Intentó agarrarse del aire y, aunque una parte de ella sabía cómo sujetarse del espacio, estaba demasiado asustada, o no lo suficiente, como para intentarlo en ese momento. Se desplomó de lado sobre el suelo y patinó por el terreno pantanoso; enseguida procuró frenar el derrape clavando los talones en el fango y dejó tras de sí una estela de agujeros de terruño.
Por suerte, estaba sana y salva, pero no podía dejar de tiritar. Las piernas le temblaban, así que explotó a reír para deshacerse de ese hormigueo que le cosquilleaba el interior del pecho. Después de haberse calmado un poco se levantó del fango. Al retirar los pies del lodo, se dirigió a pie hacia el instituto y no pudo evitar sentirse como una mentecata. Estaba manchada de barro mugriento y apestoso hasta la cintura y mentalmente se imaginó a sí misma descendiendo de su salto, moviendo los brazos con frenesí, como un dibujo animado que caía por un precipicio.
Como de costumbre, Helena echó un rápido vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie había sido testigo de el momento de locura, aunque lo cierto es que no esperaba que hubiera alguien merodeando por la zona a estas horas. El corazón le dio un vuelco cuando avistó una mancha oscura que, poco a poco, fue adoptando la silueta de un hombre. De repente, el desconocido se detuvo y cambió de dirección, avanzando hacia la otra colina. Sin duda, había visto que Helena se reía a carcajada limpia tras descender en picado unos cincuenta metros de altura y levantarse como si nada hubiera ocurrido. Y, para empeorar aún más las cosas, ella advirtió que el extraño se movía de un modo peculiar. Iba demasiado rápido para ser un mortal.
De manera instintiva, su cuerpo se puso en tensión. Sin tan siquiera pensarlo, despegó en dirección a la sombra oscura. Fuese quien fuese, trotaba hacia el instituto, hacia Claire, quien, probablemente, estaría corriendo con la lengua fuera, como una mortal endeble, lenta y delicada. De repente, la imagen de Kate desplomada sobre el suelo e inconsciente destelló como un rayo en su pensamiento. Empezó a correr aún más rápido, saltó por encima de pedazos de paisaje, brincando de modo temerario sobre montículos y ciénagas de arándanos, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera atraparlo.
Advirtió que le costaba una barbaridad distinguirle bajo aquel resplandor sombrío e insólito, pero, a medida que se aproximaba a él, la oscuridad que parecía invadirle se desvaneció, así que Helena logó precisar su ubicación. Al parecer el desconocido tenía la capacidad de absorber la luz que le envolvía, creando una nube de oscuridad a su alrededor. Pero había algo de espeluznante en las sombras que irradiaban de su cuerpo, como si fueran un halo siniestro. Definitivamente, aquel extraño podía controlar la luz. Eso significaba que era otro descendiente de Apolo, un miembro de los Cien Primos de la casta de Tebas y, por consiguiente, una amenaza.
Parecía un hombre sombrío, unos años mayor que ella aunque, sin duda, no llegaba a los veinte. Cuando tan solo los separaban unos pasos de distancia, pudo observar que el chico lucía una cabellera dorada y tenía la piel blanquecina. Acelerando un poco más el paso, alargó el brazo en un intento de atraparlo y le desgarró la camiseta. Al fin, el desconocido permitió que la nube tenebrosa se desvaneciera por completo, dejando así que el sol bañara su descomunal espalda desnuda. De cerca se parecía tanto a Héctor —no solo por el cabello rubio, sino también por su maciza corpulencia— que incluso podían hacerse pasar por gemelos.
Antes de poder digerir esa idea, un retortijón espantoso le estrujó el torso y se derrumbó al suelo entre gritos y llantos. Se retorció en el suelo hasta adoptar una posición fetal, incapaz de moverse o incluso de respirar. A través de las briznas afiladas de hierba, que obstruían en parte su visión, logró avistar al vástago, que galopaba hacia ella con el torso desnudo y una mirada inquisitiva.
