—No. Ni una lágrima —dijo, lo cual era cierto. Estaba triste, sin duda, pero por alguna razón nunca lloraba cuando estaba deprimida. Lo único que le apetecía cuando estaba así era dormir.
—¿Me puedes contar por qué habéis discutido? —preguntó su amiga con cautela.
—En realidad no hemos discutido. Luke no quiere estar conmigo y punto —respondió mientras hundía los puños en los bolsillos. Se dio cuenta de que si ponía los músculos en tención podía controlar sus movimientos.
—No me lo creo —dijo Claire con tono incrédulo—. Le propino a Héctor un puñetazo en la cara por hablar contigo y anunció ante toda la escuela que tú eras su novia.
—Bueno, supongo que ha cambiado de opinión —repuso, y se encogió de hombros. No tenía energía para enzarzarse en una discusión con su amiga. Apenas tenía fuerzas para girar la combinación de su taquilla. Estaba agotada tras haber caminado sin descanso durante semanas, pero aquello no había sido más que un sueño, ¿no? ¿Cómo era posible que estuviera exhausta por algo que solo había ocurrido en su mente?
—¿Lo dices en serio? —preguntó Claire al mismo tiempo que observaba a su amiga, que había encorvado el cuerpo.
—Ajá… no me quiere, Risitas. Él mismo me lo ha dicho. ¿Podemos dejar el tema ya? Estoy demasiado cansada.
—Claro, ningún problema —comprendió.
Le acarició la espalda, en un gesto de consuelo y, por un instante, Helena se apoyó en su amiga.
—Mierda. Le mataré —ofreció.
Helena trató de reírse ante aquel comentario, pero lo único que fue capaz de articular fue una toza áspera.
—Gracias, pero no. No le quiero ver muerto —confesó Helena. Después, las dos amigas se dirigieron hacia el aula de tutoría arrastrando los pies.
El señor Hergeshimer le preguntó cómo se encontraba cuando advirtió el espantoso aspecto de su alumna. Helena le aseguró varias veces que estaba bien. Él, tras inspeccionar su rostro con escepticismo durante varios momentos, se rindió y volvió a hostigar a Zach por su elección para la palabra del día. Matt le preguntó a Helena si le dolía el estómago y acto seguido le sugirió, una vez más, que debería dejar el atletismo.
—Estas adelgazando mucho —comentó con un tono de voz idéntico al de Jerry.
El resto de la mañana pasó sin pena ni gloria. Cada profesor le preguntaba si necesitaba ir a la enfermería y a sus amigos les preocupaba que aún no se hubiera recuperado del «desliz» que sufrió durante el entrenamiento del día anterior. Excepto Zach.
—No tenía ni idea de que eras tan rápida, Hamilton —anunció mientras se apresuraba a alcanzarla en el pasillo.
—Si, soy bastante rápida —respondió, intentando sonar poco interesada en el tema.
—Justo antes de que te desplomaras, te vi persiguiendo a un chico sin camiseta y comprendí que todos esto años había estado equivocado. Mira, hasta ese día estaba convencido de que te gustaba sentirte perseguida, al ser tan atractiva y eso —continuó con expresión desdeñosa—. Sin embargo, cuesta creer que un chico podría adelantarte. Creo que jamás he visto a alguien correr tan rápido.
—Espera, ¿tú le fuiste con el cuento a Lindsey? —preguntó Helena al mismo tiempo que sentía un vacio en el estómago—. Pensé que había sido al revés.
—Tengo que admitirlo, sí —contestó orgulloso se sí mismo—. Cuando te lo propones eres capaz de moverte tan rápido que parece algo inhumano. La única vez que he visto a alguien desplazarse con tal velocidad es cuando uno de esos chicos Delos estaba haciéndole el héroe durante el entrenamiento de fútbol…
En ese momento le interrumpió la profesora de historia de Helena, que le hizo un gesto, indicándole que se diera prisa y entrara al aula.
Salvada por la campana, al menos por el momento, pues tenía la impresión de que Zach aún no había acabado. Trató por todos los medios de convencerse de que, aunque el chico no dudaría en esparcir rumores sobre ella en el instituto, todos creerían que estaba exagerando, como de costumbre. A Zach le encantaba cuchichear, y a pesar de que los compañeros en general solían escucharle, la velocidad de los vástagos era algo que uno tenía que ver para creer.
De camino al auditorio, donde se reuniría con Claire y Matt, Casandra y Ariadna le cerraron el paso. Le preguntaron adónde iba y, puesto que no se atrevió a mentirles, los invitó a unirse con sus amigos en la sala vacía.
Cuando el pasillo estuvo despejado, se escabulleron por la puerta de incendios y entraron a través de la entrada ubicada entre los bastidores. Matt y Claire ya se habían acomodado en el proscenio y habían servido sus almuerzos sobre servilletas, como si fuera un picnic.
—¡Qué bien que las hayas invitado! —exclamó Matt, satisfecho al comprobar que Helena venía con compañía—. Pero no traigas a nadie más o nos pillarán.
