Presagios y grietas (56 page)

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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

BOOK: Presagios y grietas
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—Me preocupa lo que se puedan encontrar por el camino —confesó Herdi—. Cuando desembarcamos en Las Cumbres, un puñado de exaltados trató de linchar a Haidornae y tuvimos que matar a varios de ellos. De no ser por la intervención de vuestro hermano todavía estaríamos combatiendo en los muelles.

—Los Hombres del hielo son nuestros enemigos —dijo Shilia con frialdad—. Esa chusma albina sabe perfectamente a lo que se expone si pisa nuestra provincia. El propio Érmider la hubiese cargado de cadenas de no ir acompañada por Weiff y Hanedugue.

Herdi se disponía a replicar cuando Dugui Sófolnierk carraspeó dando a entender que no lo hiciese. Los conflictos entre urdhonianos y higurnianos se remontaban a épocas demasiado lejanas para intentar razonar los motivos. Ninguna conversación de más de dos frases sobre ese tema podía acabar de modo amistoso.

—Según las últimas noticias, los sherekag y esos humanos sanguinarios que los acompañan se dirigen a Barlassen tras arrasar Zevlarev y Deffberg —expuso Dugui—. Hakan Vláffer ha tomado Umurth aprovechando que Hodomir Belshaier movilizó el grueso de su regimiento para asistir a los deffberguianos. El nordeste de la provincia está perdido pero no parece que vayan a invadir Thodien por el momento. Con suerte tus amigos podrán llegar al monasterio sin pisar zona de guerra.

El sonido estridente de los cuernos puso fin a la charla y Shilia Roggson levantó los brazos, mirando hacia arriba y maldiciendo con vehemencia.

—¡A buenas horas! —exclamó.

Érmider Hofften cruzaba en ese instante las puertas de la ciudad a la cabeza de una decena de jinetes equipados para el combate. El heredero del Cónsul saludaba con la mano a los ciudadanos mientras los mercaderes no apartaban la vista de las cabalgaduras, temerosos de que Hofften y sus hombres rematasen el trabajo que Svalk Roggson había empezado.

Shilia y los dos enanos les estaban esperando en el patio del castillo.

—¿Dónde está esa bestia peluda que tienes por esposo? —preguntó Érmider mientras desmontaba—. Traigo órdenes de padre y también infaustas noticias.

El guerrero se derramó por la cabeza el contenido de la jofaina que le tendía uno de los criados y sacudió el cuello salpicando a todos con la trenza que le brotaba de la nuca.

—Llegas tarde. Svalk ha marchado esta mañana hacía Barlassen al mando de cien jinetes y borracho como una cuba.

—Maldito imbécil. —Érmider lanzó la jofaina al suelo con un gesto de rabia—. ¡Weinar! ¡Vossk! ¡Salid de inmediato tras ese loco y obligadle a regresar! ¡Decidle que yo mismo le arrancaré las barbas si no obedece!

Los dos soldados azuzaron a sus caballos y atravesaron el portón al galope. El sonido de los cascos se fundió en la distancia con los alaridos de algún mercader despistado.

—¿Qué sucede, Intendente Hofften? —inquirió Herdi.

—Todo lo malo que puedas imaginar, enano —respondió Érmider con gravedad—. Hace cinco días llegó a Las Cumbres un mensajero de Callánther. El Cónsul Hemmierth solicita nuestra ayuda; parece ser que las tropas de Húguet Dashtalian han invadido Rex-Callantia junto a un ejército de miles de sherekag.

—¡Por los Abismos del Vil!

—Nunca mejor dicho, amigo —prosiguió el guerrero—. El Gran Demonio ha convertido Ciudad Imperio en un montón de ruinas. Los cadáveres se cuentan por millares, incluyendo la mayor parte de la Guardia Imperial y tres regimientos completos de los Gloriosos Devastadores. Por lo visto, el Emperador y los Barones también han muerto. En estos momentos ese Gishaag o Zelshaag o como se llame, descansa recostado entre los restos del palacio mientras los Gloriosos que quedan tratan inútilmente de expulsarlo de allí.

