazo—. El cesto no puede ocultar el rostro al ser amado, sólo revelárselo. No puedes fingir ser otra persona ante él porque te ama tal y como eres.
Dafne se frotó las sienes, desesperada ante el nuevo e inesperado cariz que estaban tomando los acontecimientos. Se volvió hacia Lucas e hizo desaparecer su disfraz. El joven, asombrado, dejó escapar un grito ahogado.
—Tú «eres» todas esas mujeres —dijo Lucas, al recordar la visión de Casandra—. Helena, esta es la mujer que ha estado atacándote, no es su verdadero rostro…
—Ya lo sé. También sé que ella fue quien hirió a Kate en el callejón —añadió Helena, que tragó saliva con una mueca de dolor—. Pensé que había sido culpa mía, que había electrocutado a Kate por accidente.
—Helena, no debes sentirte culpable —murmuro Dafne, que, de repente, se mostró algo molesta ante tal idea.
—Mi madre quería secuestrarme para distanciarme de tu familia, para evitar que descubrieras quién era de verdad —continuó, ignorando por completo el comentario de Dafne—. Estaba convencida de que no confiaría en ella, así que no tuvo otra opción que atarme, literalmente, a la cama para conseguir que la escuchara. Y no dudó en hacerlo. Lucas, ella es mi madre y este es su rostro. Es nuestro rostro.
—Es imposible —negó Lucas, mirando a madre e hija—. Ningún vástago se parece tanto a otro.
—Los portadores del cesto se asemejan al primer vástago que lo poseyó —explicó Dafne.
—Helena de Troya —musitó Lucas.
Helena asintió y, sin apartar la mirada de su madre, quiso aclarar el asunto.
—Afrodita y Helena eran hermanastras y, a decir verdad se querían muchísimo. Cuando se inició el asedio a la ciudad de Troya, Afrodita le entregó el cesto a Helena para asegurarse de que estuviera protegida. Desde entonces, ha ido pasando de madre a hija, junto con el famoso rostro.
—¿El rostro? —repitió Lucas.
—El que hizo zarpar a un millar de barcos —finalizó Dafne de forma automática, citando textualmente una frase de la Ilíada—. Es nuestra maldición.
—Helena de Troya pertenecía a la casta de Atreo —balbuceó Lucas al mismo tiempo que se desplomaba sobre una silla con respaldo recto que decoraba el vestíbulo—. Así que Palas tenía razón. Tú eres Dafne Atreo.
—Supongo que Palas debía tener razón en algo… —soltó Dafne, antes de serenarse y suavizar el tono—. Sé que es tu tío pero entre él y yo las cosas son un poco complicadas. Tu padre, en cambio, era muy distinto. Siempre fue muy amable conmigo, o por lo menos intentaba serlo. Las furias convierten la amabilidad en algo muy relativo.
—Las furias —murmuró Lucas cuando una idea le cruzó el pensamiento—. ¿Por qué no las veo cuando estoy cercas de ti?
—Por la misma razón por la que tu familia tampoco las ve cuando está cerca de Helena. Vosotros arriesgasteis la vida por el otro, y eso los liberó de vuestra deuda familiar. Hace mucho tiempo, pasé por algo semejante con otro miembro de la casta de Tebas. Pero no tengo tiempo para explicarte toda la historia ahora —dijo Dafne, sin mala intención—. Helena y yo debemos marcharnos de aquí, y tenemos que hacerlo ahora.
—No —se interpuso Lucas, mirando a Helena—. Venid conmigo, las dos.
Mi familia…
—Tu familia me quiere muerta —le interrumpió con frialdad—. Y Creonte ha desembarcado en la isla para capturar a Helena. Tengo que sacarla de aquí lo antes posible; si la amas del modo en que sé que lo haces, me ayudarás.
—Puedo proteger a Helena de Creonte —afirmó Lucas algo desafiante, esperando a que la joven le mirara a los ojos, pero esta no se atrevió.
—¿Cómo? ¿Estás dispuesto a convertirte en un asesino? ¿En un paria? —preguntó Dafne con dureza.
Lucas apartó la mirada de Dafne de golpe, pues la mera alusión a ese término le aborrecía. Por un momento la odió con todas sus fuerzas, pero solo porque tenía razón.
—No puedes defender a Helena contra tu propia familia, al menos no a muerte. Soy la única persona capaz de protegerla —continuó Dafne. Su tono de voz reflejaba su genuina compasión por el muchacho—. Y la mejor forma de hacerlo es alejándola de Creonte.
—No permitiré que se acerque a ella. Me da igual en lo que pueda convertirme —afirmó Lucas, preocupado por la seguridad de Helena. Le inquietaba de sobremanera el modo en que ella le esquivaba. El joven se arrodilló junto a ella y la cogió de las manos.
