Presagios y grietas (36 page)

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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

BOOK: Presagios y grietas
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—Responde, ¿por qué me ayudas? —insistió Willia.

—Ya me hiciste esa pregunta. Creo recordar que te di una respuesta.

—Me dijiste que el Capitán Estreigerd me buscaba para matarme y que no estaría segura en la ciudad. Eso no es una respuesta. —No pensaba darse por vencida esta vez.

Levrassac volvió a sentarse en la misma posición en la que estaba. Levantó los brazos y recostó la cabeza sobre las manos al tiempo que entornaba los ojos con expresión hastiada.

—Si crees que mereces morir, aún estas a tiempo de regresar —le espetó torciendo su sonrisa—. Seguro que el rubio se alegra mucho de verte.

Willia iba a continuar insistiendo cuando Berd, Adalma y Gia entraron en la habitación. Hubiese jurado que en las palabras que les dirigió Levrassac había cierto tono de alivio.

—¡Pretor! ¿Hemos encontrado al fin un barco? ¿O tendremos que ir a nado hasta Puerto de las Cumbres?

El sarcasmo hizo que Berd frunciera el ceño. Llevaba dos días buscando en vano. Según le habían dicho, más de la mitad de las embarcaciones que atracaban en Puertociudad estaban en paradero desconocido. La flota de pesqueros y mercantes de Lóther Meleister debía permanecer anclada en Juttne porque hacía días que ninguno era visto por allí. Los escasos barcos disponibles iban a rebosar de mercancías y no tenían espacio para seis pasajeros.

—Esta tarde he de reunirme con unos tipos que quizá nos puedan embarcar —respondió—. Pero no os hagáis demasiadas ilusiones. Las posadas están a rebosar de marinos sin barco y los pocos que zarpan se dirigen a las costas callantianas para hacer la ruta de las especias y el marfil. Hasta los pescadores alquilan sus esquifes para el transporte. Por lo visto, más de medio centenar de mercantes deberían estar aquí y no están.

—La flota de tu amigo Lóther —murmuró Levrassac sin abrir los ojos.

Willia se quedó mirando la figura apoltronada del mercenario con una mezcla de indignación y curiosidad. El tono de su voz nunca variaba un ápice, así hablase de cómo cocinar una perdiz o de cómo quitarle la vida a un hombre, pero en ese momento la prostituta creía detectar una alteración leve, apenas perceptible. En aquella frase había sin duda una gran dosis de ironía, pero también algo más… ¿Celos?

—De todos modos esos dos no me inspiran ninguna confianza —intervino Adalma—. Tienen un aspecto horrible.

—Probablemente sean contrabandistas —dijo Berd—. Eso nos beneficiaría, teniendo en cuenta que somos prófugos. Además, nuestro amigo enano no es una compañía demasiado discreta.

Cuando el grupo llegó a Puertociudad, Gia hubo de usar su poder para persuadir a los guardias de que les dejasen pasar. Tenían orden de prender de inmediato a todos los enanos que fuesen vistos. Berd tuvo que transportar al inconsciente Herdi sobre su espalda, oculto en el interior de un saco.

Según se dijo a la población, las tropas del Consulado lograron sofocar una revuelta de aquellos seres, que se habían declarado enemigos del Imperio y planeaban un ataque a gran escala con intención de conquistar Rex-Drebanin. Pese a lo absurdo y descabellado de la historia, la mayoría de drebanianos la creyeron a pies juntillas. Siempre habían desconfiado de los enanos; quién sabía que maldades podrían tramar enterrados bajo aquella montaña y acumulando tesoros codiciosamente.

—Por cierto, ¿cómo está? —se interesó Adalma.

—Mejor. Ya no tiene tantas pesadillas y de vez en cuando habla —respondió Willia—. Ya lo he puesto al corriente de lo sucedido a su pueblo. Se entristeció mucho, pero mantuvo la calma. Ahora mismo está dormido.

