Helena no dudó en salir escopeteada del vehículo, sin tan siquiera darle tiempo a su madre de retenerla.
—¿Qué quieres decir con «dónde está Claire»? —exigió Helena, apretando los puños con tal fuerza que los brazos empezaron a temblarle—. ¿Dónde la has visto por última vez?
—En el asiento del copiloto —respondió Matt con voz débil, señalando su coche.
De golpe, el cuerpo de Jasón se puso en tensión, rígido. Al moverse con suma velocidad, su silueta se difuminó, tornándose una sombra borrosa. La figura se trasladó hasta el coche de Matt y arrancó la puerta de cuajo con una sola mano mientras, con la otra, recogía con ternura a Claire de la parte inferior del cuadro de manos. La jovencita estaba inconsciente, sangrando y tan débil y frágil que parecía una muñequita de algodón.
—No —musitó Jasón—. Se suponía que debías mantenerte alejada de mí.
Jasón se inclinó hacia Claire, acercándose a ella, casi rozándola con los labios, y durante unos segundos se quedó quieto, como una estatua.
—¿Cómo está? —preguntó enseguida Ariadna.
—Respira —dijo tras unos instantes, con voz quebrantada.
Alzó la vista para mirar a su hermana gemela a los ojos.
—¿Puedes curarla? —preguntó esforzándose por mantener la calma. Los gemelos se habían preparado concienzudamente para una situación como esta.
Jasón apretó la mandíbula y asintió con la cabeza, pero no articuló ni una sola palabra. Acto seguido, trasladó el diminuto cuerpo de Claire hasta el asiento trasero del todoterreno, sosteniéndola con dulzura sobre su regazo mientras el resto se organizaba.
—Deja que yo me ocupe del coche de Matt. Vosotros esperadme en casa —le dijo Lucas a Héctor, que en ese preciso instante ya estaba oscureciendo las abolladuras más destacadas manipulando la luz.
—Espera —pidió Dafne, que levanto la mano como si quisiera parar a un taxi con los ojos cerrados—. Esto llamará menos la atención —anunció.
Unas espirales de neblina gris perla emergieron de los charcos y riachuelos que fluían por la calle; ante la sorpresa de todos, los hilillos pegajosos se dirigieron hacia los delicados dedos de Dafne, como si se sintieran atraídos por un imán.
—Gran Zeus, Congregador de Nubes —murmuró Héctor mientras veía con sus propios ojos cómo la escena del accidente desaparecía entre la niebla. Entonces se giró hacia Lucas y le preguntó—: ¿Dónde vas a esconder el coche?
—En el océano. Ya lo limpiaremos después del anochecer —respondió Lucas antes de zambullirse en el espesor de la bruma para empujar el carro de metal retorcido de Matt, dejando tras de sí una estela de toxinas sobre el muelle.
El resto se apretó en el interior del todoterreno de Héctor. Todo el incidente, desde el ataque de Creonte en mitad de su huida, había ocurrido en cuestión de minutos; ahora, a tan solo cuatro manzanas de la escena, podían escuchar la primera sirena zumbando a través de la densa niebla.
En el interior del vehículo reinaba un silencio absoluto. Avanzaban rápidamente, aunque sin exceder el límite de velocidad permitido, hacia Siasconset. Cada uno de ellos parecía sumido en sus reflexiones, conmocionados a la par que sorprendidos. Durante el viaje, Helena no pudo apartar la mirada de Jasón y Claire. El joven había empezado a deslizar sus manos por encima del cuerpo de su mejor amiga, emitiendo un resplandor desde sus palmas, tal y como su hermana había hecho para curar a Matt. Le susurró algo al oído antes de lanzar unos soplos suaves y centelleantes que acariciaron los ojos cerrados de la joven, como si estuviera exhalando energía a través de sus sueños inconscientes.
