«Y también yo», pensó.
De inmediato notó como su rostro empezaba a enrojecer, bajó la cabeza y se avergonzó de sí misma.
Consulado Imperial, Vardanire
—Y eso trae consigo los cambios climáticos. Es un ciclo, como has visto; se repite año tras año, indefectiblemente —concluyó Véller.
El anciano maestro se dio la vuelta y comprobó que su pupilo no estaba prestándole la más mínima atención. Porcius, asomado a la ventana, miraba a la Guardia realizar sus ejercicios semanales. No eran cómo aquellos fornidos luchadores del Círculo pero le servían para distraerse. Había un joven recluta de piernas largas y cabello oscuro que le resultaba muy atractivo; esa misma tarde haría que se lo presentasen.
—Tu inconsciencia es irritante, Porcius ¡Por toda La Creación, tu poder no es una frivolidad más de las muchas con las que te diviertes!
—¿Mi poder? —replicó el joven—. ¿Qué tiene de divertido eso que tú llamas poder? ¿No ser capaz de dormir es un poder? ¿Oír voces en mi cabeza es divertido? ¡Qué sabrás tú, Véller!
—Todo eso no sucedería si te aplicases en tus estudios. No comprendes lo que eres y no te importa lo más mínimo. Estás ligado a las Fuerzas Primordiales de La Creación; fluyen a través de ti. Debes entenderlas para poder manejarlas y lo más importante, para que ellas no te manejen a ti.
—Llevó oyendo las mismas sandeces desde que era un niño. Fuerzas Primordiales y todas esas pamplinas. Nada de lo que dices o haces supone la más mínima diferencia.
Porcius escuchaba voces desde que tenía uso de razón. No le decían nada que tuviese sentido y pensó en un principio que era algo natural, que les sucedía a todos.
—Lo que oyes es el mundo que te rodea —le había dicho el anciano—. La naturaleza se comunica con todos los seres vivos, pero sólo algunos humanos son capaces de percibirlo. Tú eres uno de ellos, Porcius, y por eso estoy aquí; te enseñaré a escuchar esas voces, a entenderlas, a pedirles que no hablen si tú no quieres. Aprenderás cuál es el lugar que te corresponde dentro de la grandeza La Creación.
Pero aquello era mentira. En los años siguientes, lo único que Véller hizo fue aburrirle con estupideces parecidas a aquella de los cambios climáticos. Cosas sobre los Nar, la naturaleza, el cuerpo humano, la historia del Continente, algo que él llamaba filosofía y toda una sarta de memeces que detestaba. Hasta que cumplió los quince su hermana los acompañaba en las lecciones; ella sí parecía muy interesada en las chácharas del viejo. Le preguntaba cosas con frecuencia y pasaba muchas horas leyendo libros de la biblioteca del Consulado. Llegado el momento Lehelia dejó de asistir y Porcius hubo de enfrentarse solo a aquella insoportable verborrea, todos los días durante cuatro horas que se le hacían interminables. Fue precisamente en esa época cuando empezó a entender algunas de las cosas que decían las voces; una de ellas, en concreto.
«Tú podrás. Tú podrás. Tú podrás…».
Lo que antes sólo era un murmullo uniforme se transformó en una seria molestia. La voz hablaba en los momentos más inesperados y lo torturaban unas migrañas atroces, bien estuviese durmiendo, aguantando las lecciones de Véller o acostado con alguno de sus amantes; pensaba que se iba a volver loco. Cuando le planteó la cuestión a su maestro, aquel vejestorio envanecido lo único que hizo fue insistir una vez más en que se aplicase en sus estudios. Durante una temporada trató de hacerlo, pero no dio resultado. La voz seguía atormentándolo, sobre todo cuando dormía.
La situación empeoró. Empezaron a asaltarlo pesadillas espeluznantes en las que un ser monstruoso lo despedazaba mientras aquella voz no cesaba de repetir «Ve a Urdhon», «Encuéntralo». Véller intentó, sin éxito, algo que él llamaba hipnosis y le preparó varios brebajes que debían ayudarlo a dormir, pero noche tras noche se despertaba chillando.
Estaba tan atormentado que terminó por derrumbarse entre sollozos delante de su hermana. Para su sorpresa, donde esperaba burlas y desprecio encontró interés y comprensión. Cuando le describió sus pesadillas, Lehelia lo llevó en presencia de su padre. Dos días después partían hacia el otro extremo del Continente; hacía Urdhon, en busca que aquello que la voz le pedía que encontrase.
—Pensé que la experiencia que tuvimos en aquella caverna de hielo serviría para hacerte reconsiderar —dijo Véller—, pero veo que sigues sin entender nada. Tienes en tu poder un objeto imbuido y te comportas como un niño caprichoso que no quiere comerse la cena. No sabes el riesgo que estás corriendo.
—¿Y tú sí lo sabes? Ilústrame, querido Maestro.
—Sólo sé que ese orbe contiene un poder mucho mayor del que yo pueda manejar. Tú quizá lo lograrías si no te obcecases en mantener esa actitud infantil. Ese objeto podría acabar con tu vida y seguirás corriendo ese riesgo hasta que no decidas tomártela en serio.
