A los pocos días, los partidarios de Bhoog incendiaron casi un acre de selva y Kurghaa y los suyos se vieron obligados a escapar, azuzados por el fuego y el humo. Lo poco que quedaba en pie en la Madriguera se había calcinado pero recuperaron la montaña, aunque apenas pudieron retenerla un día y medio.
Como no quedaba selva que quemar, Kurghaa y sus tropas optaron por una incursión directa, amparados en la oscuridad de la noche. Se colaron a través de las grietas que los frecuentes terremotos habían abierto en la parte superior de la montaña y sorprendieron a la mayoría de sus enemigos durmiendo. Los que no fueron acuchillados huyeron en tropel. No tardaron en regresar con renovadas ansías de conquista y la montaña llevaba varios días sitiada. Bhoog optó por impedir la salida de sus rivales y esperar a que se les acabasen las provisiones, dado que su plan inicial no había funcionado. La artimaña no era otra que colarse dentro, amparados en la oscuridad de la noche, a través de las grietas que los frecuentes terremotos habían abierto en la parte superior de la montaña. El viejo arrapacero sospechaba de la presencia de traidores entre sus filas ya que el enemigo les estaba esperando con las lanzas dispuestas para ensartar sus posaderas.
El asedio no parecía una gran idea. Situaciones como esa no les planteaban excesivos problemas; cuando se quedasen sin provisiones, lo cual llevaría su tiempo ya que eran capaces de comerse cualquier cosa, empezarían a devorarse unos a otros. A largo plazo eso significaría una victoria, pero Bhoog ya empezaba a plantearse si no sería más adecuado atacar a alguna de las tribus vecinas, que estarían desprevenidas y eran mucho menos numerosas. El truco del fuego daba buenos resultados y, si nadie se iba de la lengua, estaba convencido de que el de ampararse en la oscuridad de la noche, las grietas y todo lo demás, era un plan excelente.
Finalmente optó por un ataque directo a pleno día. Era una táctica menos elaborada, pero de sencilla ejecución y mucho más rápida. En ese instante, bajo aquella montaña medio derruida y llena de agujeros, miles de arrapaceros se mataban unos a otros con cuchillos, lanzas, flechas, palos, piedras, a mordiscos o a cabezazos.
Las ramas de los árboles calcinados estaban repletas de araguatos que contemplaban el espectáculo la mar de entretenidos; daban saltos y jaleaban con sus aullidos cada vez que uno de los combatientes caía muerto. Era complicado dilucidar si los monos apoyaban a alguno de los bandos en concreto; tras escasos minutos de combate los arrapaceros habían optado por atacar directamente al congénere más cercano y el resultado de la batalla era impredecible.
De repente, la tierra empezó a temblar.
En un primer momento, los enfrascados luchadores no prestaron atención. Ni siquiera Kurghaa se apercibió y eso que había visto con sus propios ojos a la criatura que habitaba bajo sus pies. Los monos en cambio abandonaron sus localidades en cuanto vibró la primera rama y se internaron en la jungla a toda velocidad.
Cuando los árboles empezaron a partirse por la mitad y los restos de la Madriguera se derrumbaron sobre ellos, fue cuando los arrapaceros dejaron de luchar y se pusieron a correr en todas direcciones, en busca de un refugio inexistente.
El suelo empezaba a agrietarse y se escuchó el crujido seco de la roca. A lo lejos se podía oír el rugido de las olas que engullían la zona norte de la isla y desde cualquier posición podían verse las montañas desmoronándose, como castillos de arena a merced de un viento fuerte. Las grietas del suelo se iban ensanchando hasta convertirse en cráteres que absorbían toda la vegetación existente a su alrededor.
Se escuchó un estallido ensordecedor; toneladas de piedra y tierra salieron disparadas hacía el cielo para caer después sobre la superficie destrozando todo lo que se encontrase bajo ellas. Entre la espesa tormenta de arena, polvo y roca, surgió la figura gigantesca de Zighslaag, el Primer Demonio, que volvía a la superficie tras más de mil años de cautiverio. Sus dos cuellos infinitos se enroscaban como gusanos mientras apoyaba sus patas delanteras en el suelo; las afiladas uñas negras creaban agujeros en la tierra de varios pies de profundidad. El monstruo tomó impulso y sacudió una vez más toda la superficie de la isla, que empezó a inclinarse como un plato de madera en un fregadero mientras la marea seguía cubriendo leguas y leguas de selva.
El cuerpo de Zighslaag emergió del suelo seguido por sus patas traseras, todavía más grandes y terroríficas. Una vez las tuvo fuera se irguió y sus dos cabezas se elevaron, contoneándose como descomunales algas marinas hasta que alcanzaron la altura de las nubes. La luz del sol se reflejaba en sus escamas, que cambiaban con rapidez del ambiguo color grisáceo al brillante negro de la obsidiana conforme la tierra se iba desprendiendo de ellas. Mientras su cola salía del cráter y azotaba como un látigo devastador lo poco que aún quedaba en pie, Zighslaag rugió con sus dos gargantas y un sonido aterrador se escuchó en todas las Islas del Oeste. En las dos cabezas brillaban pequeños puntos de luz roja, justo en el centro de las cuencas vacías dónde un día estuvieron sus ojos.
