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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Predestinados (34 page)

BOOK: Predestinados
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Fue una manera horrible de llamar la atención de su mejor amiga. Helena apenas se había dado cuenta de que estaba flotando tras la ventana cuando descubrió a Claire sentada en la cama y con la boca abierta. Helena suponía que en cualquier momento estallaría a gritar, pero Claire no emitió ningún sonido. Lo único que hizo fue deslizarse hacia la ventana, que hasta entonces había permanecido cerrada.

—Déjame entrar —pidió Helena con urgencia mientras le castañeteaban los dientes.

—Oh, maldita sea. Eres una vampira —soltó Claire.

Parecía algo decepcionada, pero nada sorprendida.

—Pero ¿qué dices? ¡No! Abre la ventana, Risitas, ¡me estoy congelando! —susurró Helena.

Claire se arrastró lentamente por la cama y se deslizó hacia la ventana con desaliento y los hombros caídos.

—Sé que está muy de moda estos días, pero no quiero que me chupes la sangre. ¡Es tan antihigiénico! —lloriqueó Claire mientras se resignaba a abrir la ventana.

Se llevó las manos al cuello, que se mostraba al desnudo, y dejó que Helena entrara en la habitación a pesar del peligro que tal cosa suponía. Ese pequeño detalle no le pasó desapercibido a Helena.

—Oh, por el amor de Dios, ¡no soy una maldita vampira, Risitas! ¿Lo ves? Ni rastro de colmillos largos ni ojos desorbitados. —Helena alzó el labio superior para enseñarle los incisivos, normales y corrientes, y abrió los ojos como platos para demostrarle que no había ni rastro de lujuria sangrienta.

—¡De acuerdo! Pero era una pregunta legítima, ¡teniendo en cuenta las circunstancias! —respondió Claire a la defensiva.

Helena entró volando en la habitación delante de su mejor amiga.

—¡Está bien! Tienes razón, es lógico que te preocupes —reconoció Helena, pero había algo que no encajaba—. Acabo de entrar en tu casa volando. ¿Por qué no te sorprende?

—Sé que puedes volar desde que éramos niñas. Incluso en una ocasión te empujé de tu tejado para asegurarme. Por cierto, perdón por eso —reveló un tanto avergonzada.

—¡Tú me empujaste! —exclamó Helena. De repente, recordó aquel incidente con claridad.

Tenían siete años y holgazaneaban por el mirador de la casa de los Hamilton. Helena se cayó, pero no llegó a rozar el suelo. De alguna forma cayó como una hoja desde la rama de un árbol. Claire juró por activa y por pasiva que su mejor amiga se había resbalado, pero Helena jamás recordó haber perdido el equilibrio, y por la forma en que Claire la miró durante semanas después del incidente, tenía la sospecha de que algo le olía a chamusquina a su compañera. Ahora todo tenía sentido. Observó con atención a Claire, incapaz de articular palabra.

—¿Qué pasa? ¡Sabía que no te morirías o algo así! Es una historia corta pero larga. Vi perfectamente que no te caías por las escaleras de mi casa el día anterior, a pesar de haber resbalado, así que necesitaba demostrar mi teoría —se disculpó, como si aquello fuera lo más lógico del mundo.

—¿Empujándome desde el tejado?

—¡No imaginas lo enfadada que he estado desde entonces por escondérmelo! Puedes volar, Lennie, ¡y nunca me lo has contado! —chilló Claire, que le dio la vuelta a la tortilla para exculparse.

Helena se lo permitió, pues comprendía que su mejor amiga estuviera dolida y decepcionada.

—¡No lo supe hasta hace unas semanas! —insistió Helena.

—¡Serás mentirosa! —la acusó Claire, que apoyó el puño sobre los labios.