Herdi, Shilia y el Capataz Dugui escuchaban el relato sin atreverse a preguntar nada más por miedo a la respuesta.

—Ha llegado la ruina total y Rex-Higurn debe enfrentarla sin ayuda, hermanita. —Érmider tomó a Shilia por el hombro.

—¿Qué piensa hacer padre? —preguntó la dama.

—Ha partido con sus tropas hacia el vado del este del Ess. Un mensajero se dirige a Thodien para comunicar al Intendente Viltz que debe evacuar el territorio y reunirse con él en el vado. Allí acudirá también el regimiento de Rahanmark. La idea es impedir que crucen el paso entre las montañas; con suerte, padre contará con unos cuatro mil soldados y quizá un millar de montañeses. Apostados convenientemente creo que podrán resistir bastante tiempo.

—Pero el enemigo avanza hacia Barlassen —intervino el Capataz Dugui—. Si toman la ciudad, la lógica dice que su siguiente paso será atacar Múndger.

—Ahí entramos nosotros, Capataz —respondió Érmider—. Mi regimiento y el del Intendente Mortoff vienen hacia aquí y esperamos que los enanos de La Cantera enviéis algunos efectivos para apoyarnos. No debemos permitir que Múndger caiga. Si el enemigo consigue acceso marítimo al oeste de la provincia, la guerra estará perdida. Drano Sessir tiene orden de evacuar Barlassen pero se la ha pasado por el culo y dice que va a combatir. Eso nos dará algunos días para prepararnos, pero no muchos. Recemos para que mis hombres alcancen a tiempo a ese asno de Svalk.

—Puedes contar con tres mil hachas enanas y con todas las catapultas que podamos armar; además, La Cantera acogerá a los supervivientes si sois derrotados. Allí estaréis a salvo durante mucho tiempo.

—No esperaba menos, amigo Dugui, pero vamos a jugar a cara o cruz. Si el enemigo asedia Múndger, mi padre y sus tropas abandonaran el vado y atacarán por la retaguardia. En caso de que intenten traspasar el bloqueo de las montañas, seremos nosotros los que acudiremos en su ayuda. De un modo u otro, todas nuestras esperanzas pasan porque el enemigo no cruce el Ess. Como decía mi abuelo «Cuando un hombre sabe que la muerte lo ha elegido, mejor antes que después».

Mientras la ciudad de Múndger se preparaba para contener al terrible ejército invasor, el Capataz Dugui y los enanos que componían su escolta regresaban a La Cantera de Sófolni en un pequeño carromato tirado por dos ponis. Herdi Hérdierk los acompañaba, con tantas preguntas bailando en su mente que no sabía por cual empezar. Se decidió por la más obvia.

—¿Conoces bien a los humanos, Capataz?

—Oh, sólo a algunos —respondió el anciano entre risas—. Con ellos no se puede generalizar. Son en verdad la raza más maravillosa que existe.

La cara que puso Herdi provocó que Dugui Sófolnierk soltara una sonora carcajada.

—Bromeas —masculló el albañil.

—No bromeo, Herdi Hérdierk. Todavía eres muy joven y has crecido al margen de La Creación, como todos los enanos del este. Si Gorontherk te permite vivir tu ciclo completo, llegará un día en que comprenderás mis palabras.

—La situación no me hace albergar muchas esperanzas de completar mi ciclo —repuso Herdi—. ¿De verdad crees que una raza capaz asesinar a miles de los nuestros es maravillosa? ¿Una raza que se divierte contemplando cómo dos de los suyos se matan por unas monedas? ¿Una raza capaz de liberar a la Fuerza Primordial del Caos?