—Interesante —anunció con una sonrisa chulesca. Algo detrás de Helena captó su atención y empezó a retroceder—. Volveremos a vernos, preciosa —auguró antes de desaparecer a una velocidad estratosférica mientras una neblina lúgubre desdibujaba su contorno.
Helena intentó gritarle algo osado y agresivo, pero lo único que logró pronunciar fue un patético quejido. En un abrir y cerrar de ojos el desconocido había desaparecido; ella, en cambio, estaba abatida en el suelo y permanecería allí tirada hasta que alguien la echara en falta o hasta que se recuperara y lograra caminar. Al fin, escuchó a alguien acercarse.
—¿Helena? —llamó una voz familiar—. Oh, no. Eres tú.
—Matt —gruñó ella—. Ve a buscar a Lucas.
El muchacho hizo caso omiso al ruego de Helena y se arrodillo a su lado.
—¿No crees que avisar a la enfermera sería mejor idea? ¿O llamar a una ambulancia?
—Por favor. Lucas. Rápido.
Matt dejó escapar un suspiro y acarició la espalda de Helena. Con un gesto tranquilizador antes de incorporarse y salir corriendo. Cuando al fin logró controlar la respiración, Helena miró de reojo a su alrededor y cayó en la cuenta de que estaba prácticamente en el aparcamiento del colegio, mucho más cerca de los mortales de lo que creía. Aún hecha una bola sobre el sueño, Helena se golpeó la cabeza con las rodillas. No podía creer que hubiera sido tan estúpida. Con la oreja pegada al suelo, percibió unos pasos que se acercaban a ella; eran demasiado pesados y veloces como para pertenecer a un mortal. A pesar del dolor que le estremecía todo el cuerpo, esbozó una sonrisa de alivio.
—Gracias, Matt —escuchó decir a Lucas detrás de ella—. ¿Estás herida? —le preguntó mientras rodeaba su cuerpo para colocarse frente a ella.
Jasón le seguía muy de cerca.
Señaló su estómago y le habló con la mirada. Lucas asintió con la cabeza y escudriñó los alrededores, mostrándose confundido.
—¿Has visto lo que ha ocurrido? —interrogó a Matt.
—Creo que estaba persiguiendo a alguien. No lo sé —respondió el chico con escepticismo—. Lindsey me dijo que estaba persiguiendo a un chico y, de repente, la oí gritar y desplomarse.
—¿Es verdad? —preguntó Lucas a Helena con el rostro tenso.
Ella se limitó a asentir con la cabeza. Lucas le dedicó una sonrisa, deshaciéndose de la preocupación que le había invadido hasta entonces. Le apartó unos mechones de cabello de la trente sudorosa y miró por encima de su hombro.
—Yo me encargo —susurró Jasón en un tono que ningún mortal hubiera podido apreciar y, acto seguido, Helena escuchó cómo se retiraba con rapidez.
—Debería ir con él —dijo Héctor desde un lugar fuera del alcance de la vista de Helena.
—No, no deberías —ordenó Lucas con brusquedad—. Necesito que te quedes con las chicas. Es posible que sufran la misma enfermedad que Helena, y probablemente te necesiten ¿de acuerdo?
—De acuerdo —respondió Héctor sin resquemor, pues entendió que tenía razón. Casandra y Ariadna no sabían nada de lo que había ocurrido y, por lo tanto, estaban desprotegidas, pues el desconocido podía atacarlas en cualquier momento por sorpresa. Héctor se alejó en silencio; de hecho, Helena no percibió ni el roce de sus pasos con la hierba, lo cual la dejó a la vez estupefacta y algo asustada.
—Matt, ¿me echas una mano para levantar a Helena? Si pudieras cogerla por los pies… —pidió Lucas con voz de disculpa.
—Desde luego, ningún problema —aceptó el chico mientras deslizaba las manos tras las rodillas de Helena—. Por el amor de Dios, Len, ¡hueles fatal! ¿Te has caído en cada ciénaga de arándanos de la isla?
