Presagios y grietas (20 page)

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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

BOOK: Presagios y grietas
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Su padre parecía sobrellevar mejor las dificultades del viaje. Aunque nadie describiría a Húguet Dashtalian como un hombre de armas, en su juventud se aplicó a conciencia en el adiestramiento correspondiente al cargo que ostentaba; como resultado era un excelente jinete y también poseía dotes reseñables para la esgrima, el tiro con arco y la navegación. En ese aspecto era muy parecido a Hígemtar. Lehelia había heredado su inteligencia, su ambición y sus habilidades dialécticas. Porcius, por el contrario, no presentaba ninguna de las virtudes de su padre pero sobre él recaía la mayor responsabilidad; de él dependía el éxito de todo aquello por lo que Húguet llevaba años trabajando.

El Cónsul había decidido que fuese Lehelia quien lo acompañase en aquel viaje. Aunque en determinados círculos era un secreto a voces, ratificaba sus proyectos para el lejano pero ineludible trámite de su sucesión.

—¡Nos estamos desviando del trayecto! —La lluvia y el chapoteo de los caballos sobre el barro obligaban a Húguet a levantar mucho la voz.

—¡Hemos de dirigirnos al este, Señor! —respondió el jefe de la escolta—. ¡Si seguimos por ahí nos meteremos de lleno en el Señorío de Bádmork! ¡Están en guerra! ¡Nos abatirían en cuanto nos avistasen!

Rex-Preval se difuminaba entre la niebla, cubierta por espesas nubes que descargaban tormentas atroces que solían durar días. La tercera parte del territorio la ocupaban Los Pantanos de la Herida, una vasta extensión de lodo y vegetación que se expandía por todo el oeste de la provincia. El resto era un permanente campo de batalla, húmedo, confuso y resbaladizo. Atravesarlo era una tarea algo más que compleja; cada viaje que Húguet había realizado a aquellos parajes la ruta para llegar al Consulado Imperial fue completamente distinta.

Aunque Rex-Preval pertenecía al Imperio, su sistema de gobierno y su estructura social no tenían nada que ver con las demás provincias. Los diferentes territorios estaban gobernados desde tiempos ancestrales por los llamados Señores de la Guerra; éstos no eran elegidos por el pueblo, como supuestamente sucedía en el resto del Continente, sino que ostentaban sus cargos de modo vitalicio y los transmitían de padres a hijos. Fue la condición innegociable que pusieron cuando, tras La Gran Guerra, las agrestes tierras de Preval aceptaron unirse al recién creado Imperio.

Diez familias dominaban la provincia y la mantenían sumida en constantes conflictos territoriales; las alianzas entre los Señores cambiaban con asiduidad y en uno u otro punto del mapa siempre había algún motivo para que dos, tres o más familias se disputasen con las armas los derechos más inverosímiles. Un Cónsul Imperial ostentaba el cargo de máximo gobernante pero su influencia se limitaba a mediar en las disputas de modo testimonial.

—¡Tenemos un salvoconducto! —chilló Lehelia para arrepentirse de inmediato de haberlo hecho.

El sonido de su voz se fundía con el del viento, con el contumaz aguacero y con el repiqueteo de decenas pezuñas chocando contra la piedra y el barro. Apenas era un lamento, débil y apagado. Por un instante se sintió una niña pequeña y deseó con todas sus fuerzas que ninguno de aquellos bárbaros la hubiese oído; las carcajadas del jinete que cabalgaba a su derecha confirmaron lo contrario.

—¡Nosotros también, señorita! —bramó el guerrero al tiempo que le mostraba un hacha mellada y enorme; las gotas de lluvia se tornaban de color ocre al deslizarse por el acero oxidado—. ¡Aquí todo el mundo los lleva!

Dos de sus compañeros secundaron las risas y Lehelia notó cómo empezaba a arderle el rostro bajo la capucha.

Los prevalianos vivían para la batalla y todos los varones sanos eran reclutados para servir en el ejército de su Señor en cuanto cumplían los diecisiete años; en realidad seleccionaban a cualquier muchacho que tuviese fuerza suficiente para levantar una espada. Los más capacitados permanecían en el ejército hasta que la edad los licenciaba y se reincorporaban a una vida civil que podía llegar a ser mucho más dura.

Los campos, los oficios artesanales y en general todos los trabajos estaban a cargo de las mujeres, los niños, los tullidos y los ancianos, que eran explotados sin piedad con tributos, impuestos y toda clase de prebendas. Como consecuencia, la población de Rex-Preval se distribuía en multitud de pequeñas aldeas dispersas, que un día pertenecían a un Señorío y meses después formaban parte de otro, con la correspondiente matanza de aldeanos, violación de sus mujeres y saqueo y quema de sus posesiones.

Al norte, en una cordillera montañosa llamada Picos Alzados, estaba el reino enano de La Cantera de Vredi. El único paso existente entre las montañas estaba siempre cerrado; los enanos habían construido una muralla gigantesca que los protegía de las casi seguras incursiones de los Señores de la Guerra. La Cantera estaba totalmente aislada y podía incluso considerarse un territorio independiente del resto de la provincia.