Fuera lo que fuera lo que le estaba haciendo, estaba ayudando a Claire, aunque también le estaba provocando un dolor atroz. Un sudor frío e intenso le había empapado toda la piel, que había perdido su color habitual para teñirse de un color grisáceo pálido. Al mismo tiempo, la chica pareció mejorar, pues se acomodó entre sus brazos y sus mejillas recuperaron algo de color. Cuando al fin aparcaron delante del hogar de los Delos, Jasón estaba tan agotado que Helena, sin pedirle permiso, cogió a Claire de su regazo y la llevó hasta el interior de la casa.
—A mi habitación. Rápido —dijo Jasón con voz ronca mientras Helena atravesaba la abarrotada cocina portando a Claire.
Ante los rostros atónitos de la familia Delos, sostuvo a su mejor amiga contra el pecho para protegerla de las miradas entrometidas; Jasón le abría el camino para deslizarse hasta las escaleras. Tras haber subido varios peldaños, Helena notó el peso de la mano de Jasón sobre su hombro, que buscaba desesperado su apoyo. Estaba tan débil que apenas lograba arrastrar los pies, pero al fin consiguió subir el resto de las escaleras.
—¿Cómo puedo ayudarte? —le preguntó Helena a Jasón cuando dejó con sumo cuidado a su mejor amiga sobre la cama.
—No puedes —contestó él mientras se tumbaba junto a Claire—. He hecho mi elección, y mientras ella no se haya recuperado, estaremos unidos. Es como el último cartucho de un curandero. Llegados a este punto, cruzaremos ese desierto o pereceremos en el intento.
—Oh, perfecto —suspiró Helena, que había recuperado la esperanza—. Claire nunca dejaría morir sin más a alguien que le importa, sobre todo a sabiendas de que le ha salvado la vida.
Helena advirtió la risita de Jasón mientras asentía con una sonrisa cómica. Por muy desesperada y grave que fuera su situación, al menos había decidido unir su fuerza vital con una genuina y auténtica luchadora.
—Hice cuanto estuvo en mis manos para mantenerla alejada de todo esto, para protegerla de nuestra familia —susurró mirando a Helena a los ojos.
—Sí, ya lo sé. Vuestras constantes discusiones os delatan. Es obvio que estáis hechos el uno para el otro —comentó Helena, sintiéndose algo culpable. Jasón había procurado aislarse de Claire para protegerla; sin embargo, ella jamás lo había intentado—. Ahora lo entiendo todo.
—Tienes otros asuntos de los que ocuparte —balbuceó entrecerrando los ojos—. Vete. Yo la guiaré por el páramo.
—Si os perdéis, yo os seguiré —prometió Helena, que, en ese mismo instante, percibió el enardecido aire de la tierra árida, que filtraba toda la humedad de la atmósfera.
De pronto, adivinó donde estaba ese desierto y por qué siempre le había aterrado conocer la verdad, a pesar de tenerla delante de sus narices. El páramo por el que merodeaba mientras dormía, la tierra árida que Jasón tenía que atravesar para salvar a Claire, era la tierra de los muertos. Durante una milésima de segundo, vislumbró la imagen de su mejor amiga, confusa, asustada y diciendo quedamente el nombre de Jasón. Helena desterró ese pensamiento tan perturbador y se inclinó hacia el chico para susurrarle al oído.
—Conozco el camino por los escombros y las ruinas, y te prometo que si no consigues hacerlo solo, iré a buscaros y os traeré de vuelta.
Jasón abrió los ojos de golpe, aturdido, pero su alma ya seguía a la de Claire y, aunque intentaba luchar contra ello, sus ojos volvieron a cerrarse cuando se sumergió en un sueño tan profundo como un coma. Helena decidió salir de la habitación, pues confiaba plenamente en que Jasón conseguiría curar a Claire. Además, sabía que tenía que acudir a la batalla que le esperaba en el salón Delos.
