Presagios y grietas (53 page)

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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

BOOK: Presagios y grietas
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—Iahemju es el mejor guerrero que he visto jamás y he visto muchos —reconoció Momanague—. Sirve a Turanze porque está casado con su hija pero es un hombre de honor. Sin duda cree lo que nos ha dicho pero no hemos de olvidar que es su Señor el que habla por su boca.

—Tienes razón. Lo mejor será enviar a alguien prescindible ¡Rodl, acércate! —ordenó el Mariscal.

Ragantire dio un respingo tan enérgico que su caballo piafó enloquecido y estuvo apunto de derribarlo.

—¿Cómo? Drehaen… No pretenderás que yo… Por el Grande que no habrás pensado que yo… —balbuceó aterrorizado—. No… no sabría… ¡augh! —Le temblaba tanto la mandíbula que se mordió la lengua al hablar.

Estreigerd lo miró con severidad durante unos instantes para terminar estallando en una carcajada que contagió a todos sus hombres, a los de Momanague y a los mismos sherekag, que señalaban a Ragantire con una mano mientras se sujetaban con la otra la entrepierna.

—¡Por El Grande que empiezo a estar satisfecho de llevarte conmigo! Ve donde Blaydering y dile que tenga las tropas listas para atacar como ésos de ahí dentro osen disparar una sola flecha; que acerquen las torres de asedio lo suficiente para que las puedan ver y también las catapultas. Y que carguen un par de ellas y las tengan listas. ¡Corre, por todos los demonios!

Rodl picó espuelas y salió disparado hacia donde estaba apostado el resto del ejército. Las risas que escuchaba tras él eran indignantes pero el alivio que sentía por volver a la retaguardia las compensaba con creces.

—Vayamos a ver que quiere ese Turanze —dijo Estreigerd.

—No te fíes, Mariscal; la palabra de esa hiena no vale más que el sonido del viento a través de un tronco hueco —le advirtió Momanague.

—Nos mantendremos a distancia. Además, ya estoy harto de palabrería; conquistar ese castillo nos llevará tiempo. Si se rinde, perfecto. Si no, cuanto antes empecemos mucho mejor.

Dicho esto dio una orden con la mano y la avanzadilla se encaminó hacia las murallas blancas, en las que no había el mínimo atisbo de movimiento. Cuando estaban a ciento cincuenta pies de la fortaleza ordenó el alto.

—¡Aquí estamos, Turanze! —gritó—. ¡Di lo que tengas que decir!

Al poco, una cabeza diminuta se asomó entre las almenas de la muralla central.

—¿Pensáis conversar a gritos, Mariscal Estreigerd? —vociferó Gisaar Turanze.

—¡Es poco lo que hemos de hablar!¡Sólo respóndeme! ¿Te rindes?

El Intendente de Yuxtu-Sha no respondió. Se mantuvo en silencio, agazapado tras las almenas. De haber estado más cerca, el Mariscal hubiese podido apreciar la sonrisa repleta de dientes de oro que surcaba su redonda cabeza tatuada.

—¡No me hagas perder el tiempo! ¿Te rindes?

El portón empezó a abrirse; emitía un chirrido y levantaba polvo del suelo mientras se deslizaba.

—Parece que va a salir —comentó Dehakha—. No sé si eso es una respuesta.

Se escuchaba el tañido de cadenas; varias voces gritaban órdenes en el interior de la fortaleza y notaron una ligera vibración en el suelo. De repente, lo que parecía el berrido de un ternero gigantesco los hizo estremecer.

—¡Unicornios! —Momanague espoleó su montura y salió disparado en la dirección contraria—. ¡Huid! ¡Huid, por toda La Creación!