Tras observar la destrucción que había generado, la aberración empezó a reír; sus dos pares de fauces liberaron un torrente de hedor putrefacto que impregnó por completo toda aquella devastación. Zighslaag se impulsó con sus patas traseras, dio un gran salto y un huracán levantó del suelo árboles, plantas y cadáveres. Se hizo de noche y en cuestión de segundos el sol volvió a aparecer y desapareció de nuevo, en una secuencia desquiciante que se repetía una y otra vez. Los arrapaceros que seguían con vida se abrazaban entre ellos y miraban hacia arriba, con sus bocas desdentadas completamente abiertas. El demonio había extendido sus alas y cubría con ellas el firmamento.
En ese instante planeaba sobre sus cabezas dando vueltas con un ritmo entrecortado. Cuando pareció estabilizarse, empezó a batir las alas y arrastró con un viento arrollador todo lo que había desperdigado a lo largo y ancho de la superficie. Tras dar otro par de vueltas, su monstruosa silueta se alejó volando hacia el este sin perderse de vista en ningún momento. Transcurrieron varios minutos durante los cuales lo poco que quedaba de las montañas terminó de desplomarse. La marea pareció alcanzar un nivel estable y dejó de subir. De la desolada espesura de la jungla emergieron las cabezas de algunos animales, que escudriñaban a su alrededor sin atreverse a abandonar sus escondrijos. Las aves más audaces emprendieron el vuelo y emigraron a las islas cercanas para no regresar jamás.
Kurghaa había sobrevivido otra vez al poder desatado de Zighslaag y se encontraba en ese instante colgado de la rama de un árbol partido en dos; su copa desbrozada se apoyaba sobre el montón de rocas que había sido la Madriguera del Hueso.
Aterrizó de un salto sobre el suelo agrietado y miró a su alrededor mientras se rascaba la coronilla; una flecha pasó zumbando justo al lado de su oreja izquierda y fue a rebotar contra las rocas. Sin más dilación, recogió una espada mellada del suelo.
—¡Matadlos! ¡Acabad con todos, repugnante escoria!
Kurghaa salió corriendo con el acero en alto en dirección a un grupo de arrapaceros que se lanzaban piedras y se golpeaban unos a otros con lanzas rotas y torcidas.
Algún lugar en las Aguas del Oeste
El puerto principal de Rex-Higurn estaba al pie de las tres montañas más altas del Continente. Eran conocidas como Las Cumbres y no se tenía constancia de que nadie hubiese logrado ascender hasta lo más alto.
Antes de La Gran Guerra, los territorios de Higurn pertenecieron al pueblo enano que dejó su sello inconfundible; un túnel de dos millas atravesaba Las Cumbres y servía de majestuosa entrada a la provincia. Fieles a sus costumbres, los enanos cavaron en su interior todo un entramado de pasadizos y galerías que los humanos ocuparon cuando concluyó el conflicto. Grunner Hofften, el primer Cónsul, estableció allí la capital de Rex-Higurn y bautizó aquella ciudad excavada en la roca con el nombre de Puerto de Las Cumbres. Cuando sus descendientes trasladaron la capital a los territorios de Yshaken se convirtió en una ciudad de pescadores y marineros, donde se daban cita desde los más importantes comerciantes de especias de Rex-Callantia hasta los más audaces contrabandistas de cualquier parte del Imperio.
Desde la cofa de vigía, Hanedugue podía avistar los tres picos en lontananza. Al concluir la jornada estarían bordeando los primeros malecones del puerto y
El Cuchillo
atracaría siendo ya de noche.
—Cuando arribemos a puerto os indicaré dónde podéis hospedaros sin tener que responder a preguntas incomodas. Herdi no llamará la atención, aquí su pueblo alterna con total normalidad con nosotros; el dueño de la posada de la que hablo es un enano, precisamente —comentó el Capitán Weiff—. La urdhoniana es otra cosa muy distinta. En estas tierras los Hombres del hielo no son bien recibidos, aunque sean mujeres.
—Lo sé, Capitán; yo nací en Thodien. —Berd le tendió una abultada talega de cuero—. Aquí tienes lo que resta del pasaje y mi mano.
El Capitán cogió la talega, se la puso bajo el brazo sin molestarse en revisar el contenido y estrechó la mano de Berd con firmeza.
—En otras circunstancias tu mano hubiese sido pago suficiente, amigo. Pero tengo una tripulación que contratar y los malditos higurnianos, además de los mejores marinos del Continente, somos también los más caros.
Berd sonrió y le dio una palmada afectuosa en el hombro.
Aunque procedente del infortunio, disponían de dinero suficiente para cubrir gastos durante una buena temporada. Siguiendo las instrucciones de su marido, Adalma visitó al instructor Guresian, al que Leith nombró testaferro de sus ganancias. Todavía tenían tres mil monedas y un fardo de bonos por valor de sesenta y cinco mil más. Ignoraba los fondos de los que disponía Levrassac; a tenor de sus tarifas debían de ser cuantiosos. Berd esperaba llegar a Thodien sin necesidad de visitar el Cambio de Moneda; sus cabezas tenían precio en Rex-Drebanin y no sabía si sucedía lo mismo en Rex-Higurn.
