—El Cónsul Dashtalian me habló en su misiva de una escolta de treinta hombres —comentó con desdén—. Asumo que esa chusma lo son pero no cuento más que once.
—Nuestra misión no era dar escolta a nadie, Ministro —respondió Dainar—. Este barco debía devolvernos a Rex-Drebanin y no supimos hasta su llegada que compartiríamos viaje con vos y vuestro séquito. Éramos veintiocho y he perdido más hombres de los que esperaba pero creo que lo agradeceréis; muchos de los muertos tenían voces potentes y una destacada habilidad para blasfemar —agregó con sorna.
Dainar echaba de menos a varios de los fallecidos; saber que no volvería a escuchar el rotundo «¡Por lo más negro del agujero del culo del Grande!» que solía proferir el viejo Vónthir era algo que lo entristecía. Estaba pronunciando esas mismas palabras cuando la maza de uno de los gigantes albinos le desconchó la cabeza.
Perdió diecisiete hombres en aquella escaramuza y para colmo, algunos urdhonianos lograron escapar. Consiguieron abatir a ocho pero de no ser por la aparición de la Guardia Imperial, los Hombres del hielo hubiesen decorado el muelle de Puertoimperio con las entrañas de todos ellos. El joven del yelmo de tigre mató a Vónthir, a Sumbb y a dos más; peleaba como un demonio.
—Hágase la voluntad del Grande, entonces. —Vindress hizo una señal con la mano a los sacerdotes; todos se retiraron de la cubierta y descendieron por las escaleras mientras los mercenarios contemplaban divertidos aquella procesión de faldas, barbas y olor a lavanda.
—No esperaba que Húguet Dashtalian tuviese semejantes bestias a su servicio —comentó asqueado el Reverendo Goffus.
—Los mercenarios viven una vida de condenación que no contribuye sino a elevar el espíritu de los auténticos fieles —añadió con petulancia el Reverendo Sofex.
—De todos modos ya sabemos que no son lo más horrible que sirve a Dashtalian —dijo Vindress mientras preparaba los útiles de la ceremonia.
Días atrás, un joven sacerdote procedente de Vardanire notificó al Cónclave del Culto que debían abandonar a toda prisa Ciudad Imperio. Estallaba la guerra y se iba a lanzar un ataque devastador contra la capital del Continente. El Alto Padre ignoraba de dónde procedería la ofensiva pero esa misma tarde partió hacia Puertoimperio con el mensajero, los cinco Reverendos de la provincia y las más valiosas pertenencias del Culto. Aquello significaba posicionarse abiertamente a favor de Dashtalian y Vindress estaba habituado a moverse de un modo más sutil, pero el tono del mensaje no dejaba lugar a dudas. O se marchaban o perecerían.
De camino hacia Puertoimperio el carromato estuvo apunto de despeñarse por un desfiladero cuando los caballos divisaron la criatura que surcaba los cielos. Los sacerdotes permanecieron un buen rato arrodillados en el camino, rezando al Grande entre sollozos de pánico. Los rugidos que provenían del este los instaron a continuar el viaje a toda velocidad. Hasta que no subieron al barco no advirtieron la falta del joven mensajero; se había precipitado por la cañada y seguía allí, con el cuello partido y varios cuervos picoteando su cadáver.
Vindress iba a celebrar una ceremonia de contrición por cuarta vez desde que embarcaron. Los clérigos pensaban que era lo más adecuado, dada la naturaleza demoníaca del ser que habían visto y que sin duda había arrasado Ciudad Imperio. En realidad rezaban simplemente porque les confortaba el ritual; se sentían seguros, conocían las palabras y les servía para convencerse de que El Grande velaba por ellos. En caso contrario no estaba de más pedir perdón, aunque ni el mismo Alto Padre sabía bien por qué.