—Esos hechos terribles no son obra de ninguna raza, joven Hérdierk —le corrigió el anciano—. Son hechos, sin más.

—¡Hechos impensables en otros, Capataz! —insistió Herdi.

Dugui sonrió y poso su mano sobre el hombro del indignado constructor.

—La pasada Estación de las Lluvias cumplí cuatrocientos dos años. Ignoro cuantos más me corresponden pero mis piernas siguen siendo fuertes y mi brazo conserva todo su vigor. He vivido más de cuatro siglos en estas tierras; ya estaba aquí cuando sólo se llamaban Higurn, que como sabes significa Hogar en la antigua lengua.

Herdi no lo sabía pero no quiso interrumpir al anciano.

—En todo este tiempo he visto nacer, crecer y morir a cientos de miles de seres vivos. Animales, árboles, enanos y humanos, por supuesto. Humanos pequeños, poco más altos que nosotros, y gigantescos como los Hombres del hielo de Urdhon; humanos robustos como Érmider o enjutos como los sanguinarios prevalianos; humanos nobles como Dérigan Hofften y mezquinos como ese asesino, Fesserite; humanos admirables como Belvann I y despreciables como Belvann VI; humanos sumamente simples como Svalk Roggson o infinitamente complejos como Húguet Dashtalian; humanos que darían su vida por salvar las de sus hijos y humanos que los sacrificarían por salvar su propio pellejo; humanos creando maravillas y otros humanos destruyéndolas; humanos luchando entre ellos por dinero, tierras, justicia, libertad, por puro odio o por el amor más puro; humanos que me han hecho reír a carcajadas y también humanos que me han enfurecido… Todavía hoy, después de cuatrocientos años, sigo sin conocerlos. En realidad los humanos no son una raza. Son un conjunto de individuos tan distintos entre sí como una liebre…

—Y una serpiente. —Esta vez, Herdi sí le interrumpió—. Esa frase solía utilizarla el Capataz Brani y creo que también su padre, el Capataz Volgi. Gorontherk tenga a bien honrarlos a ambos.

—No tengo dudas de que así será. Eran nobles, justos y valientes.

—¿Los conociste?

—No tuve el placer pero, ¿acaso no lo somos todos los enanos? —respondió el anciano guiñándole un ojo.

26. La danza de las moscas

Baronía de Alssier, Tierras Imperiales

—Tengo orden de entregarlo personalmente al Emperador —zanjó el mensajero.

Guybert de Alssier se acarició la papada y recostó la espalda en su butaca. Empezaba a estar muy cansado y le costaba resistir la tentación de enviarlo todo a la mierda.

—Traed vino y queso —ordenó a sus criados—. Y tú siéntate, soldado.

—Perdonad, pero no pienso comer nada hasta que…

—Como cuando me place y me trae sin cuidado lo que pienses. Y puedes sentarte o permanecer de pie; eso tampoco me importa.

El mensajero se desconcertó por unos instantes pero no se movió de donde estaba. Se mantuvo firme y mirando al frente, con aquella expresión adusta que a Guybert le resultaba tan patética.

—Las noticias que nos llegan confirman que Belvann VI está muerto —comentó el noble con apatía—. Así como mi hermana la Emperatriz, mi padre el Barón de Alssier y todos los miembros del consejo. Yo soy lo más similar al Emperador que vas a encontrar —añadió con una sonrisa fugaz.

—¿El Emperador y el Consejo… muertos?

—Oh, espléndido; veo que empezamos a entendernos. Si me entregas ese mensaje seguro que avanzamos un poco más en nuestra interesante conversación.

Dos criados entraron en la sala y dejaron sobre la mesita de mármol una jarra de vino, dos copas y un queso gigantesco que invadió toda la estancia con su olor. El soldado le tendió el pergamino a su anfitrión y optó por sentarse.

