—Lo siento —dijo Helena al fin, abrumada por su propio egoísmo—. Me estáis respaldando en contra de vuestra propia familia.
—Tu carga es aún más pesada —confesó Ariadna tomando a Helena de la mano. Iba a decir algo más, pero Pandora la interrumpió al entrar bruscamente en el vestuario, buscándolas.
—¡Eh! ¿Tengo que llevar a alguien al hospital? —bromeó—. Ahí fuera hay charcos de sangre.
—No, Helena está bien —respondió Ariadna con una sonrisa mientras se ponía de pie.
Sin embargo, una cosa le preocupaba. Había una laguna en la historia que Ariadna le acababa de relatar.
—¿Quién fue? —preguntó Helena de repente, lo cual dejó perpleja a Ariadna—. Tal y como nos contaron la historia, Ulises engañó al pueblo troyano con un gigantesco caballo de madera. Es de sobra conocido por todo el mundo. Pero tú has dicho que alguien traicionó a Troya, y no creo que te hayas equivocado.
—Esperaba que no te hubieras dado cuenta —admitió Ariadna como si mentalmente se estuviera dando cabezazos contra la pared—. No existió ningún caballo de madera. Es un cuento muy bonito, pero nada más. Ulises participó en la batalla, es cierto, pero lo único que hizo fue convencer a Helena para que utilizara su belleza con el fin de embelesar a los guardias que custodiaban las puertas de la ciudad por la noche. Así fue como sucedió. Y por esa razón nosotros, los vástagos, jamás bautizamos a nuestros hijos con su nombre, pues llamar a una hija «Helena» es como para un cristiano llamar a su hijo «Judas».
Al llegar a casa, Helena pasó corriendo junto a su padre y subió los peldaños de las escaleras de dos en dos, alegando que quería acostarse pronto. Hizo los deberes del instituto y se metió en la cama enseguida, pero no era capaz de dormirse. Su cerebro no podía desconectar después de escuchar la historia que Ariadna le había contado esa tarde, aunque lo que más le inquietaba del relato era aquello de los Cien Primos. Para distraerse y dejar de pensar en la cantidad de personas que la querían ver muerta para poder vivir para siempre, salió de la cama e intentó volar.
Procuró pensar con más levedad. Incluso intentó acercarse a hurtadillas a la ventana, fingiendo un tropiezo. Lo único que consiguió fue saltar con tal pesadez que su padre empezó a chillarle por las escaleras, ordenándole que dejara de hacer payasadas.
Con la esperanza de que algo de historia clásica la adormeciera, cogió la copia de la
Ilíada
que Casandra le había regalado y leyó cuanto pudo. Al parecer, cada página relataba anécdotas en las que tanto dioses como mortales estaban involucrados. Comprobó por qué sus ancestros, al final, habían decidido que rezar por la mediación divina no había sido tan buena idea.
Había llegado hasta el capítulo donde Aquiles, el psicópata más famoso del mundo, discute con una chica cuando, de pronto, oyó una pisada en el techo. Y después otra. Confiando en su oído extrasensorial, que siempre había poseído pero que hasta ahora no se había permitido utilizar, se centró en su padre, escuchando atentamente cómo su caja torácica hacía crujir la madera del respaldo de la silla con la respiración. Jerry estaba mirando las noticias en la televisión y, por lo visto, todo estaba en su lugar. En cambio, el mirador estaba sospechosamente silencioso.
Helena se deslizó con sigilo de la cama y cogió un viejo bate de béisbol que tenía guardado en el armario. Lo apoyó sobre el hombro, como si fuera una jugadora profesional, y avanzó de lado por el pasillo que conducía hacia las escaleras que daban al mirador. Se detuvo durante unos momentos en el rellano donde se unían ambas escaleras y escuchó una vez más a su padre. Tras unos instantes tensos por su indecisión, le oyó chasquear la lengua ante las travesuras que describía un diputado del Congreso con ansias de popularidad y se relajó. Jerry estaba bien, así que, fuese lo que fuese lo que merodeaba por el techo, aún seguía allí. Helena subió las escaleras hacia el mirador.
En cuanto salió al exterior, notó cómo el frescor nocturno se colaba por cada agujerito de su camisón de algodón. Bajo la luz de las estrellas, distinguió una sombra por el rabillo del ojo y no dudó en golpearla con el bate con todas sus fuerzas. Sin embargo, antes de que la madera recorriera un arco completo, alguien sujetó el arma, frenando la embestida. Helena percibió el típico sonido macizo que produce la madera al chocar violentamente con la piel.
—¡Maldita sea, soy yo! —susurró Héctor con dureza.
Helena le descubrió oculto entre la oscuridad, sacudiendo la mano derecha, como si le doliera una barbaridad.
—Pero ¿qué demonios…? Héctor, ¿eres tú? —murmuró.
El joven se acercó, esquivando un bulto oscuro, y Helena pudo verlo mejor. Observó el fardo con más atención y se percató de que se trataba, nada más y nada menos, que del baúl impermeable que su padre le había regalado años atrás.
