—Está bien —le susurró al oído. El hálito de Lucas era cálido y agradable y su tono de voz apaciguador—. No dejaré que te vayas, Helena. Te lo prometo. ¿Confías en mí?
Súbitamente, la temperatura bajó a unos mínimos insoportables y unas inmensas ráfagas de viento movieron el cabello de la joven hasta enredarse.
Helena no se atrevió a separarse del ángulo que se imponía entre el hombro y el cuello de su acompañante. Se recordó a sí misma que así era lo complejo, lo «difícil» que ella, arrogante, había preferido, pues lo «fácil» no le llamaba la atención.
—Sí —respondió al fin, notando cómo el aire gélido se filtraba entre el tejido de su ropa y le arrebataba cualquier sonido que producían sus labios.
—Entonces inténtalo —murmuró el joven—. Abre los ojos.
Se mantuvieron en el aire hasta el atardecer, aprovechando la última luz del día. Helena tenía tanto frío que no lograba dejar de tiritar. Le quedaba mucho que aprender. Desafiar la gravedad era una tarea ardua, pero solo era la mitad del camino que debía recorrer para lograr su objetivo: volar. La otra mitad era un sencillo salto mental, pero exigía más astucia y sutileza. Helena había aprendido que para volar no bastaba con batir los brazos y agitar las piernas, sino que debía manipular el aire que la rodeaba. Lucas empezó a mostrarle cómo dominar el aire, hacerlo más denso por un lado y más ligero por otro, para crear una corriente alrededor de la figura de Helena. Cuando Lucas lo hacía, daba la sensación de que flotara bajo las aguas de un vasto océano. El viento no arremolinaba su cabello ni hacía ondear su ropa; en cambio, fluía a su alrededor, sujetándole con suavidad o propulsándolo con rapidez, dependiendo de la velocidad que quisiera alcanzar.
Lucas invirtió la mayor parte de su primera lección en planear delante de Helena, como si estuviera en el océano; sus largas piernas se movían sinuosamente al ritmo de las suaves corrientes de aire mientras extendía los dedos para evitar posibles torbellinos. Mantenía los brazos relajados, dispuesto a sujetar a Helena en caso de que se desplomara muy rápido o la arrollara una corriente de aire creada por ella misma con algún defecto antes de precipitarse en espiral hacia el vacío. Volar era complicado y ella aún no lo tenía del todo controlado. Era semejante a aprender a conducir un coche y apuntar con un rifle al mismo tiempo. Requería sencillez y a la misma vez concentración absoluta.
Lucas también le enseñó algunos trucos para no ser avistada por los «deficientes grávidos»; así era como denominaba a los pobres mortales anquilosados a la superficie terrestre. Helena se sorprendió al aprender que el anochecer era el momento más peligroso para alzar el vuelo, el atardecer era mejor para disfrutar de un paisaje conmovedor y de colores cautivadores. Además, en el caso de Nantucket, el ocaso era el momento idóneo para sacar unas fotografías preciosas (que después se podían vender a los turistas) y para retratar en acuarela cuadro (que después se venderían como salchichas).
Varias veces, Lucas tuvo que agarrar a Helena y planear hacia el océano para que nadie los descubriera. Por lo visto volar era peligroso a cualquier hora del día, pero si Helena se mantenía a bastante altura, cualquiera que lograra vislumbrarla la confundiría con un pájaro. El mejor momento para volar era por la noche, desde luego, puesto que podían planear más cerca del suelo, lo cual, según Lucas, era una experiencia emocionante. Aunque, en opinión de Helena, todo aquello lo era de por sí. Cuando Lucas anunció que se había acabado el tiempo de recreo, no pudo reprimir un quejido y suplicar seguir cinco minutos más. El chico soltó una carcajada.
—Créeme, sé cómo te sientes. Pero me estoy congelando —confesó.
Helena le empujó con suavidad, alejándole de ella y entrecerrando los ojos con una sonrisa pícara. La joven se deslizó por encima del hombro de Lucas y le rodeó por la espalda, rozándole con suavidad al pasar junto a él.
—¿Mañana? —rogó Helena, sintiéndose tímida y poderosa al mismo tiempo.
El muchacho rodó por el cielo y la agarró por un brazo antes de que esta se alejara a la deriva.
—Mañana. Lo prometo —respondió en voz baja mientras la cogía—. Pero es casi de noche y mi familia se preocupará si no regresamos pronto a casa.
Helena no podía rebatirle, así que dejó que Lucas la sostuviera por los hombros y la condujera hasta el claro de hierba desde donde habían despegado. Cuando el joven posó los pies sobre la superficie, recuperando un estado grávido, Helena se quedó planeando a su espalda.
—¿Qué hago? —dudó cuando el miedo volvió a apoderarse de ella.
—Tranquila. Sé que aterrizar da un poco de miedo, pero estoy aquí —respondió con tono paciente.
Lucas estaba de pie sobre el césped, con los brazos extendidos sujetando a Helena por las manos mientras esta flotaba por encima de él.
—Creo que he visto un dibujo con esta imagen —anunció Helena, algo mareada por el espanto—. Pero la mujer del cuadro tenía alas.
