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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Predestinados (33 page)

BOOK: Predestinados
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Helena corrió hacia el cuarto de baño y se lanzó sin miramientos en la ducha; se limpió el barro de las piernas mientras se llenaba la boca de agua. Se sentía contaminada. Tenía la piel enrojecida de tanto frotarla con la esponja y le escocían los ojos por mantenerlos abiertos debajo del grifo.

Cuando salió de la ducha deshizo la cama y metió las sábanas y el pijama en la lavadora. Esta vez no había rastro de sangre, pero Helena dudaba de que hubiera salido indemne del fango del río. Vertió un cacito de lejía en la lavadora y se aseguró de utilizar agua caliente con la esperanza de poder rescatar algo. Después subió otra vez las escaleras para limpiar las marcas de suciedad que había dejado por toda la casa.

Era sábado por la mañana, muy temprano, y como cada sábado, su padre estaría en casa durante el día para trabajar por la noche, pero este fin de semana había preferido doblar el turno para darle el día libre a Kate. A Helena le daba la sensación de que los dos se estaban evitando a propósito. Había tratado de hablar con Kate sobre lo que pasó la otra noche, después de que Claire se fuera a la playa, pero no tenía la energía suficiente para presionar a Kate y que esta se desahogara. Parecía que todo a su alrededor estuviera apagado, sin brillo, sin vida, como si sus sentimientos estuvieran guardados bajo llave, enterrados bajo montones de bolsas de cacahuates.

Helena fue a su habitación para practicar su capacidad para volar. Flotaba y se desplomaba, hasta que averiguó cómo balancear las piernas mientras planeaba y cómo aterrizar sobre los talones, en vez de caerse de bruces. Práctico con las corrientes de aire, pero poco más podía hacer que perfeccionar su flotación, puesto que se arriesgaba a crear un huracán que tal vez podría arrasar su habitación. Tras unas horas, el constante tono de llamada de su teléfono la sacó de sus casillas. La familia Delos quería saber por qué Helena no estaba ya en su casa, preparada para recibir su entrenamiento; sin duda, no dejarían de llamar hasta que respondiera el teléfono.

Helena había estado meditando. No tenía ningún sentido aprender a blandir una espada si ningún arma podía herirla y, además, no necesitaba enzarzarse en una lucha si podía huir volando. Sabía que en cualquier momento Héctor o Jasón vendrían a buscarla a casa, así que merodeó por los alrededores, dirigiéndose a ningún lugar en particular. Creyó que, quizás, algo de velocidad la ayudaría a aclarar las ideas. Llevaba unos tejanos y un suéter, una vestimenta muy poco apropiada para correr, pero no le importaba. En cuanto se alejó del centro urbano, avanzó por la calle Polpis, hacia el este. Le daba igual su destino, siempre y cuando estuviera alejado de la muchedumbre. Mientras trotaba con rapidez, se percató de que no era la primera vez que recorría aquel camino y, aunque no quería pensar en su primer vuelo y en todo lo que acontenció aquel día, sabía que era el emplazamiento idóneo para encontrar la soledad que buscaba.

El sol empezaba a esconderse por el horizonte. Helena agradeció estar lo bastante adormecida como para no percatarse del paisaje precioso que su depresión hubiera arruinado al instante. Mirando a su alrededor descubrió un faro familiar. Echó un vistazo a la arena que yacía bajo sus pies y se preguntó si sería la misma que los había sostenido cuando Lucas y ella se desplomaron desde el cielo. Cuando se habían muerto momentáneamente, se dijo.

Entonces una idea le cruzó por la cabeza. No le cabía ninguna duda de que estaba en lo cierto: aquella noche no solo habían sufrido un dolor insoportable, sino que habían emprendido el viaje hacia el otro mundo. O, por lo menos, Lucas lo había hecho. Y ella le había seguido a ciegas para detenerlo. Y había un río… Espera ¿qué río?

—¡Eh! ¿Qué demonios crees que estás haciendo? —gritó Héctor.

