Presagios y grietas (41 page)

Read Presagios y grietas Online

Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

BOOK: Presagios y grietas
13.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

De sus cintos pendían unos machetes del tamaño de pequeñas espadas; portaban a la espalda grandes escudos redondos también ribeteados con pieles y una especie de mazas con cabeza de hierro rematadas por una afilada punta de lanza.

Herdi pensó que en combate cuerpo a cuerpo aquellos seis gigantes hubiesen despachado a los veinte guardias sin mucha dificultad, pero no iba a ser el caso. El enano sabía por experiencia propia que los combates honorables y los humanos rara vez se podían incluir en la misma frase.

El más bajo (o el menos alto) de los Hombres del hielo se adelantó unos pasos para inspeccionar el muelle. No llevaba barba y parecía muy joven pero su casco coronado por la cabeza de un gran felino lo destacaba como el líder del grupo.

—¡Disparad! —gritó una voz nerviosa.

Los soldados parapetados tras los cajones tensaron sus arcos y lanzaron una descarga de flechas sobre los desprevenidos urdhonianos. Dos de ellos cayeron al suelo atravesados por varias de las saetas.

—¡Cubríos! —ordenó el joven de la cabeza de felino.

Los restantes se agazaparon, desligaron sus escudos a gran velocidad y se cubrieron con ellos mientras asían con la otra mano sus mazas de guerra.

El joven líder se lanzó contra los asaltantes profiriendo terribles gritos. Con la embestida de su escudo derribó a dos de ellos y estrelló su maza contra el yelmo de un tercero. El soldado se tambaleó hacía la derecha mientras su cuello se inclinaba hacia la izquierda para finalmente caer de bruces.

Los urdhonianos combatían como osos salvajes; lanzaban poderosos golpes que destrozaban todo aquello que encontraban en su trayectoria, pero con cada ataque quedaban a merced de los cinco arqueros que seguían disparando desde la distancia. Un gigante con cuatro flechas clavadas en las piernas emitió un rugido aterrador y les lanzó su maza puntiaguda. La formidable arma surcó el aire como una jabalina para clavarse en el pecho de uno de ellos, que murió intentando desprender aquel pedazo de acero. El urdhoniano cayó abatido por dos flechas más que le traspasaron cuello y abdomen.

—¡Esto es una masacre! —exclamó Willia—. ¿No pensáis ayudarles, por toda La Creación?

Pero de inmediato constató que en la cubierta sólo quedaban Adalma y Gia. Los cuatro hombres corrían a través del muelle en dirección a la lucha encabezados por el enano, que enarbolaba su pico y gritaba con todas sus fuerzas.

—¡Por La Cantera! ¡Por el Capataz Brani! ¡Por Gorontherk!

—¡Los arqueros! —ordenó Berd mientras desgarraba con su espada el costado de uno de los soldados—. ¡Acabad con los arqueros!

El líder urdhoniano se sorprendió por la inesperada intervención de aquellos extraños, pero obedeció la orden de Berd y corrió en dirección a los tiradores encorvándose mientras interponía el gran escudo entre las saetas y su cuerpo. A su lado Levrassac avanzaba en zigzag, saltando y esquivando los proyectiles con una habilidad sorprendente. Algunos atravesaron su capa pero ninguno logró impactar contra su cuerpo. En cuanto vieron que los dos guerreros alcanzaban su posición los asaltantes tiraron los arcos, pero sólo uno desenvainó su espada; los demás empezaron a correr. El valiente que decidió combatir cayó muerto, con la cara destrozada merced a un mazazo del joven urdhoniano. Levrassac salió corriendo tras los otros tres y desapareció en la oscuridad a grandes zancadas.

El mangual de Hanedugue terminó con el último de los soldados y el silencio volvió a reinar en el puerto. Algunos vecinos se habían asomado alertados por el escándalo pero cerraron los postigos en cuanto Berd levantó la cabeza y empezó a inspeccionar una por una todas las ventanas. Al otro extremo del muelle se veía a un grupo de marineros que sin duda habían presenciado toda la escena pero no osaban dar un paso adelante.

