—Así que tú eres el vástago del viejo Dommel. —El Capitán se aproximaba a Váryd sin alterar su sonrisa de verdugo; cuando se situó frente a él, inclinó la cabeza hasta que su afilada nariz de halcón rozó la punta de la naricilla chata del Barón.
—Yo tendría que recordarte a ti, muchacho, que mis brutos descerebrados ya vigilaban las fronteras de ese lupanar que llamas Baronía cuando tú aún te cagabas encima. De no ser por ellos vivirías entre apestosos bandidos montañeses, viendo a tu madre parir un bastardo tras otro ante la cabeza de tu señor padre ensartada en una pica.
El muchacho se hubiese atrevido a replicar pero la mirada que le dirigió la Emperatriz desde lo alto de su asiento fue la excusa perfecta para no hacerlo.
Lo que relataba Rehax era cierto. Años atrás, los Gloriosos hubieron de movilizarse para combatir a una banda de salteadores de las montañas que asolaban las Baronías fronterizas. Eran varios centenares y los comandaba un misterioso individuo al que apodaban El Chacal. Mientras se dedicaron a asaltar aldeas y viajeros, las tropas de los Barones los combatieron sin excesivo empeño pero cuando secuestraron al ya difunto Barón de Váryd y a su esposa, el Emperador en persona ordenó a Rehax que sus hombres se encargasen del asunto. En unas semanas exterminaron hasta el último de aquellos bandidos, aunque se rumoreaba que nunca lograron apresar al Chacal; también existían rumores sobre la paternidad de Dommel de Váryd ya que tuvieron que pasar quince años de matrimonio y sólo un mes de secuestro para que su esposa quedase encinta.
—¡Ya basta! —chilló el Emperador, que de inmediato se llevó la mano a la sien—. Por El Grande que todo esto empieza a resultarme muy cansino… Haced lo que tengáis que hacer pero no sin que antes Dashtalian comparezca en mi presencia. Me duele la cabeza, he dormido muy poco y aún así no se me escapa que algunos de los presentes me consideráis poco menos que un idiota. No estoy en condiciones de asegurar quién de vosotros tiene un concepto tan distorsionado de mi persona, pero por El Grande que en cuanto duerma un par de días no voy a…
En ese momento se hizo de noche. El viento empezó a soplar con una intensidad nunca vista; se filtraba por las minúsculas rendijas que dejaba la argamasa entre los bloques de granito y producía un zumbido similar al de las alas de miles de insectos que se hubiesen coordinado para tal fin. Una rata cruzó a toda velocidad por la moqueta de terciopelo, colándose entre las piernas de los sorprendidos guardias para abandonar la habitación en un abrir y cerrar de ojos. En cuanto el avezado roedor desapareció las paredes de la sala del Consejo empezaron a moverse.
Las pulidas armaduras que decoraban la estancia se desplomaron para descuartizarse en montones de manos, piernas, torsos y cabezas de acero hueco. Los cuadros de los antepasados del Emperador se balanceaban en sus alcayatas hasta que finalmente todos cayeron al suelo; el último en hacerlo fue el que representaba la figura de Belvann I el Conquistador. El suelo vibraba cómo si anticipase la erupción de un volcán subterráneo. Procedentes del exterior se podían escuchar alaridos histéricos y el sonido inconfundible de la piedra al desmoronarse.
Un soldado entró en la sala apenas vestido con unos pantalones de cuero, descalzo y con la espada en la mano. Sus ojos proyectaban un pánico cerval.
—¡El Emperador! ¡Poned a salvo al Emperador! —gritó mientras corría en dirección al trono.
El primero en reaccionar fue el Capitán Rehax que desenvainó su mandoble y se situó frente al desconcertado Belvann VI mirando nervioso las paredes; empezaban a moverse como azotadas a la vez por todas las ventiscas del Continente. Algunos bloques de piedra se estaban desencajando y el temblor había derribado las sillas, las mesas y a los Consejeros, que permanecían tumbados sin osar moverse, atenazados por el miedo.
El Comandante Hovendrell se levantó con pesadez, corrió hasta una de las ventanas y asomó la cabeza a través de ella; lo que vio lo dejó paralizado, incapaz de articular sonido alguno. La Emperatriz fue la siguiente en acercarse a contemplar la causa de aquel caos repentino. Ella sí reunió el suficiente valor para hablar.
—El Grande… nos asista…
Zeleia no lograba discernir si lo que veía con sus propios ojos era real o producto de la más desquiciante de las pesadillas. El edificio del Cambio de Moneda había sido sustituido por un montón informe de escombros. Entre los pedazos de piedra y madera se podían distinguir centenares de cuerpos aplastados; algunos brazos aún se agitaban cubiertos de sangre. Sobre las ruinas se cernía una sombra gigantesca que menguaba poco a poco mientras se movía hacia la torre norte del palacio.
En el horizonte apareció una muralla negra que ocupaba toda la zona del barrio comercial y avanzaba a gran velocidad hacia los viveros Imperiales. La mole barrió a su paso los abetos, secuoyas y baobabs que decoraban la casi media milla de jardines, para ir a impactar con violencia contra el Templo del Grande que Todo lo Ve. El edificio se desmoronó de inmediato, como si estuviese construido con barro y paja.