Estaba furioso. Avanzó a zancadas por la playa, acercándose peligrosamente hacia ella con aire agresivo.

—¿Cómo me has encontrado? —espetó Helena.

—No es muy difícil anticiparse a tus movimientos —dijo en tono despectivo—. Ahora mueve el culo hacia mi casa.

—No quiero entrenar más. Es inútil —le soltó por encima del hombro mientras daba media vuelta para escapar de allí—. Quiero estar sola.

—Así que la princesa quiere estar sola, ¿eh? Lo siento, pero las cosas no funcionan así —gruñó mientras la cogía de los hombros para girarla hacia él.

Aquello fue la gota que colmó el vaso. Helena soltó una carcajada histérica (o eso, o estaba a punto de romper a llorar) y apartó a empujones a Héctor. Con fuerza.

—¿Qué vas a hacer? ¿Qué? ¿Vas a apalearme hasta que muera? ¡No puedes! No eres lo bastante fuerte —le chilló sin dejar de golpearle repetidamente en los hombros, como si intentara incitarle a una pelea—. Ve a por una espada. Venga, vete. Oh, espera, me había olvidado. Eso tampoco puede herirme. Entonces, dime, ¿qué piensas hacer, matón? ¿Qué crees que puedes enseñarme?

—Humildad —respondió Héctor en voz baja.

El muchacho se movía rápido y, además, estaba utilizando el mismo truco que Lucas, transformando el resplandor que rodeaba su cuerpo. Mientras Helena se esforzaba en enfocar la vista en su contrincante, enfadada consigo misma por ni tan siquiera haber considerado la idea de que también tuviera este talento, Héctor la agarró con firmeza, la colocó sobre su hombro y empezó a caminar hacia el agua.

Enfurecida, Helena utilizó toda su fuerza contra él por primera vez. Ya no le importaba el daño que podría provocarle. Le empujó hasta que consiguió soltarse. Cuando logró separarse físicamente del cuerpo fornido de Héctor, oyó que su brazo se rompía en dos. Entonces cambió de estado para salir volando. Mientras invocaba una ráfaga de viento que la llevara lejos de aquel lugar, el joven la cogió de la mano. Helena se percató demasiado tarde que Héctor había dejado que le rompiera el brazo izquierdo para que ella se inclinara por adoptar un estado de ingravidez. Ingravidez y debilidad momentánea. Antes de poder asimilar lo que estaba haciendo y cambiar de estado, el muchacho la arrastró sin problema alguno hacia el agua, donde el peso no importaba en absoluto.

Héctor se adentró en el océano, avanzando con pesadumbre y dificultad hasta que los dos estuvieron sumergidos por completo. Aquella agua le pareció un universo oscuro. Intentó subir a la superficie inútilmente. Sin duda, este era el elemento de Héctor, sobre el cual tenía el control absoluto. Incluso era capaz de hablar con claridad debajo del agua.

—No eres la única con talentos, princesa —anunció.

Las palabras emergían nítidas, sin burbujas que dificultaran su comprensión. Podía respirar, hablar y deslizarse por el fondo marino como si estuviera en tierra firme. Al fin, Helena entendió por qué Héctor la atemorizaba de tal forma. Era una criatura del océano, y no había nada más aterrador para Helena que el mar.

Desde quella vez que estuvo a punto de ahogarse cuando era niña, la joven sospechaba que el océano se la tenía jurada, pero jamás se lo había contado a nadie porque estaba bastante segura de que pensarían que estaba loca de remate. Ahora, casi una década más tarde, mientras observaba la mirada azul y sin expresión de Héctor, adivinó que había estado en la cierto. Helena se sacudía y se retorcía intentando deshacerse de los brazos de Héctor, que, implacable, seguía sujetándola. De su boca nacían infinitas burbujas cada vez que gritaba, aunque no lograba producir sonido alguno. Iba a ahogarse.