—¡Queda poco menos de una legua, Señor! —bramó el cabecilla prevaliano.

El grupo prosiguió su galopada internándose en el Señorío de Vóltzkerr, en cuyo castillo se detuvieron para hacer noche y cambiar sus monturas. El propio Gérimar Vóltzkerr salió a recibirles con los brazos abiertos. Era un hombre bajo, muy fornido pero entrado en carnes. Iba descalzo y vestía un camisón raído de color indescifrable, con enormes manchas de sudor apelmazado en la zona de las axilas. Estaba totalmente borracho y trastabilló con torpeza cuando trató de hacer una reverencia. Húguet le estrechó la mano con una diplomática sonrisa y Voltzkerr respondió dándole una palmada en la espalda acompañada de una carcajada beoda. Al pasar junto a él, Lehelia lo saludó con una inclinación de cabeza tratando de mantener la distancia.

El sureste de Rex-Preval pasaba por un periodo de tranquilidad inusual; desde hacía un par de años, los Señoríos de Drávenark, Vóltzkerr y Khumtaierr tenían una alianza oficiosa con la familia más fuerte de la provincia, los Barr. Su Señor era sobrino de Hégar Barr que treinta años antes, tras la invasión de Ahaun y su ratificación como Intendente, legó el gobierno del Señorío a su ya fallecido hermano Búthar.

Skráver, el mayor de sus hijos, era en aquel momento el Señor más poderoso y respetado de Rex-Preval pero, para sorpresa del Cónsul Góller y del resto de Señores, llevaba años sin hacer ningún movimiento hostil; incluso había llegado a acuerdos con las familias vecinas, mostrando unas capacidades políticas inusuales. En eso no se parecía a su padre y mucho menos a su tío Hégar, un bruto analfabeto que sólo sabía matar, comer y fornicar.

Cuando las primeras luces del día se intuyeron entre los nubarrones, los Dashtalian y su escolta reanudaron el viaje. Se dirigían al Consulado Imperial y para llegar debían escorarse hacia el este, evitando las zonas de conflicto.

En aquel momento atravesaban un terreno pedregoso que los obligaba a aminorar la marcha. Húguet dejó que la montura de su hija se situase junto a la suya y aprovechó para comentarle algo interesante que había observado.

—Cuán distintos son estos hombres de nuestra Guardia del Consulado, ¿no te parece, Lehelia?

La dama se tomó unos instantes para contestar; sabía perfectamente hacia donde iba a ir aquella conversación y no tenía ningunas ganas de tocar el tema.

—En efecto —respondió al fin—. Aquí los uniformes son pellejos de animales y las guarniciones las componen animales igualmente. El estercolero en el que nos hemos hospedado no era digno ni de las putas de Las Ratoneras y ese patán ebrio que se hace llamar Señor olía peor que un porquerizo.

La apariencia de la escolta que les habían proporcionado ratificaba sus palabras. Vestían pieles de osos, lobos y reptiles del pantano alternadas con piezas de acero tan herrumbroso que parecían de madera. Adornaban sus cabelleras con huesos y dientes de diversas bestias y portaban collares, pendientes y pulseras de los mismos materiales. Eran hombres rudos, fibrosos, de bigotes finos y barbas cortas, no por cuestiones estéticas sino porque la mayoría eran lampiños; dejaban crecer el escaso vello de sus caras durante toda su vida y raro era el caso en el que llegaba a sobrepasar sus barbillas. Sus modales eran inexistentes y durante todo el viaje Lehelia había estado esquivando miradas lascivas y sonrisas lobunas. Por supuesto ninguno osaba dirigirle la palabra pero ella era mujer y estaban en Rex-Preval; no se podía mostrar un trozo de carne a un perro y pretender que al animal no se acercase a olfatearlo.

—Estas gentes están muy embrutecidas pero son guerreros formidables, con toda probabilidad los más temibles del Continente. Sería injusto pedirles que tuviesen además un comportamiento refinado; aunque el joven Barr me parece un muchacho muy inteligente dentro de su inevitable brutalidad, claro está.

Hughet sacaba el tema sin tapujos pese al intento de Lehelia por desviarlo en la dirección contraria. No tenía más remedio que responder y hacerlo con sinceridad; de lo contrario se mostraría débil ante su padre y era algo que detestaba.

—Sí —respondió cortante—. Parece un hombre bastante capacitado.

El Cónsul sonrió con malicia; sabía que su hija se había quedado muy impresionada cuando le presentaron a Skráver Barr. El joven Señor era un hombre de entre veinte y treinta años, delgado y erguido como una lanza, por el que sus guerreros profesaban auténtica veneración. Una cabellera negra, larga y espesa coronaba un rostro anguloso de pómulos marcados en el que se advertía una determinación absoluta. Sus ojos rasgados eran aún más negros que sus cabellos y un bigote ínfimo salpicaba sus mejillas allí dónde se intuía que deberían estar los hoyuelos. Su nariz esbelta de tabique largo, su barbilla afilada y la expresión firme de sus labios componían un semblante provocador que recordaba a una espada desenvainada.