Los arqueros echaron a correr y los sherekag los imitaron en cuanto la primera de las bestias asomó la cabeza. La llevaba cubierta por una gigantesca testera de acero y del hocico sobresalía un cuerno decorado con anillas remachadas con pinchos. Tenía el tamaño de tres bueyes y la tierra temblaba con cada pisotón de sus patas como troncos de roble. Montado sobre su joroba, un guerrero enarbolaba un tridente y chillaba como un animal enloquecido. A una señal suya la criatura inició la carga; trotaba a gran velocidad en dirección al ejército enemigo seguida por docenas de monstruosidades idénticas envueltas en espesas nubes de polvo marrón.

El Mariscal volvió la cabeza mientras huía y contempló cómo los callantianos y los sherekag eran aplastados por las patas de los unicornios o ensartados por sus cuernos. Varias de las bestias se desviaron de su trayectoria para perseguir a los que trataban de refugiarse en la jungla, pero la mayoría siguió su avance en línea recta, con pedazos de los cuerpos de sus víctimas clavados en lo alto de sus hocicos puntiagudos.

—¡Bastardo mentiroso! —maldijo Estreigerd—. ¡Juro por El Grande que le haré comerse sus propios cojones envueltos en ese estandarte de mierda!

A su lado cabalgaba Dehakha; su risa burlona se escuchaba por encima de la acometida de los unicornios y de los alaridos febriles de sus jinetes.

Orillas del Río Shomalar, Rex-Higurn

El jorobado dejó cuatro monedas sobre el mostrador con una palmada. El bigardo, el calvo y la mujer se desprendieron de sus capas de piel de oso y las lanzaron sobre una mesa vacía.

—Cuatro jarras, posadero —dijo el jorobado con su voz afónica—. Y rápido, por todos los demonios.

El tabernero miró con desprecio a los recién llegados pero obedeció sin rechistar. Conocía de sobra a aquel individuo y a sus compinches; para su desgracia, eran clientes habituales y aunque aquella chepa solía venir acompañada de problemas, por lo menos eran de los que pagaban en el acto.

Tras llenar hasta arriba los cuatro picheles, los colocó sobre una bandeja y la llevó dónde el jorobado esperaba impaciente. El sujeto cogió todas las jarras con una sola mano y se dirigió a la mesa en la que esperaban sus secuaces.

—La siguiente ronda la pagas tú, Archiduque —le espetó al calvo mientras dejaba las bebidas sobre la mesa—. Tengo la garganta más seca que el coño de la Emperatriz.

—¡Brindemos por su coño pues! —rió la mujer levantando su jarra.

Los tres individuos la imitaron; los picheles entrechocaron y dejaron caer una lluvia de cerveza sobre la mesa.

—Te toca —mugió el bigardo.

El llamado Archiduque se encaminó hacia la barra y le mostró al posadero una mano con cuatro dedos; la otra no le servía en esta ocasión porque tenía cinco. Fue entonces cuando reparó en la mesa del fondo y en sus ocupantes.

—¿Qué significa esto, posadero? —Dio un puñetazo en el mostrador con su mano completa—. ¿Nos hemos metido en los establos sin darnos cuenta?

Alertados por la reacción del calvo, sus compinches miraron al otro extremo del local. El jorobado frunció el ceño, el grandullón entornó los ojos y la mujer esbozó una sonrisa de sorpresa.

—Son Guardias Custodios… —musitó el tabernero—. Ya me han pagado y…

—¡Y un cuerno! —El jorobado se levantó de su taburete señalando al silencioso grupo—. Conocemos a todos los vejestorios que viven en el monasterio y a ésos no los he visto jamás ¿Y tú, Valga?

—No, Faurn —respondió la mujer—. Pero a las pájaras sí las conozco; son rameras de Vardanire. —En realidad sólo conocía a una de ellas pero le gustaba redondear.

—Una puerca de las nieves compartiendo mesa con dos mentirosos y dos putas. —Archiduque sujetaba al posadero por el delantal—. ¿Y pretendes que bebamos aquí?