Desde la ventana de la torre, Zeleia y Hovendrell fueron testigos de cómo una garra negra descendía del cielo para estrellarse sobre las caballerizas del Palacio. Cuando volvió a elevarse, los cadáveres reventados de decenas de caballos aparecieron desperdigados por el suelo. Otros tantos corrían en todas direcciones y derribaban a los ciudadanos, que abarrotaban las calles en una procesión histérica de gritos, carreras y desesperación.
Algo enorme impactó contra la sala del Consejo, derribó la parte superior de la torre y produjo una corriente que levantó del suelo a los consejeros y al propio Emperador. Todos volaron para ir a estrellarse contra lo que quedaba de las derruidas paredes. El Barón de Fedyen y varios guardias no tuvieron esa suerte y se precipitaron al vacío entre aullidos. El voluminoso cuerpo del Barón de Alssier rebotó contra una esquina, se desplomó sobre una mesa de madera de roble y la hizo añicos. Ya hacia un rato que había muerto; su corazón dijo basta en cuanto las paredes de la sala empezaron a desmoronarse.
A su lado, con la frente cubierta de sangre, se retorcía el Barón de Váryd. Se podía ver un pedazo de la capa negra del Barón de Lásker sobresaliendo bajo un montón de bloques. Al otro extremo de la sala yacía el cuerpo del soldado que irrumpió en la reunión cuando comenzó la catástrofe; un bloque le había aplastado la cabeza y permanecía oculta debajo. Belvann y el Barón de Vrauss sólo presentaban magulladuras insignificantes y se ocultaban gimoteando tras Rehax. El Capitán sangraba por la sien pero se mantenía erguido, dispuesto a interponerse entre el Emperador y cualquier cosa que pretendiese dañarlo. Sostenía su espada con una mano mientras se llevaba la otra a la cintura; se había fracturado la cadera y a duras penas podía mantenerse en pie. Zeleia sufría una torcedura de tobillo y apoyaba ambas manos sobre su vientre en busca de alguna señal. A su lado, el Comandante Hovendrell intentaba levantarse apoyado en un solo brazo; el otro se lo había roto por varios sitios.
Todos mantenían la vista fija en el cielo, muy arriba.
Las dos cabezas del demonio dominaban el firmamento y enroscaban sus cuellos como serpientes negras. Desde su atril en las ruinas de lo que había sido la capital del Continente, Zighslaag abrió sus dos pares de fauces y rugió. Aquel sonido sobrecogedor indicaba el fin de un día de destrucción y el inicio de una era de dolor, aniquilación y ruina. Su aliento pestilente se extendió con rapidez para mezclarse con el hedor de la sangre y la muerte. Belvann VI se llevó la mano al estómago y vomitó sobre el Barón de Vrauss que ni tan siquiera pestañeó.
Alhawan
Al norte, el sol se ocultaba despidiéndose con sus últimos rayos, que refulgían a modo de advertencia. «Ahora me voy pero mañana estaré de nuevo aquí, con todo mi poder intacto», parecía decir el astro ígneo al ceder su sitio a la luna, que ya se asomaba con timidez. Las cigarras entonaron la canción con la que le decían adiós, no muy distinta de la que le dedicarían cuando volviera a aparecer tras las montañas.
Un día más llegaba a su fin en aquel paraíso de bosques frondosos, prados verdes y vidas plenas que era Alhawan. Un día extraño, en el que un sonido inusual inquietaba a sus habitantes.
Ratones, erizos, ardillas, lagartijas, culebrillas y otras alimañas se acercaban con sigilo al templete de mármol blanco que se alzaba en el prado grande, el de las miles de flores; aquel por el que solía corretear el Pueblo Antiguo. Cantidad de aves se posaban sobre la columnata adornada con volutas y motivos vegetales que cercaba la glorieta; de allí provenía el inquietante sonsonete desconocido en aquellas tierras. Un oso pardo escudriñaba asomando su cabeza entre las columnas. Dos alegres ciervos emergieron al trote de una arboleda cercana para volver con cautela sobre sus pasos al percatarse de que un gran lobo gris parduzco hacía lo propio. Los árboles, las flores y el viento también sentían curiosidad y enviaron una hueste de hojas, pétalos y semillas cabalgando sobre la suave brisa del anochecer.
En el centro de la plazoleta, un niño de unos siete u ocho años lloraba. Estaba sentado en el suelo, con la cabeza encajada entre sus rodillas. Iba descalzo y su cabello era del mismo color que la hierba del prado. De tanto en tanto sorbía ruidosamente por la nariz para proseguir de inmediato con sus sollozos.
De pie, cogidos por las manos, otros niños y niñas formaban un círculo a su alrededor. Miraban indistintamente al suelo y al cielo, con sus enormes ojos de colores claros llenos de lágrimas.
El pequeño levantó la vista y observó con pesar a una niña de melena rubia. Ésta lo advirtió y volvió hacia él su cabecita dorada para devolverle una mirada azul cargada de tristeza.