—¡Es verdad! Mi madre me maldijo cuando no era más que un bebé para que no fuera capaz de utilizar mis… ¡Ah, mierda! Sería mucho más fácil ser un vampiro. Entonces lo entenderías en un periquete —resopló Helena, que se sentía incomprendida y frustrada. Caminó dando grandes zancadas por la habitación, pasándose los dedos por el cabello continuamente mientras intentaba ordenar todos sus pensamientos—. Hergie te obligó a leer la Ilíada, ¿verdad? ¿Te acuerdas de los héroes que tenían poderes sobrehumanos y podían hacer cosas que resultarían imposibles para los seres humanos? —preguntó.

—Claro, porque eran semidioses. Pero aquello no es real —anunció Claire como si fuera lo más obvio. Y entonces lo entendió todo—. Oh, vaya…

—Yo soy una descendiente de esos héroes. Nos llamamos vástagos y tengo un montón de poderes…, capacidades que no puedes ni imaginarte. Pero no tenía la menos idea de quién era o de qué podía hacer hasta hace unos días. Ojalá pudiera contártelo todo, pero no sé si debo hacerlo. Por favor, Risitas. Sé que suena a locura, pero nunca te he mentido. Tienes que creerme.

—De acuerdo —dijo Claire asintiendo con la cabeza y mirando a su amiga con detenimiento, como si al fin estuviera obteniendo el respeto que se merecía—. Ya hace tiempo que me olía algo así, ¿sabes? Descubriste que eras una semidiosa, que por cierto tiene que ser genial, justo cuando la familia Delos se trasladó aquí. Porque son como tú. Lo supe en cuanto los vi. Lo único que no sabía a ciencia cierta era «qué» erais.

—¿Lo ves? —comentó Helena con una sonrisa frustrada—. Por eso tenía que contártelo. Necesitaba poder hablar contigo sobre esto para que me ayudaras a comprenderlo. Pero no se lo puedes decir a ninguno de los Delos hasta que averigüe si lo aceptan o no.

—No importa. Puedo tirarme un farol o fingir que lo he descubierto sola. De hecho, más o menos ha sido así —presumió Claire con una sonrisa de satisfacción. De repente, se le ocurrió alguna idea y adoptó una actitud mucho más seria—. Por cierto, ¿dónde has estado? ¿Y por qué tienes ese aspecto tan asqueroso?

Helena estaba a punto de explicarle lo ocurrido entre ella y Héctor cuando el teléfono móvil de Claire empezó a vibrar. La joven leyó el mensaje de texto y empezó a teclear una respuesta.

—Es Jasón. Tengo que decirle que estás aquí; lleva buscándote todo el día —le confesó. El teléfono volvió a vibrar—. Es él —anunció mientras leía la pantalla—. Quiere que te retenga aquí. Está de camino.

—¡No! ¡Aún no estoy preparada para hablar con ningún miembro de la familia Delos! —exclamó Helena, retrocediendo varios pasos.

—Len, está muy preocupado por ti. Toda la familia lo está.

—Debo salir de aquí ahora mismo —tartamudeó Helena.

Se pasó una mano por el rostro y se volvió hacia la ventana.

—¿Dónde vas? —quiso saber Claire mientras intentaba bloquear el camino de Helena con el brazo estirado—. Le diré que se vaya, si eso es lo que quieres, pero tienes que asegurarme que estarás bien.

—Me voy a casa. Prométeme que no le permitirás seguirme, ¿de acuerdo?

Claire se lo juró y la abrazó con fuerza. Entonces Helena saltó por la ventana, cambiando de estado en el aire. Escuchó a su amiga soltar un grito ahogado mientras ella alzaba el vuelo. Un minuto más tarde, aterrizó en el jardín de su casa con la intención de subir directamente las escaleras y darse una ducha para entrar en calor.