—Lucas. Deja que me vaya —rogó Helena en voz baja, apartándole las manos. Él se quedó en silencio durante unos segundos, con el presentimiento de que algo horrible estaba a punto de suceder. Otra vez—. Si me amas, déjame ir. ¿Me amas? —preguntó con voz débil y entrecortada.
—Sabes que sí —respondió, algo confuso—. Si estás asustada, huye conmigo. Tal y como habíamos planeado. Sabes que estamos destinados a estar juntos; sé que puedes sentirlo, como yo.
—Quiero que me dejes ir —respondió mirándole por fin a los ojos, sin agachar más la mirada.
Helena no prestó atención a la reacción de Lucas, que se sentía aturdido y triste. Su corazón le parecía una tina a punto de rebosar de agua. Todas las sensaciones y los sentimientos que había experimentado a lo largo de su vida, tanto las buenas como las malas, eran una especie de regalices de colores que teñían el agua, y aquella hermosa mezcla de tonalidades se arremolinaba en el fondo de la bañera, colándose por el desagüe. Lo único que tenía que hacer era esperar unos segundos más hasta que la tina se vaciara por completo.
—Sabes que no te estoy mintiendo, ¿verdad? —continuó, sin piedad—. Quiero que me dejes ir.
Lucas contuvo el aliento durante varios segundos, asimilando que Helena no le estaba engañando. Entonces asintió con la cabeza, con el rostro impasible, y suspiró.
—Te creo. Sé que deseas alejarte de mí ahora mismo, pero también sé lo que va a ocurrir, independientemente de lo que cada uno desee —añadió.
—¡El Oráculo! —exclamó Dafne para sí tras comprender el significado de las palabras de Lucas—. ¿Sobrevivió a su primera profecía? ¿Sigue estando cuerda?
A esas preguntas tan insensibles, él contestó que sí con un leve movimiento de cabeza.
Dafne empezó a dar tumbos como una loca, como si un millón de pensamientos le inundaran el cerebro. De repente, dejó de moverse y lanzó sobre Lucas una mirada penetrante.
—¿Qué ha vaticinado sobre nosotras?
—Que las amadas de Afrodita encontrarán refugio en la casta de Tebas —replicó Lucas sin mostrar emoción alguna—. Ya lo veis, volveréis conmigo a casa.
—Desde luego —accedió Dafne—. Helena, coge tus cosas.
Ella se quedó boquiabierta, observando a su madre con incredulidad. Después de todo lo que Dafne le había revelado para distanciarla de la casta de Tebas, este cambio no tenía ningún sentido.
—Pero… perderemos el transbordador… —tartamudeó Helena, todavía insegura.
—El Oráculo ha hablado —sentenció Dafne, que se colgó el bolso del hombro y le lanzó una mirada ávida.
No tenía ni idea de lo que su madre se traía entre manos, pero al no contar con un argumento sólido para oponerse a tal decisión, decidió obedecer. Helena y Dafne se transformaron en desconocidas y los tres bajaron al vestíbulo del hotel. Cuando llegaron a la puerta principal, Lucas les pidió que esperaran un segundo. Extrajo su teléfono móvil y llamó a Héctor para ordenarle que trajera el coche hasta el aparcamiento del hotel.
—Quedaos aquí —dijo con firmeza—. Dejad que compruebe la calle antes de salir. Héctor me ha dicho que Creonte nos sigue muy de cerca.
—No será necesario, Lucas. Siempre y cuando mantengas las distancias, nosotras pasaremos desapercibidas —le aseguró Dafne.
Acto seguido, salió decidida del hotel con su lujosa maleta de piel rodando tras ella. Mientras Helena observaba atónita a su madre salir por la puerta, desvió la mirada hacia la calle. Creonte estaba en la otra acera, escudriñando cada ventana del edificio con su visión de superhéroe. Al advertir la figura de Dafne saliendo del hotel, la mirada de Creonte se clavó en ella. Se fijó en su maleta y, concentrado entrecerró los ojos para enfocar mejor.
Helena revivió las sensaciones que experimentó en su primer encuentro con él. Aún podía notar su aliento húmedo en la nuca, susurrándole «preciosa» al oído antes de apuñalarla. Pero, en particular, recordaba la asfixiante oscuridad que la abrumó hasta el punto de sentirse totalmente perdida en el espacio y vulnerable. Presa del pánico, Helena olvidó por un momento que tanto ella como su madre estaban protegidas por sus disfraces.
—¡Mamá! ¡Para! —gritó siguiendo su instinto mientras corría hacia su madre para arrastrarla de nuevo hacia el hotel.
Tras escuchar aquellos chillidos, Creonte hundió su mirada en la extraña. Vio a su primo Lucas, quien en ese instante avanzaba a zancadas para agarrar a la jovencita con desesperación. Se abrazaron de manera protectora. Volvió a fijarse en la mujer chabacana que portaba un lujoso equipaje y sonrió. Cruzó la calle al trote, con la cabeza agachada y los hombros tensos, como si fuera un toro.
