Polthon Estreigerd era un hombre grande y violento que despreciaba la debilidad por encima de cualquier cosa. Proclamaba a todas horas que El Grande le había retirado su favor al permitir a su esposa engendrar un hijo así. Cuando estaba borracho, lo que sucedía con frecuencia, la acusaba de adulterio y la discusión solía terminar con su madre tendida en el suelo mientras su padre le propinaba unas bofetadas terribles. Drehaen se metía bajo su camastro en cuanto empezaban los gritos y desde allí observaba la escena con los ojos muy abiertos. En cuanto tuvo el tamaño suficiente para sobrevivir al impacto de una de las manazas de Polthon, pasó a compartir las palizas, que se fueron intensificando conforme fue creciendo.
A los once años empezó a recibir instrucción militar como miembro del Cuerpo de Alevines de la Guardia; allí conoció a Hígemtar Dashtalian, un niño de su misma edad que lo doblaba en estatura y corpulencia. Todos los chicos se burlaban de Drehaen; lo llamaban «soldada» y «alevina» cuando caía al suelo al ser incapaz de levantar una espada o llegaba el último en una carrera. Hígemtar era muy superior a los demás en cualquier disciplina pero en lugar de vanagloriarse siempre tenía una palabra de ánimo, un consejo o una mano tendida para ayudar a un compañero a levantarse.
La frecuencia con la que Drehaen necesitaba de ese apoyo hizo que los dos chicos forjasen una sólida amistad. Ambos tenían la necesidad de demostrar su valía a sus padres. Uno por la responsabilidad que entrañaba ser el heredero del Cónsul y el otro por reducir las constantes palizas que recibía.
Al cumplir los doce años Drehaen Estreigerd creció por fin. En apenas unos meses alcanzó en estatura a casi todos sus compañeros y el duro entrenamiento se tradujo en un cuerpo fibroso y musculado. Hígemtar lo llevaba al palacio en ocasiones y recibía lecciones privadas del Maestro de armas Zurkugue. Como resultado superó a todos en todo y fue incluido en el Cuerpo de Cadetes con un año y medio menos de lo requerido. Ese mismo día mató a su padre.
Cuando regresó a su casa dispuesto a dar la gran noticia encontró a su madre tendida en el suelo. Tenía el pelo revuelto, el rostro tumefacto y un labio partido que sangraba en abundancia. Desperdigados a su alrededor se veían largos mechones de su cabello. Polthon estaba sentado en su enorme silla de roble, con una jarra llena de vino en una mano y un puñado de pelo de su esposa en la otra.
Todo sucedió tan rápido que los únicos recuerdos que conservaba eran imágenes inconexas. En la primera veía a su padre, que lo señalaba con la jarra mientras le espetaba «¡Sucio bastardo!» entre ebrias carcajadas. En la siguiente aparecía mirándole con los ojos muy abiertos; por su jubón se deslizaba un reguero de sangre que manaba de un tajo en su cuello de toro. En la última, la hoja de una espada descendía una y otra vez sobre el reposabrazos de la silla, donde la mano abierta de Polthon dejaba caer largos y finos cabellos rubios que se suspendían del aire y caían al suelo despacio, flotando. El resto se confundía entre los gritos de su madre, las imprecaciones de los soldados, las paredes grises del calabozo del cuartel y el rostro de Hígemtar Dashtalian diciéndole: «Te sacaré de aquí».
Se argumentó que el chico defendía a su madre y fue puesto en libertad sin juicio previo. Todos sabían que Polthon pegaba con frecuencia a su esposa y algo así se veía venir. Los rumores hablaban de manos seccionadas, colocadas una sobre otra a los pies del cadáver. A Polthon lo enterraron con los guanteletes de acero puestos, como dictaba el protocolo; lo que había en realidad bajo ellos nunca se supo.
