Ruego al Grande para que no os sintáis en modo alguno ofendido por la comprensible suspicacia con la que algunos de nuestros Comandantes han recibido la noticia de vuestras maniobras, que por otra parte no nos han sido notificadas formalmente. Diez mil hombres equipados para la guerra no pasan desapercibidos frente los ojos del Imperio, pese a no ser fuerza capaz de poner en peligro su estabilidad.
Sabemos que grupos ingentes de sherekag han sido avistados en los territorios que sabiamente gobernáis y nos hacemos cargo de la escrupulosidad con la que debéis tratar esa pequeña incidencia. Mi esposo, el Magnificente Belvann VI, os considera uno de sus más fieles amigos y puedo hablar por él cuando os ofrezco cualquier tipo de asesoramiento o ayuda que necesitéis en vuestra campaña.
Me permito suponer que no los precisaréis, habida cuenta del reciente éxito que habéis cosechado poniendo fin a los conflictos de vuestros vecinos de Rex-Preval. Asumo que contáis con su respaldo, apoyo más que suficiente para abordar cualquier empresa menor como, por ejemplo, exterminar a las salvajes criaturas que campan a día de hoy por vuestros respectivos territorios.
Al linaje de Los Conquistadores le complace en grado sumo el proceso pacificador que estáis llevando a cabo en el Este y mi esposo os está muy agradecido por tan audaz iniciativa; es prueba suficiente de vuestra responsabilidad para con El Continente y del rigor con el que trabajáis en pos de la grandeza del Imperio.
Yo misma quiero mostraros mi agradecimiento por el celo con el que veláis por nuestros intereses y también mi admiración por vuestras más que demostradas dotes como gobernante. Como consorte del Emperador, quisiera reunirme personalmente con vos para poner en común nuestros planteamientos al respecto de la perpetuación del Imperio, ya que compartimos el deseo de engrandecerlo todavía más, si es que tal cosa fuese posible. Dejo a vuestra elección la fecha y el lugar en que nos reuniremos, anticipando que no tengo inconveniente alguno en viajar a Vardanire para gozar de la hospitalidad de vuestro palacio.
Reiterando el agradecimiento del Emperador, el del Consejo de Nobles y el mío propio, me despido de vos deseando poder compartir cuanto antes vuestras perspectivas de futuro.
El Grande os guarde y también a los vuestros.
Zeleia Dellmáher de Alssier, Emperatriz del Continente.
Año 1362 del Calendario Continental.
—La de Alssier quiere su parte. —Vlad Fesserite sonreía mientras tamborileaba con los dedos sobre el pomo de su bastón—. Esa arpía es muy lista; te hace saber que está al corriente de todo y que además lo aprueba pero lo que ha escrito no la compromete lo más mínimo. Supongo que…
El anciano dejo de hablar en cuanto reparó en la situación. Una vez más estaba reflexionando en voz alta sobre evidencias que no escapaban a ninguno de los presentes. Odiaba con todas sus fuerzas dar esa imagen de viejo senil que necesita repetir de viva voz todo aquello que se le dice, a riesgo de olvidarlo si no lo hace. Le pasaba cada vez con más frecuencia y había llegado al extremo de no poderlo controlar. Seguía siendo el mismo de siempre, atrapado dentro de aquel cuerpo envejecido y decrépito que cada vez le resultaba más difícil gobernar. Ya había pasado demasiado tiempo desde que cumplió los cien años; aquello no podía durar mucho más y la perspectiva lo aterrorizaba.
—Lo que más me tranquiliza es la confirmación de que Belvann no alberga sospechas. —Húguet Dashtalian dejó el pergamino sobre su escritorio—. Una movilización repentina de los Gloriosos Devastadores causaría un número de bajas del todo inaceptable en las tropas que comanda Estreigerd.