Helena se rio entre dientes, pero le provocaba un dolor indescriptible, así que tuvo que parar.
Al principio Helena se preguntó por qué Lucas le había pedido ayuda a Matt, cuando sabía perfectamente que no la necesitaba, pero al escuchar a los dos chicos charlar y unir esfuerzos para transportarla hasta el todoterreno de Héctor, la joven cayó en la cuenta de que Lucas era una de las personas más inteligentes que jamás había conocido. El haber pedido ayuda no solo le hacía parecer mortal, sino que también hacía que Matt se sintiera indispensable. Lucas le trataba de igual a igual y, aún más importante, como a un hombre. Estaba con vencida de que si Lucas pedía la lealtad de Matt, este sencillo gesto le facilitaría el camino. Una nueva oleada de dolor le recorrió el cuerpo con intensidad y empezó a tener sudores fríos. Tomó aliento y trató de tranquilizarse en un intento de apaciguar el dolor.
Lucas abrió la puerta trasera del gigantesco todoterreno y colocó con delicadeza el cuerpo de Helena sobre los asientos. Después le preguntó a Matt si no le importaba esperar con ellos hasta que su hermana y sus primos llegaran.
—Si Helena empeora, no pienso esperarlos; iré directamente al hospital. Si eso ocurre, te agradecería que te quedaras aquí y les dijeras dónde he ido. No deberían tardar mucho —explicó Lucas.
—Me quedaré aquí todo el tiempo que necesites —se ofreció Matt con su generosidad habitual.
—Maldita sea, Matt. ¿Todavía no te has cansado de vigilar a esta patosa idiota? —bromeó Helena.
—No tienes ni la menor idea —respondió con una sonrisa genuina que enseguida se desvaneció—. Es la segunda vez que te veo así. Recuerdo que jamás te ponías enferma, Len, ni siquiera aquella vez cuando todos nos contagiarnos de gripe estomacal en el cumpleaños de Lindsey, en cuarto de primaria. Estuvimos vomitando las entrañas durante dos días, pero tú estabas perfecta.
—¡Ah, es verdad! ¡Aquello fue asqueroso! Eh, al menos os llevé Gatorade y galletas, ¿te acuerdas? —comentó Helena en tono jocoso. Trataba de alegrar un poco el ambiente, pero aún sentía unos dolores tremendos. Volvió a ejercer presión sobre su tripa y Matt frunció el ceño. Sin duda, estaba angustiado, igual que ella. Sus habituales retortijones no solían durar tanto.
—Quizá deberías dejar el atletismo —sugirió Matt de forma repentina.
—Creo que Matt tiene razón —intervino Lucas, un tanto sorprendido, pero a la vez satisfecho de que Matt hubiera sacado el tema—. Es obvio que no te está haciendo ningún bien. Deberías dejarlo, Helena.
Ella se sentía demasiado aturdida como para responder. Miró fijamente a Lucas con la boca entreabierta, sin articular palabra hasta que Héctor, Ariadna y Casandra llegaron y pusieron así punto final a la conversación. Las chicas se subieron al vehículo, acompañando a Lucas y a Helena. Héctor cogió las llaves del Mercedes descapotable alegando que esperaría a Jasón antes de irse. Ariadna se ofreció a llevar a Matt a su casa con un tono de voz muy dulce, pero él puso varios reparos y rechazó la invitación. Después, tras un intercambio breve y silencioso entre los dos chicos Delos, Lucas se sentó detrás del volante y llevó a las tres jóvenes a su casa, acelerando el motor a toda velocidad. De camino, Casandra trepó por el asiento para acomodarse junto a Helena con una desenvoltura atípica para su edad.
—¿Has podido verle de cerca? —preguntó con una voz adulta, lo cual resultaba inquietante a la vez que extraño.
—Sí —afirmó Helena.
—Si te enseñara algunas fotografías, ¿podrías reconocerle?