—¿Qué te parece, Capitán? —Hanedugue resollaba y reía a la vez—. Creo que tendremos que tachar Puertociudad de nuestra ruta por una buena temporada.

Weiff no respondió; miraba su cimitarra cubierta de sangre y el muelle sembrado de cadáveres con expresión confundida.

—¡Ah, por Gorontherk! Me siento totalmente recuperado —dijo Herdi mientras desclavaba su pico del estómago de uno de los guardias.

El joven líder urdhoniano contemplaba en silencio el cuerpo de uno de sus guerreros. Los cinco habían caído atravesados por las flechas. Berd envainó su espada y se le acercó.

—Soy Berdhanir Bahéried, Pretor de la Guardia de los Custodios.

Hanedugue empezó a reírse mientras Weiff miraba incrédulo al hombre que les había contratado ¿Pretor? ¿Custodios? ¿En qué demonios se habían metido?

El joven se irguió con una mueca de dolor; tenía una flecha clavada en el hombro. Cuando se despojó del yelmo, una cascada de cabellos de un blanco níveo fluyó hasta la mitad de su espalda.

—Soy Haidornae, hija del Gran Jefe Umard. —La guerrera miró a Berd con unos ojos de iris rosado, casi transparente—. Os estaré eternamente agradecida por la ayuda que me habéis prestado.

—Menuda moza, ¿eh, Capitán? —comentó Hanedugue en voz baja.

Weiff seguía sin pronunciar palabra. La situación empezaba a superarlo por completo; decidió acomodar sus posaderas sobre un bolardo y atender a lo que allí se decía con la esperanza de que algo le confirmase que no se había vuelto loco de repente.

—Partimos de Urdhon con una petición de ayuda pero encontramos un recibimiento idéntico a éste en Puerto de las Cumbres y en Puertoimperio —dijo Haidornae—. Estos cinco valientes son todo lo que queda de mi tripulación. Lo que quedaba, mejor dicho —añadió con gravedad.

—¿Y a quién va dirigida esa petición? —susurró Levrassac, que en ese instante emergía de la oscuridad; por su espada chorreaban gotas de sangre.

La guerrera observó con curiosidad al altísimo asesino.

—¿Eres urdhoniano? —inquirió.

—No. —Levrassac parecía incomodo—. Responde a mi pregunta, por favor.

—El Cónsul Dashtalian es amigo de mi padre y pensaba entregarle a él la misiva. —Haidornae le dio una patada a uno de los cadáveres—. Estos hombres pertenecían a su guardia… ¿no?

—El Cónsul es quien ha ordenado abatir cualquier embarcación que provenga de Urdhon —respondió Levrassac—. O al menos es lo que confesó el último de esos perros antes de morir.

—Entonces no nos quedan aliados. Debo regresar cuanto antes con los míos y rezar a la Hacedora porque demos con el modo de contener a esas… cosas.

—Se oyen rumores en todos los puertos. —Esta vez Hanedugue no sonreía—. Dicen que algo terrible está sucediendo más allá del hielo.

—Mi pueblo está sumido en las sombras. No sabemos de dónde salieron ni qué es lo que persiguen pero aldeas enteras han caído y no podemos frenar su avance. Mi padre envió a mi hermano Svénirard al Continente con un mensaje pidiendo ayuda al Emperador. Hace ya más de un año de su partida y no hemos tenido noticias suyas. —La urdhoniana hizo una pausa y tras mirar un momento al cielo prosiguió con su relato—. Las relaciones de mi pueblo con los higurnianos no son buenas y nos atacaron en cuanto avistaron nuestro barco. No esperaba lo sucedido en Puertoimperio; allí nos emboscaron lo que parecían mercenarios. Tras perder a más de la mitad de nuestros compañeros decidimos dirigirnos hacia aquí y ahora sólo quedo yo —concluyó con tristeza.

—Las Fuerzas Primordiales hacen confluir nuestros caminos —dijo una voz infantil.