—Nos pillarán de todas formas —dijo Claire con una sonrisita—, pero vale la pena, sin duda. ¿En qué otro lugar conseguiríamos este ambiente? —preguntó señalando los preciosos decorados que adornaban el escenario.
Casandra y Ariadna miraron a su alrededor, fijándose en particular en las partes del decorado que representaban el palacio de Teseo. Compartieron una sonrisa cómplice con Helena, que procuró responderles con el mismo gesto, aunque lo único que consiguió fue embozar una mueca que parecía una sonrisa. Los decorados que representaban el país de las hadas la maravillaron; en cambio, las partes que personificaban imágenes de Grecia la inquietaban. Las columnas dóricas falsas estaban a medio pintar y yacían de costado sobre el suelo, como si hubieran perdido el equilibrio y se hubieran derrumbado. En ese instante, Helena recordó el camino tan arduo que había recorrido la noche anterior.
Bajo ningún concepto deseaba regresar al páramo, pero si lograra encontrar ese río… «Espera un segundo ¿Qué río?», pensó. Se giró, dándole la espalda a las columnas a medio construir, y se sentó juntó a Claire para almorzar.
Helena trató de involucrarse en la conversación y participar, pero apenas tenía fuerza para masticar, así que mucho menos para reír o gastar alguna broma. Por cómo estaban reaccionando Casandra y Ariadna, sabía que sus amigos se mostraban astutos y divertidos, pero mantenerse despierta ya le costaba una barbaridad, así que ni se le pasaba por la cabeza intervenir en la intervención.
No podía dejar de pensar en volar. Bueno, en realidad no podía dejar de pensar en Lucas, pero en cuanto sus pensamientos se deslizaban por esa arma de doble filo, la joven daba media vuelta a su imaginación y se centraban en volar. Decidió que quizás podía probarlo más tarde, a solas, pero esta vez lo haría dentro de casa, para no correr el riesgo de quedarse flotando sin poder aterrizar. Aunque lo cierto es que no le parecía tan mala la perspectiva de que una ráfaga de viento la arrastrara a la deriva.
—¡Lennie! Está sonando el timbre —informó Claire, que enseguida se echó la mochila al hombro.
Helena se levantó de un brinco y recogió sus cosas mientras sus amigos le lanzaban miradas sin que ella se diera cuenta.
Claire intentó charlar con Helena durante el entreno, pero al constatar que su amiga no dejaba de esquivar preguntas, se rindió. Helena no quería la compasión de nadie y menos todavía hablar de sí misma. Lo único que ansiaba era desconectar su cerebro y dejarse llevar. Al final, Claire pilló la indirecta y empezó a parlotear sobre una fiesta que se celebraba esa noche en la playa. Tenía serios problemas en decidir si iría con Ariadna en coche o no.
—Por una parte me apetece conocerla mejor, pero eso significaría ir también con Jasón. El tío siempre encuentra una forma de discutir conmigo ¿Estás segura que no puedes pedirte la noche libre? Podríamos ir con Matt, todos juntos —sugirió con optimismo.
—Sabes que no puedo.
—Si se lo pidieras a Kate, seguro que te dejaría —insistió Claire.
—De veras, no me apetece pasar la noche sentada sobre arena fría mientras los demás coquetean —dijo con firmeza—. Pero tú deberías ir y pasártelo bien. Y quién sabe, puede que Jasón y tu hagan buenas migas y disfrutéis, por una vez.
Claire se enfrascó en una diatriba sobre lo molesto y fastidioso que era Jasón, pues siempre estaba en desacuerdo con ella. En un momento dado, Helena trampeó las corrientes de aire que soplaban a sus alrededor y casi se puso a volar, pero con gravedad. Se moría de ganas de llegar a casa después del trabajo para intentarlo.
Creonte contó los minutos que sus primos, Héctor y Jasón, aguantaban debajo del agua. No tenía conocimiento alguno sobre este talento y le alegraba que las casualidades del azar le hubieran conducido hasta allí para comprobarlo en vivo y en directo. Había perdido el rastro de Lucas minutos antes, lo cual solía suceder bastante a menudo, considerando que su primo pequeño podía volar, así que se vio obligado a seguir los pasos de Jasón y Héctor hasta la ridícula fiesta en la playa. Mientras vigilaba a sus primos, quienes rompían las olas montados sus tablas de surf, a Creonte le hervía la sangre. Todo ese talento malgastado en unos cobardes que se sentían demasiado atemorizados por los dioses como para retarlos y, al mismo tiempo, demasiado interesados en su propio bienestar como para tener en cuenta las consecuencias que podía tener para toda la casta coquetear con chicas mortales.