—Oh, sí —admitió Húguet—. Muy capacitado, diría yo. Nada que ver con la bestia que tiene por tío. No me cabe duda de que ese chico es el líder que estos salvajes no han conocido; en sus manos está el llegar un día a unificar la provincia.

«Y no apesta», pensó Lehelia.

Su estampa era la de un auténtico líder. Pese a ser probablemente analfabeto, conversaba con fluidez sobre los temas más complejos con un hombre tan preparado como Húguet Dashtalian, que parecía tener muy en cuenta el punto de vista del joven guerrero. Su postura frente a él era la de un igual; se diría incluso que la de un superior. Lehelia nunca había conocido a ningún hombre al que su padre no intimidase salvo, quizá, Vlad Fesserite.

Skráver Barr era un depredador que haría siempre lo que quisiese, sin someterse a nada ni a nadie, pero al mismo tiempo era inteligente y sabía cómo, cuándo y en qué dirección debía moverse. Apenas habían intercambiado unas palabras pero el modo en que la miraba transmitía interés y curiosidad. Por el contrario, el resto de hombres que se había encontrado en aquellas tierras fangosas sólo transmitían la más repulsiva excitación sexual. Una única sonrisa repleta de arrogancia bastó para que Lehelia constatase que estaba fascinada por aquel hombre. Aunque escuchaba a su padre con fingida indiferencia, era consciente de que a Húguet no podía engañarlo. Se parecían demasiado.

—Tengo planes para él. Y esos planes, querida, te incluyen a ti. Siempre y cuando des tu conformidad, por supuesto —añadió el Cónsul con una sonrisa beatífica.

Lehelia se sorprendió tanto que no pudo evitar que su rostro se tornase del color de una manzana madura. Agachó la cabeza y miró hacia otro lado sin responder.

El grupo dejó atrás el terreno accidentado y frente a ellos se extendía una pradera larga y desbrozada. Al oeste, muy lejos, se podían distinguir entre la niebla las siluetas de las torres del Consulado de Rex-Preval. El líder de la escolta gritó algo que Lehelia no pudo entender y todos emprendieron el galope en aquella dirección. Antes de caer la noche habrían llegado a su destino y Húguet Dashtalian no tardaría en mover la siguiente pieza.

10. Según mis cálculos suman tres

Fortaleza Prisión, Vardanire

—Has transformado nuestra vida en una pesadilla —musitó Adalma entre sollozos—. Nunca te perdonaré ¡Nunca, maldito hijo de perra!

Berd permanecía sentado en un rincón de su celda con la cabeza gacha; las cadenas que le sujetaban cuello y muñecas le impedían moverse y ni tan siquiera podía ponerse en pie. Los guardias le acercaban con una escoba los platos de la bazofia con la que alimentaban a los presos, sin molestarse en retirarlos después. Al parecer pretendían seguir un procedimiento similar con el balde para los excrementos; Berd no lo había utilizado ni una sola vez en los tres días que llevaba preso y no pensaba hacerlo hasta llegado el último momento.

El guardia al que golpeó con el puño había muerto y le esperaba la horca. El altercado y la muerte del guardaespaldas de Fesserite ya eran motivo suficiente para que fuese ajusticiado, pero un abogado hábil hubiese podido evitarle la pena máxima a cambio de una condena a trabajos forzados de por vida. No tenía antecedentes, estaba en un momento de mucha tensión y los mercenarios, a fin de cuentas, eran hombres que cobraban por matar y morir.

Pero asesinar a un miembro de la Guardia del Consulado, además en presencia de sus compañeros, era un delito del que ningún leguleyo podría salvarle. Lo ahorcarían delante de toda la ciudad para dar ejemplo.

—Mi único hijo está muerto y mi marido lo estará pronto. El niño que llevo dentro se encontrará con que no tiene padre y con que su madre… no tiene ganas de vivir.

—¡Basta ya, mujer!

Adalma se sobresaltó. Era la primera vez desde que lo conocía que se dirigía a ella de esa manera.

Berd se retorcía intentando soltarse de sus ataduras; su cuerpo estaba en completa tensión y las argollas de hierro que fijaban las cadenas temblaban. Por un momento pensó que podría liberarse, emitió un gruñido y tiró con todas sus fuerzas. De la pared se desprendían trozos de roca y algunos eslabones de la cadena sujeta a su cuello se estaban deformando.

Finalmente se rindió y se dejó caer, dolorido y exhausto.

—Ese viejo de mierda es el culpable de que ya no tengas hijo, mujer ¿Qué podía hacer yo? ¿Eh? ¿Atarlo como lo estoy ahora para que no fuese a combatir? ¿Preferirías que lo hubiese matado yo mismo para evitarlo? ¡Contesta! ¡Contesta por el maldito Grande que Todo lo Ve y no hace nada! ¡Ése al que tanto veneras! —bramó, para de inmediato hundir la cabeza entre sus rodillas sucias y despellejadas.

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