—Hiesh an’e hedai, Saldia —dijo Weltziel—. Hiesh an’e hedai.
Algún lugar en las Aguas del Sur
—Deberías metértela por el culo. No veo que otro uso podrías darle —dijo Pomveer—. ¡Por las pelotas del Grande, si no es capaz ni de levantarla del suelo! —rugió mirando a sus compañeros.
—Ten por seguro que antes que dártela me la metería por el culo, amigo —repuso Imsen mientras trataba de alzar la maza—. Esto son por lo menos quinientas monedas en las Ratoneras y más de mil si consigo yo mismo un comprador. Ni tú ni mi culo podéis pagar tanto, pero a él le tengo más aprecio.
Imsen tenía una puntería excelente con el arco y manejaba el cuchillo con habilidad, pero carecía de la fuerza necesaria para blandir aquella maza. Pomveer en cambio sí disponía de esa fuerza; el destino era más caprichoso de lo habitual cuando hablaba mediante los dados.
—Vigila lo que dices. En este barco no hay espacio suficiente para que me lances tus flechitas de mierda.
Dainar el Muerto puso fin a la discusión.
—Te ha ganado en buena lid, Pomveer. Será mejor que dejes el tema; empiezas a ponerme nervioso.
Pomveer se sentó sobre la cubierta y empezó a limpiarse las uñas con un cuchillo. Cuando su jefe se dirigió hacia el otro extremo del barco le lanzó a Imsen una mirada cargada de odio. Su compañero le devolvió una sonrisa de tres dientes mientras acariciaba la maza urdhoniana como si fuese un bebé. No había más que hablar a no ser que quisieran poner nervioso al Muerto, algo poco recomendable.
Dainar se encaminó al castillo de proa, harto de las constantes discusiones de sus hombres. Allí, el Capitán de la nave y los seis sacerdotes observaban el horizonte en silencio. El Muerto sabía que su compañía no resultaba muy grata a los religiosos pero le traía sin cuidado; era en todo caso un estímulo. Apoyó una de sus botas en la escalerilla y se dirigió al Capitán, un anciano encogido con un pañuelo aceitoso anudado a la cabeza.
—¿Cuánto queda, Capitán?
—No tardaremos en avistar tierra, Señor. Antes de que el sol se ponga estaremos atracando —respondió el viejo marino.
«Señor», lo llamaba. El mercenario lo encontraba divertido; había un alcahuete en Mundger que solía dirigirse a él como «excelencia». Su fama lo precedía en los bajos fondos de todas las ciudades y eran muy pocos los que no sabían quién era aquel hombre pálido con un diamante incrustado en el ojo derecho.
—¿Tres espadas? ¿Otra vez tres putas espadas? —bramó Pomverr—. ¡Por el maldito cabrón que Todo lo Ve!
Imsen y Pomveer jugaban a los dados de nuevo. Tras ellos, Guggen el Patas meaba por la borda, tan borracho que no advertía que el viento le devolvía el dorado presente. Escondido tras unos barriles, Eimax se hacía otra paja. El resto se hacinaban en la popa, tirados sobre la cubierta o dormidos de pura ebriedad.
Dainar los miraba asqueado. Desde que abandonó la Guardia para ganarse la vida como mercenario sus ingresos se habían multiplicado, pero en ocasiones echaba de menos la disciplina del ejército. El montón de brutos que tenía a sus órdenes lo respetaban únicamente porque sabían que podía despedazar a cualquiera de ellos sin problemas. Hacía años que nadie osaba desafiarlo pero no podía descuidarse lo más mínimo. Sus hombres desconocían el concepto del honor pero rebosaban orgullo; el imbécil de Pomveer, por ejemplo, era muy capaz de intentar acuchillarlo a traición. Se sentía como un pastor que tuviese a su cargo un rebaño de lobos.
—Tus hombres blasfeman dos veces por cada palabra que pronuncian —dijo un sacerdote de barba gris, larga y trenzada—. Te pido que los instes a controlar su lenguaje en nuestra presencia.
—Yo soy el primero que lamenta su comportamiento, Ministro Vindress, pero nada puedo hacer. El agua moja, el fuego quema, los perros ladran y mis hombres blasfeman. El modo que tenemos de ganarnos la vida es una blasfemia en sí mismo. —Dainar esbozó una sonrisa ambigua y el diamante que tenía por ojo centelleó.
El Alto Padre Vindress acariciaba sus barbas y miraba al mercenario con desprecio. Hacía mucho que no alternaba con tipos de tan baja estofa y le constaba que el resto de sacerdotes jamás se habían topado con gentuza como aquella. Cada vez que el nombre del Grande salía por sus bocas, lo hacía acompañado de alguna de las partes de su anatomía que solían cubrirse con sabanas en las estatuas. En otro tiempo trató a menudo con espadachines a sueldo; había oído peores exabruptos pero sus compañeros lo miraban desconcertados cada vez que los genitales del Grande salían a colación. Aquella escueta reprimenda era cuanto podía hacer y decidió cambiar de conversación.