Los sacerdotes circundaron la pequeña estatua de oro que representaba a su dios, se arrodillaron y levantaron la cabeza con los ojos cerrados. Vindress alzó el incensario plateado y la bodega de la nave se llenó con aquel humo reconfortante, con el olor de la fe y con las palabras del anciano.
—¡Oh tú! ¡El más Grande! ¡El más sabio! ¡El Hacedor! —clamó.
—¡Oh tú! ¡El más Grande! ¡El más…!
La réplica de los Reverendos se vio interrumpida por el retumbar de pisotones sobre la escalera de madera. Pomveer irrumpió en medio de la ceremonia masticando un arenque seco.
—Puertociudad a la vista… ¡Burp! —El mercenario eructó y por un instante el olor a pescado se impuso al del incienso—. Cuando lo deseen sus reverencias, mis compañeros y yo les ayudaremos a embalar todo lo que…
Al percatarse de la furia que emanaba de los hombres de fe dejo de masticar, se inclinó con torpeza y se disculpó por la interrupción.
—Perdón, sus reverencias… Cuando terminen con… Bueno, cuando terminen me lo dicen y embalaremos todas sus cosas en menos que caga una gaviota.
El disgusto de los sacerdotes se agudizaba por momentos y el mercenario decidió marcharse, no sin antes hacer un último intento por congraciarse con los ancianos.
—¡Viva El Grande y viva el Culto! —Pomveer levantaba el puño con el que sujetaba el arenque y sonreía tras sus barbas desgreñadas y repletas de aceite.
Yuxtu-Sha, Rex-Callantia
Dehakha acariciaba el cuello de su montura mientras se reía. Le divertía la actitud de los drebanianos hacia ella y su ejército; confundían el salvajismo con la irracionalidad y ése era uno más de los muchos puntos débiles que tenían. La sherekag se había equivocado al suponer que todos serían como Dashtalian o el anciano Fesserite; la mayoría no se les parecía en nada.
—No necesitas repetírmelo, Estreigerd; ya estoy más familiarizada con vuestras costumbres. Mis guerreros tienen sus órdenes y te aseguro que las cumplirán. —Dehakha miraba al Mariscal a los ojos. Era el único que no le rehuía la mirada y por tanto, el único al que tenía cierto respeto.
—Así lo espero —respondió el humano con altivez—. La masacre de Timedebunte hace que nuestra campaña empiece con un lastre añadido.
—¿Lastre? Quizá sin eso que llamas lastre, tus congéneres de ahí dentro nos recibirían de un modo muy diferente.
Estreigerd no respondió. Pese al deshonor implícito, la guerrera tenía su parte de razón. Además, todas las bajas que sufrieron en el asedio salieron de las filas de los sherekag; los ejércitos de Rex-Drebanin no perdieron ni un insignificante miliciano. Debía estar satisfecho pero era él quien ostentaba el mando; el comportamiento de los salvajes de Dehakha lo salpicaba.
Las tropas del Intendente Solomoza resistieron apenas media jornada y colgaron de la muralla principal el estandarte del Grande en señal de rendición. Los sherekag ignoraron por completo el hecho, asaltaron el castillo y descuartizaron a todos, incluido el Intendente. Su cabeza decoraba el estandarte que portaba Dehakha.
De camino a Yuxtu-Sha encontraron todas las aldeas desiertas y la enseña del Grande pendiendo de las murallas del castillo de la Intendencia. Sin duda se había corrido la voz; la brutalidad de los sherekag iba a evitar matanzas innecesarias siempre que respetasen la rendición de sus enemigos, algo de lo que el Mariscal no terminaba de estar muy convencido.
—Me sorprende que Turanze rinda el castillo sin luchar —comentó Wego Momanague—. Timedebunte no son más que unos acres de selva y cuatro chamizos de pastores pero Yuxtu-Sha tiene uno de los regimientos más fuertes de Rex-Callantia y mucho que perder. No me fío, Mariscal.