—Los semidioses, y de hecho también los dioses, siempre han atraído a todo tipo de artistas y por ello existen cuadros que nos retratan. Las alas son una sandez, desde luego, pero son estéticas y bonitas —dijo dulcemente.
Hacía tiempo para que Helena pudiera relajarse, y ella no paso por alto ese detalle.
—De acuerdo. ¿Qué tengo que hacer? —preguntó al fin.
—Quiero que levantes el mundo —respondió.
—¿A qué te refieres con levantar el mundo? —espetó con brusquedad.
—Concéntrate. Puedes sentir lo que quiero decir, sé que puedes, pero tienes que confiar en mí.
—Confío en ti —repitió Helena por enésima vez ese día, aunque esta vez le miró a los ojos.
Lucas la observó con fe ciega, con una confianza que le iluminó el rostro.
Nada era imposible si Lucas tenía fe en ella. Así que levantó el mundo… y se cayó de bruces, igual que le hubiera ocurrido a cualquiera que intentara caminar por el aire, a dos metros sobre el suelo. Por supuesto, su amigo estaba preparado y la cogió con facilidad, impidiendo así que se golpeara contra la superficie. Tras haberla salvado de una caída brutal, Lucas la inclinó hasta que sus delicados pies rozaron la hierba.
Por fin Helena se sostuvo sobre sus pies. Tras estar un buen rato sin utilizarlos, se sintió algo inestable, como si el suelo no fuera lo bastante firme. Todo le daba vueltas, así que se apoyó en Lucas durante un instante, rodeándole por el cuello. Cuando la sensación de mareo se disipó, Helena no dudó en seguir abrazada al joven, con la esperanza de obtener algún gesto por su parte. Lucas la apartó enseguida y forzó una risotada artificial.
—¿Lo ves? Coser y cantar. La próxima vez, antes de cambiar de estado, balancea las piernas y todo irá bien —aconsejó con aire jovial, y empezó a caminar hacia la casa—. Estás aprendiendo más rápido que yo, ¿sabes?
—Sí, claro. Podría haberme desplomado sobre el suelo como un ladrillo si no me hubieras cogido —replicó.
De camino a casa, Helena bromeó con Lucas, a quien empujó, y rio con él, pero el corazón se le retorcía en el pecho.
No confiaba en que la besara, aunque albergaba cierta esperanza. De repente, se sintió verdaderamente estúpida; era una completa idiota por intentar besar a alguien mucho más inteligente, mucho más sensible y mucho más sofisticado que ella. Se cruzó de brazos y arrancó a correr, pero Lucas no se lo permitió. En lugar de eso, la cogió de la mano. Tenía el suficiente orgullo como para ofenderse después de que la hubiera rechazado.
—Pueden vernos —murmuró Lucas, que señaló la casa con la barbilla. Helena siguió el gesto y distinguió a Palas y a Castor sentados en el balcón del estudio, sumidos en una negrura absoluta. Seguramente habían salido al balcón para poder charlar en privado, y el aterrizaje prolongado de Helena había interrumpido su conversación. Sin duda, habrían sido testigos directos, de cómo Helena había intentado intimar un poco más con Lucas. La idea le resultó tan horripilante que sintió que debía deshacerse de ella o explotaría de humillación en ese preciso instante.
—Está aprendiendo rápido, ¿verdad, papá? —exclamó el joven.
—Mucho mejor que su primer aterrizaje —respondió Castor con tono jovial. Después, se dirigió a la muchacha—: Me alegra que hayas dejado de imitar a un cometa.
—Sí. También he decidido que a partir de ahora aterrizaré cuando esté consciente. Para ahorrar los costes gastronómicos —bromeó Helena con aire afable, contenta de que fuera de noche y la oscuridad ocultará su rubor. Sonrió a Palas, pero este permaneció impasible y con semblante adusto, observándola con atención.
—Muy sabio por tu parte —replicó él—. Por cierto te aconsejo que no planees otra excursión —añadió como advertencia. Noel está a punto de servir la cena y no está de humor esperar a nadie esta noche.
—Tomo nota. Gracias por avisar —contestó Lucas mientras guiaba a Helena hacia el interior de la casa.
Por el modo en que se apresuró a salir del jardín, a Helena le dio la sensación de que estaba evitando a su tío y a su padre a propósito. O eso, o quería alejarla de ellos, no había otra explicación.
—De acuerdo, ¿qué sucede? —le preguntó en cuanto se adentraron en el oscuro garaje y cerraron la puerta—. Palas se ha mostrado extraño, misterioso. ¿Qué ha descubierto en Europa?
—A nadie le han llegado noticias sobre ti… O al menos nadie habla de ti. Mi tío Palas ha venido a casa porque estaba siguiendo el rastro de Creonte, pero, por lo que sabemos, él se ha trasladado a Estados Unidos sin mencionárselo a su familia. Creemos que solo quiere vigilarnos, bueno, vigilar a Héctor, para ser más exactos —explicó Lucas con expresión lúgubre.