Cuando Drehaen cumplió los quince años su madre le confirmó que era un bastardo. A la muy zorra se la follaba un mercader de vinos del Distrito de los Comerciantes y una vez cumplido el luto perentorio, pretendía desposarse con ella. Se lo presentó una tarde, en su propia casa. Lo encontró sentado en la misma silla en la que había matado a Polthon tres años antes.
En cuanto vio a aquel puerco no tuvo dudas. Era un hombrecillo delgado, con el cabello rubio y anegado por la calvicie. Le sonreía e incluso tuvo la desfachatez de llamarlo «hijo mío». No bien hubo dicho esto, Drehaen le desgarró el vientre y lo golpeó con su espada hasta que quedó reducido a un amasijo de sangre, huesos y vísceras.
Aquellas imágenes sí las recordaba con detalle; su memoria las retenía y desfilaban por su mente a diario. Toda la basura que mutilaba o mandaba torturar tenía el rostro de su verdadero padre. Todas las putas que golpeaba eran iguales que su madre. No sabía de ella desde hacía mucho tiempo; ignoraba si aún vivía. La ingresaron en La Casa de los Locos completamente enajenada. Las dos ocasiones en las que fue a verla le escupió, trató de agredirle y lo llamó monstruo. Eso decían de él a sus espaldas, que era un monstruo. Se compadecía de todos aquellos que no eran capaces de ver más allá de la niebla espesa y pestilente que cubría sus ojos.
Monstruos. Él los había visto. Los reconocía al instante, los perseguía y los aniquilaba. En toda su vida, los únicos no humanos que había conocido eran los gottren, poco más que animales, y el demonio Zighslaag, que estaba encerrado en su mazmorra desde mucho antes de que la raza humana pisase la faz del Continente; ninguno de ellos era responsable de la orgía de vicios, degeneración y deshonor en que se había convertido el mundo. El Emperador sí y pronto lo iba a pagar. Él y todos los que le apoyaban por codicia, por ignorancia o por simple maldad.
El caballo se detuvo al llegar a la pequeña colina donde estaba el puesto de mando. A lo lejos, una horda de miles de sherekag dominaba el horizonte. Sus tambores de guerra resonaban en todo el valle con el repiqueteo sistemático de la muerte.
—Ahí llegan —dijo un Teniente—. Son millares, Mariscal.
—Diez mil, si traen todos los efectivos que prometieron —respondió Estreigerd mientras oteaba con la mano sobre las cejas.
En cabeza cabalgaba el único jinete. Portaba un gran estandarte negro en el que había pintado un símbolo, indescifrable desde la distancia. Se podía apreciar que era menos corpulento que el resto y el Mariscal supuso que sería la Jefa Dehakha. Los sherekag no cabalgaban; los caballos se negaban a llevarlos y preferían morir antes que hacerlo. El hecho de que se presentase montada era muy revelador de la valía de aquella guerrera.
—Espero que esos monstruos cumplan con su compromiso —dijo el Teniente con preocupación.
Estreigerd no le respondió. «Qué sabrás tú de monstruos», pensó. Por instinto se llevó la mano a la cicatriz que le recorría el rostro; le seguía doliendo y de vez en cuando aún sangraba.
Palacio del Emperador, Ciudad Imperio
—Lleva dos días en la cama con las hijas del jefe de establos —dijo el Comandante Hovendrell—. Ha pedido que le sirvan codornices asadas, fruta y más vino; podemos suponer que no abandonará sus habitaciones al menos hasta mañana.
—Bien —afirmó la Emperatriz—. De todos modos dudo que recuerde nada de este asunto; conoce los nombres de todos los luchadores de la Competición a partir del nivel dos pero ignora cómo se llama el jefe de su escolta. Creo que ni siquiera recuerda que vuestro padre falleció hace unos meses, Barón de Váryd —añadió mirando al joven que se sentaba junto a ella.
—Es intolerable —intervino un anciano de trenzada barba gris—. Supera a su propio padre en irresponsabilidad y estulticia. Es indigno del trono. El más indigno de todos.