La vanguardia de la ofensiva contra Rex-Callantia iba a estar formada por los sherekag de la Jefa Dehakha con algunos milicianos en segunda línea. Si las tropas de élite del Imperio abandonaban Paso de Tiro arrasarían toda la retaguardia, compuesta por lo mejor del ejército drebaniano. Un centenar de Gloriosos Devastadores podía acabar fácilmente con quinientos de los más cualificados soldados de Rex-Drebanin.
—La Emperatriz querrá llegar a algún tipo de acuerdo con nosotros —terció Lehelia mientras releía la carta—. No es consciente del peligro real y tanto ella como los Barones pretenderán aprovechar nuestra insurgencia para quitar del medio al Emperador. Me temo que te subestiman, padre.
—Eso parece. Y yo no voy a cometer su mismo error.
El Cónsul se levantó de su asiento y se quedó observando el cuadro de su padre. Arbbas Dashtalian fue un hombre sabio y un valiente soldado. En la pintura se podía apreciar toda su fuerza, aunque ya superaba los setenta años cuando lo retrataron; sujetaba la lanza con una mano grande y firme mientras con la otra asía las bridas del enorme caballo de guerra que montaba.
Húguet recordaba a aquel formidable animal con cierta nostalgia; se llamaba Regio y nunca llegó a participar en batalla alguna ya que Arbbas lo reservaba como semental. Era una bestia tozuda que no permitía que nadie que no fuera su dueño la montase.
En una ocasión, Húguet y su hermano se colaron a hurtadillas en los establos de Regio con esa intención. Tras ser derribado un par de dolorosas veces desistió en el empeño; tenía doce años y aunque era un buen jinete no poseía lo necesario para pretender domar aquel ejemplar. Pero su hermano Róthgert era un robusto mozalbete de quince y no conocía el desaliento; el caballo lo derribó en más de una docena de ocasiones y hubiese seguido insistiendo hasta conseguirlo o fracturarse todos los huesos en el intento. El jefe de establos los sorprendió antes de que Róthgert lograse alguna de las dos cosas y los condujo hasta su padre entre imprecaciones y exabruptos variados.
El Cónsul los recibió con la misma mirada de viejo león que exhibía en el cuadro. Sus ojos expresaban a la vez cansancio, fuerza, crueldad y sabiduría. Ni Húguet, ni Róthgert, ni Vlad Fesserite ni ningún otro hombre habían sido capaces de sostener aquella mirada durante mucho tiempo.
—Ve a buscar a tu hermano —dijo el Cónsul en un frío tono neutro, impropio de su carácter.
Lehelia se incorporó tras dudar por un instante si se dirigía a ella. Abandonó la habitación con el paso firme y la cabeza erguida aunque podía apreciarse un ligero destello de inseguridad en sus ojos verdes; cuando cerró la puerta el despacho quedó sumido en el silencio. El Cónsul seguía con la vista fija en el cuadro y Vlad Fesserite prefería fijarla en las baldosas del suelo.
—Di lo que estás pensando, Vlad —dijo Húguet sin apartar la mirada de los ojos inmóviles de su padre.
—Nada que no supongas, muchacho —respondió el anciano—. Lo que vamos a hacer no tendrá vuelta atrás. Sabes que soy un hombre práctico que nunca usaría un cuchillo si dispone de una espada pero esto escapa a mi control; y al tuyo, te lo digo sinceramente. Aunque no sé nada de todas esas magias primordiales he vivido muchos años y he visto muchas cosas. También he conocido a muchos hombres, más que suficientes para permitirme calibrar a la mayoría con un simple vistazo. Tu hijo Porcius…
—Mi hijo es un Dotado. —El Cónsul seguía con los ojos clavados en la pintura—. Desde que los Antiguos huyeron de estas tierras y nos abandonaron a nuestra suerte, sólo han nacido cinco seres con el poder que él alberga. Cinco en ochocientos años, Vlad. Me propongo usar ese poder para lo que debe ser usado: cambiar las cosas desde sus mismos cimientos.
—Lo que vas a usar es a un joven débil y pusilánime, no te equivoques, muchacho. Él es quien posee ese poder, no tú.