—¡Dafne! ¡Nos ha descubierto! —gritó Lucas, que ocultó a Helena tras de sí y se movió increíblemente rápido para interceptar a Creonte.
Los dos primos colisionaron en el centro de la calle, y aprovecharon el impulso para sacudirse los primeros puñetazos. Sin embargo, Lucas hizo algo que Creonte no esperaba. En el último instante dejó que la gravedad se apoderara más de su cuerpo, adoptando así un estado sólido con el que empujó a su aturdido oponente hasta el asfalto con tal fuerza que incluso agrietó la superficie del pavimento.
Una décima de segundo más tarde, Lucas levantó la mirada y advirtió el rostro de un Matt aterrorizado a través del parabrisas de su coche mientras apretaba de golpe el pedal del freno. El chico procuró detener el vehículo, pero ya era demasiado tarde. Atropelló a las dos figuras que habían aparecido de la nada en mitad de la calle; el coche quedó completamente abollado, como si hubiera chocado contra una pared de ladrillo.
—¡Lucas! —gritó Helena mientras forcejeaba con su madre, que la retenía.
Dafne sujetó a Helena y la contuvo hasta que el gigantesco todoterreno de Héctor frenó ante ellas con unos chirridos ensordecedores. Quedó de tal forma que impidió a la chica acercarse al accidente. Ariadna saltó del asiento del acompañante incluso antes de que Héctor hubiera detenido el coche por completo y arrancó a correr hacia el lugar del atropello.
—¡Súbete al coche! —le bramó Héctor a Dafne en cuanto se apeó del asiento del conductor para dirigirse dando pisotones hacia el coche de Matt, cuyo motor no dejaba de humear.
Helena estiraba el cuello con desesperación, pues le era imposible ver lo que estaba ocurriendo. Seguía vociferando el nombre de Lucas cuando Jasón y Dafne la empujaron sin miramientos hacia el todoterreno.
—¡Lucas está bien! —afirmó Jasón con los dientes apretados al mismo tiempo que luchaba con ella para meterla en el coche—. ¡Helena, por favor! Ya estamos llamando bastante la atención, no empeores las cosas.
Al recordar dónde estaba, la chica procuró calmarse y obedientemente se acomodó en el asiento trasero del coche. Se deslizó hacia una de las ventanillas polarizadas y suspiró aliviada cuando reconoció a Lucas, que estaba de pie delante del coche destrozado de Matt. No tenía ni un rasguño y parecía aferrarse a Héctor, como si quisiera impedirle que echara a correr hacia algún sitio. Creonte había desaparecido, y parecía que Héctor quería seguirle. Por un momento, dio la sensación de que Lucas estaba a punto de golpearle, pero entonces le susurró algo al oído que pareció convencerle; de golpe, Héctor se serenó y asintió con la cabeza.
—Es igualito a Áyax —murmuró Dafne con la mirada clavada en Héctor.
Helena miró de reojo a su madre y después se giró hacia el accidente. Ariadna estaba ayudando a Matt a salir del coche. El chico se tambaleaba y de su cabeza manaba un hilo de sangre. Estaba pálido de perplejo, pero, por lo visto, no había sufrido graves heridas.
—Deberíamos llevarte al hospital —insistió Casandra mientras le examinaba las pupilas.
—No —respondió él con vehemencia—. No hay forma humana de explicar esto. La gente normal no se levanta como si nada después de un bestial atropello.
Todos sabían que tenía razón. Incluso conmocionado, Matt era rápido en sus pensamientos.
—Te has dado un golpe en la cabeza —avisó Jasón mientras el grupo de vástagos se lanzaba miradas inciertas.
—Pero sé perfectamente lo que he visto. Mirad, no tenéis que preocuparos por mí. Jamás delataría a un amigo y tenemos que irnos de aquí ya —persistió Matt—. Antes de que la policía inunde la zona.
—¿Ari? —preguntó Jasón, que cruzo una mirada con su hermana gemela—. ¿Crees que supone un gran riesgo?
Ariadna deslizó las manos sobre la cabeza de Matt y un tenue resplandor iluminó sus palmas.
—Se pondrá bien —afirmó tras un breve momento. Guió a Matt hacia el todoterreno, pero el muchacho empezó a reírse tontamente y se quedó inmóvil en mitad de la acera.
—Vaya. ¿Qué me has hecho? —preguntó con una sonrisa bobalicona.
—Te he curado. Ese es mi talento —contestó una Ariadna sonriente, aunque de forma inesperada había adoptado un semblante cansado.
—Gracias —murmuró Matt, que reanudó su camino hacia el todoterreno de Héctor—. Esperad. ¿Dónde está Claire?