—¿Qué estás haciendo? —gritó.
—¿Qué parece que esté haciendo? —respondió Héctor de malas maneras sin dejar de menear la mano para deshacerse del hormigueo.
—¿De acampada? —repuso Helena con tono sarcástico. Y entonces lo entendió todo. Los sonidos que oía cada noche, los ruidos que creía que provenían de las furias… tenían un origen más mundano—. Vienes aquí arriba cada noche, ¿verdad?
—Casi. Uno de nosotros siempre pasa aquí la noche, para vigilarte —informó. Cuando Helena, avergonzada, se dio media vuelta, Héctor la agarró por el brazo—. Normalmente siempre viene Lucas, porque es el único capaz de volar hasta aquí —continuó. Como si aquello mejorara la situación.
—¿Y jamás se os ha pasado por la cabeza preguntarme si quiero que estéis aquí, escuchándonos a escondidas a mi padre y a mí? —dijo, furiosa.
Héctor le sonrió aunque era evidente que quería echarse a reír.
—Tienes razón. Es normal que quieras mantener todos los debates políticos y las discusiones sobre béisbol solo para ti. Es tan íntimo y privado… —Se burló poniendo los ojos en blanco.
—¿Os quedáis toda la noche mientras duermo? —inquirió Helena, incapaz de mirarle a los ojos. De repente, Héctor entendió por qué estaba tan disgustada y su sonrisa burlona se desvaneció.
—Hace días que no tienes pesadillas —empezó a decir.
—Vete a casa, Héctor —ordenó Helena interrumpiéndole mientras hacía el amago de regresar a su habitación.
—No —respondió de inmediato. El chico abrió los brazos, impidiéndole así que se dirigiera hacia la puerta—. Me da igual que estés avergonzada. Me es indiferente si prefieres que no estemos aquí. Hay un montón de personas que quieren verte muerta, princesa y, desafortunadamente, mi familia no puede dejarte aquí, desprotegida, hasta que yo considere que puedes defenderte sola.
—¿Y se puede saber por qué tú eres el encargado de decidir cuándo estaré preparada? —replicó Helena cruzándose de brazos. El frío era insoportable, así que se los frotó.
—Porque todos saben que soy el único que no me ablandaré contigo. Y, para tu información, no tengo intención de pedirte disculpas por asegurarme de que esas chifladas que merodean por la isla vuelvan a por ti —avisó.
A Helena le castañeteaban los dientes. Héctor contempló a la joven tiritando y, por un instante, pareció que incluso se sentía culpable. Entonces el joven se hizo a un lado y se maldijo a sí mismo antes de admitir finalmente:
—Bueno, quizá deberíamos haberte avisado de que pasábamos las noches aquí arriba.
—¿Tú crees? Corro un grave peligro; lo sé, Héctor. Pero al menos podríais haberme informado sobre esto.
—¡De acuerdo! ¡Ya lo he pillado! —exclamó un tanto frustrado—. Pero no pensamos dejaros desprotegidos por la noche.
De pronto, Helena ya no estaba enfadada. De hecho, saber que Héctor y su familia protegían también a su padre hacía que se sintiera muy agradecida. Se quedó allí de pie durante un segundo, sonriendo al chico.
—Gracias —dijo en voz baja.
El joven se quedó paralizado, mirándola fijamente, sorprendido por el rápido cambio de humor.
—¿Eso es todo? ¿No hay más discusión? —preguntó sin convicción.
—¿Por qué? ¿Acaso quieres…? —empezó, pero la voz de su padre, que la llamaba desde el piso de abajo, la interrumpió.
—¿Lennie? —llamó Jerry desde el pasillo, justo delante de la habitación de Helena.
La presencia de Héctor la había distraído tanto que incluso se había olvidado de escuchar a su padre.
—¡Sí! —respondió Helena mientras desesperadamente hacía señas a Héctor para que se alejara del mirador. Se coló por la puerta que daba a las escaleras y logró cerrarla en cuanto vio a su padre.
—¿Estás durmiendo allí fuera otra vez? —preguntó Jerry cuando la vio aparecer por las escaleras—. Hace muchísimo frío. Helena.
—¿Sabes lo tarde que es? Deberías irte a dormir —le regañó mientras se apresuraba hacia su habitación.
—Lo sé, ahora mismo voy a acostarme… ¡Eh! Eres tú la que debería irse a dormir —la reprendió Jerry al recordar que él era el padre.
Helena se metió en la cama de un brinco y se abrigó con el edredón. En ese instante, creyó escuchar a Héctor reírse entre dientes desde el mirador.
Marbella, España
Creonte vigiló con atención a la periodista durante cinco minutos antes de aparecer de entre las sombras. Emergió de la oscuridad más absoluta que reinaba tras aquella mujer que, asustada, se giró de repente y tomó aliento tan rápidamente que el sonido podía confundirse con un sollozo. Observar a una mujer aterrada tenía algo de estimulante, pensó, sobre todo cuando la mujer en cuestión era una zorra prepotente y avasalladora como aquella. Algo de miedo estaba bien; les recordaba a los mortales cuál era el lugar que debían ocupar, y Creonte deseaba que aquella mortal en particular no se olvidara de que a pesar de haber forzado esta reunión amenazándole que contaría a la policía todo lo que sabía para que investigara a su familia, ella no era la que estaba al mando.