—No se ven barcos —comentó Levrassac—. Tenía entendido que éste era un puerto muy concurrido y no nos hemos cruzado con ninguno en todo el viaje.
—Los callantianos siguen otra ruta más al nordeste, señor. Y no zarpa nave alguna de Rex-Drebanin desde hace semanas —intervino Teilen, el pescador—. La mayor parte de las embarcaciones de la provincia pertenecen a la familia Meleister y desde el asesinato de Lóther dependen del Consulado. Por lo que sé, el viejo Dashtalian no está muy interesado en la pesca.
—¿Y qué es lo que sabes? —preguntó Levrassac con la vista fija en el horizonte.
—Mis hijos y yo trabajábamos para Lóther. Cuando apareció degollado en sus habitaciones su esposa perdió la razón y la encerraron en La Casa de los Locos. Según la ley, el control de la empresa pasó a su yerno, el Mariscal Hígemtar; desde ese mismo instante se suspendió toda actividad pesquera y los barcos estuvieron abarrotando el puerto de Juttne durante muchos días. La Guardia del Consulado nos impedía laborar y a los que se quejaron se los llevaron detenidos. —El hombre se rascó la cabeza considerando si debía continuar y finalmente lo hizo; aquella gente tenía tanto que ocultar como él, quizá más—. Señor, un pescador no puede comer si no sale a pescar como sabéis. Una noche, mi hijo Rudus y yo intentamos subir a nuestra barca con la intención de echar las redes durante unas pocas horas. Un soldado trató de impedírnoslo y… Bueno, mi hijo tiene el cerebro de una anchoa pero es fuerte para su edad. Aquel imbécil estaba borracho, nos amenazó con su lanza y…
—Y ahora está en el fondo del mar con una piedra atada al cuello —le interrumpió Levrassac—. Todos tenemos un sitio en el mundo y cuanto más permanecemos lejos de él, más incordiamos a nuestros semejantes; el tuyo está sobre el agua y el de ese soldado bajo ella.
—¿Y puedes decirnos dónde está el tuyo, sabio Reverendo Levrassac? —Willia no se pudo contener. Estaba sentada con las piernas cruzadas frente al bauprés; había escuchado toda la conversación sin intervenir pero la flema de Levrassac la sacaba de quicio.
—Mi sitio está donde indique mi brújula. —El asesino daba golpecitos a la empuñadura de su espada con la palma de la mano.
—Mi brújula, mi brújula. —Willia imitaba su voz y su pose—. ¿Es necesario que nos hables a todas horas de ese pedazo de hierro?
—Normalmente es él quien habla por mí —repuso Levrassac con una sonrisa torcida.
La prostituta se incorporó de un respingo, lo miró con desprecio y se dirigió con paso firme hacia la bodega del barco. Cuando pasó junto a Teilen, el pobre hombre no pudo evitar fijar la vista en su escote para terminar dirigiéndola a su trasero, al que aquellos pantalones dotaban de una consistencia irresistible. El pescador le hizo un guiño a Levrassac y sonrió con complicidad. Cuando los afilados ojos del Custodio se clavaron en los suyos recordó que tenía algo urgente que hacer al otro extremo del barco y se marchó hacia allí a toda velocidad.
En la bodega, Herdi conversaba con Haidornae muy animado; al parecer estaba bastante interesada en sus teorías al respecto de cómo debía cimentarse un palacio decente. El eufórico albañil dibujaba decenas de líneas sobre la madera con un carboncillo mientras explicaba con detalle lo que era cada una de ellas. En realidad, a la guerrera del hielo le resultaba muy molesto el sol de la cubierta y prefería la sombra refrescante de la bodega, aun a costa de tener que asistir a aquella lección improvisada de arquitectura enana.
Adalma había cambiado de color. El verde vegetal que lució durante todo el viaje se había tornado en un blanco níveo, muy parecido a la piel de Haidornae. A su lado tenía el balde para los vómitos, que sujetaba de la agarradera cómo si estuviese repleto de oro. Gia se sentaba frente a ella y le palpaba el estómago con cuidado; pese a estar vacío de cualquier sustancia sólida presentaba ya los síntomas inequívocos de que el feto estaba haciendo su trabajo.
—Será una hembra —dijo la niña—. Una hembra muy fuerte.
—¿Y cómo lo sabes? —preguntó el pequeño Fil.
No se separaba de Gia ni un solo instante. Era la niña más rara que había visto en su vida pero también era la más bonita y había decidido que sería su dama. Los piratas siempre tenían una dama muy hermosa en alguna parte. Lo estaría esperando a la vuelta de sus aventuras y le traería regalos en cada uno de sus viajes. Cuando fuese tan alto como Rudus se casaría con ella. Su hermano había dicho que era una bruja y Fil le dio un puñetazo en la nariz, como hacen los piratas con los que insultan a sus damas. La paliza que recibió después le traía sin cuidado.