—¿Todavía no se lo has dicho? —le dijo Casandra a Lucas con incredulidad—. Deberías habérselo contado hace días.
—Pensaba decírselo hoy, pero no he encontrado el momento apropiado —respondió bajando la mirada.
En ese instante, Helena recordó que Lucas había insistido en acompañarla hacia el vestuario después de las clases, como si tuviera algo urgente que decirle, pero ella le había cortado alegando que lo último que le apetecía era verle. Pero todo había sido por su culpa. Él era el que, por lo visto, se sentía obligado a enseñarle a defenderse y volar, ¿o no?
—Bueno, entonces dímelo ahora —comentó con atrevimiento.
Lucas alzó la mirada y la observo con severidad, como si estuviera enfadado.
—Puedes generar rayos. Electricidad. No sé cuanta energía eléctrica puedas crear, pero, según lo que yo he notado y lo que percibió Héctor en el supermercado, creemos que puede ser astronómica.
—¿Rayos? —repitió Helena sin dar crédito a lo que oía.
Entonces recordó el episodio en que Héctor empezó a convulsionar cuando la rozó en el supermercado y, de inmediato, le vino a la memoria la imagen de Lucas apartándose súbitamente de ella en el pasillo, la primera vez que se vieron. Estaba tan aterrorizada, tan desesperada por protegerse de ellos…
¿Era posible que hubiera evocado un poder del que jamás había sido consiente? ¿Había creado un relámpago?
Se le vino a la mente la imagen de un destello de luz azul y acto seguido, la figura de Kate derrumbada en el suelo. De repente, se le ocurrió algo terrible. Intentó hacer desaparecer ese pensamiento, tal y como había hecho desde que era niña, pero esta vez no se esfumaría con tanta facilidad.
—Creemos que eso significa que eres descendiente de Zeus —confesó Casandra—. Pero aún no logramos descifrar a que casta perteneces. Tres de las cuatro castas fueron fundadas por Zeus o por sus hijos, Afrodita y Apolo. Solo la cuarta casta, la de Atenas, es obra de Poseidón, de forma que la podemos descartar. O quizá no. —¿Mi casta? —repitió Helena.
Aún estaba tan envuelta en sus propios pensamientos que incluso le costaba entender su propio idioma. Ahora intentaba recordar un fulgor azul del pasado; un hombre muy miedoso trataba de acariciarle el pelo continuamente en la parte trasera del transbordador de Natucket. Le vino a la garganta un olor a chamusquina. Se pasó la mano por la cara e intentó desenterrar ese recuerdo. Se había convencido de que ella no podía haber causado aquel incidente. Y, peor aún, ¿también había hecho daño a Kate?
—Cuando hablamos de tu casta, nos referimos a tu herencia, Helena —explicó Cástor con dulzura al percibir la inquietud de la joven—. Zeus tuvo muchísimos hijos, incluido a nuestro padre, Apolo, de modo que todavía no podemos definir con exactitud a qué casta pertenece tu familia. Pero no te preocupes, seguiremos indagando para averiguarlo.
—Gracias —murmuró Helena, que seguía abrumada.
—Aún no puedes controlar los rayos; por lo visto, es como un disparador automático que se enciende cuando estás atemorizada —le aclaró Lucas tras un largo silencio.
Helena advirtió que el joven la miraba con una mirada extraña, indescifrable.
—¿Es como una pistola paralizante? —preguntó Helena con ansiedad, saliendo abruptamente de su trance.
—Sí —confirmó Héctor, como si comparaba ambas sensaciones en su cerebro—, pero más intenso.
—¿Duele mucho? —quiso saber Helena, que, en ese preciso instante, notó que el estómago se le revolvía.
—Supongo —respondió Héctor con condescendencia—. ¿Sabes?, si te centraras en desarrollar esa habilidad, probablemente podrías generar una descarga letal en cuestión de días.
—Eso no será necesario —espetó Helena. Aquella sugerencia la horrorizó, así que se levantó.
—Helena, espera; podría ser algo bueno —repuso Jasón—. Podrías aprender a utilizar tus rayos en vez de luchar cuerpo a cuerpo.
—No tienes que usarlos para matar, solo para dejar inconsciente a tu contrincante, por ejemplo —emendó Lucas, sabiendo que algo estaba perturbando a la chica.
Jamás hubiera imaginado que su comentario, destinado a hacerla sentir mejor, solo serviría para empeorar las cosas. Helena pensó en el cuerpo inconsciente de Kate, en cómo su amiga había convulsionado con espasmos tras el destello de luz azul. Le vino a la cabeza la imagen de su padre, boquiabierto y atónito al descubrir que su hija había alzado el cuerpo de Kate sin esfuerzo alguno. No lograba deshacerse de esos pensamientos horripilantes, así que empezó a caminar alrededor de la mesa, estrujándose las manos para deshacerse de los nervios que le recorrían el cuerpo. Sabía que todos la miraban, así que desvió la mirada hacía Pandora, que, sin duda, también prestaba atención a la extraña reacción de la joven.