Por eso escogió reunirse en el muelle al anochecer. Quería averiguar hasta qué punto estaba decidida a escribir una historia sobre su familia. El hecho de que se presentara demostraba que tenía valor, que no era sinónimo de inteligencia, y precisamente por eso decidió que se merecía unos instantes de su valioso tiempo. Además, producía unos sonidos muy agradables cuando estaba asustada. Quizá le apetecería escucharlos una vez más.
Él le dedicó una sonrisa inocente, como si quisiera indicarle que tan solo estaba gastándole una broma. La miró a los ojos, pero la mujer retrocedió unos pasos, lo cual denotaba que era valiente, pero estaba asustada. Creonte disfrutaba de aquellas emociones cuando se manifestaban al mismo tiempo; le hacían sentir que había ganado una especie de trofeo.
—Una vez más, pido una cita con el padre y aparece el hijo —anunció con un inglés que dejaba entrever su nacionalidad española.
—Hablo español a la perfección —replicó Creonte en el idioma nativo sin dejar de sonreír—. Y sabes de sobra que mi padre no se reúne con periodistas.
—Tu padre no se reúne con nadie. Por eso estoy hoy aquí —continuó en inglés, lo cual demostraba su cabezonería. El joven se encogió de hombros, sin mostrar ninguna reacción al comentario y negándose a morder el anzuelo. La periodista se cruzó de brazos y estudió al joven antes de continuar—: Tántalo Delos no ha permitido que nadie le vea desde hace casi veinte años. Es extraño, ¿no te parece?
—Le gusta su privacidad —afirmó Creonte con una sonrisa menos agradable.
—La privacidad es un lujo que ni siquiera un aristócrata multimillonario puede comprar. Has oído las historias que corren por ahí sobre tu padre, ¿verdad?
—Son mentiras vulgares —replicó Creonte con toda la firmeza de la que fue capaz, aunque sus ojos se mostraban dubitativos y estuvo a punto de titubear. «¿Cómo se atreve?», pensó para sí.
A lo largo de los años, se habían lanzado muchas historias sobre su padre que diversos tabloides habían divulgado: que si había sido mutilado, que si había perdido la chaveta y padecía un trastorno obsesivo compulsivo (como Howard Hughes) que si estaba muerto. Creonte sabía que su padre estaba vivo y que, con vehemencia, había desmentido todas las acusaciones vertidas sobre él una y otra vez. Pero lo cierto era que no había visto ni hablado con su padre desde hacía diecinueve años. Nadie había visto a Tántalo, excepto la madre de Creonte, Mildred Delos.
Ella insistía en que estaba escondido para protegerse de la casta de Tebas, pero jamás logró encontrar una explicación para justificar la ausencia de llamadas telefónicas durante tantísimos años. A su parecer, no le debía de costar tanto esfuerzo.
—¿Mentiras? ¿Estás seguro de eso? —perseveró la reportera cuando advirtió que Creonte estaba en sus pensamientos que se contradecían. Le seguía hablando en inglés, como si quisiera provocarle—: Ahora tú, antes tu madre, mucho antes tu familia entera…, todos aseguráis que son más que falacias, pero ¿cómo estáis tan seguros? Dime, Creonte ¿Cuándo fue la última vez que viste a tu padre? Sé que no estuvo presente el día de tu graduación universitaria.
Creonte apretó los dientes.
—Mi padre es un hombre que disfruta de su intimidad. Él…
—¡Chis! —exclamó con sorna, interrumpiéndolo mientras meneaba la mano en un gesto imperioso. No debería haber hecho eso. Después, añadió—: Esto no es intimidad, ¡es una locura! ¿Acaso la intimidad de cualquier hombre puede ser tan importante como para abandonar a su único hijo solo para mantenerse alejado de los periódicos?
El joven alargó el brazo en un movimiento imperceptible y le agarró por el cuello antes de que la reportera pudiera articular una protesta. Tenía un cuello diminuto, muy esbelto y frágil. Le daba la sensación de que estaba sujetando a un gatito raquítico en la mano. Su mirada expresaba pavor y las pupilas se extendían a la vez que reflejaban las lágrimas que se acumulaban en la superficie oscura, como el rocío matutino. Estaba preciosa sumida en el pánico: era una máscara perfecta y suplicante formada por una piel blanca de alabastro, unos ojos penetrantes y, la guinda del pastel, una boca abierta por la sorpresa como si deseara que alguien la besara. Le hubiera gustado sostenerla así durante días, pero un segundo más tarde oyó un chasquido.
Como un televisor apagado, la luz de su mirada se contrajo tatamente hasta que se apagó por completo.
Creonte arrojó el cuerpo sin vida al agua y regresó corriendo a la ciudadela, a una velocidad tan increíble que ningún mortal logró avistarle, aunque pasara a pocos centímetros de distancia.