Estaba bajando las escaleras cuando reconoció la voz de su madre, que gritaba a pleno pulmón. Aunque la conocía desde hacía tan solo unas horas, aquello le resultaba inquietantemente familiar. La voz de Dafne podía confundirse con la de su hija y, de hecho, a Helena le daba la sensación de estar escuchando su propia voz grabada en un contestador automático de calidad pésima. Detestaba aquella sensación; no odiaba el sonido en sí, sino la idea de estar atascada en el error de alguien, condenada a adoptar las peores cualidades de las personas a las que, supuestamente, más quería.
Helena se detuvo unos segundos para armarse de valor antes de entrar en el salón. En los breves minutos que había permanecido junto a Jasón y Claire se había iniciado una pelea.
—¿Qué yo soy la culpable? —gritó Dafne a Palas, reaccionando a un comentario que este acababa de hacerle—. Si os hubieras quedado en Cádiz, alejados de Helena, ¡nada de esto habría sucedido!
—Fue culpa mía —admitió Héctor, procurando calmar a todo el mundo—. Nos vimos obligados a abandonar Europa porque estuve a punto de asesinar a alguien de mi familia.
—No serías el primero en hacerlo —dijo Dafne.
—¿Qué se supone que significa eso? —espetó Palas, indignado.
—¿Al fin estás dispuesto a hablar del elefante rosa que hay en la habitación? —preguntó Dafne, implacable—. Yo no maté a Áyax, sino que Tántalo.
—¡Eres una mentirosa! —la acusó Palas, que en ese instante dio un paso amenazador hacia ella.
—¿Cómo crees si no que sigo con vida? Tántalo os aseguró a todos que me había matado, ¿verdad?
Palas la observaba con inquina.
—Respóndeme una única pregunta: si yo asesiné a tu hermano Áyax, ¿Por qué no ves a las furias en este momento? —preguntó Dafne, extendiendo los brazos, como si quisiera demostrar que no escondía a las tres hermanas.
Todos intercambiaron miradas, como si esperaran que en cualquier momento alguien diera una explicación, pero nadie abrió la boca.
—Palas, ¿recuerdas como nos detestábamos tu hermano y yo, un odio que ni siquiera las furias podían justificar, pero que al mismo tiempo no permitíamos que nadie se interpusiera entre nosotros? ¿Te acuerdas de cómo solíamos buscarnos, como si no pudiéramos resistir la idea de estar separados ni un segundo? —preguntó Dafne con un tono más tranquilo.
—Tú eras su obsesión —respondió Palas sombrío, que lanzó una mirada a Lucas por un segundo.
—Y el la mía. Al fin nos enzarzamos en un combate a vida o muerte, pero, en el último momento, hubo un terrible accidente y acabamos salvándonos la vida. Al hacerlo, pagamos nuestra deuda individual con la casta del otro. Áyax podía estar con mi familia sin incitar a las furias, y yo con la suya. ¿Cómo te explicas si no que pueda estar aquí, delante de ti? —Después señalo a Helena y a Lucas—: Habéis sido testigo de un episodio idéntico, lo habéis visto con vuestros propios ojos. Ya conocéis el resultado. Una vez que las furias desaparecieron, Áyax y yo nos enamoramos.
—¡Embustera! —exclamó Pandora.
—No —intervino Lucas, meneando la cabeza con una expresión desolada, casi aterrorizada—. Está diciendo la verdad.
—¡Toqué su cuerpo con mis propias manos! —gritó Pandora, que no pudo aguantar más las lágrimas, que recorrían su rostro de duendecilla—. ¡Estaba muerto!
—Creo que los dos estuvimos muertos durante unos segundos —reconoció Dafne con tono compasivo. Intentaba que Pandora la escuchara, pero su esfuerzo fue en vano. Pandora sacudía la cabeza ante cada frase que intentaba decirle—. Áyax y yo jamás comprendimos lo que ocurrió exactamente, pero te lo juro, yo no lo maté.