Gia estaba encaramada sobre la verga de trinquete del Cuchillo y la luna resplandecía reflejada en sus ojos. Ante la sorpresa de todos saltó.

—¡No, por todos los demonios! —gritó Weiff.

La niña fue descendiendo despacio, como si unos hilos invisibles la sostuviesen del firmamento y aterrizó con suavidad sobre el muelle. Caminó hacía la urdhoniana, la tomó de la mano y cerró los ojos. La flecha que tenía alojada en el hombro se desprendió y cayó al suelo mientras le herida se cerraba hasta quedar totalmente cicatrizada.

—Soy la Hermana Gia, de Alhawan. Debes acompañarnos en nuestro viaje, hija de Umard. El mal que acecha a tu pueblo y el que nosotros perseguimos proceden de la misma fuente.

Berd, Herdi y Levrassac miraron a la Nar con desconcierto.

—¿A qué te refieres, Hermana? —preguntó el Pretor.

—Las sombras que se ciernen sobre Urdhon temo que sean los seres que Véller describió en la carta que hizo llegar al Consejo de Iguales.

—¡Bueno, ya basta! —bramó Weiff; todas las miradas se centraron en él.

Mientras se limpiaba la sangre que le manchaba parte del rostro, el Capitán les espetó sin poder contenerse:

—¡Pretores, asesinos, princesas, enanos, gigantes y niñas voladoras! ¡Por todos los demonios! ¿Ninguno de vosotros sabe tripular un barco?

Orillas del Río Ansher, Bádervin

—Te complacerá la sorpresa que te tengo preparada, Mariscal —se jactó Rodl Ragantire.

El Intendente de Bádervin sacaba brillo a uno de sus guanteletes de acero con un pañuelo de seda. Había decidido intervenir personalmente en la invasión de Rex-Callantia y para ello se había equipado con la armadura familiar; cualquier otro hombre que vistiese aquella indumentaria hubiese parecido un héroe de leyenda, pero Rodl parecía exactamente lo que era: un petimetre acorazado.

Drehaen Estreigerd lo miró con repulsión. Él comandaba aquel ejército y esperaba que la presencia de Ragantire fuese testimonial; como intentase dar órdenes o interfiriese lo más mínimo en la gestión de las tropas le propinaría una patada en su acorazado trasero y lo mandaría de vuelta a su castillo.

En aquel instante los dos cabalgaban a través del sinfín de tiendas, fogatas y carromatos que formaban el campamento. A su alrededor, miles de soldados afilaban las armas, se batían entre ellos, cepillaban sus uniformes o jugaban a los dados a la espera de que sus oficiales dieran la orden de ponerse en marcha. Estaban presentes los regimientos de todo Rex-Drebanin pero salvo Ragantire y Kurt Blaydering, el veterano militar que gobernaba Shoala, el resto de Intendentes se habían quedado en sus castillos. No pondrían en conocimiento de la población que se había declarado la guerra, aunque la movilización de las últimas semanas era evidente hasta para los ciegos. La vida en la provincia seguiría su curso mientras sus ejércitos invadían la vecina Rex-Callantia.

—Aquí lo tienes, amigo Drehaen —dijo Ragantire.

Frente a ellos se alzaba una encina inmensa. Atado a su tronco, un hombre languidecía con la ropa desgarrada y la cabeza gacha; era evidente que le habían dado una paliza. Entre los jirones de su peto podía verse el símbolo de una mano que se cernía sobre un pequeño mapa del Continente. El escudo del Emperador.

—¿Quién eres? —le preguntó Estreigerd.

Sin darle tiempo a responder, uno de los guardias le propinó un puntapié en la barbilla que le hizo escupir sangre.

—¡Contesta al Mariscal, puerco!

—Soy… el Sargento Miles Beyd… Segundo regimiento de los Gloriosos Devastadores… —farfulló el cautivo.

Tenía los ojos amoratados y no podía abrir los párpados. El bulto que le deformaba el rostro indicaba que le habían roto la mandíbula.