Con un gesto de desprecio empujó al pobre hombre, que perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre un montón de cacerolas. El estrépito del metal dio paso al silencio absoluto. Un anciano pastor se colgó del hombro su zurrón y abandonó el local con paso firme. Lo siguieron dos mozos, también con andares seguros pero que olvidaron coger sus capas al salir. Finalmente, cinco parroquianos habituales dejaron sobre el mostrador unas monedas y corrieron hacia la puerta mascullando algo confuso.

—Tienes tu negocio muy descuidado, posadero. Espero que nos invites a una ronda tras la limpieza.

El deforme personaje se encaminó al fondo del establecimiento. Tras él iba Valga que acariciaba el mango de su machete mientras taladraba con la vista a la mujer que se sentaba junto a la pared.

Dos hombres maduros compartían una fuente de estofado pastoso con dos mujeres y una niña de pelo corto que no podría tener más de ocho años. En el rincón más alejado se sentaba otra mujer; alta, de piel y cabello blancos. Bebía de una jarra que sostenía con ambas manos; la cuerda anudada alrededor de sus muñecas las mantenía atadas.

—¿No sabéis que los animales se dejan fuera, forasteros? —El jorobado apoyó sobre la mesa una de sus manos gigantescas.

La niña levantó la cabeza y se quedó observando al intruso con unos ojos azules tan grandes que Faurn pudo ver su fea cara reflejada en ellos.

—Parece que le resultas atractivo a esa pequeña hija de puta —comentó Valga entre risas.

El más delgado de los dos hombres hizo el gesto de incorporarse pero su compañero lo sujetó por un brazo. En ese momento se acercaron Archiduque y el gañán corpulento, que recostaba sobre su hombro una maza de madera de la que sobresalían varios clavos puntiagudos y oxidados.

—En Rex-Higurn no nos sentamos junto a la basura lechosa de Urdhon. —El calvo señalaba a la mujer albina, cuyo rostro expresaba cualquier cosa menos miedo—. Les cortamos la cabeza y utilizamos sus cuerpos para alimentar a los perros.

—¿Tienes hambre, amigo? ¿Es eso? —susurró el individuo delgado.

Archiduque desenvainó su espada y se disponía a dejarla caer sobre aquel tipo cuando la garra de Faurn le atenazó la muñeca y lo obligó a retroceder. El jorobado señaló con la cabeza el medallón que pendía del cuello del sujeto.

Prendida de un broche atado a una cadena plateada, una esmeralda perfectamente pulida indicaba que su portador era miembro de la Orden de los Custodios. Un colgante idéntico reposaba sobre el pecho del otro hombre, que en ese instante se levantaba de su taburete con expresión taciturna. Mientras se mantuvo sentado les había parecido un anciano de ojos cansados. Una vez en pie comprobaron que era tan corpulento como el bigardo de la maza y apenas dos pulgadas más bajo. De su cinto colgaba un mandoble con la empuñadura recubierta por tiras de cuero desgastado.

—Nos dirigimos al monasterio para a entregar nuestra prisionera a la Orden —dijo Berd—. Estoy dispuesto a pasar por alto todo esto si os marcháis y nos dejáis terminar nuestra cena en paz.

Levrassac sonreía y negaba con la cabeza mientras se servía un vaso de agua. Tantos años recogiendo aceitunas, arando campos y segando trigo habían convertido a Berdhanir en un ingenuo. Aquella escoria no se iba a dar por satisfecha tan fácilmente. Las palabras conciliadoras las confundirían con debilidad y tarde o temprano empezaría la pelea. La mirada concentrada del calvo pedía sangre y el jorobado era la clase de tipo sin nada que perder. El bigardo era idiota y la mujer sólo servía para estimular los deseos de todos ellos de mostrarse viriles; conocía de sobra la escena y a los personajes. Mientras bebía de su vaso pensaba cual de todos sería el primero en cometer una estupidez. Él ya había elegido su blanco: aquel grandullón no apartaba la vista del escote de Willia mientras sonreía embobado.

