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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

Presagios y grietas (15 page)

BOOK: Presagios y grietas
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—El Cónsul quiere que nos pongamos manos a la obra cuanto antes —expuso Brani, exultante—. Tendremos a nuestra disposición las canteras de las Cordilleras de Hánzlik y toda la madera que nos haga falta la podemos obtener del Bosque del Lancero.

—Dahaun abastece de piedra y madera a todo el oeste de Rex-Drebanin, una importante fuente de ingresos para Vlad Fesserite. Esas canteras son la principal causa del cese de la actividad comercial con vosotros. Sus precios, si me permites el comentario, amigo mío, son ostensiblemente más bajos que los vuestros.

—La calidad del producto también lo es. —Brani sonrió con orgullo—. Y en este caso, ninguno de vuestros constructores sabría siquiera por donde empezar, además de que el proyecto abarcará el equivalente a varias vidas humanas. Herdi Hérdierk, el arquitecto principal, sólo tiene noventa y tres años y duda que pueda vivir para verlo terminado.

—Ese puente comunicará por tierra todo Rex-Drebanin. Las futuras generaciones no olvidaran al gran Húguet Dashtalian, «El que tiende puentes» —dijo Liev con ironía.

—Dashtalian piensa exponer el proyecto al Emperador para retomarlo en su totalidad. Eso supondría trabajo para La Cantera de Vredi y quizá incluso necesitemos a los Maestros Constructores de Rex-Higurn.

—¡Ja, ja, ja! ¡Húguet Dashtalian, «El que cierra heridas»! La ambición de ese viejo zorro es ilimitada.

Brani recordaba los detalles de aquella conversación mientras observaba el desfile de carretas. Los enanos vociferaban, reían y canturreaban. Era innegable que el talento de su pueblo había permanecido demasiado tiempo oculto bajo las montañas. En ese instante se acercó un joven minero con un pergamino sellado en la mano.

—Acaba de llegar un hombre de Disingard con este mensaje, mi Capataz. También dice traer una noticia que quiere darte personalmente.

Mientras atravesaban el inmenso vestíbulo, Brani pensaba en su padre y la amistad que mantuvo con Thierd Binner, el abuelo de Liev. El azar había querido que los descendientes de ambos la retomaran. Era un buen augurio de cómo podrían ser en el futuro las relaciones entre sus pueblos. Los humanos eran en verdad desconcertantes pero también podían ser creativos, audaces y nobles. Quizá para las generaciones venideras ese puente tuviese un significado más profundo de lo que Liev había argumentado con suspicacia.

Al llegar donde el mensajero comprobó que se trataba de Sálluster Artémir, un joyero de Disingard que había acompañado a Liev en sus últimas visitas. Por lo visto, gozaba de su total confianza y el Intendente le profesaba mucho afecto. Era un joven menudo, discreto y educado, que mostraba mucho interés en iniciar relaciones comerciales con ellos en temas de joyería.

—Sálluster, nos honras con tu visita. Acompáñame y beberemos algo; tengo un vino de Terth que espero será de tu agrado. —Brani había perdido toda esperanza de que los humanos valorasen la exquisitez de un buen cissordin.

En ese instante reparó en que el joven estaba muy pálido y le temblaban las manos. Tenía los ojos enrojecidos y una expresión en el rostro de absoluta desolación.

—Capataz Brani —dijo con voz entrecortada—, traigo noticias muy dolorosas. El Intendente Binner falleció hace dos días.

8. Algo del todo incomprensible

Dahaun

—¡Vamos, Tradi! ¡Te estás haciendo viejo!

—¡Acerca el gaznate, joven Hérdierk y verás lo viejo que estoy! —Tradi le amenazó desde lejos con su hacha.

Herdi Hérdierk estaba de un excelente humor esa mañana, después de pasar la noche anterior perfilando una ocurrencia que le rondaba desde hacía tiempo. Había ideado un modo de añadir armazones de metal a los bloques de piedra, lo cual dotaría de una consistencia nunca vista a la obra que se disponían a emprender. El problema vendría cuando quisiese exponerlo a sus testarudos compañeros, que lo llamarían loco y calificarían su idea de fantasía sin pies ni cabeza. En cualquier caso, él era el Maestro Constructor designado por el Capataz y no tendrían más remedio que claudicar. En cuanto llegase Fardi le comentaría su plan; era un excelente forjador y seguro que entre los dos daban con el mejor modo de llevarlo a la práctica.

Se encaminó silbando hacia su tienda, dispuesto a revisar los planos por enésima vez. Durante las nueve semanas que llevaban apostados en Dahaun se había aprendido los esquemas de memoria pero disfrutaba repasando las anotaciones, los cálculos y toda la información que habían registrado en aquellos pergaminos Gedoni Júdinerk y Dradi Drádinerk, los Maestros que levantaron el puente de Hiristia-Arthinie siete siglos atrás.

Los enanos habían organizado un asentamiento muy bien equipado. Una empalizada de treinta pies rodeaba el campamento y lo protegía de las alimañas o de posibles incursiones de bandidos. Aunque el Intendente Fesserite les aseguró que su territorio estaba limpio de salteadores, Herdi no se fiaba y mandó cercar la zona de todos modos. No sentía ninguna simpatía por aquel viejo y mucho menos por el guardaespaldas de tez negra que lo seguía como si fuese su propia sombra triplicada.