Él la estaba esperando detrás de la puerta principal. La agarró por los pies y la arrojó al suelo sin tan siquiera molestarse en cerrar la puerta. De repente, todo se volvió negro. La oscuridad que reinaba en el vestíbulo era más tenebrosa que cualquier noche, que cualquier venda para los ojos o que cualquier habitación cerrada. Jamás había visto una penumbra tan absoluta. Estaba cubierta de una negrura que la desorientaba a la vez que la mareaba; tal opacidad la aisló momentáneamente del resto del mundo, de forma que Helena ni siquiera lograba recordar la distribución de la casa donde había crecido. ¿Dónde estaban las escaleras? ¿Y el mobiliario? No tenía la menor idea. Era como si se hubiera caído por un agujero negro.

Estaba tan pasmada que ni siquiera tuvo tiempo de girarse en el suelo antes de notar el peso de su agresor por detrás. El desconocido cogió la cabeza de la muchacha entre las manos y se dispuso a girarla ciento ochenta grados, para romperle el cuello. De inmediato, Helena le agarró por las muñecas y trató con todas sus fuerzas de apartar las manos de su agresor, pero él la tenía casi inmovilizada. Notaba cómo los músculos de su cuello se torcían peligrosamente y empezó a entrar en un estado de pánico por segunda vez en menos de una hora. Mientras pataleaba e intentaba soltarse de él, sintió que iba a morir a menos que hiciera algo. La idea de utilizar su talento con la electricidad le revolvió el estómago, pero sabía que no tenía elección.

Helena sintió que la corriente eléctrica nacía de sus entrañas. De forma natural, el torrente de electricidad emergería de su cuerpo y caería sobre el suelo formando un arco, así que todo lo que tenía que hacer era liberarlo. Desentrenada, la joven soltó el rayo y este se descargó sobre sus piernas inútilmente, provocándole varias convulsiones. Entre tanta desesperación consiguió reunir varios voltios en sus manos que, tras unos instantes, dejó escapar. La energía brincó de su piel y aterrizó sobre las muñecas del desconocido. Durante una milésima de segundo, un destello azul iluminó la habitación y la joven pudo avistar al extraño, que abrió los ojos de par en par, como si no pudiera salir de su asombro. De inmediato observó que le sacudían varios espasmos por la corriente eléctrica que había recibido y le oyó gritar a pleno pulmón mientras se electrocutaba.

Helena percibió el ya familiar olor a cabello chamuscado y ozono, como si este aroma fuera una tarjeta de visita de su pesadilla infantil. Tenía la sensación de que al descargar tal energía sobre su agresor, su cuerpo se había vaciado, dejándola tan indefensa como a un gatito. De repente, sintió que el descomunal cuerpo de su atacante pesaba más, haciéndose casi insoportable permanecer debajo de él. Sabía que tenía que escabullirse de allí antes de que se recuperara o las cosas se pondrían muy, pero que muy feas. Mientras el desconocido seguía agitándose, se las arregló para arrastrar medio cuerpo de allí debajo. Cuando una tenue luz se coló por la ranura de la puerta al fin pudo mirarle con claridad.

Aquellos rizos rubios y brillantes y ese cuerpo trabajado y musculoso eran de Héctor y, por un instante, temió haberle matado; quizá solo estaba tratando de enseñarle una lección. Se inclinó hacia él para comprobar si todavía respiraba. A tan solo unos milímetros de distancia y ambos sumidos en aquella penumbra otra vez absoluta, Helena se percató de que no era Héctor, sino Creonte, pero ya era demasiado tarde. En el mismo instante en que le reconoció, el joven abrió los ojos y la empujó hacia su pecho, con la intención de aplastarla como haría un oso.

Helena gritaba e intentaba oponerse, en vano. Alargó el brazo hacia el estómago para buscar una corriente eléctrica, pero todo lo que obtuvo fue una electricidad estática muy débil. Ya había descargado todo el voltaje acumulado en sus músculos. Liberar toda aquella energía la había dejado débil y vulnerable. No tenía fuerza en los brazos ni en las piernas, y su cuerpo entero se arrugaba bajo el ataque renovado de Creonte, como si fuera una bolsa de papel. El chico se dejó caer sobre ella, clavándola en el suelo mientras extraía un cuchillo de bronce de su cinturón.