Pandora se dio media vuelta, dándole la espalda a Dafne y sin dejar de negar con la cabeza, rechazando cualquier comentario. Ariadna se dirigió hacia ella para mostrarle su apoyo y la cogió de la mano, pero Pandora no aceptaba la compasión de nadie. Apartó la mano de Ariadna y cruzó los brazos sobre el pecho, como si sintiera un pinchazo en las entrañas.
—¡Oh, que típico! La casta de Tebas cree saberlo todo porque es la casta del Oráculo —protestó Dafne a la espalda de Pandora, casi rogándole—. Y lo irónico del asunto es que gracias a esa seguridad, las demás castas han podido ocultaros tantas cosas. Hemos podido encubrir nuestros vestigios, como el cesto, e incluso nuestra propia existencia. Creíais que la casta de Atreo había desaparecido, pero aquí estoy. ¡Abrid los ojos! Lo creas o no, Pandora, Áyax y yo nos salvamos la vida aquella noche y en ese momento nos enamoramos perdidamente.
—¿Y entonces os fugasteis juntos? —preguntó Cástor, sorprendiendo a todos con su tono compasivo.
—No teníamos otra elección. Aunque había pagado mi deuda con la casta de Tebas y, por lo tanto, podía acercarme a cualquiera de vosotros sin incitar a las furias, todos me queríais muerta —replicó Dafne de hombros—. Áyax propuso explicarle lo sucedido a Tántalo para que se pusiera de nuestro lado. Confiaba en que tu hermano nos ayudaría, éramos demasiado jóvenes, solo teníamos diecisiete años.
Una poderosa emoción se adueñó por completo de Dafne y, de repente, la mujer apretó los puños y los dientes, como si se negara a llorar.
—Acaba tu historia —propuso Lucas sin alterar la voz.
—Áyax y yo vivíamos en un velero, escondidos en el mar. Tántalo remó hasta nuestro hogar porque temíamos que, si nos reuníamos en tierra firme, alguien pudiera tendernos una emboscada. En cuanto Tántalo vio mi rostro, se volvió loco. Áyax y Tántalo se enfrentaron por mí en el bote. Yo no soy capaz de nadar, lo juro, no fui capaz de llegar hasta ellos. Áyax perdió —dijo Dafne penetrando a Lucas con la mirada—. Tántalo reivindicó que me había asesinado aquel día, pero resulta más que evidente que es una mentira. Desde entonces me persigue en todo momento, quizá porque me quiere para él solo o quizá porque desea matarme y no quiere que nadie me cace y le arrebate el triunfo. Ya no sé qué quiere.
—No te creo, y me da igual lo que tú digas, Lucas —comentó Palas, meneando la cabeza de forma negativa—. Tántalo adoraba a Áyax.
—Tienes razón. Quería a su hermano, y después lo asesinó —insistió Dafne, tan desesperada que rozaba la crueldad—. Ahora, tras asesinar a alguien de su propia familia, se ha convertido en un paria, un exiliado, y no puede mantener ningún tipo de contacto con la casta de Tebas sin que las furias os revelen su pecado.
—Palas —dijo Cástor con amabilidad—, ¿nunca te ha llamado la atención que tu hermano permaneciera oculto incluso cuando no quedaba otra casta con la que combatir?
—¡Pero había otras castas, y todavía las hay! —gritó Palas, señalando a Helena y a su madre—. Sin duda, él sabía que Dafne seguía viva, que podía seducir a cualquiera si se lo proponía, para que le ayudara a atraparlo.
—No he utilizado el cesto contigo, Palas. Ni siquiera para conseguir que me creas —dijo Dafne con tono cansado—. Quiero que os deis cuenta de quién mató a Áyax, dejaros guiar por vuestro corazón. Necesito que sepáis que no fui yo quien mato a mi marido.
—Todo lo que dice es verdad —aseguró Lucas, fijando la mirada en Helena—. No ha utilizado el cesto. Y se casaron.
Helena apartó la mirada, aunque podía notar como él la observaba.