Apenas tardaron media jornada en localizar la zona idónea para los cimientos. El Mar de la Herida estaba acotado por acantilados rocosos de más de sesenta pies de altura. Sus aguas muertas carecían de oleaje y permanecían estancadas desde hacía siglos sin apenas variaciones de nivel, con lo que no existía riesgo alguno de socavación. Todo el suelo en derredor era pura roca de una dureza sorprendente. Herdi y sus compañeros debatieron largo y tendido sobre el fenómeno que pudo provocar la aparición de aquel mar interior pero, ante la imposibilidad de llegar a ninguna conclusión razonable, optaron por ponerse manos a la obra sin más dilación.

Los gigantescos martillos pilones habían triturado la mayor parte de la superficie del área de cimentación. Bogi Févinerk y sus topadoras aún estaban en camino pero los impacientes enanos ya habían empezado a retirar rocas mediante palas, de modo que se podía entrever el entramado de zanjas. Los picapedreros estaban progresando mucho en su tarea de adecentar la cantera de las Cordilleras de Hánzlik. La piedra era buena pero años de trabajo mal hecho habían estropeado la superficie y requería lo que ellos llamaban una limpieza. Desde hacía unos cuantos días ya llegaban carretas con los pesados bloques tallados que compondrían la segunda fase de la construcción. Herdi esperaba empezar en una semana o semana y media lo más tardar.

Una vez diese comienzo la obra sabía que el resto de su vida estaría dedicada al puente. No lo confesaba pero esperaba vivir lo suficiente para verlo terminado; según sus cálculos, de no mediar serios contratiempos era probable que lo lograse. Aquel asentamiento de trabajadores acabaría por convertirse en un poblado y quizás la cantera de Dahaun terminaría siendo La Cantera de Herdi. Por descontado, esto último jamás se le hubiese ocurrido comentarlo con nadie.

—¡Ahí viene el grupo de Durne! —gritó uno de los vigías que se apostaban en la empalizada. Anunciaba el regreso de uno de los grupos de cazadores que se internaban a diario en el Bosque del Lancero para proveerles de alimento.

Cada una de las seis partidas la conformaban doce enanos y solían salir a primera hora de la mañana y a primera de la tarde. El grupo de Durne traía consigo un jabalí, un par de ciervos, media docena de perdices, y varios conejos. Tras dejar sus presas en la zona donde trabajaban los cocineros, la cazadora y dos de sus enanos se acercaron a Herdi para informarle de un extraño suceso que les había acaecido.

—Digan lo que digan los humanos, en ese bosque hay algo más que conejos y perdices, Herdi. —Durne le mostró el objeto que llevaba en la mano.

Era un largo trozo de madera afilada con varias plumas de ave teñidas de negro atadas al otro extremo.

—¿Arrapaceros? —preguntó Herdi, intrigado.

—Yo diría más bien sherekag. El tamaño de la saeta así lo sugiere.

—Por poco me atraviesa la cabeza —terció un enano de espesos bigotes—. Suerte que la oí aproximarse y me hice a un lado.

—Ahí puede esconderse cualquier cosa —continuó Durne—. Hemos estimado que hay unas cuarenta millas de bosque en todas direcciones. Ocupa el territorio casi al completo.

Al contrario que en las provincias vecinas, en Rex-Drebanin no abundaba la vegetación. Era una tierra de páramos y extensas estepas con la notoria salvedad de dos extensiones arbóreas que ocupaban casi por completo los territorios de Ahaun y Dahaun. A excepción de las dos ciudades del mismo nombre, el resto de poblaciones eran pequeñas aldeas de unas decenas de habitantes, en su mayoría leñadores y cazadores. Al bosque de Dahaun lo llamaban Bosque del Lancero porque, según se decía, durante La Gran Guerra un solo lancero parapetado en la espesura, logró contener a una horda de cientos de sherekag durante dos días, haciéndoles creer que había todo un ejército escondido entre los árboles. Gracias a eso las tropas de La Coalición se pudieron reagrupar y derrotaron a sus enemigos en la famosa Batalla del Río Ansher.

Pero nadie recordaba el nombre del valiente lancero, lo cual restaba verosimilitud a la historia.

—Doblaremos las guardias nocturnas —afirmó Herdi. En aquel momento se felicitaba a sí mismo por haber levantado la empalizada.

—Dudo mucho que se atrevan a salir de ahí. Intentamos seguir la dirección de la que provenía la flecha pero no encontramos nada. De haber sido numerosos sin duda nos hubiesen atacado; deben de ser pequeños grupos desorganizados que llevarán siglos viviendo escondidos. Avisaremos a los leñadores para que estén atentos.

Herdi asintió y marcó una cruz en un extremo de la pequeña pizarra en la que tomaba notas. La próxima vez que viera al viejo Fesserite le comentaría el asunto de los sherekag. Tras La Gran Guerra la mayoría fueron exterminados pero por pocos que quedasen, seguían siendo una raza muy peligrosa. Puede que incluso más peligrosa que los humanos.