Las palabras de Fesserite hicieron que Húguet retirase de inmediato la vista del cuadro; por un momento tuvo la sensación de que era su propio padre el que le estaba hablando de ese modo.
—Es todo cuanto puedo decirte porque es todo cuanto sé —añadió Vlad—. No me gusta insistir pero apenas me has hablado sobre esta parte del plan. No confío en tu hijo, Húguet. Y hay mucho en juego; todo, en realidad.
—Porcius tiene un vínculo con el demonio. —El Cónsul, volvió a acomodarse en su butaca—. Esa criatura lleva más de mil años presa en una mazmorra, al otro extremo del Continente. Además de dejarlo ciego, los Nar lo despojaron de todo su poder y por sí solo es incapaz de liberarse de sus cadenas. El Ojo puede canalizar parte de la energía Primordial latente en el cuerpo de mi hijo y transmitírsela a Zighslaag. Le proporcionaremos el poder necesario para que rompa sus ataduras.
—Todo eso de las energías me confunde —reconoció el viejo—, pero parece ser que ese monstruo es grande como una montaña. Conocí a un hombre muy sabio que solía decir «Nunca cortes una soga si no sabes hacer un buen nudo». Era tu padre, por supuesto.
—Aunque se libere seguirá estando ciego y dependiendo del poder de Porcius. Todo rastro de su Corrupción fue expurgado, no tiene nada a lo que aferrarse. Hará cualquier cosa que le ordenemos con la esperanza de que le sea devuelto el Ojo.
—Algo que no va a suceder, asumo.
—Si lo consiguiera, recobraría la vista y una pequeña fracción de su antiguo poder. Por supuesto que no lo vamos a consentir.
—Dices que el monstruo no puede ver sin el Ojo… pero el Ojo no se va a mover de aquí ¿Cómo se supone entonces que esa criatura va a ayudarnos?
—Le permitiremos ver el tiempo suficiente para que lleve a cabo su tarea —respondió Húguet cruzando las manos bajo el mentón, con gesto pensativo.
—¿Sin su Ojo?
—Con los ojos de Porcius. —El Cónsul lucía una sonrisa enigmática.
—Muchacho, no sé de qué me estás hablando pero confío en tu criterio. —El viejo Intendente levantó sus manos arrugadas en señal de rendición—. Sólo espero que todo esto no se vuelva en contra nuestra.
En ese instante Lehelia abrió la puerta del despacho y le indicó a Porcius que entrase. Llevaba el orbe rojo en la mano y el más amplio significado de la palabra terror reflejado en el rostro.
La cabeza afeitada de Dahengue se asomó al interior de la habitación y miró a su patrón en busca de instrucciones. Vlad le indicó con un gesto que esperase fuera; el guardaespaldas obedeció y cerró él mismo la puerta.
—Hijo mío, ha llegado el momento. —Húguet Dashtalian se había colocado delante de Porcius y mantenía la mano derecha apoyada en su hombro—. No debes temer nada mientras tengas en tu poder el Ojo; ese ser está a miles de millas de distancia y no puede ni dar un paso si tú no se lo permites.
—Te equivocas padre. Está aquí mismo… en mi cabeza —murmuró el joven llevándose el índice a la sien—. Me habla… No cesa de hablarme… Día y noche.
—Te acosa porque te teme; sabe que debe obedecerte aunque no lo desee. Tu debilidad es irónicamente tu mayor ventaja, hijo. A Zighslaag no le sirve de nada poseer tu cuerpo. Sabe que podría incluso desaparecer de la existencia si murieses mientras su esencia está en ti. Lo tienes a tu merced… Tienes el Ojo.
—Dice… dice que te escuche. —Porcius parecía un poco más sereno—. Dice que eres muy listo, Húguet Dashtalian… ¡Oh, sí!
Sus pupilas se volvieron de un color blancuzco y transparente, como la leche aguada; la expresión de su rostro se tornó una mueca horrenda. En su mano derecha, el Ojo brillaba con intensidad.