—El cabrón se resistió cuando lo interceptamos ¡Vaya si se resistió! Acabó con seis de mis hombres antes de que pudiéramos agarrarlo —comentó Ragantire con una sonrisa viscosa.

—¿Y su montura? —inquirió Estreigerd.

Rodl lo miró sin comprender.

—¿Y su puto caballo? —repitió el Mariscal, irritado.

—Huyó, Señor —repuso al fin el soldado que lo custodiaba—. Esa bestia tenía más entendederas que su dueño. En cuanto nos vio aparecer salió al galope como si la persiguiesen los demonios.

El soldado sonrió con estupidez; de haber estado más cerca, Drehaen lo hubiese degollado en ese mismo instante.

—Eeem… Llevaba esto encima. —Rodl le tendió un pergamino lacrado.

El Mariscal constató que la lacra estaba rota y se había intentado disimular con posterioridad; sin decir palabra desenrolló el pergamino y lo leyó.

—Vaya, de la Emperatriz en persona.

—¿Qué dice, si no es indiscreción? —preguntó Ragantire.

Estreigerd alzó la vista y la clavó en los ojos de su interlocutor. Le resultaba imposible disimular su repulsa hacía aquel individuo.

—Lo has leído, Rodl. No me tomes por un estúpido.

—Debía asegurarme de que no iba dirigido a algún traidor… El soldado no nos reveló el destinatario y…

—¡Sargento Hassard! —El Mariscal se desentendió del parloteo—. Lleva este mensaje a Vardanire y entrégaselo al Cónsul personalmente. Sal ahora mismo; te quiero de vuelta en dos días.

El sargento salió disparado; un caballo moriría en aquel viaje y aún así no sabía si podría regresar a tiempo. Ragantire adelantó su corcel para ponerse frente a Estreigerd, que le daba la espalda delante de todos sus hombres.

—En cuanto al prisionero, había pensado colgarlo de este mismo árbol. Esa rama será perfecta —dijo señalando hacia arriba.

Sin prestar la más mínima atención a la sugerencia, Estreigerd desmontó, desenvainó su mandoble y atravesó el pecho del cautivo de una certera estocada. El Sargento Beyd murió de inmediato.

—¡Este hombre era un guerrero! —rugió mirando a todos con desprecio—. ¡Un valiente que valía por seis, siete o quizás más de vosotros! ¡No se trata a un hombre así como a un perro! ¡Dadle una digna sepultura!

Ragantire iba a decir algo pero el Mariscal volvió a montar y se marchó de allí al galope. Mientras cabalgaba hacia donde estaban apostadas sus tropas iba pensando en el esfuerzo que implicaba llevar una existencia digna y honorable. Un esfuerzo que desechaban la mayoría de los hombres y la práctica totalidad de las mujeres. El mundo estaba repleto de escoria indigna como aquella soldadesca de Bádervin o como los centenares de putas y ladrones que abarrotaban el Distrito de las Ratoneras. La misma Emperatriz no era más que una zorra traicionera, dispuesta a conspirar contra su propio esposo en cuanto aparecía en el horizonte un indicio de peligro. Todo estaba repleto de basura sin honor; no merecían otra cosa que morir aplastados como cucarachas.

Drehaen nació en los barracones de la Guardia del Consulado ya que su padre formaba parte de la escolta personal del Cónsul. Era menudo y enclenque, más pequeño que cualquiera de los niños de su edad que correteaban por los cuarteles; hasta que no cumplió los diez años muchos lo confundían con una niña. Había heredado todo de su madre, desde sus ojos azules hasta su hermosa cabellera rubia. Su padre era moreno, velludo, de tez cetrina y rasgos duros pero Drehaen poseía un rostro terso, de facciones casi femeninas.

Other books

Edge of Desire by Rhyannon Byrd
The Second World War by Keegan, John
La Estrella de los Elfos by Margaret Weis, Tracy Hickman
Every Second Counts by D. Jackson Leigh
Finding Camlann by Pidgeon, Sean
Misbehaving by Tiffany Reisz
Suede to Rest by Diane Vallere