—Sólo un Erk podría recobrarse de esas heridas —terció Gia—. Caminó sin descanso durante días, perdiendo cantidades ingentes de sangre. Ningún humano hubiese sobrevivido a esa prueba.

—¿Y un Nar sí, Hermana? —inquirió Levrassac desde el rincón.

Gia miró al mercenario con aquella expresión de rabia que le resultaba tan graciosa a Berd; le recordaba a su hijo. Cuando era pequeño solía levantar en alto alguno de sus juguetes y el niño saltaba intentando cogerlo. Al final desistía, se cruzaba de brazos y esbozaba la misma carita de enfado que mostraba la Nar en aquel instante.

Sonrió amargamente cuando reparó en la ternura con la que su esposa la miraba. No hacía tanto que Leith correteaba por su pequeña casa en el Distrito de los Segadores mientras ella lo perseguía con una pastilla de jabón en la mano… O quizá hiciese más tiempo del que le parecía. En las últimas semanas su vida había experimentado un cambio sólo comparable al que supuso su llegada a Vardanire, hacía de eso más de veinte años. Entonces cambió la disciplina de la Orden por el cuerpo cálido de Adalma, la confortable lumbre de su hogar y la risa alegre de su hijo. En esta ocasión cambiaba todo aquello por el dolor, la rabia y la incertidumbre.

Si la suerte se decidía por fin a acompañarles, aquel marino malencarado los llevaría a Rex-Higurn. Los enanos de La Cantera de Sófolni acogerían a Herdi y ellos proseguirían su viaje hacia las montañas de Thodien, a lo más alto del Monte Custodio, donde se ubicaba el Templo de la Orden. Allí encontrarían refugio y su esposa daría a luz sin contratiempos. Al amparo de sus muros pondrían en común con los Maestros los funestos acontecimientos que se habían desencadenado sin que él hubiese sido capaz de advertirlo. Tras más de ochocientos años, el Pueblo Antiguo regresaba al Continente personificado en aquella niña milenaria. Se avecinaba un cambio, el fin de algo y el principio de otra cosa. No una metamorfosis, ni un reciclaje, ni una evolución. Algo nuevo y primitivo a la vez. Algo insólito, terrible.

17. Así es y así será

Consulado Imperial, Vardanire

Lehelia Dashtalian anudó su cabellera en una coleta y tomó asiento. No era la primera vez que se acomodaba tras el escritorio de su padre pero hasta entonces siempre lo había hecho a escondidas. En un futuro, cada vez menos lejano, se sentaría allí por derecho propio.

El Cónsul había tenido que ausentarse pero no quiso que la reunión se pospusiera. Su hija estaba al corriente de todo y sería la encargada de ultimar los detalles. Porcius Dashtalian, Drehaen Estreigerd y Vlad Fesserite se sentaban frente a ella; al fondo de la habitación, apoyado contra una de las estanterías, el guardaespaldas Dahengue aguardaba silencioso como un gato. Desde su pintura, la mirada de Arbbas Dashtalian los escrutaba a todos con una frialdad impasible.

—¿Entonces está todo dispuesto en Rex-Preval, tío Vlad? —inquirió Lehelia.

—Eso parece; estimo que los barcos llegarán con las últimas luces de esta jornada, quizá con las primeras de la de mañana. Parte de la horda espera en Dahaun al mando de la Jefa Dehakha; llegado el momento se unirán a nuestras tropas. El resto embarcarán junto a los prevalianos. Por cierto, debo recalcar que el joven Barr posee mucho talento, tal como sostiene tu padre. Un hombre magnífico… magnífico —repitió Fesserite mientras sonreía a la dama con ambigüedad.

Lehelia fijó su mirada en la del anciano con una rabia que apenas podía contener. Al parecer empezaba a ser un secreto a voces que Húguet pretendía desposarla con aquel Señor de la Guerra. Se tranquilizó un poco cuando reparó que ni Estreigerd ni su hermano parecían estar al tanto.