El ácido bullía en sus venas al mismo tiempo que su visión empezaba a desdibujarse. Cuando cerró los ojos, sintió que Héctor la arrastraba por las piernas hacia la orilla. La sacó del agua por el tobillo y la arrojó en la arena como si fuera un mazo; la lanzó con tal potencia que el golpe le vació los pulmones. Helena vomitó agua salada, que le abrasaba la garganta, y tosió hasta que el oído interior se le destapó. El primer sonido que percibió fue el torrente de sangre bombeándole la cabeza.

—Si hubieras entrenado conmigo hoy, sabrías que puedes utilizar tus rayos debajo del agua —dijo mientras tiraba de su brazo roto para poner rectos los huesos, lo cual produjo un crujido enfermizo. Dejó escapar un grito de dolor y se derrumbó sobre las rodillas, jadeando durante unos instantes antes de continuar, con los dientes apretados—. Pero no apareciste.

Héctor y Helena se quedaron sentados sobre la arena y, durante varios minutos, ninguno hizo además de moverse, pues ambos estaban heridos y agotados. Mientras se curaban, los últimos rayos de sol, reflejados sobre las olas marinas, daban paso a la oscuridad nocturna.

—Pensé que eras descendiente de Apolo —carraspeó Helena.

Aún tenía las cuerdas vocales dañadas, pero, de todas formas, no necesitaba decir más. A primera vista, Héctor no aparentaba ser el más inteligente del clan Delos, pero Helena empezaba a sospechar que, aunque no pasara tanto tiempo como Casandra leyendo libros, era tan listo como el resto de su familia.

—Una diosa del mar de poca importancia, llamada Nereida, se mezcló con nuestra casta en algún momento de la histotia. Existen infinidad de pequeños dioses, espíritus del agua o de los bosques que siguen merodeando por aquí y por allá, y este tipo de cosas suelen pasar. Ninguna línea sucesoria de las castas es descendiente pura de un dios o de otro. Y todas las generaciones jóvenes de vástagos poseen más talentos que sus padres —respondió.

—¿Por qué?

—Casandra opina que las Hadas desean que los vástagos adquieran más facultades, lo cual los hace mucho más poderosos, para que puedan gobernar la Atlántida, pero personalmente creo que es porque somos mestizos. Mi tatarabuelo se acuesta con una ninfa y yo soy capaz de caminar debajo del agua. No necesitas las Hadas para explicarlo.

—¿Por eso supiste que podía ahogarme? ¿Por qué tienes control sobre el agua?

—Es cuestión de sentido común. Y no tengo control sobre el agua; sencillamente allí me siento como en casa —aclaró.

Se giró para mirarle a los ojos. Cuando siguió hablando, utilizó un tono espantosamente parecido a la voz que Lucas había empleado cuando le había enseñado a volar.

—Aún no piensas como una luchadora. Posees unos talentos increíbles, facultades por las que la mayoría de los vástagos pagarían con años de su propia vida, pero no eres capaz de utilizarlos porque no piensas tácticamente. Detente y utiliza la cabeza. El océano no es un arma, pero puede matar. El aire tampoco es un arma, pero si te privara de él, te asfixiarías y morirías. La tierra no es un arma…

—Pero si me golpeara brutalmente… Ya lo he pillado —le interrumpió Helena. Después, tragó saliva y se quedó mirando las olas.

—El agua es tu talón de Aquiles. Es el único elemento al que temes, pues no puedes controlarlo.

No entendía cómo Héctor lo había adivinado, pero sabía que tenía razón. De algún modo, incluso cuando ignoraba sus habilidades, en lo más profundo de su subconsciente, reconocía que los otros tres elementos no le producían tal pavor. Podía dominar el aire e invocar corrientes de viento, era capaz de manipular la gravidez de la tierra e incluso podía tolerar con cierta facilidad el calor del fuego porque para crear un relámpago tenía que resistir temperaturas más altas que las de una llama. Sin embargo, el agua la convertía en alguien vulnerable e indefenso. Al fin entendió su propio miedo, aunque estaba a kilómetros de distancia de poder superarlo.