Consulado Imperial, Vardanire

Húguet Dashtalian se sirvió otra copa de vino y Lehelia lo miró con extrañeza.

Su padre era metódico hasta la exasperación y nunca tomaba más de una copa fuera de las comidas; aquello era indicativo de algo pero ignoraba que podía ser. Desde que era muy pequeña, disfrutaba estudiando el comportamiento de cuantos la rodeaban. Para ella era casi una obsesión saber de antemano lo que iba a suceder si su hermano Hígemtar se atusaba el cabello o si su tío Vlad carraspeaba.

Algunos individuos eran muy previsibles, como su hermano pequeño; otros eran más complejos. De todos los que había conocido el más difícil de analizar era su padre. Nunca estaba segura del porqué de sus actos o de sus palabras hasta que los mismos hechos se explicaban por sí solos. Sin duda, Húguet Dashtalian la superaba por mucho en esa faceta; era un manipulador sublime.

La puerta se abrió y el Maestro Véller entró en el pequeño despacho. Pese a sus muchos años andaba totalmente erguido y sus movimientos eran firmes y calculados. La holgada túnica dotaba de volumen a su figura y sumado a su total falta de pelo le confería un aspecto muy particular que imponía respeto.

—Aquí estoy, tal como ordenasteis. —El anciano inclinó la cabeza.

Lehelia estaba orgullosa de haber conseguido interpretar con tanta claridad el comportamiento del mentor de su hermano. En ese momento mantenía la mirada fija en el suelo y eso indicaba que estaba de mal humor. Consideraba la llamada del Cónsul una interferencia en su trabajo y prefería no cruzar la vista con él por si reparaba en su descontento.

—Maestro Véller, lamento importunaros en vuestro quehacer diario de formar las habilidades de mi hijo —se disculpó el Cónsul; a él tampoco se le escapaba la incomodidad del anciano—. Por cierto, ¿no está con vos?

—Pensé que estaría aquí —respondió Véller—. Abandonó la sala antes que yo cuando nos comunicaron que deseabais hablarnos; supuse que se me habría adelantado.

—Se habrá distraído con alguna trivialidad. Es paradójico que el destino conceda tan preciados dones al más inmaduro y disperso de mis hijos.

En realidad, Porcius departía en ese momento con un joven guardia que le resultaba especialmente simpático y que tenía órdenes expresas de entretenerlo durante un buen rato. Húguet quería hablar con Véller y no deseaba que su hijo estuviese presente.

—Por favor, Maestro, tomad asiento y permitidme ofreceros una copa de vino —intervino Lehelia.

El despacho en el que se encontraban era una pequeña habitación forrada con estantes de madera repletos de libros. Un gran cuadro pendía de la pared que enfrentaba la puerta; representaba al padre de Húguet, el Cónsul Arbbas, montado a caballo y sosteniendo una lanza en su mano izquierda. Justo delante se ubicaban una amplia mesa de roble repleta de documentos y un sillón alto con respaldo acolchado. Sentado en él, Húguet Dashtalian apoyaba los codos sobre el escritorio y entrecruzaba las manos, exhibiendo su sonrisa más acogedora.

La habitación había sido utilizada por varias generaciones de Dashtalian para celebrar variopintas reuniones; las viejas paredes ejercían de testigos mudos de la toma de importantes, y en ocasiones despiadadas, decisiones políticas. Aquel espacio cálido y reducido era en realidad una tela de araña a la que los insectos se adherían confiados, para darse cuenta pasados unos instantes de que no era fácil despegarse.

Véller se sentó y aceptó la copa que le ofrecía Lehelia. Era consciente de lo que sucedía, de por qué lo habían convocado y de que la ausencia de su pupilo no era un mero retraso. Querían saber cosas y sólo esperaba no revelarles más de lo prudente. Pese a su edad, a su experiencia y a su instrucción, se sentía indefenso ante los sutiles interrogatorios a los que solía someterlo Húguet; era capaz de obtener toda la información que desease de él y de cualquier otro hombre.

—Mi buen Véller, quisiera conocer tu opinión sobre los progresos de Porcius. Me sorprende el dominio de sus dotes que ha adquirido en los últimos meses; parece que empieza por fin a madurar. El hallazgo de ese objeto y la habilidad que ha mostrado para someterlo me hacen albergar grandes expectativas.

—Ese orbe no se someterá jamás a la voluntad de ninguna criatura mortal —respondió Véller con gravedad—. La empatía que posee vuestro hijo con las Fuerzas Primordiales es en verdad muy acusada pero no le otorga control alguno sobre ellas. Ni los Maestros de la Orden podemos ejercer nuestra voluntad sobre tales fuerzas. Vivimos conectados, pero no somos el Pueblo Antiguo. Nuestras capacidades, tras desarrollarse plenamente después de décadas de estudio, jamás podrán alcanzar ni una milésima parte de los dones naturales de los Nar. Y Porcius, pese a su habilidad innata, es apenas un iniciado. El riesgo que hemos corrido es incalculable.

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