—Es todo un líder guerrero —comentó fríamente—. Las huestes de Rex-Preval con él como Comandante conforman una máquina implacable de destrucción. Si tus sherekag se comportan con un mínimo de disciplina, el ejército que desembarcará en Rex-Higurn arrasará todo a su paso.

—Comparto tu… confianza en las capacidades del sobrino de Hégar —expuso Fesserite—. Y no debes preocuparte por los sherekag; seguirán a su Caudillo hasta el final. Sólo la muerte de Chumkha podría presentar alguna dificultad y veo muy complicado que alguien mate a esa bestia; es casi tan grande como Mough y combate con una fiereza inaudita.

—Pero tu bestia se embarcará con los prevalianos —intervino Estreigerd—. ¿Qué hay de los que debo comandar yo? ¿Obedecerán en ausencia de su líder?

—La esposa de Chumkha estará al mando de ese ejército como ya he dicho, Mariscal —respondió el viejo matizando el nuevo cargo del antiguo Capitán—. Es una guerrera feroz, descendiente del Caudillo Atharkha el Grande. Nunca hubiésemos podido establecer esta alianza sin Dehakha. Es muy lista, sumamente ambiciosa y quién gobierna realmente a esos salvajes. Cuando todo esto acabe habremos de tener mucho cuidado con ella.

Mientras los dos hombres dialogaban, Lehelia observaba a su hermano. Como siempre, no estaba prestando la más mínima atención a lo que allí se estaba tratando y mantenía la mirada fija en el techo. La sonrisa que esbozaba y el pequeño bulto que se marcaba en su entrepierna dejaban bien claro que en esos momentos tenía en mente a alguno de sus muchos amantes. La dama pensó en lo caprichosa que era la naturaleza.

Su hermano poseía un don que podría transformarlo en el humano más poderoso del Continente pero lo único que le preocupaba era satisfacer sus instintos; siempre había sido así. Cuando eran pequeños y asistían juntos a las lecciones del Maestro Véller no mostraba ningún interés por aprender nada y lo mismo hacía con el resto de sus obligaciones. Era un perfecto inútil que jamás tuvo ninguna habilidad reseñable más allá de su gula desmesurada y, cuando fue creciendo, su pasión desmedida por el sexo. Pero era un Dotado.

Lehelia fue instruida en historia antigua, en ciencias de la naturaleza, en el pensamiento de los sabios y en otras muchas disciplinas que aburrían sobremanera a su hermano, el auténtico destinatario de aquellos conocimientos. Constató la existencia de los Nar, el Pueblo Antiguo, a los que hasta entonces había considerado simples personajes de los cuentos que le narraban sus criadas. Supo que ellos y los enanos, antaño llamados Erk, eran las Razas Primordiales que ya habitaban el mundo miles de años antes de la aparición de los humanos. Véller incluso hacía referencias ocasionales a la primera etapa de la Existencia Documentada, inquietante y oscura.

En una ocasión les habló del advenimiento de Zighslaag, el Primer Demonio, y de cómo éste engendró a otros muchos que sumieron El Continente en el Caos. Los Nar y los Erk combatieron a las huestes de aquel ser y tras una guerra que duró doscientos años lograron expulsar a los demonios del mundo.

Aquellas historias intrigaban a Lehelia y pasaba tardes enteras revolviendo la biblioteca del Consulado en busca de detalles que completasen todos los cabos sueltos. La chica mostraba una voracidad de conocimientos que aturdía a cuantos la rodeaban y pronto llegó a conocer los recovecos de la biblioteca mejor que los propios bibliotecarios. Al mismo tiempo, cuando él no estaba presente, inspeccionaba los vetustos libros y pergaminos de Véller. Gracias a lo que descubrió en ellos averiguó que el Pueblo Antiguo habitó en el archipiélago del oeste y en las tierras que ahora eran conocidas como Rex-Callantia. Supo que los Nar y los Erk tutelaron a los humanos hasta que fueron capaces de valerse por sí mismos y que la mayor parte de los conocimientos existentes en el mundo provenían de las dos Razas Primordiales. Los humanos se limitaron a asimilarlos y en cuestión de pocos siglos se convirtieron la raza más numerosa del Continente.