—¿Cómo los has sabido? —preguntó Helena, ligeramente asombrada.

—Porque me han enseñado a pensar tácticamente y a descubrir los puntos débiles de mi oponente desde el día en que nací. A ti eso nadie te lo ha enseñado. Hay muchas formas de matar a una persona, Helena. Crees estar a salvo porque has pasado la prueba de la espada a la que te sometió Casandra, pero no es así —dijo Héctor con aire inquieto y hundido—. Sé que todavía estás impresionada, pero no podemos esperar a que te adaptes y a que asimiles quién eres. Hay gente que ha venido a por ti. Tienes que madurar; si no lo haces pronto, mucha gente morirá. Así que ve a casa, come algo y descansa un poco. Parece que estás enferma, y lo último que quiero es que Lucas me culpe por ello. Pero mañana tienes que venir a entrenar. No más excusas.

Sin esperar la respuesta, Héctor se levantó y la abandonó en aquella playa oscura. Jugueteó con el colgante de su collar, deslizándolo por su labio inferior mientras permanecía allí sentada, avergonzada por cómo había actuado. La ropa le pesaba una barbaridad, empapada como estaba, pero no se molestó en escurrirla. Creía que merecía esa suerte de castigo de estar chorreando e incómoda un ratito más.

Era obvio que tenía que seguir entrenando con Héctor, pero eso implicaba tener que ir a casa de los Delos cada tarde, y eso, a su vez, se traducía en ver a Lucas a diario. No lo lograría. Le daba mil vueltas a la cabeza, pero era inútil: notaba que le faltaba el aire cada vez que pensaba en verle todos los días, a sabiendas de que él se obligaría a ser agradable y simpático con ella, aunque en realidad la compadeciera. Aún no lograba comprender cómo podía haberse equivocado tanto con Lucas. Era como una espina clavada que no había forma de desenterrar. No esperaba que cayera rendido a sus pies o algo por el estilo, pero no le entraba en la cabeza cómo había pasado de ir cogido de la mano de ella todo el tiempo a decirle que jamás la tocaría. ¿Cómo era posible?

Mientras le daba vueltas a todo eso, era incapaz de mantenerse quieta, así que decidió saltar hacia el cielo y dejar que un soplo de viento la arrastrara a la deriva. Durante unos instantes, Helena se quedó suspendida en una burbuja de aire que emanaba paz y tranquilidad mientras las estrellas se encendían desesperadas por absorber la belleza de esa experiencia, como si fuera novocaína para el alma.

Cuando se sintió más calmada, ascendió en espiral y se montó sobre una ráfaga que soplaba en dirección oeste y que la llevaría de vuelta a su orilla de la isla. Todavía no era una voladora grácil, de hecho apenas era competente, pero si no pensaba demasiado sobre ello, sabía que podría moverse con facilidad. No sabía adónde ir, pero, de repente, la teperatura descendió en picado, de modo que, tiritando y con ganas de sentirse cómoda, la joven tomó una decisión sin apenas darse cuenta. Al cabo de unos segundos estaba planeando en círculos sobre la casa de Claire.

Aterrizó en el jardín de su amiga. En cuanto tomó tierra advirtió que no podía llamar al timbre con esa pinta. Estaba empapada y tiritando de frío.

El señor y la señora Aoki no dudarían en llamar por teléfono a su padre de inmediato si la veían con tal aspecto. Tras rodear la casa a pie, Helena se asomó por una ventana para averiguar por dónde andaba Claire. Rebuscó su teléfono móvil en los bolsillos para avisar a su mejor amiga de que estaba allí fuera, pero pronto se dio cuenta de que el agua del mar había acabado con su teléfono, recién estrenado hacía un par de días. Escuchó a Claire gritarle a su madre en japonés mientras subía hacia su habitación. De pronto, la luz del cuarto de la chica se iluminó e ipso facto se oyó un fuerte portazo.

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