—¿Por qué no aparcamos esto hasta mañana? —preguntó en voz alta sin dirigirse a nadie en particular—. Héctor tiene que comer y hay más de uno que necesita una ducha con urgencia. Sin ánimo de ofender, chicos.
Pandora consiguió que todos soltaran una carcajada y, lo más importante, logró que Helena dejara de ser el centro de atención. La joven se lo agradeció de todo corazón.
—¿Estás bien? —le susurró Ariadna al oído mientras la reunión familiar se dispersaba.
Helena le apretó la mano y trató de sonreír, pero no tenía la menor idea de que decir, así que, con paso inseguro, se dirigió hacia la puerta.
—Te llevaré a casa —dijo Lucas, que no dudó en poner punto final a la conversación que acababa de iniciar con su padre y su tío.
—Se supone que esta noche yo soy el encargado de vigilar a Helena —comentó Jasón, como si pidiera disculpas.
—Y he traído mi bicicleta aquí —añadió Helena. No soportaría estar con él a solas.
—Me da igual —replicó Lucas sin rodeos. Observó a Jasón durante un instante, comunicándose con él a través de la mirada y después se giró hacia Héctor—: Necesito tu todoterreno.
Aunque Lucas intentó disimularlo, todos percibieron una nota de enfado en su voz. Héctor dijo que sí con la cabeza y miró de reojo a Helena y su primo con una expresión que denotaba lástima.
Lucas agarró la mano de Helena y la condujo hasta afuera. Puso la bicicleta en el maletero del todoterreno de Héctor y le abrió la puerta a Helena, invitándola a entrar. Puso el coche en marcha y salieron del garaje sin hablar. Cuando abandonaron la finca, Lucas aparcó el coche en uno de los muchos lugares románticos y pintorescos de la isla. Se giró en el asiento para mirar a Helena cara a cara.
—¿Qué pasa? —preguntó. Parecía enfadado, disgustado y asustado al mismo tiempo.
Ella no tenía una respuesta para esa pregunta.
—¿Puedes al menos decirme que he hecho mal?
—Ya te lo he dicho, no has hecho nada mal —respondió Helena con la mirada clavada en su regazo.
—Entonces, ¿por qué me tratas así? Mírame —rogó tomándole de la mano.
La joven contempló sus manos entrelazadas como si fuera la primera vez que viera algo así.
—¿Qué diablos es esto? —preguntó mientras se soltaba de su mano con indignación—. ¿Sabes qué? Rectifico: sí que me has hecho algo. Dejaste que me ilusionara.
El rostro de Lucas se desfiguró. Helena había perdido cualquier tipo de esperanza después de lo que había escuchado la noche anterior, pero por alguna razón había una diminuta luz al final del túnel que le indicaba que, quizá, todo aquello no era más que un malentendido. O a lo mejor Lucas había cambiado de opinión. La luz se apagó cuando Lucas asintió.
—Dejé que te ilusionaras —repitió. Apretó los ojos y agarró con tal fuerza el volante que, por un momento, Helena pensó que lo arrancaría. Su tono de voz era áspero, casi un gruñido—: Tú y yo no podemos estar juntos, así que quítate la idea de la cabeza y pasa página.
Helena se desabrochó el cinturón y se apeó del coche sin pensárselo dos veces.
—Espera, por favor —empezó a decir con aire triste y apenado, pero Helena cerró la puerta de golpe y lo cortó de inmediato.
—¿Espera? ¿Para qué? ¿Para qué me digas que soy una chica muy agradable pero que jamás me tocaras? Gracias, pero esa parte ya me ha quedado clara. Ahora, abre el maletero para que pueda descargar mi bici —añadió. Ni ella misma reconocía su propia voz: sonaba tan amarga y sarcástica que parecía que fuera otra persona la que hablaba.
—Prometo no decir una palabra durante el resto del camino, si eso es lo que quieres. Pero deja que te lleve a casa —suplicó Lucas más calmado.
A Helena le ponía de los nervios que estuviera tranquilo y sosegado en una situación como esta.
—¡Abre la maldita puerta o la arrancaré yo misma! —gritó.
Sabía que estaba montando un espectáculo en mitad de la calle y que parecía una loca de remate, pero no podía evitarlo. Cada poro de su piel destilaba humillación y lo único que quería era alejarse de él lo más rápido posible. Sin embargo, no quería olvidarse de nada, puesto que eso significaría volver más tarde y tener que pedírselo.
Se quedó de pie delante del maletero del coche, con la cabeza agachada y los brazos cruzados sobre el pecho. Sabía que él la observaba a través del espejo retrovisor, así que giró el cuerpo. Al final, Lucas aceptó abrir el maletero. Helena bajó la bicicleta y se montó en ella sin decir nada.
Cuando llegó a casa se desplomó sobre la cama sin tan siquiera quitarse la ropa. Podía escuchar a Jasón merodeando por el mirador del techo, estableciendo su pequeño campamento para pasar la noche, pero no se sentía culpable por dejarle allí arriba. Todo lo que quería era distanciarse de la familia Delos lo antes posible.