Momanague era el Intendente de Dsamo, el territorio colindante, y también un viejo amigo de Húguet Dashtalian. Sus tropas se encargaban de cubrir el flanco norte de posibles intervenciones de los regimientos de Zissaka y Pipe mientras el Intendente y una cincuentena de sus mejores arqueros se sumaban al asedio de Yuxtu-Sha. El castillo y el control de las minas de la Montaña del Destello serían su premio.
Drehaen Estreigerd, la Jefa Dehakha y el Intendente Momanague cabalgaban hacia el castillo para negociar las condiciones de su rendición. Tras ellos avanzaban los cincuenta arqueros de Dsamo, una decena de sherekag y otra de jinetes de Rex-Drebanin encabezados por Rodl Ragantire, cuyas narices siempre estaban en vanguardia cuando no había que combatir.
La fortaleza de Gisaar Turanze no tenía nada que ver con el pequeño castillo de Timedebunte. Una muralla de cincuenta pies de altura rodeaba toda la construcción, salpicada por multitud de troneras y coronada por torreones sobre los que descansaban grandes calderos humeantes, sin duda repletos de brea, agua o cualquier otro líquido hirviendo. La fachada estaba enlucida con cal y no había un solo resquicio que permitiese a los sherekag trepar por ella. Las almenas eran inusualmente anchas y se apelotonaban una al lado de la otra dejando el espacio justo para apostar un arquero no demasiado corpulento. La parte trasera la cubría la ladera de la Montaña del Destello, conectada a la fortaleza mediante una serie de puentes colgantes por los que se veía transitar centenares de pequeñas figuras que arrastraban carretillas y cargaban bultos.
—¡Alto! —ordenó el Mariscal.
El grupo se detuvo y Rodl Ragantire aprovechó para adelantarse y situar su caballo junto al de Estreigerd.
—¿A que esperamos, Drehaen? —inquirió mientras se llevaba la mano al trasero; la armadura y el caballo eran una tortura indescriptible para sus posaderas—. Tomemos cuanto antes ese castillo y aprovechemos para tomar también un merecido descanso. Los hombres empiezan a quejarse y…
—Es un modo muy extraño de rendirse, cierto —comentó Estreigerd ignorando por completo los gimoteos de Ragantire—. No veo un solo arquero en las troneras pero los calderos de las torres echan humo y los mineros de esa montaña siguen trabajando.
—Gisaar Turanze es con toda probabilidad el hombre más rico del Continente, Mariscal —dijo Wego Momanague—. Ignoro de cuantos hombres dispone pero no serán menos de cinco mil; tal número parapetado tras esas murallas le permitirá contenernos un tiempo considerable. En el caso de perder la fortaleza Turanze se retiraría a las minas, donde podría resistir lo suficiente para que lleguen refuerzos del resto de la provincia. Tomar Yuxtu-Sha es media guerra ganada; no tiene ningún sentido que se rinda sin presentar batalla.
—Pero ha colgado ese trapo sagrado que utilizáis —terció Dehakha en tono burlón—. Me habéis repetido con insistencia que traicionar su significado es el más indigno deshonor ¿Debo pensar que lo ha puesto ahí para que se seque después de un lavado?
Los guerreros sherekag rieron con estruendo el comentario de su Jefa mientras Estreigerd reflexionaba la ácida verdad de sus palabras.
—Supongo que querrá parlamentar. Yo haría lo mismo en su lugar. —Rodl Ragantire manifestaba una opinión que nadie le había pedido.
—Ninguno de nosotros es tan estúpido como para charlar bajo esas torres. —Las palabras del Mariscal excluían a Ragnatire aunque éste no pareció apercibirse, ocupado en recolocar su trasero sobre la silla de montar.