—Estás en lo cierto, Húguet Dashtalian; de nada me sirve este cuerpo débil y fofo —dijo Porcius con la voz de vieja moribunda de Zighslaag—. Quizás uno más fuerte… Más aguerrido… Tu otro hijo… ¡Oh, sí…! Ése al que ordenaste asesinar, sí… Entonces las cosas serían muy diferentes —concluyó con una carcajada gorgoteante.
—Tú lo has dicho, poderoso Zighslaag —intervino Lehelia con firmeza; era la tercera vez que se encontraba cara a cara con el demonio y ya no la intimidaba—. En este mismo instante mi padre podría atravesar con su espada el cuerpo del único hijo que le queda; sabes bien que no dudará en acabar con la vida de mi hermano si no hay otro remedio. La energía que estás malgastando en este absurdo espectáculo de títeres se desperdigará y el Primer Demonio quedará reducido a la nada absoluta. Tu cuerpo yacerá inerte y vacío en esa caverna; dudo que pasen menos de mil años hasta que puedas despertar de nuevo y aún así, seguirás prisionero. Y ciego, por descontado.
El Cónsul contemplaba a su hija admirado por la entereza que mostraba al increpar de aquel modo al demonio. Al fondo del despacho, Vlad Fesserite permanecía inmóvil en su butaca, sin atreverse a mirar la cara del joven; su rostro desencajado personificaba todo aquello que el anciano temía encontrar cuando llegase la cada vez más cercana hora de su muerte. Pero era a Lehelia a la que Porcius miraba fijamente. Sus ojos proyectaban una perversidad tan inmedible que la dama bajó la cabeza, incapaz de soportarlo. Tras otra carcajada con la voz grave de su cabeza de reptil, Zighslaag habló de nuevo.
—Hubiese sido un honor ser el huésped de tu cuerpo, hembra… ¡Oh, sí! Eres la más fuerte de los Dashtalian… ¡Me postro ante ti! —exclamó con un cinismo no exento de verdad—. Y ahora os devuelvo al pequeño… Cuando lo desee puede venir a buscar mi anciano cuerpo… Haré lo que me ordenes, Lehelia Dashtalian.
Porcius recuperó la consciencia con el eco de las dos risas de Zighslaag todavía resonando en la habitación. Miró confundido a su alrededor mientras el orbe vibraba y emitía destellos rojizos al ritmo de los latidos de su corazón.
—Concéntrate, hermano. —Lehelia lo sujetaba por los hombros—. Ve donde el demonio y sírvele de guía.
El joven cerró los ojos, alzó la esfera con las dos manos y la luz fue aumentando en intensidad hasta invadir toda la sala. Húguet, Vlad y Lehelia hubieron de apartar la vista, cegados por aquel resplandor rojo como la sangre.
Islas del Oeste
—¡Acabad con ellos, basura! —gritaba Kurghaa mientras su cuchillo desgarraba la garganta de uno de los esbirros de Bhoog.
La tribu del Hueso se había fraccionado en dos grandes grupos que llevaban semanas sumidos en una guerra sin pausa. Por un lado estaban los partidarios de Bhoog, un viejo gordo y achaparrado que presumía de haber comandado la primera oleada de colonizadores. Los que no lo apoyaban se habían agrupado bajo el mando de Kurghaa, mucho más joven y ambicioso, que proponía interesantes proyectos de futuro. El más llamativo era la conquista de todo el archipiélago del Oeste, algo que sonaba francamente bien.
Los dos destartalados ejércitos habían convertido su conflicto en una constante toma y posterior abandono de lo que quedaba de su Madriguera. Las huestes de Bhoog lograron expulsar a sus rivales, pero cometieron el error de salir en tromba a perseguirlos por la selva. Cuando regresaron, encontraron a los secuaces de Kurghaa esperándoles, parapetados en aquella montaña llena de agujeros y con los arcos preparados.