—¿Tu tío ha averiguado algo sobre esas dos mujeres, las que me atacaron? —susurró Helena con nerviosismo.
—No, eso sigue siendo un misterio. Ningún contacto de mi tío Palas ha podido facilitarle esa información. Pensamos que a Tántalo aún no le han llegado noticias sobre tu existencia, pero nadie le ha visto desde hace años, así que es difícil saber con seguridad lo que tiene planeado.
—¿Nadie ha visto a Tántalo? —repitió Helena, estupefacta—. Entonces, ¿cómo puede ejercer de líder?
—A través de su esposa. Ella es la encargada de transmitir sus órdenes a los Cien Primos; le ha confiado esa tarea desde hace casi veinte años.
—¿Por qué?
—Es una larga historia —justificó Lucas, frunciendo el ceño y agachando la vista. Sin duda, ese gesto significaba que la historia tenía que ser importante.
—Mis favoritas —añadió ladeando la cabeza para captar la atención de su amigo. Cuando este lo miró, sonrió seductoramente. Lucas se rindió.
Sin darse apenas cuenta, el muchacho tomó la mano de Helena y la entrelazó con la suya, jugueteando con sus dedos mientras proseguía la historia.
—Mi padre tenía otro hermano. Era el menor y el preferido por todos. Incluso Tántalo lo adoraba más que a los demás —dijo con una mueca, como si le costara creer que Tántalo pudiera querer a alguien—. Se llamaba Ayax.
—¿Qué le sucedió? ¿Murió? —preguntó Helena con suma cautela.
Lucas asintió.
—Lo asesinaron. Lo hizo alguien de quien no podía despegarse —añadió rápidamente. Con frustración, se pasó una mano por el rostro antes de proseguir—. En fin. Cuando mi tío Tántalo mató a Ayax, se escondió para protegerse. Después de aquel incidente, todas sus órdenes venían por escrito o a través de su esposa, Mildred. Pero nadie le ha visto en persona desde entonces.
—¿Mildred? No es un nombre griego.
—Es mortal, por supuesto —aclaró Lucas, alzando una ceja—. Los vástagos de castas distintas suelen provocarse una rabia incontrolable, ¿lo recuerdas? No es lo más deseado en un matrimonio. Para nosotros, la otra elección es casarnos con nuestros primos.
—Oh, de acuerdo. Me había olvidado de las furias por un instante. Y teniendo en cuenta que solo sobrevivió una casta, todos los vástagos forman parte de tu familia. Qué injusticia —se quejó Helena. Puso los ojos en blanco al darse cuenta de que había pasado por alto un hecho tan evidente.
—Tú no formas parte de mi familia —susurró Lucas, moviéndole la mano con suavidad para que se aproximara a él. Entonces, de manera imprevista, dio media vuelta y se dirigió a toda prisa hacia el garaje.
En lugar de caminar en línea recta hacia la puerta que daba a la cocina, prefirió zigzaguear entre el laberinto de coches aparcados. Justo antes de llegar al portón, disminuyó el paso y se giró de manera repentina con una tierna sonrisa dibujada en los labios. Helena percibía su respiración, cada vez más agitada, y notaba cómo le apretaba la mano con más fuerza. Se inclinó hacia ella, como si estuviera buscando una manera de rozar el seno de Helena y deslizarse sobre sus labios, pero en el último momento volteó el rostro y la condujo hacia el interior de la casa, como si nada hubiera ocurrido.
Y quizás era así. Helena se sentía más que confundida. Pero en cuanto se adentró en la cocina advirtió que había cosas más importantes por las que preocuparse. Como un zumbido agudo en el oído. En ese momento entendió por qué Castor y Palas Habían decidido salir al balcón para mantener su pequeña charla. El ruido era insoportable.
Noel ponía en práctica sus trucos mágicos sobre los hornos y, por lo visto, el resto de la familia merodeaba a su alrededor, como si fueran riachuelos que fluyen por la ladera de una colina. Todas las sillas estaban ocupadas. Noel se movía como un torbellino preparando la cena. Todo el mundo hablaba, reía y discutía al mismo tiempo y, pese a que Helena no lograba comprender una sola palabra, de alguna forma ellos parecían entenderse. Era una especie de sinfonía del clan Delos, y Noel era la directora de orquestra.
Desde fuera, Helena comprobó que Noel era lo que había imaginado: el centro de la familia, el corazón latente que alimentaba a todas las personas con quien se tropezaba mientras trataba de cocinar. Era la personificación de una lumbre agradable y cálida; siempre abría la puerta a todo forastero, como Helena, para invitarle a pasar y servirle algo de su comida.
—Ya estás aquí —saludó sin apartar la mirada de los fogones—. Llamé a tu padre y le invité a cenar. Pensé que estarías agotada y que lo último que te apetecería sería cocinar.
Salteó las verduras con unos movimientos ágiles de muñeca, tal y como Helena había visto hacer a los cocineros famosos en televisión. Siempre había querido aprender a hacer ese gesto y, durante un momento, su cerebro se distrajo. Enseguida volvió a la realidad y digirió lo que Noel le acababa de decir.