En aquel instante se abrió una pequeña portezuela situada en medio del gigantesco portón de entrada y un jinete salió de la fortaleza. Tras gritar algunas instrucciones a los vigilantes, emprendió el galope en dirección a la avanzadilla enemiga. Vestía varias piezas de acero brillante, incluido un yelmo rematado por un penacho de plumas blancas. En su mano derecha portaba el estandarte del Grande. Cuando alcanzó su posición se detuvo y levantó el pendón a modo de saludo.
—Mi Señor el Intendente Turanze quiere parlamentar con vosotros, extranjeros —dijo el guerrero mirando con desprecio a Wego Momanague—. No deseamos que se derrame sangre y estamos dispuestos a ceder a vuestras demandas, siempre y cuando se atengan a la lógica.
El caballo de Estreigerd trotó hasta interponerse entre el del mensajero y el del Intendente de Dsamo.
—Tu señor es muy orgulloso y tú muy arrogante. Soy Drehaen Estreigerd, Gran Mariscal de los Ejércitos de Húguet Dashtalian, futuro Emperador del Continente. Yo comando estas tropas y es a mí a quien debe dirigirse tu señor. En vez de eso te envía a ti escondido tras la enseña del Grande y poniendo condiciones sin asomo de respeto.
—No debo respeto alguno a quien amenaza a mi pueblo; gustosamente sustituiré esta bandera por mi espada si me dais vuestra palabra de batiros conmigo en un combate justo. —El jinete atravesaba con la mirada al sorprendido Mariscal—. Pero antes he de cumplir mis órdenes. El Intendente Turanze no abandonará bajo ningún concepto el castillo, pero se entrevistará con el Comandante de este ejército bajo las murallas. Si sois vos, tal y como decís, pues con vos entonces. Podemos luchar después.
Estreigerd sonrió. Ése era el tipo de hombres que le gustaban.
A diferencia de las tropas que protegían Timedebunte, que vestían pieles y alguna cota de malla herrumbrosa, aquel guerrero iba bien equipado. De su cinto pendía una espada curva, con la cabeza de un león rematando la empuñadura. Entre las hombreras de acero y los guanteletes de anillas se veían unos brazos fuertes y musculosos. El brillo de sus ojos dejaba claro que ninguno de los presentes lo intimidaba en absoluto; miraba a los sherekag con una repulsa sólo superada por la que le profesaba a su paisano Momanague. Si todos los hombres al servicio de Gisaar Turanze eran como aquel, el asedio iba a ser una tarea harto complicada.
—Por El Grande que tu valor es de admirar —dijo Estreigerd—. Casi tanto como tu insolencia. No he venido aquí para batirme con el primer desconocido pendenciero que aparezca; dime tu nombre y yo te daré mi palabra de que si nos encontramos en batalla ninguno de mis hombres interferirá.
—Soy Iahemju, Capitán del Regimiento de Yuxtu-Sha y si nuestras espadas se cruzasen en combate mis guerreros se mantendrán al margen, yo también te lo garantizo —repuso el callantiano.
—Eres mi enemigo pero no dudo de tu honor, Iahemju —terció Wego Momanague—. En cambio no confío en esa rata que tienes por Señor; lo creo muy capaz de traicionar lo que simboliza ese distintivo y descargar sobre nosotros una lluvia de flechas y agua hirviendo en cuanto estemos bajo esas murallas tras las que se oculta.
—Enviad al más insignificante de vuestros soldados escoltado por algunas de esas bestias, si tanto miedo tenéis —dijo Iahemju señalando con la cabeza a los sherekag—. Por mi parte, sólo puedo daros la total garantía de que los calderos no derramarán su contenido y ni un solo arquero se asomará por las troneras. Es la palabra de mi Señor.
Dicho esto saludó a Drehaen con una inclinación de cabeza, espoleó su montura y emprendió el galope de regreso a la fortaleza.
—Un humano valiente —afirmó Dehakha—. Espero encontrármelo antes que tú, Estreigerd. Será todo un placer ensartar su cabeza en mi estandarte.