—Qué lástima, preciosa. Eres la chica más hermosa que jamás he visto. Incluso demasiado perfecta para que te marquen —le gruñó al oído—. Pero la Atlántida es la prioridad.

Helena estiró el cuello en un intento de alejarse de los labios de Creonte. Unos escalofríos de angustia le recorrían el cuerpo. En ese instante, el chico se apartó de ella, alzó el cuchillo por encima de su cabeza con un gesto amenazador y, de repente, se detuvo. Por un momento creyó que no lo haría, pero entonces vio que su mirada se endurecía. Un segundo más tarde él clavó el cuchillo directamente sobre su corazón.

El puñal de Creonte se hizo añicos al rozar la piel de Helena y todos los trocitos de metal quedaron esparcidos por el suelo. Solo tuvo un segundo para asumir lo que acababa de suceder antes de que una patada en la cabeza le enviara volando a la otra punta de la habitación.

Lucas se abalanzó sobre Creonte con un gruñido y los dos se enzarzaron en una pelea tan rápida que Helena apenas podía distinguir sus manos mientras se movían. Se asestaban puñetazos, esquivaban las embestidas y se agarraban mutuamente; adoptaban posturas típicas de boxeo y movimientos de algún tipo de lucha que Helena desconocía, y que consistía en doblar las articulaciones en un ángulo imposible. La joven apenas tuvo tiempo de ponerse de rodillas cuando el combate llegó a su fin. Acorralado y todavía muy débil por la descarga eléctrica recibida, Creonte se ocultó bajo una sombra espeluznante e ipso facto se apresuró en huir de casa de Helena a toda prisa. Lucas lo persiguió hasta el jardín, pero después dio media vuelta y volvió a entrar en casa.

—¿Estás bien? —gritó Lucas.

—Sí, pero no puedo… —contestó Helena, que seguía algo atontada y tambaleante; volvió a caerse de bruces tras intentar por segunda vez ponerse en pie.

—¿Qué te ha hecho? —preguntó Lucas con un tono de voz que dejaba al descubierto su preocupación. Se dirigió hacia Helena e intentó ayudarla a mantener el equilibro mientras trataba de levantarse por sí sola—. ¿Tienes las piernas rotas? —interrogó tras observar que Helena volvía a perder el equilibro.

Lucas evaluaba los daños con ansiedad, pero no conseguía establecer un diagnóstico.

—No, yo solo… Héctor me dijo que utilizara la energía eléctrica para luchar y le hice caso, pero no funcionó como esperaba, o eso creo —farfulló. Estaba confundida y unos puntos negros le nublaban la visión.

—¿Por qué no puedes ponerte de pie? —preguntó Lucas al mismo tiempo que la ayudaba a mantenerse sobre sus pies una vez más.

Tras ver de nuevo el hermoso rostro de Lucas y percibir su ya inconfundible aroma mientras notaba sus manos sobre su endeble cuerpo, Helena sintió un pinchazo en el corazón. Notaba vagamente dónde estaba el suelo, pero le daba la impresión de que todo el universo se desplomaba bajo sus pies y de que era incapaz de mantenerse erguida. Estaba demasiado cansada. Sencillamente, no tenía energía para más esfuerzos. Necesitaba un descanso, y punto.

Lo siguiente que recordaba era el sabor de algo muy dulce sobre su lengua. Miel. Abrió los ojos al instante y descubrió que estaba sentada sobre la encimera de la cocina, con Lucas enfrente de ella, entre sus rodillas, sujetándole la cabeza hacia atrás mientras vertía maná de un pote de plástico.

—Aquí estás —susurró con una pequeña sonrisa cuando Helena le miró. La contemplaba con tanta ternura que la muchacha tuvo que recordarse a sí misma que Lucas no tenía ningún interés en ella. Por enésima vez se preguntó qué había sucedido para que se distanciara de tal forma.

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