El joven soltó una carcajada casi femenina y volvió a mirar por la ventana, desentendiéndose del anciano.
—Ya no tengo doce años, Véller; tus historias fatalistas no me asustan. Quizá tenga mucho más control del que puedas pensar sobre lo que tú llamas «mis poderes» —se jactó mientras toqueteaba el contenido de uno de sus bolsillos.
Cuando encontraron el orbe, tras escapar de los horrores que habitaban en la cueva, la voz se calló de repente. Desapareció. Durante más de un año Porcius pudo dormir tranquilo, convencido de que aquello había terminado al fin. Se equivocaba. La voz volvió, esta vez acompañada por otra mucho más inquietante. Repetían día y noche «Búscame» «Te espero». Sin decir nada a Véller, acudió directamente a su padre.
—Haz llamar a tu hermana —dijo el Cónsul—. Mañana mismo salís de viaje.
No quería ir a ninguna parte; después de lo sucedido en Urdhon sentía auténtico pánico al pensar dónde podían llevarle esta vez aquellas voces escalofriantes. Su padre se mostró inflexible.
Porcius, Lehelia y ese figurín engreído del Capitán Estreigerd se embarcaron en una nave mercante propiedad de Lóther Meleister. Húguet tuvo el buen criterio de ordenar a Mough que les acompañase; aquel bruto podía matar a cinco hombres de un solo golpe y su presencia era más que tranquilizadora. Llevaban consigo el orbe, que emitía señales brillantes y les iba indicando el rumbo que debían tomar. Por fin, en una isla del archipiélago del oeste, en el interior de una cripta oculta bajo la tierra, Porcius Dashtalian se encontró cara a cara con las voces de sus pesadillas. Jamás había sentido tanto miedo pero la experiencia le sirvió para darse cuenta del alcance de su poder latente.
—Te haces viejo, Véller —se burló—. Va siendo hora de que dejes de intentar explicarme lo que yo siento y tú no has sentido en toda tu larga y estudiosa vida.
El anciano lo escuchaba con preocupación. Cuando su pupilo se ausentó durante cinco semanas en un presunto viaje oficial a Rex-Higurn ya sospechó que había algo detrás. No le permitieron acompañarlo alegando que era una visita de Estado y su papel no se entendería. Por lo visto iba en representación de su padre para invitar al Cónsul Hofften a los esponsales de Hígemtar.
Véller sabía que le estaban mintiendo; no era la primera vez, de hecho lo hacían a menudo, así que decidió no darle demasiada importancia. Pero cuando Porcius regresó algo en él había cambiado; no podía especificar el qué pero conocía al chico desde que tenía apenas dos años y empezaba a comportarse de un modo muy extraño. Se volvió todavía más impertinente, hablaba con una suficiencia desmesurada y cada vez le mostraba menos respeto. Además, no se separaba en ningún momento del orbe.
El anciano decidió consultar los escritos antiguos en busca de pistas que pudiesen esclarecerle el origen de aquella esfera. En ocasiones, aunque muy raras, objetos inverosímiles manifestaban ser portadores del Poder Primordial. La Orden tenía constancia de la existencia de rocas, amuletos, pedazos de madera e incluso líquidos imbuidos de las fuerzas de La Creación. En el monasterio se conservaban algunos pero la mayoría se los llevaron los Nar cuando se exiliaron a Alhawan. Tras varios días de lectura incesante, en el manuscrito más inesperado Véller dio con lo que podría ser la respuesta. Se horrorizó de tal modo que envió un mensaje al Templo de La Orden, explicando los hechos y pidiendo instrucciones; aún no había recibido respuesta. En aquel momento se arrepentía de haber utilizado el correo Imperial y temía que la carta hubiese sido interceptada antes siquiera de salir de Vardanire.
Los guerreros. Debió enviarlos a ellos.
«Eres un viejo estúpido», pensó. Después de tantos años había llegado a olvidarse por completo de su existencia. «Mil veces estúpido», concluyó.
Con el tiempo sus sospechas se fueron acrecentando y esta vez decidió notificarlas directamente al Pueblo Antiguo. Era un hecho sin precedentes pero la situación tampoco los tenía y de cualquier modo lo superaba por completo. Ya habían transcurrido más de cuatro meses desde que aquella lechuza acudiera a su ventana; el anciano Custodio empezaba a temer que lo habían ignorado. O quizá simplemente sus conclusiones fuese erróneas. Sí, eso era lo más probable.
«Probabilidades…posibilidades. Términos confusos», pensó. «Quizás soy demasiado pretencioso; y demasiado viejo».
—Bien, en ese caso creo que la lección ha terminado por hoy. Si necesitas algo de mí, estaré en mi estudio. —Dicho esto, recogió airadamente sus libros y abandonó la habitación.