Guybert de Alssier sirvió vino en ambas copas y desclavó del queso un cuchillo largo con el que cortó dos pedazos enormes. Como buen amante de la comida sabía muy bien administrar los tiempos, así que antes de empezar decidió leer el mensaje. A juzgar por la premura de su portador el contenido no sería agradable y no iba a correr el riesgo de que se le indigestase aquel queso sublime.

—¿Invasión? ¿Sherekag navegando? —No podía creer lo que leía pero nada alteraba su flema habitual—. En verdad corren tiempos extraños. Muy extraños.

—El Intendente de Haraissen apoya a nuestros enemigos, Señor. Sus tropas fueron las que tomaron Umurth. —El soldado ya había terminado su copa y parecía más tranquilo.

«La tranquilidad de la resignación», pensó Guybert mientras apuraba la suya.

—Prometí al Intendente Belshaier que entregaría la misiva en Ciudad Imperio ¿Ha caído la capital, Señor?

—La capital —murmuró Guybert mientras rellenaba las copas—. Me temo, soldado, que Ciudad Imperio ya no es una ciudad y que esto pronto dejará de llamarse Imperio.

En verdad, la situación no podía ser más caótica. O al menos así lo esperaba Guybert. La noticia del advenimiento del demonio sobrecogió a toda la provincia y los herederos de los Barones movilizaron sus tropas para hacer frente a la amenaza. Hasta el momento se habían limitado a merodear por los alrededores de la arrasada capital sin hacer otra cosa que mirar. Su hermano menor comandaba aquella farsa y según dijo, esperaban al regimiento de la Baronía de Varyd para planificar la ofensiva.

«Cómo si un centenar de idiotas más o menos supusiese diferencia alguna»

Al contrario que Guybert, Dellon de Alssier tenía ciertas aptitudes militares y su regimiento era el que guardaba la frontera con Rex-Higurn. El resto de las familias nobles sólo disponían de unos cuantos patanes con uniforme; cuando se presentaba alguna incidencia que implicase tomar las armas, el Barón de turno se lo comunicaba al Emperador y los Gloriosos Devastadores se encargaban de todo lo demás. Si ellos no habían podido expulsar a aquella criatura, la contribución de Dellon y su soldadesca no podía pasar de ser una anécdota cómica.

—Entonces el enemigo es aún más fuerte de lo que suponíamos —concluyó el soldado con tristeza.

—No te haces una idea, amigo mío.

Guybert devoraba el queso mientras reflexionaba sobre lo acontecido. Lo único que podía hacer era esperar, bien a que el monstruo decidiera arrasar otra cosa o bien a que miles de sherekag atacasen el puesto fronterizo. Ésta era la posibilidad que más le preocupaba ya que sobre la otra no tenía ningún control. Apenas contaba con cincuenta hombres para defender la Baronía y no de los más cualificados. Dellon se había llevado al resto para jugar a los guerreros con sus vecinos. Cuando constató que tampoco podía hacer nada si los invasores de Rex-Higurn decidían visitarle se sirvió otro pedazo de queso. Morir era una contrariedad pero en ningún caso le hacía perder el apetito.

—Higurniano, hoy compartirás mesa conmigo y comprobarás que la abundancia de mis carnes está más que justificada. En todo El Continente no hay mejores cocineros que los de mi padre, que El Grande lo tenga en su gloria.

El soldado dio un mordisco al queso y no tardó en cortarse otro trozo. Guybert tenía la habilidad de contagiar su cachaza a cuantos le rodeaban. En ese instante entró Selar, el mayordomo.

—Señor, el Hermano Bordian desea veros.

—Dile que vuelva mañana. Lo último que me apetece en este instante es hablar con ese pajarraco.

—Ha insistido mucho, Señor; parece estar algo trastornado.

—Me alegro de que se conserve tan bien pero no lo recibiré hoy. —Tras reflexionar un instante cambió de parecer—. Que pase, demonios. Haremos una buena pila de desgracias y después la regaremos con vino.

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