—La estirpe de los Conquistadores es fuerte. Si se cumple la tradición, morirá muy anciano y completamente borracho; como su padre y como su abuelo —respondió Zeleia—. A no ser, Ministro Vindress, que los aquí presentes actuemos.
—Hágase la voluntad del Grande, en cualquier caso —zanjó el anciano.
En el despacho del Comandante Hovendrell, la Emperatriz celebraba una reunión clandestina con parte del Consejo de Nobles. El Alto Padre Vindress, Ministro Supremo del Culto al Grande, asistía de modo excepcional. Los intereses de todos ellos confluían en un punto muy concreto pero ninguno pensaba ser el primero en descubrir sus cartas.
—Intuyo que la no presencia del Barón de Vrauss y de vuestro padre, el Barón de Alssier, implica que no darán su aprobación a lo que aquí vamos a tratar, Alteza —intervino un hombre grueso de bigotes canosos.
—Vrauss es el compañero de juergas de Belvann, además de un completo inútil, Barón de Fedyen. Y mi padre jamás dará un solo paso en contra de la voluntad de su amado yerno. Ya es demasiado viejo y no razona con claridad; se siente parte del linaje de Los Conquistadores. Mis hermanos, por su parte, sólo piensan en cazar y beber. Se opondrán por mera estupidez pero no deben preocuparnos en exceso.
—Decidnos pues cual es la situación, Alteza —terció un hombre alto y cargado de hombros, el único de todos que permanecía en pie.
—Poco más puedo añadir a lo ya expuesto en el Consejo, Barón de Lásker, pero el Ministro Vindress posee información privilegiada. —Zeleia se quedó mirando al sacerdote y lo invitó a hablar con un gesto.
Vindress se tomó unos instantes antes de exponer lo que sabía ante los nobles. Aunque la Emperatriz estaba al corriente de todo, delegaba en él la responsabilidad de transmitirlo. Como a cualquier hombre poderoso, le incomodaba que lo manipulasen.
—Húguet Dashtalian tiene intención de deponer al Emperador —dijo finalmente—. Lo ha puesto en conocimiento del Culto; quiere nuestro apoyo si triunfa en su empresa.
—Por El Grande que es ambicioso, ese Dashtalian —intervino el Barón de Váryd; fingía sorpresa aunque desde su posición de amante de la Emperatriz conocía todos los detalles.
—Ambicioso y también inconsciente. —El Barón de Lásker apoyó su espalda encorvada contra una columna—. Ni con treinta mil hombres podría cruzar Paso de Tiro. Debe de haberse vuelto loco.
—¿Vos que opináis, Hovendrell? —inquirió el bigotudo Barón de Fedyen.
—Los diez mil hombres que tiene apostados en la frontera no son suficientes, desde luego, pero sabemos que cuenta con el respaldo de los prevalianos.
—¿De todos? —preguntó Lásker.
—Los Señores de la Guerra han unido fuerzas bajo el estandarte de Barr —continuó Hovendrell—. De cualquier manera siguen sin ser suficientes para asaltar Paso de Tiro, pero si se desvían al oeste pueden invadir Rex-Callantia con muchas posibilidades de éxito.
—Siempre y cuando no movilicemos a los Gloriosos y las tropas de Dérigan Hofften no acudan en auxilio de los callantianos —afirmó el joven Barón de Váryd—. Hofften ha mostrado su repulsa hacia el Emperador en repetidas ocasiones pero es un hombre de honor. Si se les avisa, los higurnianos cruzarán las Aguas del Oeste y apoyaran a Rex-Callantia. Los Gloriosos aplastarán a Dashtalian por la retaguardia y en unos meses esta absurda rebelión pasará a la historia como una anécdota fútil —concluyó mirando con altivez a los presentes.
La única respuesta que obtuvo fueron miradas de condescendencia. El Barón de Lásker incluso sonreía, divertido.