En cuanto Véller desapareció Porcius empezó a notar un cosquilleo en el muslo. Se llevó la mano al bolsillo y sacó de él la esfera, que brillaba con intensidad. No pudo reprimir una risita; se sentía poderoso o al menos, mucho más poderoso que su avejentado tutor. Sin perder más tiempo se levantó y aseguró la puerta con el pestillo de hierro. Tras cerciorarse de que no iba a ser interrumpido, levantó el orbe y lo situó a la altura de sus ojos.
—Te escucho —dijo con solemnidad.
El resplandor rojizo que irradiaba el objeto invadió por completo la habitación.
Castillo del Intendente, Bádervin
Rodl Ragantire examinó cada pieza de fruta de la enorme cesta que presidía la mesa. Había dispuesto las viandas más refinadas y descorchado una botella de un vino callantiano finísimo aunque sabía que todo aquello era una pérdida de tiempo; su invitado no probaría bocado y apenas bebería un trago sin saborearlo siquiera. Quizá cogiese algo de fruta; era de lo único que parecía alimentarse aquel viejo ruin. Debía asegurarse de que cada una de las piezas estuviese en perfecto estado, sin picaduras o cualquier imperfección externa que pudiese desagradarle.
—Señor, el Intendente Fesserite acaba de llegar —informó un criado.
—Hazle pasar, imbécil. No necesitas anunciarlo.
El sirviente se retiró molesto y a los pocos segundos volvió a entrar acompañado por el anciano y su inseparable Dahenge.
—Querido Vlad, mi humilde castillo lo es a partir de hoy un poco menos ¿A qué debo tan honorable visita? —Ragantire hablaba con el empalagoso tono protocolario que le gustaba emplear en aquellas ocasiones. Estaba convencido de que resultaba encantador y le facilitaba las relaciones sociales pero en realidad era muy desagradable para todos; tanto como podría serlo escuchar a un cuervo imitando el modo de cantar de un jilguero.
—Si me lo preguntas, Rodl, sólo puede ser por dos razones —respondió el anciano—. O intentas parecer hospitalario, algo que no consigues, o intentas parecer un idiota. Esto último sí lo logras, sea o no tu intención.
El criado no pudo evitar sonreírse ante el comentario del viejo y a duras penas logró retirarse de la sala sin estallar en carcajadas. Ragantire cambió la expresión de su rostro adoptando una actitud ofendida; no se atrevía a replicarle y le incomodaba mucho que en su propia casa lo humillasen de ese modo. Con fría cortesía le hizo una indicación a Fesserite para que tomase asiento.
—¿Qué novedades hay? —preguntó mientras servía dos copas de vino.
—Ya está todo en marcha. —Vlad cogió un melocotón de la cesta—. Húguet regresará pronto de Rex-Preval y si todo ha ido como esperamos, la mayoría de los Señoríos estarán con nosotros. Barr cederá el mando de la guarnición de Ahaun a su sobrino, cosa que le honra, por otra parte. —Se quedó observando el melocotón con gesto contrariado—. Según tengo entendido, ese joven está muy cualificado y Hégar no es más que un animal.
Rodl miraba el melocotón y cruzaba los dedos porque fuese del gusto del viejo; de no ser así se podía ir preparando para otra impertinencia. Respiró aliviado cuando vio que Fesserite empezaba a pelar la fruta con un cuchillo.
—La mitad de los enanos de La Cantera ya no existe —prosiguió—. La otra mitad dejará de existir pronto. Ese petimetre amigo de Porcius lo ha hecho muy bien; no sólo eliminó a Binner sino que ahora mismo está allí dentro, con los pequeños bastardos.
—Espléndido, espléndido —celebró Rodl mientras se servía unos higadillos de codorniz caramelizados; costaban una fortuna y era una lástima que se echasen a perder.
Vlad examinó el melocotón ya totalmente pelado; con un gesto de repulsa lo arrojó al cubo de desperdicios y provocó que a Rodl se le atragantasen los higadillos.
—Hasta la fruta está podrida en este castillo, por el pellejo del Grande —refunfuño el anciano. Apostado tras él con los brazos cruzados, Dahenge sonreía.
—Escúchame bien, Rodl. Quiero que vigiles con extremado celo tus fronteras y que te asegures de que ningún enano sale vivo de Rex-Drebanin. Eso nos causaría problemas a todos ¿Me has entendido?
Ragantire lo miraba de reojo deseando que en ese mismo instante se parase su arrugado corazón y muriese de una vez. A todas luces era su igual y no tenía motivos para tratarlo como a un vasallo. Por desgracia su posición de poder era muy superior y las alianzas que había establecido obligaban a Rodl a obedecer sin rechistar; de lo contrario corría el riesgo de que tanto él como sus territorios acabasen siendo pasto de los sherekag.
—Creí que habías dicho que los enanos ya no existían —replicó con cinismo.
—No seas necio. Mis hombres aún están quemando cadáveres mientras los sherekag peinan el bosque buscando supervivientes; lo más probable es que los pocos que queden intenten regresar a su montaña, pero quizá algunos decidan partir hacía Rex-Higurn y pedir ayuda a sus primos. Eso hay que evitarlo por todos los medios.
Rodl asintió mientras masticaba un pedazo de anguila. De súbito, recordó algo que había llegado a sus oídos esa misma mañana.