En un pergamino especialmente viejo se narraba la derrota de Zighslaag. Estaba escrita con caracteres antiguos y a Lehelia le llevó meses descifrarlos. Transcribió todos aquellos signos en un pequeño trozo de tela y por las noches los repasaba una y otra vez hasta que al fin logró traducirlos. Tenía entonces trece años.

Todos sus descubrimientos los compartía entusiasmada con su padre, que la escuchaba sin perder detalle. En un principio a Húguet simplemente le divertía la pasión con la que la niña se tomaba todo aquello, pero poco a poco se fue dando cuenta de la inteligencia de su hija y también de la verdadera trascendencia del don de Porcius.

Cuando el chico empezó a oír aquellas voces, Húguet no dudó en viajar a Urdhon, intrigado por las conclusiones de Lehelia. En el altar sobre el que sus hijos encontraron el Ojo de Zighslaag, fue ella la que reconoció los símbolos que representaban el nombre del Primer Demonio, algo que al Maestro Véller le pasó totalmente desapercibido.

Porcius iba a jugar un papel esencial en la guerra que se avecinaba pero Lehelia fue la que buscó, encontró y finalmente trazó las líneas maestras de aquella ambiciosa empresa.

La naturaleza era en verdad absurda en sus decisiones. Si el Don hubiese recaído en ella todo sería mucho menos complejo. No necesitarían la ayuda de los sherekag. Ni de los gottren, Ni de nadie. Y quizá su hermano mayor no hubiese tenido que morir.

—¿Qué noticias hay de La Cantera, Drehaen? —preguntó para volver a centrarse en la reunión.

—Los gottren siguen hurgando pero me temo que las historias sobre los tesoros de los enanos eran meras exageraciones —respondió el militar—. Han encontrado monedas y algunas piedras preciosas, pero en poca cantidad. De todos modos aquello es enorme y apenas han registrado la mitad de las galerías.

—¿No cabe la posibilidad de que estén guardando para sí mismos sus hallazgos? —inquirió Fesserite.

—Lo dudo; esos brutos no tienen ningún interés en nada que no se pueda matar, comer o quemar. Por cierto, ahora que los enanos son historia, ¿cuál será su papel? Dudo que yo o cualquier otro pueda liderarlos en batalla. Son incontrolables y totalmente imprevisibles. Parece que cuanto mayor es su número, más irracionales se vuelven.

—De momento los dejaremos acomodarse en su nuevo hogar. Mi padre es el que trata con esa monstruosidad que tienen por Caudillo. Desconozco sus planes al respecto —reconoció Lehelia. El Cónsul seguía siendo el único que tenía todas las respuestas.

—No te ofendas, mi niña, pero considero inadecuado que Húguet no esté presente —se sinceró Vlad Fesserite—. Han surgido contratiempos inesperados que debemos atajar de raíz o correremos el riesgo de que se enquisten y terminen por suponer un grave problema.

—¿Te refieres a la fuga de ese campesino que intentó matarte? —exclamó la dama, divertida—. Vamos, tío Vlad; no te ofendas tú tampoco pero creo que exageras.

—Ese hombre no es un campesino —refutó el anciano, indignado—. Te he dicho que es un Guardia Custodio, estoy completamente seguro de ello.

El viejo ya se había cruzado con aquel hombretón muchos años antes, cuando viajó con Húguet al Templo de la Orden para que los monjes examinaran al inútil de Porcius. Mientras estudiaban al niño y le realizaban un sinfín de pruebas, Fesserite se dedicó a observar a los Guardias Custodios ejercitarse y quedó muy impresionado por la pericia de aquellos hombres; se decía de ellos que antaño habían sido la mejor fuerza de combate del Continente.

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