—Yo te conozco, torda —afirmó Valga en tono desafiante—. ¿Eres una de las hermanas de Stratalia, no?

Willia tardó un instante pero al fin recordó a aquella desagradable mujer. La última vez que la vio era una chiquilla de apenas catorce años que frecuentaba
La Cabeza del Oso
; una ladrona de la banda de Garnáper, delgaducha y grosera. Bebía como los hombres y también compartía otros gustos con ellos; se había acostado varias veces con Stratalia, una de sus hermanas. Ya debía rozar los treinta pero su figura escuálida, su cabellera desmadejada y su voz grave de soldado le hacían aparentar más de cincuenta.

—Veo que la vida te ha tratado bien, Valga —comentó con sorna.

La ladrona se quedó mirando a la prostituta con interés. Hacía mucho que no compartía lecho con una mujer y la verga de Archiduque le resultaba anodina; pensaba pasárselo muy bien con aquella pequeñaja.

—Será el símbolo de la Orden, pero da la casualidad de que conocemos a todos los Guardias, amigo —terció Faurn dirigiéndose a Berd—. Múncher incluso mató a un par de ellos hace un tiempo ¿Recuerdas a aquellos viejos arrogantes, Munch?

El bigardo soltó una carcajada sin quitar la vista de los pechos de Willia.

—La cuerda que lleva atada la puerca podría romperla hasta ese renacuajo —gruñó Faurn señalando a Gia con la cabeza—. Yo creo que los medallones los habéis robado y que sois amigos de la chusma del hielo.

—Dadnos a la cerda y dejadnos retozar un rato con vuestras rameras —concluyó Archiduque—. Después os podéis marchar.

—Por supuesto, las espadas y esos broches se quedan aquí. —Faurn desligaba el hacha que pendía de su cinturón—. Nosotros se los devolveremos a sus propietarios en una de nuestras visitas a ese monasterio cochambroso.

Levrassac miró a Berd a la espera de que le indicase que podía empezar, pero el Pretor se mantenía impasible.

—Yo quiero a la morena —rebuznó Múncher.

—¿Me dejarás jugar un poco con la otra, Arch? —inquirió Valga con un tono zalamero en su voz de marinero borracho—. No está nada mal…

La mujer le acarició un seno a Adalma y la pelea dio comienzo.

Cuando apenas la había rozado, la esposa de Berd cogió uno de los cuencos y lo partió en varios pedazos contra la cara de la ladrona. Valga cayó de bruces con el rostro cubierto por una mezcla viscosa de sangre y estofado.

Múncher intentó golpear a Berd con su maza pero el Pretor bloqueó el golpe con un taburete y Haidornae le descargó un rodillazo brutal entre las ingles. Levrassac se incorporó de un salto y desenvainó su espada. El jorobado tragó saliva cuando advirtió que tenía que agachar la cabeza para no darse con ella contra las vigas del techo.

—¡Sholeinar bendita, basta ya!

Gia levantó los brazos, entornó los párpados y los bandidos se quedaron paralizados en las posturas más inverosímiles. Múncher se llevaba las manos a la entrepierna y tenía los ojos tan abiertos que parecía que iban a desprenderse de sus cuencas. Valga se apoyaba en el suelo sobre un codo, con pedazos de carne, verdura y salsa rojiza deslizándose por sus mejillas. Archiduque componía una estampa intrépida, con el mandoble en posición de defensa y las piernas flexionadas; la mancha de humedad que se iba extendiendo poco a poco por sus pantalones deslucía un tanto la imagen. Faurn mantenía un brazo levantado y sus dedos nudosos sujetaban el hacha con firmeza. La joroba le colgaba del flanco derecho y por primera vez en su vida estaba erguido. En sus pequeños ojos de roedor se podía apreciar un brillo que bien podía ser de alegría.

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