Estaba en el borde de las tierras áridas, en un lugar nuevo que había visto a lo lejos, pero que jamás se había imaginado que alcanzaría. Seguía siendo un lugar rocoso, pero entre las matas de briznas afiladas y largas, se distinguían pedazos de mármol tallados a mano que, de cerca; Helena averiguó que pertenecían a un millar de columnas esparcidas que bien podían aguantar al Partenón. Sin duda, aquí se había alzado un imperio.
Las aguas de un río fluían a lo lejos. Si bien Helena no podía asegurar que lo oía, ni que notaba una milésima parte de humedad en la atmósfera, no le cabía ninguna duda de que cerca de allí manaba agua. Helena tenía la garganta seca y vacía. ¿Dónde estaba el río?
Mientras escudriñaba el paisaje en busca del río, la joven observó la arquitectura en ruinas y leyó algunas inscripciones. Gracus ama a Lucinda. Ethan ama a Sarah. Michael ama a Erin. Durante lo que a Helena le parecieron días, la muchacha acarició con los dedos los nombres esculpidos de amores perdidos, serpenteando entre los pilares caídos de promesas incumplidas y quitándole el polvo a las lápidas del cementerio del amor. Cada muerte merecía un lugar de descanso en ese páramo.
Caminó hasta que los pies le comenzaron a sangrar.
Se despertó en una habitación donde reinaba un resplandor azul que evocaba tristeza. Intentó girarse, pero le dio la impresión de estar atada al colchón, como si un grupo de liliputienses la hubiera asaltado en mitad de la noche. De algún modo se había quitado la camiseta y los zapatos mientras dormía, pero lo más inexplicable del asunto es que tenía los tejanos enmarañados con las sabanas; al intentar salir de la cama, tuvo que pelearse con ellas, para desenredarse. Fue una pugna algo sucia, sobre todo porque la joven aún tenía las piernas manchadas del barro que Lucas había salpicado al arrojar la verja sobre el cuerpo de Héctor. Por si fuera poco, tenía sangre reseca en las suelas de los pies y una capa de arenilla que, sin duda, provenía del páramo. Afortunadamente, las heridas de los pies se había curado, pero aún había sangre incrustada en las sabanas. Estaban para tirar a la basura: tendría que comprar unas nuevas. Por suerte, su padre era demasiado aprensivo con temas femeninos, así que no le haría ninguna pregunta.
Se deslizó por el pasillo a hurtadillas y se metió en la bañera incluso antes de que el agua se calentara. Abrió la boca y pescó todas las gotas de agua gélida que pudo. Sentía que estaba deshidratada. Le dolía todo el cuerpo, como si hubiera caminado cientos de kilómetros bajo un sol abrasador, así que la lluvia de agua fría era una bendición, aunque la hizo tiritar. Helena se miró los brazos y se percató de que tenía la piel de gallina. En ese instante le vino a la cabeza el río que había visto en su sueño, a lo lejos, justo antes de despertarse.
No lograba recordarlo con exactitud.
Se acordaba de haber sentido alivio, y lo único que podía hacerle sentir así en el páramo era una cosa. Agua. Sin embargo, no lograba recordar nada al respecto. ¿Cómo podía olvidarse de un río en un paisaje tan árido? Era algo impensable, así que dejó de pensar en ello.
No soportaba no poder hacerlo. Completamente desnuda, se apresuró a salir del baño sin tan siquiera haberse secado con una toalla y corrió hacia el tocador de su habitación. Cogió un lápiz de ojos de color verde que Claire se había olvidado la última vez que había pasado allí la noche y escribió «EL RÍO QUE NO PUEDO RECORDAR» en el espejo, por si acaso volvía a olvidarse. Después se vistió.
Empezaba a hacer frío y el aire era húmedo por la niebla. Se subió la cremallera de la chaqueta hasta la barbilla y se arrepintió de no haber cogido unos guantes. Mientras pedaleaba hacia la escuela, mantenía una mano en el bolsillo y la otra sobre el manillar y las intercambiaba cuando sentía que la mano del manillar se adormecía por el frío.
Cuando llegó al instituto atisbó a Lucas esperando en el aparcamiento. Estaba apoyado sobre un Audi que había visto en el garaje de la familia Delos, aunque esta era la primera vez que lo veía conducirlo. Eso le recordó lo estúpida que había sido al pensar que aquella noche, en su garaje, Lucas la besaría. Agachó la cabeza y fue corriendo hacia la puerta principal sin tan siquiera saludarle con la mano. Cuando pasó por delante de él, el muchacho abrió la boca para decir algo, pero enseguida se arrepintió y lo dejó correr.
Una vez que Helena llegó a la puerta, escuchó que Claire la llamaba desde detrás. Se detuvo y la esperó.
—¿Habéis discutido? —preguntó mirando de reojo a Lucas, que parecía abatido. Acto seguido, miró a Helena y, al percatarse de su terrible aspecto, soltó—: ¡Caramba! ¿Qué narices te ha pasado?
—No he dormido muy bien —balbuceó Helena.
—Tienes unas ojeras de espanto, Len. Parece que no hayas pegado ojo desde hace semanas —apuntó Claire, que se mostraba muy preocupada—. ¿Has llorado mucho?