Jasón se pasó casi toda la noche charlando con esa chica japonesa. Al parecer, el joven era capaz de controlarse entre mujeres, pero Héctor era una historia aparte. Aún no era ni media noche y Creonte ya le había visto retozar en la arena con dos chicas distintas. ¿Acaso Héctor no sabía lo fácil que era para un vástago fecundar a las muchachas mortales? ¿De verdad el imbécil de su primo quería que su primogénito naciera de las entrañas de una niña tonta sin carácter? Era más que evidente que a Héctor le importara un carajo su casta, puesto que, de lo contario, no perdería el tiempo conquistando a chicas bobas. Le irritaba de tal forma que tuvo que mirar hacia otro lado y apretar los dientes para controlarse. Solo había una chica en aquella isla que lo igualaba en estatus. Una única chica que merecía su atención: Helena. Pero Lucas no estaba dispuesto a dejarla sola ni a sol ni asombra, lo cual obligaba a Creonte a mantener cierta distancia. No podía enfrentarse a sus primos directamente; de lo contrario, su misión secreta se iría al traste, aunque debía confesar que sentía una tentación terrible de enfrentarse a ellos. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Helena. Volvió a recordar su pequeña confrontación mientras corrían por las llanuras. El miedo y la ira que expresaban su mirada eran sentimientos puros, tan apasionados que incluso a Helena le debió costar resistirse. Era poderosa, pero aún no había descubierto su potencial, lo cual la convertía en alguien vulnerable. Deseaba con tanta ansia conquistarla que incluso las manos le empezaron a temblar, pero tenía que ser paciente.
Su madre le había suplicado que esperara a que ella averiguara si existía la posibilidad de que la familia hubiera abandonado a un bastardo en el estado de Massachusetts. Creonte accedió, a regañadientes, a esperar una semana su respuesta, pero sabía perfectamente cuál seria. Aunque tenía que admitir que no había visto furias la primera vez que se cruzó con Helena, no le cabía la menor duda que la joven no era su prima.
Corrían rumores que contaban que, en el pasado, algunos vástagos lograron descubrir una forma de burlar a las furias, y Creonte creía que Helena era producto de ello. Su madre le aseguró que era imposible, puesto que, las demás castas habían sido destruidas, pero la corazonada de Creonte seguía iba más allá. Los traidores la custodiaban y la protegían como si fuese la última enemiga sobre la faz de la Tierra, pero estaba tan desentrenada e ignoraba tanto quién y qué era, que parecía obvio que la había escondido en esa isla remota para mantenerla alejada de todas las castas, incluida la suya propia. Pero por encima de todas estas razones había algo en el interior de Creonte que le decía que no estaba emparentado con esa muchacha. Había conocido a docenas de sus primas, todas tan hermosas como las hijas de Apolo, pero ninguna había conseguido quitarle el sueño como Helena. Sabía que no se equivocaba al pensar que pertenecía a otra casta.
Creonte tenía que ceñirse únicamente a vigilar a los Delos durante varios días más, para cumplir la promesa que le había hecho a su madre, pero muy pronto demostraría al mundo lo que valía. Estaba harto de la tarea que le habían encomendado, y aunque existía otra alternativa para la unificación de las castas, además del combate, Creonte tenía que obligarse a no pensar en ello, por muy tentador que fuera. Esta era su única oportunidad para alcanzar la gloria que merecía, la última opción para obtener el prestigio como vástago. Había otro triunfo esperando ser capturado y, en el fondo de su corazón, sabía que ese sería el que abriera las puertas de la Atlántida.
Creonte estaba destinado a ser el vástago que entregaría el don de la inmortalidad a su familia, y estaba seguro de que su padre le veneraría por encima de todos los demás si de verdad lo conseguía.
Helena oyó que algo se movía sobre el tejado. Subió las escaleras atoda prisa, fue hacia el mirador y abrió la puerta de golpe, pero allí no había nadie. Suspiró, aliviada. No quería que ningún miembro del clan Delos pasara la noche sobre su tejado. No quería que Lucas la escuchara mientras ella sufría pesadillas, y acababa de despertarse de una horrible. Miró a su alrededor, escudriñando el tejado al milímetro. Se sintió desolada, pero no sabía si ese vacío procedía del sueño o de su vida real.
Regresó a su habitación y observó con atención las palabras escritas sobre el espejo. Entonces anotó «HE VUELTO A VERLO» con el lápiz de ojos verde de Claira y se obligó a mirar fijamente los garabatos. Ya iban dos noches consecutivas en las que veía un río que no podía recordar. Intentaba imaginárselo, pero no lo lograba. De repente, visualizó su propio reflejo en el espejo y se quedó boquiabierta.
Tenía las mejillas hundidas y el camisón desgarrado; sus brazos y sus piernas estaban cubiertos de mugre asquerosa y negruzca. Sin duda, era barro procedente de un río.
Había avistado un río con orillas negras y agua turbia, grisácea. Recordaba estar muerta de sed y ser incapaz de beber una gota de agua. Pero ¿por qué le costaba tanto recordar lo que había ocurrido? Una vez más, intentó rememorarlo.
La sed la atormentaba y no tuvo otro remedio que acercarse al agua. Se agachó junto a la orilla nauseabunda de barro negro y pudo ver unos peces pálidos y tullidos que nadaban con torpeza, como si se hubieran olvidado de bucear. Se alejó del río, negándose a beber una gota de agua aunque se muriera de sed al oír el sonido de la corriente…