—Vos no conocéis a Húguet Dashtalian —dijo el Comandante Hovendrell—. Si no ha previsto esa reacción por nuestra parte es que realmente ha perdido la razón, como dice Lásker.
—Según me comunica el Ministro Jerre, está totalmente seguro de que logrará su objetivo y no parece haber perdido un ápice de cordura —apostilló el Alto Padre Vindress mientras toqueteaba su barba.
—No podemos saber con seguridad lo que trama. Es un hombre complejo y muy inteligente —intervino el Barón de Fedyen—. ¿El Cónsul Góller no podría facilitarnos más información? ¿Apoya abiertamente a Dashtalian?
—Las últimas noticias que tenemos de Rex-Preval dicen que los Señores de la Guerra han firmado una alianza y que Dashtalian contribuyó activamente en el proceso —repuso Hovendrell—. En mi opinión, Góller está con él; no le queda otro remedio. Es un hombre de paja y su Consulado siempre ha sido una quimera.
—Yo tengo mis propias fuentes y me dicen que se han avistado tropas sherekag en Rex-Drebanin —dijo el Barón de Váryd con orgullo—. Quizás esto no sea más que una campaña para exterminar a esas criaturas; es inconcebible invadir nada si en tu propia casa se pasean los sherekag con libertad.
—¿No has escuchado nada de lo que nos ha revelado el Alto Padre? —le espetó irritada la Emperatriz. La estupidez del joven la exasperaba hasta el extremo de dirigirse a él en público sin asomo de protocolo; todos los presentes sabían que se acostaban juntos, a fin de cuentas.
—Es cierto que se han visto sherekag fuera de los bosques; cientos de ellos. Quizá tengan un papel en todo esto y también apoyen a Dashtalian —afirmó Hovendrell.
—Unos centenares de sherekag mercenarios no cambian nada por mucho oro que les haya ofrecido Húguet; oro, o lo que sea que codicien esas bestias. —El Barón de Fedyen repiqueteaba con los dedos sobre la mesa.
—No me cabe duda de que nuestra amada Emperatriz tiene algo que decir al respecto —sonrió con cinismo el Barón de Lásker—. Os ruego, Alteza, que compartáis con nosotros vuestra postura y pongáis fin a tantas especulaciones.
—Para eso os he convocado. —Zeleia se puso en pie—. He de daros una noticia que ignora el resto del Consejo, incluida mi propia familia y por supuesto mí esposo. Estoy embarazada y la semilla es de Belvann.
Todos miraron al Barón de Váryd, que bajó la vista, abochornado.
—Es de Belvann, podéis creerme —zanjó la Emperatriz.
—Tenemos un heredero, al fin —apostilló Lásker—. Continuad Alteza, por favor; la revelación me llena de gozo pero al mismo tiempo me intriga en demasía.
—La línea de sangre de los Conquistadores tiene asegurada su continuidad —prosiguió Zeleia—. De nosotros depende que siga hundiéndose en la mierda o retome su antigua magnificencia.
—El Grande sabe que la noticia es una bendición, Alteza —terció el Ministro Vindress—. Pero habláis de un niño que todavía no ha nacido. O de una niña…
—Nacerá en la próxima Estación del Frío —garantizó la Emperatriz—. Nunca un heredero al trono ha nacido muerto o mujer y yo soy fuerte. Belvann VII está en camino y propongo que aprovechemos la iniciativa de Dashtalian para despejarlo de obstáculos.
Lásker y Fedyen intercambiaron una mirada mientras Váryd torcía el gesto con desagrado. El Alto Padre Vindress se mantuvo en silencio.
—Voy a apoyar al Cónsul de Rex-Drebanin —sentenció Zeleia—. He enviado un mensajero a Vardanire para transmitirle a Húguet que parte del Consejo y la misma Emperatriz comparten sus deseos de derrocar al Emperador.