—¿Retratos? Desde luego, ningún problema —dijo Helena sin dudarlo—. Estoy convencida de que no hay muchos chicos que se asemejen tanto a Héctor, pero en una versión más rubia y corpulenta.
Helena notó que la tensión había crecido en el interior del todoterreno.
—Creonte —susurró Casandra.
—¿Estás segura? —preguntó Lucas mirando por el espejo retrovisor a Casandra.
—Sí —reafirmó con una expresión distraída—. Y el tío Palas le ha seguido hasta aquí desde Europa. Está en casa.
Al parecer, Lucas no necesitaba más información. Buscó el teléfono móvil en el bolsillo de sus téjanos y pulsó la tecla de marcación rápida.
—Jase, venid a casa. Cassie ya puede visualizarle —informó con voz asustada pero severa. Escuchó atentamente durante unos instantes y continúo—: Cuando estemos todos en casa. Tu padre nos está esperando allí.
A Helena le dio la sensación de haber pasado por alto un detalle importante.
—¿Quién es Creonte? —le preguntó a Casandra en cuanto pudo incorporarse en el asiento.
—Un primo nuestro —respondió la joven, aunque no fue de mucha ayuda.
—Es el chico que atacó a Héctor en Cádiz —agregó Ariadna con la voz temblorosa. Miró de reojo a Lucas, quien estaba a punto de interrumpirla, y continuó sin pensárselo dos veces—: De acuerdo, se atacaron mutuamente. Creonte es un fanático radical y se pelea con cualquiera que se muestre moderado, no solo con nosotros. Pero Héctor le busca las cosquillas. Eso no puedes negarlo, Luke.
—Ese tipo, ¿eh? —dijo Helena cruzándose de brazos sobre el estómago, como si quisiera burlarse, pero a nadie le hizo gracia. Notaba el brazo derecho rígido, de modo que lo flexionó y, al abrir el puño, se deslizó un pedazo de tela que aterrizó en alfombrilla del coche.
—¿Qué es eso? —quiso saber Casandra.
—Vaya. Es de Creonte. Le alcancé en la carrera. Cuando intenté atraparlo, le arranqué esto de la camiseta —explicó Helena como si intentara disculparse.
—¿Tú le perseguiste a él, le alcanzaste y lograste acercarte tanto como para arrancarle la camiseta? —repitió Ariadna, algo incrédula. Por lo visto, Creonte era muy veloz, incluso para los parámetros de los vástagos.
—Me vio intentando volar, ¿de acuerdo? —empezó Helena mientras una ola de culpabilidad la embargaba—. No sabía quién era; lo único que sabía era que me había visto dar un salto imposible para los humanos, así que tenía que atraparlo antes de que pudiera escapar.
—Genial —farfulló Casandra con pesadumbre—. Creonte vino hasta aquí para tenernos vigilados y, con un poco de suerte, poder enzarzarse en una pelea con Héctor, pero ahora que te has expuesto de esta manera, las cosas han cambiado. —Se dirigía a toda velocidad hacia el instituto —añadió Helena, a la defensiva.
—¿Y qué iba a hacer? —gritó Casandra, que, de repente, estaba furiosa—. ¿Atacar a un mortal patético? ¡Usa la cabecita, Helena! Por alguna razón, las dos mujeres que te atacaron no han revelado al resto de los Cien Primos que existes, probablemente porque desean la gloria y ansían la fama de asesinarte por su lado y lograr así un triunfo. Sin duda, Creonte estará elaborando el mismo plan y, si no es así, se lo desvelará a Tántalo. Eso significa que la mitad de la familia aterrizará en esta isla dentro de pocos días, ¡y tú ni siquiera eres capaz de empuñar una espada!
—¡Relájate, Cassie! —ordenó Lucas, acalorado—. A nosotros nos criaron para esto, pero ¿y Helena? Ella solo ha tenido una semana para adaptarse —regañó mirando a su hermana por el espejo retrovisor. Incluso reflejada en el cristal, su mirada era igual de intensa. Casandra alzó las manos, como si se rindiera.